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En recintos cerrados y con mala ventilación no existe una distancia segura contra el coronavirus

Hace unos días contaba aquí que la comunidad científica experta está confluyendo en un mensaje común: la ventilación y la filtración son las nuevas armas clave que deben guiar la lucha contra el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19. Parece evidente que un virus de transmisión respiratoria, que se contagia tanto por el aire como por las gotitas expulsadas al hablar, cantar, estornudar o toser, y que invade el organismo sobre todo a través de la nariz, debería combatirse principalmente eliminándolo o dispersándolo del lugar donde supone una amenaza, el aire, dado que no es posible matarlo en las propias personas que lo incuban.

Más aún cuando, de hecho, la ventilación y la filtración sí son medidas preventivas fácilmente adoptables y sostenibles a largo plazo, a diferencia de la mayoría de aquellas que las autoridades reguladoras están imponiendo a la población y que parecen guiadas por una visión cortoplacista; recordemos lo que los expertos vienen remachando desde el comienzo de la pandemia y que se ha repetido aquí: una vez que un virus ha llegado a la existencia (este llegó hace algo así como medio siglo, pero saltó a los humanos el año pasado), no es posible devolverlo a la no existencia. Solo en un par de casos, con intensos esfuerzos globales a lo largo de décadas, el ser humano ha logrado librarse de un par de virus. Por lo tanto, y dado que el SARS-CoV-2 es algo con lo que deberemos convivir en adelante, parece lógico buscar las medidas que minimicen sus efectos permitiendo que la vida siga como antes.

De poco sirve marcar distancias en lugares cerrados si la ventilación es deficiente. Imagen de Steve Morgan / Wikipedia.

De poco sirve marcar distancias en lugares cerrados si la ventilación es deficiente. Imagen de Steve Morgan / Wikipedia.

Y no parece que los confinamientos, cierres, limitaciones de aforo y horarios, distancias ni mascarillas cumplan esta condición. En concreto, el problema de las mascarillas no es que no sirvan. Sirven; pero como he contado aquí, su mayor eficacia estriba en retener las gotitas expulsadas. Son menos útiles para contener los aerosoles y como protección para quienes las llevan, y globalmente los estudios clínicos y observacionales les otorgan una eficacia limitada; son mejor que nada, pero parece claro que no vamos a llevar mascarillas todos los días, a todas horas, durante el resto de nuestra vida (y a ver entonces cómo erradicamos esa falsa dicotomía de «mascarilla o muerte» que aparecía esta semana en el erróneamente aplaudido vídeo viral de una niña). Así, la resistencia de la población es esperable, sobre todo cuando existen experimentos en el mundo real de lugares donde se arreglan sin ellas (Suecia) y cuando es inevitable percibir arbitrariedades en la regulación y el uso que no pueden comprenderse ni justificarse.

Dos ejemplos de esto último: en un artículo en la revista The Atlantic que cité recientemente, el experto en aerosoles de la Universidad de Colorado José Luis Jiménez hacía notar una situación tan frecuente como absurda: una conferencia con público (charla, clase, seminario, e incluso las ruedas de prensa del propio Fernando Simón) en la que los asistentes, perfectamente distanciados entre ellos, portan mascarilla, mientras que el conferenciante no la lleva. Jiménez decía que, si solo existiera una única mascarilla en la sala, quien debe llevarla es precisamente la persona que está hablando, y no quienes escuchan, ya que hablar en voz alta expulsa una gran cantidad de gotitas que pueden dispersar el virus si el conferenciante está contagiado.

Segunda situación absurda: se ha impuesto a los niños la obligación de llevar mascarilla también en las clases de educación física, que en la mayor parte de los casos pueden hacerse al aire libre. Y sin embargo, no se aplica esta imposición a quienes hacen deporte por simple afición, ni siquiera cuando van en grupo, a pesar de que uno de los pocos casos de contagio al aire libre que se han podido demostrar fue el de dos personas que corrían juntas, cada una respirando el aire expulsado por la otra (y sí, corriendo en la misma dirección; eso de establecer un sentido único de circulación de las personas en ciertos lugares es otra demostración de cómo propuestas sin la menor base científica pueden triunfar en todo el mundo solo porque… ¿alguien sabe por qué?).

Así, y por mucho que el movimiento anti-mascarillas de los negacionistas del virus y de la pandemia esté perjudicando enormemente la lucha contra esta lacra, las autoridades deberían hacer su propia autocrítica sobre cómo las medidas que están adoptando, y que en algunos casos pulverizan libertades fundamentales de un plumazo, están cargadas en ocasiones de una falta de sustancia científica, una inconsistencia y una arbitrariedad que no pueden sino crear en muchos ciudadanos la sensación de estar gobernados por el pollo que corre sin cabeza. Que no falten los llamados «felpudos desinfectantes» a la entrada de los colegios, otra aberración contra la razón y el sentido común, pero las ventanas de las aulas se dejan cerradas con veinte niños respirando el mismo aire en su interior.

Es de esperar que, con el tiempo, el énfasis en la ventilación y la filtración del aire como medidas primordiales en la lucha contra el coronavirus vaya venciendo la ceguera de las autoridades y los organismos a la evidencia científica; el más alto de todos ellos, la Organización Mundial de la Salud, está a menudo lastrado por una inercia que lo llevó a resistirse incluso contra lo que ya era un clamor en la comunidad científica, que el virus también se estaba transmitiendo por el aire. Al menos comienza a verse algún signo de esperanza; una compañía de autobuses ya menciona la ventilación y la filtración del aire en sus anuncios en televisión. Por suerte, en los colegios de mis hijos están dejando las ventanas y puertas de las aulas abiertas en este comienzo de curso, pero es dudoso que continúen haciéndolo cuando llegue el frío, y entonces será aún más necesario que ahora.

Hoy traigo aquí un ladrillito más en esta muralla permanente que debemos ir construyendo contra el coronavirus, la de sanear el aire de los espacios que compartimos. En The Conversation, un grupo de ingenieros de la Universidad de Clarkson, especializados en dinámica de fluidos y aerosoles, se encarga de remachar algo también evidente: en recintos cerrados, mal ventilados y donde hay un grupo de gente, no existe la distancia de seguridad; no hay ninguna distancia que sea segura como protección contra el contagio.

Unos días atrás, en la revista BMJ (la que de toda la vida era el British Medical Journal), un grupo de científicos de la Universidad de Oxford y del Instituto Tecnológico de Massachusetts llamaba la atención sobre el hecho de que las normas aplicadas actualmente en todo el mundo sobre una presunta «distancia de seguridad», que varía entre uno y dos metros según los lugares, están basadas en «ciencia obsoleta».

Sí, como principio general, una mayor distancia reduce el riesgo de contagio. Pero fijar distancias concretas como normas universales sin considerar otros factores es sencillamente una ilusión, ya que la realidad es mucho más compleja. «La distribución de las partículas virales viene afectada por numerosos factores, incluyendo el flujo de aire», escribían los autores. «Las evidencias sugieren que el SARS-CoV-2 puede viajar a más de 2 metros cuando se tose o grita». Por lo tanto, concluían, «las reglas sobre la distancia deberían reflejar los múltiples factores que afectan al riesgo, incluyendo la ventilación, la ocupación y el tiempo de exposición». De esta manera, añadían, podría conseguirse «una mayor protección en los escenarios de mayor riesgo pero también una mayor libertad en los de bajo riesgo, posiblemente permitiendo una vuelta a la normalidad en algunos aspectos de la vida económica y social».

Mientras, nuestros gobernantes aumentan la distancia entre sillas al aire libre.

Los ingenieros del artículo en The Conversation abundan en esta misma cuestión, utilizando para ello un ejemplo conocido: el humo del tabaco. En ningún país existe una norma de simple distanciamiento como protección frente al humo del tabaco en recintos interiores; como todo el mundo sabe, en un lugar cerrado el olor del tabaco llena el recinto, ya que el humo se dispersa por todo el espacio. Y sin embargo, se está transmitiendo a la población la ficción de que en interiores existe una distancia segura para protegerse del coronavirus.

«El humo del tabaco comprende partículas que son similares en tamaño a las gotitas respiratorias más pequeñas expulsadas por los humanos, aquellas que permanecen suspendidas en el aire por más tiempo», escriben los autores. «En una habitación mal ventilada no existe una distancia segura», concluyen. «Las buenas estrategias de ventilación y filtración que introducen aire fresco son críticas para reducir los niveles de concentración de aerosoles, igual que abrir las ventanas aclara una habitación llena de humo».

Finalmente, los autores añaden la necesidad de llevar mascarillas en recintos interiores, pero insisten en qué es lo que una mascarilla puede hacer por nosotros, algo que deben recordar tanto quienes creen en su completa inutilidad como quienes creen que es una protección garantizada contra el contagio (y, en su caso, la muerte): «Reducen la concentración de las gotitas respiratorias que se expulsan a la habitación y dan algo de protección contra la inhalación de aerosoles infecciosos».

Un nuevo estudio confirma que el coronavirus entra sobre todo por la nariz

A finales de julio, uno de los estudios más importantes que se han publicado sobre el coronavirus SARS-CoV-2 de la COVID-19 pasó prácticamente inadvertido en los medios, algo inexplicable cuando llegaba a una conclusión de enorme relevancia para la salud pública: el virus invade el organismo preferentemente a través de la nariz.

Esto no solo explicaría por qué, pese a los temores en los primeros tiempos de la pandemia, el virus ha mostrado consistentemente una ausencia de transmisión por el contacto con superficies (pese a que las autoridades continúen empeñadas en lo que algunos han bautizado como el “teatro de la higiene”, aunque en realidad un tanto más de limpieza y desinfección, sobre todo de manos, es algo que no le viene nada mal a la sociedad en general); sino que, además, supone una contundente advertencia contra esa extendida costumbre de colocarse la mascarilla por debajo de la nariz para respirar mejor.

Mascarilla bajo la nariz. Imagen de pixnio.

Mascarilla bajo la nariz. Imagen de pixnio.

Como ya conté aquí entonces, la fortaleza de aquella conclusión residía en que el estudio no era uno de esos preprints de seis páginas colgados en internet y hechos en un par de tardes con unos cuantos datos o una máquina de PCR, sino un riguroso, concienzudo y extenso trabajo de biología experimental abordado desde varios enfoques complementarios, con la construcción de virus reportadores, análisis de expresión de ARN in situ y de infectividad en cultivos celulares de distintas secciones del tracto respiratorio, y un rastreo de la infección en tejidos pulmonares de autopsias; todo ello, además, publicado en la revista Cell, la primera del mundo en biología.

Todos los experimentos llevaban a la misma conclusión: el punto de entrada a través del cual el virus consigue anidar en el organismo es la cavidad nasal, y no los pulmones, donde su capacidad infectiva es mucho menor. Por lo tanto, la neumonía devastadora que se observa en los pacientes más graves, y que a menudo se relaciona con la muerte, no se produce por una infección primaria del coronavirus en los pulmones, sino solo una vez que el patógeno se ha multiplicado en el epitelio de la nariz y los fluidos comienzan a arrastrarlo en grandes cantidades hacia las profundidades del tracto respiratorio. El mensaje esencial se resume fácilmente: es mucho más improbable contraer el virus a través de la boca, o al menos haría falta una dosis infectiva mucho mayor para que invadiera los pulmones sin pasar antes por una incubación en el interior de la nariz.

Pero a pesar de la robustez de aquel estudio, la ciencia siempre debe andar con pies de plomo, construyéndose y consolidándose con la confirmación de los resultados por otros enfoques, por otros investigadores y en diferentes laboratorios. Y esta semana ha llegado un nuevo estudio que apunta a la misma conclusión: la vía preferente de entrada del virus es la nariz.

En este caso se trata de un pequeño y breve estudio de la Universidad Johns Hopkins, también publicado previa revisión por pares, en la revista European Respiratory Journal. Los investigadores se han apoyado en evidencias previas que desentrañaban el misterio de la súbita pérdida de la capacidad olfativa en muchos enfermos de COVID-19, un síntoma que en muchos casos se cuenta entre los más tempranos.

Estudios anteriores habían identificado que el coronavirus no infecta directamente las células olfatorias de la nariz (neuronas especializadas), sino otras adyacentes a ellas que se encargan de prestar a las primeras un soporte estructural y que se conocen como células sustentaculares del epitelio olfativo. En julio, un estudio de la Universidad de Harvard en colaboración con otras instituciones y publicado en Science Advances mostró que dos receptores clave para la entrada del coronavirus en las células, llamados ACE2 y TMPRSS2, están presentes en mucha mayor medida en las células sustentaculares que en las propias neuronas olfativas encargadas de detectar los olores, y que probablemente era la infección de estas células la que producía la anosmia (pérdida de olfato) en los pacientes. Este estudio, a su vez, ratificaba en humanos lo que previamente ya se había observado en ratones. Otro estudio descubría que también en hámsters (un modelo animal adecuado para estudiar el SARS-CoV-2) el coronavirus infecta las células sustentaculares, provocando un daño transitorio masivo en la mucosa olfativa.

En el nuevo estudio, los científicos de la Johns Hopkins han ahondado más en esta dirección. Analizando distintas muestras de células humanas, descubren que el receptor ACE2 del coronavirus es 700 veces más abundante en las células sustentaculares de la parte alta de la cavidad nasal que en el resto de la mucosa que tapiza el interior de la nariz y que en las células de la tráquea. “Este patrón de expresión de ACE2 proporciona evidencia de que el tracto respiratorio superior, más que el inferior, es la sede inicial de la infección por el SARS-CoV-2”, concluyen los autores, quienes insisten en la necesidad de utilizar las mascarillas de forma correcta.

De esta pista cada vez más firme sobre el proceso de infección del coronavirus pueden extraerse además otras dos conclusiones interesantes. La primera, escriben los autores, “la menor expresión del gen de ACE2 en el epitelio nasal de los niños en comparación con los adultos puede ayudar a explicar la menor prevalencia de COVID-19 en ellos”.

La segunda es que este mecanismo de infección a través de la nariz podría sugerir nuevos tratamientos eficaces para las etapas preliminares de la enfermedad, cuando el virus aún no se ha adueñado de los pulmones. “Aún no se ha determinado si la irrigación salina nasal, un tratamiento común para las enfermedades sinonasales, es beneficiosa o contraproducente en la infección por el SARS-CoV-2”, apuntan los investigadores. “Sin embargo, debería considerarse la administración de agentes tópicos antivirales, como detergente o povidona yodada [tipo Betadine], dirigidos a los reservorios nasales y nasofaríngeos del virus”.

Por último, una advertencia: a la pregunta de si inhalar preferentemente a través de la boca podría ser o no una manera de reducir el riesgo de contagio, la única respuesta posible es que aún no hay estudios concretos sobre esto. Pero, en general, inhalar por la boca es algo no recomendado por los expertos; hace unos meses, en The Conversation, el farmacólogo de la Universidad de California Louis J. Ignarro insistía en la forma correcta de respirar: inhalar por la nariz, exhalar por la boca. Ignarro obtuvo un Nobel en 1998 por descubrir los efectos del óxido nítrico (NO) producido por el cuerpo en la circulación sanguínea y la oxigenación del cuerpo, y la producción de NO aumenta al inhalar por la nariz.

Las conclusiones de Ignarro continúan siendo hoy tan válidas como lo eran entonces, y el experto citaba un estudio según el cual el NO inhibía la replicación in vitro del coronavirus del SARS (pariente del actual), por lo que, sugería, el bombeo de NO hacia los pulmones al respirar por la nariz podría ayudar a combatir la infección del nuevo coronavirus. Claro que esto era antes de saberse que una misma dosis de virus tiene muchas más posibilidades de infectar si pasa por la nariz que si entra directamente en los pulmones a través de la boca.