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La extraña historia de un estudio que niega el cambio climático: política y provocación enfangan la ciencia

En 2002 el modista David Delfín (me importa un ardite lo que diga la RAE: si no hay dentistos ni artistos, ¿por qué modistos?), hasta entonces un completo don nadie para el gran público, saltó a la fama por sacar a sus modelos en la Pasarela Cibeles con sogas al cuello y las caras cubiertas; alguna casi se mata al precipitarse al vacío desde lo alto de sus tacones. Desde entonces, hasta yo sé quién es David Delfín.

En 1989 Almudena Grandes, una escritora hasta entonces desconocida, ganó el premio La Sonrisa Vertical y alcanzó enorme éxito con su novela erótica Las edades de Lulú, en la que exploraba rincones moralmente escabrosos como la corrupción de menores consentida. Una vez conseguida la notoriedad pública, la autora no ha vuelto (que yo sepa) a internarse en el género que le dio la fama. Como tampoco Juan Manuel de Prada ha regresado –literariamente, me refiero– al lugar que en 1994 le alzó al estrellato de las letras con su obra Coños, en la que se recreaba y relamía con una colección selecta de vulvas arquetípicas.

En 1983 las Vulpes, una banda punk femenina de Barakaldo, aparecieron en el programa de televisión Caja de Ritmos de Carlos Tena versionando un tema de Iggy Pop y los Stooges titulado I wanna be your dog bajo el título Me gusta ser una zorra y con una letra extremadamente obscena para los estándares de aquella aún pacata España de entonces. La controversia, alimentada por el diario ABC, suscitó una querella del Fiscal General del Estado –sí, han leído bien– y se saldó con el cierre del programa y el despido de su director. Las Vulpes estuvieron en boca de todo el país, defensores y detractores.

A lo que voy con todo esto es a que la provocación suele ser una magnífica herramienta de márketing. Con independencia del talento real que pueda esconderse tras esas maniobras de exhibicionismo debutante, pero que a la larga determinará la consagración o la defenestración –Grandes y De Prada versus Vulpes; sobre Delfín no tengo criterio–, no cabe duda de que una entrada triunfal en pelotas logra congregar todas las miradas, como el profesor interpretado por Gregory Peck en aquella película de Arabesco, que iniciaba su conferencia así: «Sexo. Y ahora que he captado su atención…».

Lo que vengo a comentar hoy es que no se me ocurre otro motivo sino el explicado para que la revista científica Science Bulletin haya iniciado su nueva andadura publicando un estudio que niega la existencia del cambio climático antropogénico. Me explico: hasta diciembre de 2014 existía una revista titulada Chinese Science Bulletin publicada por Science China Press, órgano de la Academia China de Ciencias, y que en el mercado internacional se edita bajo el paraguas del gigante de publicaciones científicas Springer. Los propietarios de la revista han decidido ahora lavarle la cara, eliminar el Chinese de la cabecera y presentarla al mundo como «el equivalente oriental de Science o Nature«.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

Campaña del Instituto Heartland negando el cambio climático. Imagen promocional de Heartland Institute.

En el primer número de la renacida publicación, lanzado este enero, destaca como contenido estelar un estudio que afirma lo siguiente: todos los complejos cálculos realizados hasta ahora por climatólogos y meteorólogos de todo el mundo estaban equivocados; el modelo elaborado por los autores, que según un comunicado es «tan sencillo de utilizar que un profesor de matemáticas de instituto o un estudiante de licenciatura puede obtener resultados creíbles en minutos ejecutándolo en una calculadora científica de bolsillo», revela que «la influencia del hombre en el clima es insignificante».

No voy a comentar aquí el estudio; la noticia ya se ha publicado días atrás en varios medios, y ha obtenido respuesta por parte de físicos, climatólogos y paleoclimatólogos (quien esté interesado en la parte técnica puede consultar las respuestas de los expertos aquí, aquí, aquí o aquí). Lo que me interesa hoy es centrarme en la fanfarria. Empecemos por los cuatro autores del estudio. Tenemos a dos científicos, Willie Soon, físico solar del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian (EE. UU.), y David Legates, profesor de Geografía de la Universidad de Delaware y antiguo Climatólogo del Estado.

Ambos se han distinguido durante años por sostener posiciones contrarias al consenso científico sobre el cambio climático. En 2011, la organización ecologista Greenpeace obtuvo documentos, liberados a través de la ley estadounidense de libertad de información (FOIA), según los cuales Soon ha recibido más de un millón de dólares de financiación de la industria del carbón y el petróleo desde 2001, y desde 2002 este sector constituye su única fuente de fondos. El científico se defendió entonces alegando que también «habría aceptado dinero de Greenpeace» si se lo hubieran ofrecido, un presunto argumento de descargo que más bien se vuelve en su contra.

En 2003, Soon envió un email con anterioridad a la publicación del cuarto informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC), en el que sugería la desacreditación anticipada de los resultados del estudio. Según Greenpeace, uno de los cinco destinatarios de aquel correo, un tal Dave, era probablemente David Legates. Ambos científicos han colaborado en varios estudios destinados a negar el cambio climático. Poco después de la publicación de los papeles de Greenpeace, Legates dimitió como Climatólogo del Estado de Delaware, un título otorgado por el decano de la Facultad de Medio Ambiente, Océanos y Tierra de la universidad. Legates declaró entonces que renunciaba a instancias del decano, pero lo cierto es que en 2007 la gobernadora del estado le había conminado a que dejase de utilizar su título cuando manifestaba sus opiniones, ya que estas no estaban «alineadas» con las de la administración.

El tercero de los autores, William Briggs, posee formación científica; originalmente meteorólogo y físico atmosférico, pero doctorado en estadística y sin filiación investigadora. De hecho, según escribe el mismo Briggs en su blog, en el que se presenta como «estadístico de las estrellas», carece de plaza alguna, por lo que dice ser «enteramente independiente». Briggs se define como «estadístico vagabundo» y como «filósofo de datos, epistemólogo, armador de puzles de probabilidad, desenmascarador de verdades y (autoproclamado) bioeticista». Es consultor del Instituto Heartland, un think-tank conservador radicado en Chicago que sostiene una obstinada postura de negación del calentamiento global y que lanzó una campaña comparando a quienes creen en el cambio climático con asesinos como Charles Manson o Unabomber. Briggs es el último firmante del estudio, un puesto normalmente reservado al director e ideólogo del trabajo.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Christopher Monckton. Imagen de Joanne Nova / Wikipedia.

Dejamos para el final lo mejor, la yema del huevo, el plato más sabroso. El primer autor del estudio, puesto que suele ocupar quien ha llevado el peso del trabajo, es el inglés Christopher Monckton, tercer vizconde Monckton de Brenchley, caballero de la Orden de Malta, antiguo asesor de Margaret Thatcher, autoproclamado miembro de la Cámara de los Lores (no lo es en realidad, ya que una reforma legislativa le impidió heredar el nombramiento de su padre), propietario de una tienda de camisas, creador de un puzle geométrico y de presuntas curas contra la enfermedad de Graves, la esclerosis múltiple, la gripe y el herpes. Formado en estudios clásicos y periodismo (ni por asomo en ciencia), conservador, euroescéptico y candidato del partido populista de derechas UKIP, Monckton se ha destacado a lo largo de los años por propuestas como aislar de la sociedad a los portadores del VIH, o rebautizar a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) como QWERTYUIOPASDFGHJKLZXCVBNM, para así, según sus palabras, «cubrir cualquier forma de desviación sexual real o imaginaria con la que puedan soñar». Esta joyita de la corona británica ha sostenido opiniones como que los gays llegan a acostarse con 20.000 parejas sexuales en sus «cortas y miserables vidas».

Este es el equipo, y de él difícilmente podía esperarse otra cosa. Por desgracia, el cambio climático se convirtió en un argumento político cuando los sectores conservadores lo interpretaron desde el primer momento como un gran montaje organizado por una conspiración de la izquierda para derrocar el sistema de libre mercado. Pero no toda la culpa cae a la derecha; muchos agentes de la izquierda aceptaron el guante y convirtieron a su vez el cambio climático en un ariete político contra sus oponentes, haciendo así de la paranoia de la derecha una profecía autocumplida. Ya lo he dicho aquí y lo repito: la política no hace sino enfangar y enturbiar la ciencia. Para continuar siendo el juego que practicaron Newton y Galileo, la ciencia no puede ser militante. Los científicos pueden serlo como cualquier otra persona, pero cuando entran en el laboratorio y se enfundan la bata, deben dejar colgada su chaqueta de militancia en el perchero.

Pero en todo este descacharrante affaire, quiero matizar con precisión cuál es mi postura. Los villanos más villanos de esta película no son los Soon, Legates, Briggs, o ni siquiera Monckton. Como cualquiera, ellos están en su derecho de defender sus ideas por equivocadas y tramposas que sean y mientras con ello no cometan ningún delito (hablo solo de cambio climático). Si bien no es imposible que surjan genios demostrando el flagrante error en el que han caído todos sus predecesores, no alcanzo a imaginar que un personaje como Monckton pueda seriamente creer que él ha nacido para ser el Stephen Hawking del cambio climático. Si tal fuera la situación, ya no se trataría de un asunto político, sino psiquiátrico.

El supervillano es la propia revista Science Bulletin. Sobre sus motivos para aceptar el estudio no puedo sino especular. La publicación asegura en su comunicado que el trabajo «sobrevivió a tres rondas de rigurosa revisión por pares, en las que dos de los revisores se habían opuesto inicialmente a su publicación aduciendo que cuestionaba las predicciones del IPCC». Tanto si esto es cierto como si no, la revista cae en el absoluto descrédito. Si lo es, porque su «riguroso» sistema de revisión no llegó a acercarse ni de lejos a los análisis que otros expertos han publicado en internet rápida y gratuitamente y que coinciden en rebatir todos sus resultados y sus conclusiones, llegando, como en el caso de Gavin Schmidt, director del Instituto Goddard de la NASA y una autoridad mundial en cambio climático, a calificar el estudio de «completa basura».

Y si no es cierto, porque entonces solo me queda pensar que la revista ha recurrido, como menciono al comienzo de este artículo, a la estrategia de la provocación para que su relanzamiento suene en los medios. El «equivalente oriental de Science o Nature» tiene actualmente un índice de impacto de 1,4, frente al 42 de Nature y el 31 de Science. El número inaugural de su reencarnación se abre con un editorial titulado Hacia una revista internacional emblemática basada en China. Y para su puesta de largo ha elegido el suicidio.

Pasen y vean: no es un vídeo ovni, es la reentrada de Orión

El pasado 5 de diciembre, la nave Orión de la NASA debutó en el espacio con un vuelo de cuatro horas y media que se ejecutó con total perfección. Tanta que el editor de la web NASA Watch, Keith Cowing –antiguo empleado de la agencia, hoy voz crítica y fuente imprescindible– escribió en su Twitter: «Alguien en la NASA debería derramar su café sobre el teclado ahora mismo. Ninguna misión puede ser tan perfecta». Pero lo fue, con un resultado tan brillante que la puerta de acceso del ser humano al espacio exterior –el verdaderamente exterior, no el de los gansos de la Estación Espacial Internacional pateando pelotitas en gravedad cero– parece reabrirse lentamente, chirriando sobre sus viejos goznes oxidados tras 42 años de clausura.

Aún quedan largos años de espera hasta que Orión viaje en misiones reales con astronautas a bordo; para empezar, el cohete que deberá lanzarla al espacio aún no existe. Pero de momento, el vuelo de prueba nos ha dejado un vídeo que la NASA publicó ayer en su web y que nos muestra lo que habríamos contemplado desde la pequeña cápsula si hubiéramos viajado en su interior durante su primera misión. Para los terrícolas sin esperanza ni posibilidades de viajar jamás al espacio, diez minutos es el tiempo que tardamos en desplazarnos desde el punto A del atasco de la A-6 hasta el punto B del mismo atasco. Pero en esos diez minutos, Orión regresa del espacio a la Tierra, hundiéndose en la atmósfera terrestre a 32.000 kilómetros por hora.

Una parte de este vídeo fue retransmitida en directo por NASA TV a través de la web de la agencia, ofreciéndonos un seguimiento del descenso en directo. Pero en la fase más crítica, cuando el escudo térmico de Orión soportaba temperaturas de 2.200 grados centígrados, la comunicación sufría un corte temporal que nos impidió comprobar cómo se veía esa travesía del infierno desde las ventanas de la cápsula. Una vez que la nave fue recogida después de su amerizaje en el Pacífico, los técnicos de la misión han recuperado la grabación que ahora se publica íntegra.

La inmersión vertiginosa de Orión en la atmósfera produce un rozamiento brutal que crea una capa de plasma o gas ionizado alrededor de la nave. Desde el interior, el fenómeno se aprecia con la aparición de una mancha luminosa en el cielo –en el mejor estilo de los presuntos avistamientos de ovnis– que va transformándose en una especie de medusa y cambiando de color hacia el magenta a medida que sube la temperatura. Durante la reentrada tenemos la referencia de la superficie terrestre, que luego desaparece cuando los reactores de Orión la orientan en posición para desplegar los paracaídas.

Una curiosidad del vídeo es cómo la línea del horizonte se aprecia plana, incluso cóncava. Aunque la NASA no aclara detalles respecto a la lente utilizada, es de suponer que se empleó un gran angular próximo al ojo de pez, lo que produce la curvatura de las líneas horizontales que es más acusada cuanto más se alejan estas del centro de la imagen. En este caso la inversión de la curvatura terrestre no es más que un efecto de la lente, pero lo más interesante es que este fenómeno puede producirse también por causas naturales en el interior de la capa atmosférica.

Supe por primera vez de este fenómeno a través de un relato de Edgar Allan Poe, uno de mis autores de cabecera (y sobre el que girará mi cuarta novela, en preparación). La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall cuenta el viaje ficticio de un hombre a la Luna en globo, una posibilidad que hoy nos resulta tan ridícula que ni nos paramos a pensarla, pero que no parece teóricamente imposible. «Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad de la superficie del globo», escribía Poe en boca de su aeronauta a medida que ascendía al cielo.

Hay que tener en cuenta que en tiempos de Poe aún no existía prueba directa de la esfericidad de la Tierra. Solemos pensar que el primer viaje de Colón probó que la Tierra es redonda, pero lo cierto es que el navegante no llegó a Oriente, sino a América. A pesar de que los experimentos indirectos sugerían un planeta esférico, muchos desafiaban esta hipótesis. Poe no dudaba sobre la esfericidad de la Tierra, a juzgar por sus escritos (aunque sí se sumó a la errónea teoría de la Tierra Hueca). Ignoro de dónde sacó el escritor la idea de que a cierta altura la superficie de la Tierra parecería cóncava, pero Poe lo justifica con una presunta explicación geométrica que suena a mojiganga, a sátira seudocientífica disfrazada de verosimilitud, como es el propio relato entero de Hans Pfaall.

Lo más sorprendente es que existen circunstancias meteorológicas en las que este efecto puede producirse: se llama efecto Hillingar, y consiste en que el gradiente de densidad de la atmósfera puede combar los rayos de luz horizontales, llevando nuestra vista más allá del horizonte y ofreciendo una perspectiva de «tierra plana». El efecto es aún mayor cuando se produce lo que los meteorólogos llaman una inversión térmica, es decir, que el aire caliente asciende y la temperatura es mayor a cotas superiores. Cuando un gradiente preciso de temperatura produce una curvatura mayor en la luz que la que compensa la curvatura terrestre, el efecto es el de una superficie terrestre cóncava.

En el siglo XIX, la interferencia de esta ilusión óptica en el famoso experimento de Bedford Level hizo creer a muchos que la Tierra era plana, y esta fue una inspiración principal de un movimiento que ha perdurado hasta hoy. Sí, sí, hasta hoy. Por pasmoso que parezca, la Sociedad de la Tierra Plana continúa existiendo y hasta dispone de página web, en la que se afirma que «la doctrina de la Tierra redonda es poco más que un bulo elaborado». En un artículo publicado hace algunos años en la BBC, uno de sus miembros, un tal John Davis, decía que estaba creando un repositorio de información online «para ayudar a reunir las comunidades locales de la Tierra Plana en una comunidad global». ¿Cómo? ¿Global?

Y sin más, he aquí el vídeo de Orión:

El misterio de la «erupción desconocida» de 1808

De no ser por la erupción de un volcán indonesio en 1815, quizá nunca habríamos sabido quién fue Boris Karloff. No es un caprichoso ejemplo de la teoría del caos, sino que existe una relación transitiva directa. El actor británico se encaramó a la fama interpretando a Frankenstein, personaje inventado por la escritora Mary Wollstonecraft Godwin Shelley. La inspiración para la novela le surgió a Shelley durante una célebre estancia estival en una villa cercana a Ginebra en compañía de su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley; el también poeta Lord Byron, el médico personal de este, John William Polidori, y la actriz Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley y amante de Byron. Aquel verano fue inusualmente plomizo, frío y lluvioso, lo que obligó a los integrantes del romantic pack a recluirse entre las paredes de la villa y dedicar su tiempo a leer y escribir. Durante una de aquellas veladas de interior, Byron retó a sus invitados a escribir un relato de fantasmas, y de este desafío nacerían El vampiro de Polidori y la idea para el Frankenstein de Mary Shelley. Por su parte, Byron reflejó aquel ambiente sombrío en su poema Darkness.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

Ilustración de una erupción histórica en Indonesia, la del volcán Gamalama a comienzos del siglo XVIII, sobre el fuerte portugués de San Juan Bautista de Ternate. Imagen de Wikipedia.

La meteorología miserable de aquel verano no fue casual. En abril del año anterior, el volcán Tambora, en la isla de Sumbawa, había entrado en una colosal y prolongada erupción que expulsó un inmenso volumen de cenizas a la atmósfera. El resultado fue un enfriamiento del planeta que afectó a las cosechas y extendió la hambruna durante el que hoy es conocido como el «año sin verano», 1816. Y así fue como un fenómeno geológico desencadenó la creación de una de las novelas de terror más admiradas y populares de todos los tiempos.

La erupción de Tambora fue la más violenta desde que existen registros. Solo los fenómenos de esta magnitud, que inyectan una gran cantidad de material en la estratosera, son capaces de alterar el clima de la Tierra hasta el punto de provocar un invierno volcánico. La década de 1810 fue la más fría de los últimos 500 años. Pero lo más insólito del caso es que el enfriamiento ya había comenzado antes de Tambora. «Coincidió también con el Mínimo de Dalton, un período de baja intensidad solar, pero el hecho de que el enfriamiento empezase en 1809-10 hizo sospechar que este pudo estar causado por una erupción anterior», apunta Álvaro Guevara-Murúa, geólogo vitoriano que trabaja en la Universidad de Bristol (Reino Unido) estudiando las anomalías climáticas causadas por las erupciones volcánicas.

En la década de 1990 se pudo confirmar que la de Tambora no fue la única erupción monstruosa de su época. Los estudios de sondeo en Groenlandia y la Antártida revelaron que solo unos años antes, entre 1808 y 1809, se produjo otro fenómeno eruptivo que también lanzó aerosoles volcánicos a la estratosfera y dejó huella, en forma de anomalías de sulfuro, en el hielo de las regiones polares. Sin embargo y por inaudito que parezca, de esta erupción no existe un solo testimonio histórico conocido.

Al menos, hasta ahora. Un trabajo de colaboración interdisciplinar entre geólogos, vulcanólogos e historiadores de la Universidad de Bristol ha logrado rescatar las primeras observaciones registradas de los efectos de la erupción misteriosa. Y Guevara-Murúa está convirtiendo estos hallazgos en la materia de su tesis doctoral bajo la supervisión de Erica Hendy, Alison C. Rust y Katharine V. Cashman de la Escuela de Ciencias de la Tierra, y Caroline Williams, del Departamento de Estudios Hispánicos, Portugueses y Latinoamericanos. El trabajo del vitoriano es un brillante ejemplo de ciencias mixtas, fusionando climatología y vulcanología por un lado y, por otro, investigación histórica.

En cuanto a lo primero, Guevara-Murúa señala que «se sabe bastante de cómo afecta una erupción volcánica al clima, pero solo se conoce mucho de dos erupciones del siglo XX, El Chichón [México, 1982] y Pinatubo [Filipinas, 1991], no de las anteriores». «Para que una erupción afecte al clima, tiene que ser tan fuerte como para inyectar aerosoles a la estratosfera. Y las que provocan una anomalía climática global suelen estar localizadas en los trópicos», añade. De la ciencia se desprende que la llamada «erupción desconocida» en efecto existió, y que fue «la segunda más grande de los últimos 200 años, solo eclipsada por Tambora», precisa el geólogo.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Retrato del científico colombiano Francisco José de Caldas. Imagen de Wikipedia.

Aquí es donde se requiere la confrontación con los registros históricos. Dada la especialidad de Williams, los investigadores recurrieron a las fuentes documentales de los territorios coloniales españoles, que a comienzos del siglo XIX aún cubrían una buena parte del mundo. «El imperio español era muy burocrático, lo escribían todo», dice Guevara-Murúa. «En los documentos históricos de Latinoamérica son muy comunes los registros de erupciones volcánicas». Los investigadores peinaron el Archivo General de Indias, en Sevilla, así como otras fuentes, pero no encontraron ninguna referencia directa a una erupción volcánica.

Pero no se trataba solo de encontrar un testigo directo. «Conocemos los efectos atmosféricos que produce una erupción volcánica, por lo que se trataba de buscar algún testimonio de fenómenos de este tipo», señala Guevara-Murúa. Y fue estudiando las obras del científico colombiano Francisco José de Caldas, fundador del Semanario del Nuevo Reino de Granada y director del Observatorio Astronómico de Bogotá entre 1805 y 1810, cuando llegó lo que Guevara-Murúa describe como el «momento del eureka». En febrero de 1809, Caldas describió un «velo» en el cielo, una «nube transparente» que obstruía el brillo del sol y que se había ido extendiendo sobre Colombia desde el 11 de diciembre. «El llameante color natural [del sol] ha cambiado al de la plata, hasta tal punto que muchos lo han confundido con la luna», escribió Caldas, agregando que los campos se habían cubierto de hielo y la escarcha había atenazado las cosechas. Según Guevara-Murúa, «Caldas trataba de tranquilizar a la población diciendo que aquello podía explicarse por la física, pero no podía entender de dónde venía ese fenómeno». El colombiano, sin tener a su alcance la ciencia que pudiera ayudarle, solo acertó a definirlo como un «misterio».

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Retrato del médico y científico peruano José Hipólito Unanue. Imagen de Wikipedia.

Poco después, los investigadores de Bristol encontraron un nuevo tesoro. Un breve informe escrito en Lima por el médico José Hipólito Unanue hablaba de resplandores crepusculares. «Es algo muy típico después de erupciones tan potentes», comenta Guevara-Murúa. «Las observaciones cuadran con las de otras grandes erupciones, como la del Krakatoa [Indonesia, 1883]». Así, los investigadores contaban con dos observaciones registradas a ambos lados del Ecuador, en Colombia y Perú. «Esto nos indicaba que la erupción debió de producirse en los trópicos», razona el geólogo. La coincidencia de las fechas de los informes de Caldas y Unanue ha permitido a los investigadores marcar un día en el calendario: el 4 de diciembre de 1808, con un margen de error de siete días. Los resultados se han publicado en la revista Climate of the Past.

Sin embargo, aunque el círculo en el calendario ya está dibujado, aún falta la chincheta en el mapa. «La localización puede ser lejana, porque en el caso del Krakatoa se observaron condiciones similares en Medellín (Colombia) seis días después», dice Guevara-Murúa. «Una vez que los aerosoles se inyectan en la estratosfera, se trasladan muy rápidamente a lo largo del ecuador, y luego hacia los polos. Lo que sí creemos es que no se produjo en Latinoamérica, porque habría registros directos». Es probable que una erupción de tal violencia dejara una cicatriz en la piel del planeta, pero quizá esté oculta bajo el mar si el volcán se hallaba en una remota isla oceánica. «Aún no podemos saberlo, pero confiamos en encontrar algo en los cuadernos de bitácora de los barcos», concluye el investigador.

«Latinoamérica está apostando por la ciencia más que España»

Álvaro Guevara-Murúa, geólogo e ingeniero geológico por la Universidad Complutense de Madrid, tenía claro que su vocación era el clima. Cuando supo de la línea de investigación de la Universidad de Bristol que estudia la reconstrucción de anomalías climáticas debidas a erupciones volcánicas, presentó su candidatura para realizar allí su tesis doctoral. El caso de Álvaro parece cada vez más frecuente, jóvenes científicos que directamente inician su carrera investigadora en el extranjero. Su formación y su lengua nativa le situaban como el candidato idóneo para el proyecto, por lo que recibió una beca de la universidad británica y otra de la Fundación La Caixa. «La beca de La Caixa es muy buena, el problema en España es que falla la financiación pública», opina.

El contacto con otros expatriados de distintos orígenes en Bristol le ha llevado a una conclusión que le ha sorprendido: «En Latinoamérica están apostando por la ciencia y la educación de sus jóvenes mucho más que en España. Tengo compañeros de doctorado de México muy bien financiados por su gobierno, que también les facilita el regreso». Su proyecto de investigación no solo le reporta satisfacción y publicaciones, sino que también le lleva por el mundo: «He viajado a Guatemala y Costa Rica para hacer estudios de anomalías de precipitación después de erupciones volcánicas». Y pese a todo, confiesa que espera regresar algún día, con el único argumento que, por desgracia, este país puede esgrimir para recuperar a sus científicos expatriados: «Estoy muy a gusto aquí, pero como en España, en ningún lado».

La contaminación empieza en los Pirineos

Desde Torrelodones, donde vivo, se divisa sobre Madrid una gigantesca y perenne nube negra. La famosa boina de contaminación no siempre tiene la misma talla; en períodos de buen tiempo, sin lluvias ni vientos fuertes, la visión de la capital desde el pie de la Sierra parece la del mismo Mordor de Tolkien.

Por desgracia para los capitalinos, pero por suerte para el resto, la humareda se concentra tenazmente sobre el casco urbano. Fuera de la ciudad, la baja densidad de población de España comparada con otros países europeos premia a otras regiones con un aire más respirable en lo que se refiere a emisiones de CO2 procedentes de combustibles fósiles. Y esto es más que una hipótesis, a juzgar por los impactantes gráficos que acaba de publicar un equipo de investigadores de las Universidad Estatales de Arizona y Colorado (EE. UU.), las Universidades de Purdue (EE. UU.) y Melbourne (Australia), y la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de EE. UU.

El trabajo, financiado por la NASA, no es el primero que presenta las emisiones de CO2 a nivel global, pero sí que las cuantifica hora a hora durante 15 años para todo el planeta y con un nivel de resolución que llega a la escala de ciudad. El Fossil Fuel Data Assimilation System (FFDAS, Sistema de Asimilación de Datos de Combustibles Fósiles) combina información de satélites, de población, de consumo de combustibles por países y de centrales energéticas para ofrecer un panorama que es muy fácil de apreciar gráficamente de un vistazo y que ayudará a las administraciones y a los organismos internacionales a la hora de diseñar sus políticas medioambientales.

O, al menos, ese es el propósito de los autores: «Estamos avanzando un gran paso para la creación de un sistema de monitorización global de los gases de efecto invernadero», apunta el director del estudio, Kevin Robert Gurney. «Ahora podemos proporcionar a cada país información detallada de sus emisiones de CO2 y mostrar que es posible disponer de una monitorización independiente y científica de los gases de efecto invernadero».

Los investigadores han estudiado el período comprendido entre 1997 y 2010, y han contrastado sus resultados con datos independientes de EE.UU. tomados individualmente desde tierra, por lo que confían en que el sistema es fiable para todo el planeta. En adelante se proponen actualizar los datos cada año.

Los resultados, publicados en la revista Journal of Geophysical Research, muestran fenómenos como el aumento progresivo de emisiones en China y el sur de Asia o los efectos de la crisis financiera global. Pero sobre todo, es muy llamativo cómo el centro de Europa se colorea del tono de su bandera, el azul, correspondiente a niveles de emisión superiores a 0,1 kilogramos de CO2 por metro cuadrado al año, e incluso en algunas regiones se llega al rojo, más de 1 kg de CO2 por m2 y año. Por el contrario, la mayor parte de la Península Ibérica, exceptuando los grandes núcleos, se mantiene en amarillo o por debajo de 0,1, como se aprecia en la siguiente imagen que corresponde a 2009.

Emisiones globales de CO2 de los combustibles fósiles representadas por el sistema FFDAS. Imagen de FFDAS.

Emisiones globales de CO2 de los combustibles fósiles representadas por el sistema FFDAS. Imagen de FFDAS.

En este vídeo (en inglés), Gurney explica el fundamento del FFDAS y la visualización de los resultados. Además del progreso de las emisiones a lo largo del tiempo, otro mapa muestra cómo la producción de gases de efecto invernadero varía entre el día y la noche. Además se representa cómo los sistemas atmosféricos desplazan las masas de contaminación, lo que, por desgracia, en ocasiones lleva la nube de CO2 producida en Europa central directamente por encima de nuestras cabezas.

¿Los huracanes con nombre de mujer son más letales? ¿En serio?

Un fascinante estudio publicado hoy en la veneradísima revista PNAS revela todo un bombazo informativo: «los huracanes femeninos son más letales que los masculinos», según la traducción literalmente fiel del título del trabajo y que se refiere a los huracanes designados con nombres de hombre o de mujer. Nada menos. Ya tenemos titulares en los medios de todo el mundo.

Imagen del huracán atlántico Isabel tomada por el astronauta Ed Lu desde la Estación Espacial Internacional en septiembre de 2003. NASA.

Imagen del huracán atlántico Isabel tomada por el astronauta Ed Lu desde la Estación Espacial Internacional en septiembre de 2003. NASA.

La investigación es obra de un equipo de expertos en consumo, márketing y asuntos de género de la Universidad de Illinois (Kiju Jung, Sharon Shavitt y Madhu Viswanathan) dirigidos por el reconocido filósofo y profesor de estadística de la Universidad Estatal de Arizona (EE. UU.) Joseph Hilbe. El estudio analiza datos históricos y encuestas propias para llegar a la siguiente conclusión: los huracanes designados con nombre de mujer causan un número significativamente mayor de muertes que los de denominación masculina; algo que se debe, según los autores deducen de los tests realizados a varios grupos de voluntarios, a que «los nombres de los huracanes conducen a expectativas sobre su severidad, y esto, en consecuencia, guía la preparación de los encuestados a tomar medidas preventivas». «Parece que la gente atribuye ciertas cualidades asociadas a las mujeres a los huracanes con nombre femenino, como la calidez, y cualidades como la agresividad a los huracanes con nombres masculinos. Esto parece afectar a su motivación para prepararse frente a los huracanes», explica a Ciencias Mixtas la coautora del estudio Sharon Shavitt, profesora de márketing de la Universidad de Illinois.

Antes de meter las manos en esta sabrosa masa, debo aclarar que ni mucho menos soy un experto en estadística; mis críticas se basan, como ahora explicaré, en el diseño experimental y en la lógica del estudio. Invito a algún lector con competencia estadística profesional a que bucee en los datos, a los que podrá acceder a través del enlace de la primera línea, y a manifestar su opinión al respecto.

Ante todo, conviene explicar que PNAS funciona bajo la supervisión de un consejo editorial integrado por miembros de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. En el caso más general, los manuscritos aspirantes a su publicación se envían directamente al Consejo Editorial. Si este los juzga potencialmente interesantes, los asigna a un editor competente. En cambio, en otros casos, los estudios entran en el proceso de revisión bajo el amparo de un editor previamente asignado. Según la política editorial de PNAS, esta fórmula se emplea «solo cuando un artículo cae dentro de un área sin amplia representación en la Academia, o para investigaciones que pueden considerarse contrarias a la visión prevalente o demasiado adelantadas a su tiempo para recibir una respuesta justa». El editor preasignado es quien se encarga asimismo de seleccionar a los referees, o expertos que valorarán el trabajo y recomendarán o desaconsejarán su publicación.

Esta última ha sido la fórmula en el caso del estudio que nos ocupa. La editora preasignada ha sido Susan Fiske, citada como una de las psicólogas más influyentes del mundo, especialista en estereotipos y prejuicios (entre ellos los sexistas). Aunque se le supone a PNAS el interés por mantener el máximo nivel de excelencia en todas sus publicaciones, entre la comunidad científica sopla cierta sospecha de que los estudios con un editor preasignado corren con ventaja a la hora de una posible aceptación, algo que podría ser especialmente cierto en una ciencia blanda como la psicología.

Entremos en el estudio. Desde la introducción llama la atención que, después de plantear la percepción de lo masculino como más violento que lo femenino, los autores escriben: «Extendemos estos hallazgos a la hipótesis de que la severidad anticipada de un huracán con nombre masculino (Víctor) será mayor que la de un huracán con nombre femenino (Victoria)». Por supuesto que todos los estudios científicos parten de una hipótesis, y la neutralidad de los investigadores al someterla a prueba se da tan por sentada como la honradez de un político. Pero la prudencia dicta una especial precaución cuando se trata de hipótesis aventuradas: la credibilidad de los resultados aumentará si el trabajo rezuma un esfuerzo del investigador por refutarse a sí mismo y, pese a todo, los datos experimentales se empeñan en darle la razón. Así ocurrió con la famosa búsqueda del bosón de Higgs.

Mi primera objeción se refiere a los datos de la mortandad provocada por los huracanes. Los investigadores presentan una tabla que reúne las muertes causadas en EE. UU. por un total de 94 huracanes atlánticos de 1950 a 2012. Pero en lugar de mostrar las cifras totales para huracanes con nombre masculino o femenino, el estudio recurre a un extraño análisis: en primer lugar, se pidió a nueve personas que clasificaran las designaciones de los huracanes según una escala de 1 (nombre «muy masculino») a 11 («muy femenino»); a continuación se separaron los huracanes en dos grupos en función de su grado de daños, y por último se realizó un análisis estadístico predictivo del recuento de bajas para las dos clases. El resultado es una tabla de aspecto demoledor, en la que el carácter masculino o femenino no influye en las muertes por huracanes poco dañinos, pero donde en cambio se observa un incremento espectacular de muertes para las tormentas más graves desde el 1 (10,8) hasta el 11 (58,7).

Daños causados por el huracán Katrina en el Estado de Mississippi (2005). Gary Mark Smith vía Wikipedia (Creative Commons).

Daños causados por el huracán Katrina en el Estado de Mississippi (2005). Gary Mark Smith vía Wikipedia (Creative Commons).

La pregunta es evidente: ¿por qué no se presentan los datos crudos? Si el título afirma que los huracanes femeninos causan más muertes, ¿por qué en el estudio no aparece el dato que respaldaría la conclusión principal? Shavitt responde que el análisis de la mortandad descontó «dos huracanes muy destructivos, ambos con nombres femeninos, Katrina y Audrey», lo que parece una medida prudente. Es incluso probable que los datos globales del pasado sumen más víctimas para las tormentas femeninas, ya que, hasta finales de los años 70, todos los huracanes recibían nombres de mujer, hasta que comenzaron a alternarse los apelativos en listas cremallera que se aplican por orden cronológico. La investigadora apunta que se optó por analizar «el grado de masculinidad o feminidad de los nombres en lugar de solo si los nombres eran masculinos o femeninos, para marcar distinciones más finas». «Incluso entre los huracanes designados siempre con nombres de mujer (en el período 1953-1978), los nombres varían en feminidad. Compare Fern y Camille; el segundo es un nombre mucho más femenino, pese a que ambos son de mujer», señala Shavitt. «Descubrimos que entre los huracanes más destructivos, cuanto más femenino era el nombre, más personas mató».

No obstante, al aplicar su modelo de análisis, los investigadores introducen variables que dificultan la validación de su conclusión principal y que no serían realmente necesarias a no ser que mejoraran el aspecto de los datos: por ejemplo, el criterio para separar los huracanes en dos grupos –algo que es clave en los resultados– es el de daño normalizado (estimación de pérdidas materiales en dólares constantes), un parámetro económico que, al menos teóricamente, no se corresponde necesariamente con la intensidad de la tormenta: un mismo huracán producirá un mayor daño normalizado si barre zonas densamente pobladas, especialmente si se trata de suburbios con infraviviendas, que si afecta a áreas rurales. Y sin embargo, parece razonable que las decisiones de la población sobre las medidas de protección a adoptar se tomen en función del grado de severidad previsto, nunca del daño normalizado que solo se conoce a posteriori, y esto podría influir en la mortandad con independencia de si el nombre del huracán es masculino o femenino; pero el análisis no lo considera.

Superemos este primer obstáculo y asumamos que, en efecto, la designación femenina se corresponde con un mayor número de muertes. Incluso en este caso, ¿correlación implica causalidad? La respuesta más general es un rotundo «no». Recientemente rocé esta cuestión cuando comenté ciertos experimentos relacionados con una presunta capacidad de precognición. En psicología experimental abundan los estudios que extraen causalidades a partir de correlaciones estadísticamente significativas, un sistema empleado también en epidemiología para proponer, por ejemplo, que una dieta rica en cierto alimento favorece la longevidad. Rescato aquí un párrafo que escribí entonces:

En 2005, el profesor de medicina de la Universidad de Stanford (EE. UU.) John P. A. Ioannidis publicó en la revista PLoS Medicine un estudio titulado “Por qué la mayoría de los resultados de investigación publicados son falsos”, en el que revelaba las frecuentes interpretaciones erróneas de los resultados debido a diseños experimentales defectuosos y al manejo sesgado de las estadísticas. El año siguiente, el profesor de la Universidad de Toronto (Canadá) Peter Austin se basó en los registros clínicos de Ontario para demostrar que los nacidos bajo el signo de leo tenían más probabilidad de ingresar en un hospital con hemorragia gastrointestinal, mientras que los sagitario sufrían más fracturas de húmero. Por supuesto, Austin no pretendía defender tales conclusiones, sino destapar lo sencillo que resulta demostrar lo que a uno le convenga cuando se trata de hipótesis del tipo “hacer _____ aumenta el riesgo de padecer _____”.

Existe en internet un ejemplo precioso de esto: en la web Spurious Correlations (Correlaciones Espurias), Tyler Vigen se dedica a comparar datos de imposible causalidad para demostrar que se puede correlacionar estadísticamente casi todo lo que a uno le venga en gana. Por ejemplo, Vigen correlaciona el gasto de EE. UU. en ciencia, espacio y tecnología, con los suicidios por estrangulamiento, ahorcamiento y asfixia; o los ahogamientos en piscinas con el número de películas protagonizadas por Nicolas Cage; o el consumo de queso per cápita con las muertes por estrangulamiento con las propias sábanas. Y en todos los casos hay correlaciones estadísticamente significativas.

Sin embargo, es justo reconocer que Jung, Shavitt y sus colaboradores han volcado un gran esfuerzo por demostrar la causalidad en su arriesgada hipótesis preconcebida. Pasemos a la fase experimental del estudio. «Llevamos a cabo experimentos en los que los sujetos imaginaban estar en el recorrido de un huracán con nombre de hombre o de mujer», dice la investigadora. En las encuestas, seis en total, se interrogó a los grupos de voluntarios sobre su impresión subjetiva de gravedad en los casos hipotéticos de huracanes denominados respectivamente Víctor o Victoria, Christina o Christopher, Danny o Kate, Alexander o Alexandra, o bien tormentas sin nombre, y se les preguntó si evacuarían su vivienda o no, ya fuera de forma voluntaria o siguiendo una orden de las autoridades. De todo ello, y tras analizar estadísticamente los resultados, Shavitt concluye: «los sujetos calificaron los huracanes femeninos como menos peligrosos que los masculinos e indicaron que serían menos propensos a la evacuación». Los autores razonan así que los huracanes con nombre de mujer, considerados más benignos, se cobren más víctimas incautas.

Ejemplo de uno de los tests realizados a los sujetos en el estudio. Jung et al. (2014), PNAS.

Ejemplo de uno de los tests realizados a los sujetos en el estudio. Jung et al. (2014), PNAS.

Pero entrando en el detalle de los resultados, lo cierto es que estos no parecen impresionantes. En una escala de 1 a 7 de menor a mayor intensidad percibida para los huracanes, el dato global es de 4,386 para los masculinos, frente a 4,186 para los femeninos. Si lo desagregamos por nombres concretos, Bertha (femenino), con un 4,523, es percibido como más peligroso que Arthur (4,246), Cristobal (4,455), Kyle (4,277) o Marco (4,380); y curiosamente, solo queda por debajo de Omar (4,569). Espera… ¿Omar? ¿Un nombre árabe? ¿Bertha? ¿Un nombre germánico? Los autores concluyen de inmediato que existe una correlación intenso/débil con masculino/femenino. Pero no han utilizado estos mismos datos con parámetros de control para estudiar, por ejemplo, si los huracanes cuyo nombre empieza por una letra concreta del alfabeto son percibidos como más peligrosos que los que comienzan por otra. O si los nombres de cinco letras son más amenazantes que los de siete. O los que tienen una erre frente a los que no. O si los nombres extranjeros, en especial si se identifican con países que pueden inspirar desconfianza, influyen en la opinión de los encuestados. «Aquí las posibilidades son infinitas», reconoce Shavitt. «Hemos buscado algunas explicaciones probables como el carácter agradable del nombre, la competencia intelectual percibida asociada a él, y la edad. Estas otras dimensiones no explican nuestros resultados. Al examinar nuestros estudios, la conclusión que extraemos parece sostenerse».

Por último, pero no menos importante, hay que subrayar la relevancia de las encuestas. Los resultados se justifican apoyándose en experimentos en los que se presenta a los sujetos, por ejemplo, una imagen de satélite mostrando un huracán cercano a la costa, y preguntándoles si evacuarían siguiendo una orden de las autoridades, en una escala de 1 (ignorar por completo la orden) a 7 (seguirla a rajatabla). Los sujetos se dividen en dos grupos que reciben exactamente el mismo test, con la única diferencia de que para unos el huracán se llama Víctor y para otros Victoria. Para Víctor, el resultado es 5,861, mayor probabilidad de evacuar, frente a un 5,391 para Victoria y un 5,278 para un huracán sin nombre. Todo ello en grupos distintos de voluntarios, lo que impide valorar si el mismo sujeto cambiaría su valoración en función de la variable masculino/femenino.

Pero es que, además, el estudio no especifica si en alguno de todos estos experimentos se interrogó a los encuestados sobre las motivaciones de sus respuestas, lo que deja la interpretación completamente abierta. ¿Qué motivos tiene alguien para responder en un sentido o en otro? ¿Su hijo se llama Víctor? ¿La jefa que le despidió se llamaba Victoria? ¿Es razonable pensar que alguien escucha un parte meteorológico informando sobre un huracán que amenaza con destruir todo lo que posee en el mundo, y toma su decisión al respecto según el nombre de la tormenta? ¿Se preguntó a afectados reales por huracanes (es de suponer que los sujetos del estudio viven en Illinois, fuera de las áreas habitualmente azotadas) en qué basaban sus decisiones de protección o evacuación, o incluso si conocían el nombre de los huracanes antes de tomarlas? ¿Cambiaría mucho la reacción de pánico frente a una hipotética epidemia letal si el virus se llamara Ébolo en lugar de Ébola? ¿Se le preguntaría a alguien si cree más probable morir ahogado en una piscina si Nicolas Cage protagoniza más películas? ¿En serio? En el fondo, el principal problema con el estudio radica en la dudosa verosimilitud de la hipótesis. Según dicta una de esas frases con varios padres (Pierre-Simon Laplace, David Hume, Marcello Truzzi, Carl Sagan…), afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.

Pese a todo lo anterior, el estudio sigue resultando valioso al sugerir que los nombres de los fenómenos meteorológicos extremos quizá no sean algo tan inocente como se sospechaba, y que pueden poseer connotaciones no pretendidas por quienes los asignan a partir de una lista previamente confeccionada y sin ningún criterio relacionado con el riesgo real. «Basándonos en nuestra investigación, sugerimos que se estudie la cuestión cuidadosamente y se consideren sus implicaciones», recomienda Shavitt. «Podría tener sentido evitar los nombres humanos, aunque otras etiquetas también podrían crear problemas si se asociaran con percepciones de benignidad o delicadeza». La investigadora sugiere que «cualquier etiqueta debería someterse previamente a examen para garantizar que los significados asociados a ella son apropiados», y concluye: «Dejamos las decisiones sobre esta política a los expertos».