Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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¿Qué se puede hacer un día sin clase?

Un día sin clase puedes dormir todo lo que te da la gana. Si tus padres están trabajando y no hay nadie que te obligue a salir de la cama puede darte la hora de comer, o incluso puede hacerse algo más tarde sin que te des ni cuenta.

Entre que te desperezas, pasas por la ducha y desayunas ya se han hecho las cuatro o las cinco de la tarde. Para esa hora ya te habrá llamado algún colega. ¿Y la comida? ¿alguien tiene hambre cuando acaba de desayunar? Una partida de PRO antes de salir de casa o una al mus con los de clase, y luego una vuelta por los alrededores del instituto a ver si encuentras al resto de la pandilla para vaguear por ahí el resto de la tarde.

Si hay tiempo y dinero, un cine, «que para eso estás de vacaciones». Y si no, inviertes lo poco que te queda en una hamburguesa o un kebab con los que todavía no se hayan ido para casa.

Si llaman tus padres para reclamarte en casa a la hora de la cena, le dices que todavía estás por ahí y que te dejen estar un rato más, que para eso estás de vacaciones. Total, mañana no tienes que madrugar. No madrugas mañana, ni pasado ni hasta después de Reyes.

Cuando llegas a casa, lo más tarde que puedes, te metes en el ordenador a relacionarte con los que no has visto o a comentar la jugada con los que acabas de dejar. Eso si no te da por pasar más de una hora colgado al teléfono con esa chica que te gusta tanto o ver una peli en cinetube hasta las tantas de la mañana. Para entonces tu madre lleva un rato dormida, aburrida de decirte que te vayas a dormir.

Las vacaciones acaban de empezar. Te quedan por delante unos cuantos días para vivir como las marmotas de día y disfrutar de la tarde-noche. ¡Para eso estás de vacaciones!

¿Cómo podías vivir sin móvil?

«No sé cómo podíais vivir sin móvil», dice de repente mi hijo durante una conversación con un grupo de amigos míos.

-Pues vivíamos sin móvil, sin Play, sin ordenador e, incluso, sin tele en color, aunque te parezca mentira, le explica uno.

-¡Venga, ya! No flipes, responde él.

-Lo digo en serio. Tendría más o menos tu edad cuando llegó a casa la primera tele en color.

-Poco antes de que tu nacieras sólo había dos cadenas de televisión, y en mi pueblo sólo veíamos una, interviene otra amiga.

Ésta vez tuve ayuda, pero a veces me siento absolutamente incomprendida, me miran como si acabara de salir de la caverna mientras les explico cosas que a cualquier adulto nos parece que pasaron anteayer. Lo cierto es que muchas de ellas ocurrieron hace ya 15 o 20 años o, lo que es lo mismo, toda su vida. Una vida que ellos han pasado rodeados de aparatos que en mi infancia ni siquiera existían.

Todavía me acuerdo del día en que el mayor, con 8 o 9 años, me preguntó dónde estaban las teclas de un teléfono de rueda con el que no sabía cómo marcar. Aunque no les ocurre sólo con la tecnología. Un buen día te preguntan quién era Naranjito, o si es cierto que Enrique Iglesias es hijo de «un cantante» (del que ni siquiera sabían el nombre), y otro te sorprenden preguntando cómo hacíamos los trabajos de clase antes de que existiera el rincón del vago o cómo nos bajábamos la música antes de que hubiera Mp3. Lo entendieron antes de que llegara este anuncio de Coca-Cola que recuerda aquellos tiempos, con sus cintas de casete incluidas.

La lista es larga. Todos los avances de los ochenta y noventa a ellos les parecen cosa de la prehistoria y me hacen sentir como una abuela contando batallitas.

Ahora que lo pienso, parece que fue ayer cuando me daba vergüenza ir hablando por la calle, y ahora creo que no podría vivir sin móvil.