Siempre he jugado con la idea de que el monzón, fuente tanto de bienestar como de miseria, ha condicionado en buena medida la idiosincrasia de los habitantes del llanura indogangética.
Desde hace miles de años, desde que los arios llegaron desde Europa y se impusieron y se mezclaron con las tribus autóctonas dravidianas, este fenómeno meteorológico los ha visitado cíclicamente, haciendo tanto prosperar sus cultivos como anegando sus territorios y empujando a la gente a dejarlo todo y abandonar sus casas. El mismo fenómeno que esta semana ha sumido en la indigencia a millones de personas en Bangladesh y en el estado indio de Bihar.
Sé que es una mera especulación, sin base empírica alguna, pero hace tiempo me pregunto si esta fuerza irrefrenable, capaz de generar al mismo tiempo vida y muerte, es la que ha gestado a deidades del panteón hinduista tan duales y contradictorias como Shiva, dios al mismo tiempo de la destrucción y de la creación. Y si, de algún modo, el monzón es responsable de esa capacidad, a la vez admirable y cuestionable, de los indios para adaptarse a la realidad sin un ápice de rebeldía, con apenas quejas, se trate así de la miseria extrema, del sistema de castas, de la explotación del hombre por el hombre, o de esa temporada de lluvias que comienza en junio y que regularmente pone en juego todo lo que tienen.
En esta nueva visita a Calcuta, descubro que poco ha cambiado en la ciudad que fue mi hogar durante tres años. El milagro económico es apenas cosa de pocos, de los ricos de siempre y de una clase media que asciende rápidamente sin mirar al costado, sin preocuparse por el resto y, sobre todo, sin mirar hacia abajo.
Una clase media que desea, como sucede con las elites en África y América Latina, convertirse en una porción de ese Occidente próspero, cosmopolita, liberal, que vive en el lujo y la opulencia, cómo se los enseña la televisión por satélite, cómo se lo cuentan sus parientes en la diáspora. Una suerte de balsa a la deriva, de fragmento del mundo rico que aterriza en medio de la India rural, paupérrima, analfabeta, machista, anclada, tanto por sus formas de producción como por su visión mágica de la vida, en el medioevo.
Y nada ha cambiado frente al monzón. A pesar de las tan anunciadas obras de infraestructura de la Corporación Municipal de Calcuta, la ciudad se sigue inundando a penas llueve. Y la gente sigue aceptado sin rechistar, con resignación, que sus existencias cotidianas se vean obligadas a suceder en medio del agua. Estas mismas escenas que retraté con mi cámara hace trece años, se repiten calcadas hoy, en las calles de la urbe de Tagore, de Satyajit Ray, de la Madre Teresa.
Las familias sin hogar aguardan pacientes a que el agua baje para poder retomar su vida en las aceras, pasando muchas noches sin dormir, con los ojos rojos de cansancio, tambaleándose por el sueño, ovilladas en alguna escalera o sentadas en el marco de alguna ventana.
De aquel primer día en el que conocí el monzón, hay una fotografía que atesoro, que me ha acompañado como símbolo de los contrastes de Calcuta y que cuelga enorme en el salón de mi casa. Aquel día que bajé de la habitación 16 del hotel María y me encontré con estos tres niños de la calle riendo, jugando, en medio de la inundación.
Hoy, en este fugaz regreso a Calcuta, en este momento en que las lluvias están siendo tan devastadoras para millones de personas, salgo a la calle a buscar a los tres niños con la imagen en la mano. Quiero saber si al menos en sus caminos personales han tenido la posibilidad de prosperar, de estudiar, de abandonar las calles. Hacia dónde los ha conducido el monzón de la vida.
Continúa…