La crónica verde La crónica verde

Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Yo para ser feliz quiero ser foca en Islandia

Joven de foca común. Foto: Wikimedia Commons

Este verano me he enamorado de las focas. Y de Islandia. Todo al mismo tiempo. Imagina que vas como fui yo a ese país, un poco en plan turista despistado. Y que llegas a la playa de Ytri Tunga, en la península islandesa de Snæfellsnes, al oeste del país. Una de tantas, hermosa con sus arenas doradas en lugar de las habituales negras y rocas redondeadas, pero de aguas gélidas y mares peligrosos. Pasaría desapercibida de no ser porque se ha convertido en uno de los mejores lugares para el avistamiento de focas en Islandia.

En esta pequeña colonia, focas comunes y focas grises se han acostumbrado a los turistas. Ajenas a nuestra curiosidad, se solazan en las rocas. Las madres dan de mamar a sus crías. Algún macho broncas se pelea por colocarse en el mejor sitio donde descansar. Otras nadan plácidamente, asomando su cabeza por encima del agua.

Puedes pasarte horas mirándolas desde lejos. Haciendo fotos y grabando vídeos tan hermosos como éste que he subido a mi canal en YouTube ¿Ya te has suscrito para estar al día de las novedades?

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¿Qué isla de Canarias es uno de los mejores lugares del mundo para ver el rayo verde?

Lo reconozco, soy un afortunado. Lo he vuelto a ver. Una vez más en esta tierra única. Y una vez más junto a la mujer amada y en compañía de amados amigos. Es tal mi felicidad que no puedo esconder por más tiempo el secreto. Aunque muy pocos lo saben, la isla canaria de Fuerteventura (Tindaya, El Cotillo, Ajuy) es uno de los mejores lugares del mundo para ver el rayo verde. Un turismo diferente, de ciencia y de amor.

Siempre pensé que el rayo verde era un invento, hijo exclusivo de la prolífica imaginación de Julio Verne. En su novela de igual título, el escritor francés relata el aventurero viaje de dos curiosos hermanos gemelos, Sam y Sib, para tratar de casar a su sobrina, la bella señorita Campbell. Personas supersticiosas, creían a pie juntillas en una pintoresca leyenda. Aquella que afirma que la pareja que logre observarlo quedará perdidamente enamorada para siempre. Un momento mágico donde el amor se nos revela con toda claridad.

Esta romántica leyenda sólo tiene de real una cosa: el rayo verde existe. En la Wikipedia se explica con todo lujo de detalles cómo y por qué se produce. Se trata de un fenómeno óptico real producido preferentemente a la puesta del sol bajo particulares condiciones atmosféricas: cielos limpísimos, sin nubes en el horizonte, a ser posible en el mar y en días de calma de otoño e invierno.

Algunas veces, muy pocas, cuando el rojo disco solar está a punto de ocultarse, el extremo final del astro súbitamente cambia de color y durante apenas un segundo se torna verde intenso antes de desaparecer. El propio Julio Verne lo describe como

«…un verde que ningún artista podría jamás obtener en su paleta, un verde del cual ni los variados tintes de la vegetación ni los tonos del más limpio mar podrían nunca producir un igual. ¡Si hay un verde en el Paraíso, no puede ser salvo de este tono, que muy seguramente, es el verdadero verde de la Esperanza!»

En ese momento sientes una mezcla de alegría y asombro, sabedor del privilegio de haber observado tan extraño fenómeno. Y si a tu lado tienes a alguien a quien amas, las penumbras del momento te ayudan a hacer aún más intenso el instante.

Científicamente el fenómeno no tiene misterio. Está producido por la refracción de la luz al atravesar la atmósfera. Actuando como un prisma, los rayos de alta frecuencia (verdes y azules) permanecen visibles en la parte superior del sol mientras que los rayos de baja frecuencia (rojos y naranjas) quedan ocultos por el horizonte.

Pero anímicamente me dice mucho. Me recuerda que, como afirmaba el inmortal Mario Benedetti en su poema No te rindas,

Aunque el sol se esconda,

Y se calle el viento,

Aún hay fuego en tu alma

Aún hay vida en tus sueños.

Foto: Andy Young / Wikipedia

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Siempre hubo ecologistas y malos cazadores

Ecologismo, respeto a los animales, caza sostenible no son conceptos modernos.

Un libro de principios del siglo XX titulado Tradiciones hispanas, de la editorial barcelonesa Araluce, escrito por María Luz Morales, ya defendía hace más de cien años esta filosofía de respeto a la Naturaleza que ahora todos abrazamos. E incluso mucho antes, pues apoyándose en una bellísima leyenda catalana de tradición oral, la escritora compone el cuento de El Mal Cazador.

En época ahora de tiradas, ojeos, batidas y otras masacres cinegéticas varias, bien está que los cazadores, buenos y malos, los que cumplen con la ley y los que se la saltan a la torera, tengan bien presente tan ejemplar y edificante historia que os paso a copiar a continuación.

Érase que se era un cazador tan aficionado a su oficio, con tan buenas piernas y mejor puntería que, como suele decirse, “donde ponía el ojo ponía la bala”. Es fama de toda Cataluña que jamás hubo en el mundo entero cazador como él.

Pero tanto y tanto llegó a cazar y siempre con tan buena fortuna, que los bosques de la tierra catalana empezaron a quedarse sin la gente menuda que suele poblarlos. Liebres, conejos, perdices, ardillas, gorriones, palomas torcaces o patos silvestres, no había casta de animal, corriera entre las matas o se elevara sobre los árboles, que estuviera libre del certero tiro de su escopeta o de la dentellada de sus perros.

(…)

Y sucedió que un día los moradores del bosque, cansados de sufrir, y viendo extinguirse, por culpa de aquel dichoso cazador, sus especies y castas, acordaron dirigirse al mismísimo Dios, Padre de todos, para suplicarle que se compareciera de ellos y pusiera término a tanto mal.

Y Dios se compareció de los pobres animalillos inocentes, y llamando al cazador a su presencia le orden que desde aquel instante no cazara sino lo indispensable para alimentarse.

El cazador prometió cumplir el mandato divino, y desde aquel instante empezó a padecer lo que no es ara dicho. Porque cuando tenía el estómago lleno no debía ya disparar un solo tiro, y las liebres pasaban entre sus pies, y las perdices volaban sobre su cabeza, y él tenía que hacer esfuerzos para dominar su impulso, que era echar el dedo al gatillo inmediatamente. Y tenía que sujetar a sus perros, lo que tampoco era flojo trabajo. Mas se contenía al fin y seguía cumpliendo el recepto divino.

Un domingo sucedió que el cazador pasó por delante de una ermita cuando el ermitaño estaba celebrando la misa. Y como el cazador era buen cristiano, dejó sus perros en la puerta, entró, y se arrodilló devotamente. Pero en el momento preciso en que el ermitaño alzaba el cáliz, cruzó por entre las piernas del cazador arrodillado una liebre tan magnífica como él no había visto jamás en sus largos años de correría por los bosques; los perros en la puerta empezaron a ladrar desesperadamente y el cazador, sin poder resistir aquella tentación, más fuerte que toda su buena voluntad, se levantó y echó a correr monte arriba, seguido de sus perros, tras la imprudente liebre.

Y dicen que tras ella corre todavía. Porque Dios le castigó a correr, correr siempre detrás de aquello que era para él más que nada de este mundo… ni del otro. Hace siglos que dura su carrera, y la liebre fantástica sigue corriendo delante de él, sin detenerse nunca ni para comer, ni para beber, ni para dormir.

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Las gentes de la montaña de Cataluña dicen que en las noches de tempestad, cuando silba el viento y retumba el trueno, es el Mal Cazador quien sale ruidosamente a cazar.

Dicen también que oyen el ladrar de los perros, el galopar del caballo, el sonar del cuerno y el renegar del escopetero y de los demonios que le sirven de séquito. Entonces cierran bien la puerta, se acercan al fuego y se santiguan.

Fuera, en la fría noche, el cazador maldito sigue corriendo, corriendo eternamente, tras esa imposible liebre fantástica.