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El juego de la evolución tiene «nuevas reglas»

En 2005 dos genetistas y bioquímicas, Eva Jablonka y Marion J. Lamb, sacudieron el armazón de la biología con un libro titulado Evolution in Four Dimensions (Evolución en cuatro dimensiones), que en pocos años se ha convertido ya en una de las obras clásicas (léase imprescindibles) sobre el pensamiento evolutivo.

Lo que la israelí Jablonka y la británica Lamb proponían era una ampliación del enfoque de la evolución biológica a toda variación heredable de generación en generación, no solo a lo que una máquina secuenciadora de ADN puede leer. Con esta visión, la información genética estrictamente codificada en forma de A, G, T y C sería solo una de las dimensiones de la evolución, pero habría otras tres: los rasgos epigenéticos (ahora explico), los comportamientos sociales inculcados, y el pensamiento simbólico exclusivo de los humanos.

Los dos últimos podrían considerarse a simple vista como un viraje hacia la psicología evolutiva con escasa implicación en los mecanismos de variación de las especies, pero en realidad no es así: lo que Jablonka y Lamb argumentaban es que estas dos dimensiones son también biológicas, ya que los cuatro aspectos interactúan constantemente entre sí, de modo que la tradición social y la cultura también se ven influidas por los mecanismos genéticos y epigenéticos.

Nos queda explicar este último término. Lo epigenético es lo que está sobre lo genético. A finales del siglo pasado, se generalizó esta denominación para ciertos cambios químicos en la molécula de ADN que no son mutaciones, porque no afectan a la secuencia –CCGTACCGGT seguirá siendo CCGTACCGGT–, pero que sin embargo sí determinan la actividad de un gen, por ejemplo silenciándolo, es decir, volviéndolo invisible para la maquinaria encargada de hacer que los genes hagan lo que deben hacer. Imaginemos que borramos una palabra de un documento con típex; la palabra seguirá ahí, debajo de la franja blanca, pero no podremos leerla porque se ha vuelto invisible para nuestro mecanismo de lectura, la vista.

Los cambios epigenéticos pueden aparecer por estímulos de nuestro entorno, como los alimentos o los contaminantes ambientales. Y si afectan también al espermatozoide o al óvulo, nuestros hijos los heredarán. Es decir, que nuestra descendencia podría tener alterada la actividad de un gen debido a nuestra dieta; no solo la de la madre en gestación, como tradicionalmente se asumía, sino incluso la de la futura madre aún no gestante o la del futuro padre.

Retrato de Jean-Baptiste Lamarck por Charles Thévenin, 1802-3. Imagen de Wikipedia

Retrato de Jean-Baptiste Lamarck por Charles Thévenin, 1802-3. Imagen de Wikipedia

Esta posibilidad de transmitir a nuestros hijos ciertos rasgos que adquirimos durante nuestra vida, y que vienen determinados por lo que hacemos o dejamos de hacer, era un concepto que formaba parte de la teoría de la evolución definida por el francés Jean-Baptiste Lamarck, anterior a Darwin. Pero cuando Darwin llegó a la conclusión de que las variaciones heredables se producían al azar (aún no se conocían los genes, ni por tanto las mutaciones), y que el hecho de que prendieran o no en la especie se debía a la selección natural, las ideas de Lamarck quedaron abandonadas.

Con el descubrimiento de la epigenética, algunos biólogos han rescatado la visión de Lamarck, mientras que para otros este es un camino que lleva a la confusión. Al fin y al cabo, es sorprendente lo poco que se comprende la evolución entre el público en general. A menudo se escuchan expresiones como «adaptarse o morir», «la naturaleza se perfecciona», la «lucha por la supervivencia» o la «supervivencia del más fuerte»; ninguna de ellas es darwiniana. Las dos primeras son más bien lamarckianas. Y las dos últimas, si acaso, norrisianas, de Chuck.

Entre los supuestamente neolamarckistas está Jablonka, la coautora del libro al que me he referido, y a quien le he preguntado hasta qué punto el enfoque que proponen ella y Lamb sugiere que deberíamos sacar a Lamarck del rincón de los castigos e incorporar sus ideas en una nueva visión de la evolución. La respuesta de la bióloga es que no trata de defender que la mutación al azar deje de ser el principal mecanismo que dirige la evolución a largo plazo: «El hecho de que los mecanismos lamarckianos puedan haber evolucionado por selección natural de mutaciones al azar les niega un lugar central en la evolución una vez que existen», reconoce. «No cuestionamos la noción de lo aleatorio», añade.

Pero Jablonka sí piensa que la evolución ha cambiado; la evolución también evoluciona, y su postura es que en adelante hay nuevas reglas: «Puedes pensar en un juego cuyas reglas evolucionan; las nuevas reglas ahora dirigen, o son parte de lo que dirige, el juego de la evolución».

En resumen, quédense con esta idea: aunque el darwinismo puro quedó superado hace ya décadas debido a sus limitaciones, muchas de las cuales el propio Darwin reconoció en su obra, la variación aleatoria y la selección natural continúan siendo los principales motores de la evolución para la mayoría de los científicos. Pero otros mecanismos se han ido añadiendo con el tiempo, y hoy incluso algunas ideas descartadas hace más de un siglo tienen cabida en el estudio del problema central de la biología teórica.

Científicos ‘crean’ la bacteria Hulk (o por qué no existen los superhéroes)

Conan la bacteria. Superbug Gifts for Geeks & Science Tees.

Conan la bacteria. Superbug Gifts for Geeks & Science Tees.

Hace unos días, mis compañeros blogueros del CSIC escribían sobre Deinococcus radiodurans, un microorganismo tan resistente a la radiación y otras torturas letales que recibe el apelativo de Conan la Bacteria (un alias que se acuñó cuando la gente aún sabía quién era Conan el Bárbaro; hoy quizá se llamaría bacteria Jack Bauer). La biografía de este aguerrido microbio cuenta que fue aislado por un científico llamado Anderson que se dedicaba a bombardear latas de conservas con rayos gamma para esterilizarlas. A casi cualquiera que haya tenido una infancia, la historia le recordará al tipo de brete sufrido habitualmente por los tipos que se convierten en superhéroes para después llenar volúmenes y volúmenes combatiendo el crimen. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿creó Anderson su bacteria Conan como Bruce Banner se transformó en el increíble Hulk?

La respuesta, obviamente, es no. Pero la explicación no es tan trivial como podría parecer. Es sabido que la radiación provoca mutaciones, es decir, alteraciones individuales en el ADN. Y desafío a cualquiera a que demuestre con pruebas irrefutables que una mutación no puede cabrear a una célula y volverla verde. Siendo así, ¿por qué no existen los superhéroes? Una de las soluciones a esta pregunta es muy sencilla: es estadísticamente imposible que todas las células de Bruce Banner sufran la misma mutación de forma simultánea, incluso en el caso de que fueran inducidas por la radiación. Pero ¿y si Bruce Banner fuera un organismo unicelular, por ejemplo, una bacteria?

Para responder a esto debemos remontarnos a tiempos en que los superhéroes no eran el increíble Hulk y ni siquiera Conan, sino algo más parecido a los Tres Mosqueteros. En el siglo XIX, los científicos que se preguntaban cómo surgían las especies estaban divididos en dos equipos. El bando encabezado por el francés Jean-Baptiste Lamarck defendía que los herbívoros fueron estirando el cuello poco a poco para alcanzar las hojas de las ramas altas y transmitiendo esta variación a sus descendientes hasta que, ¡voilà!, he aquí la jirafa. Por el contrario, los Darwin y Wallace abogaban por la selección natural y la supervivencia del más apto: el entorno no provocaba esas variaciones, sino que estas aparecían espontáneamente y al azar (lo que posteriormente se denominaría mutación preadaptativa) y se iban extendiendo por la población a lo largo de sucesivas generaciones cuando el hecho de poseerlas confería una ventaja para sobrevivir y reproducirse en un entorno concreto.

El tiempo, la lógica y las pruebas dieron la razón al equipo de Darwin y sus sucesores. Siendo así, se deduce que Conan la Bacteria es lo que es gracias a una mutación preadaptativa sin ninguna relación con el bombardeo de Anderson. Pero para demostrarlo más allá de toda duda, un nuevo estudio publicado ahora en la revista digital eLife viene oportunamente a echar una mano. Un equipo de científicos dirigido por Michael Cox, de la Universidad de Wisconsin en Madison (UWM), ha creado un increíble Hulk microbiano a partir de un ser tan aparentemente anodino como Bruce Banner: la bacteria intestinal Escherichia coli, ese humilde obrero celular de los laboratorios que todos llevamos en las tripas, cuya presencia en el agua o los alimentos es una pero que muy mala señal, y algunas de cuyas cepas más violentas han traído de cabeza a las autoridades sanitarias.

Cox y sus colaboradores se dedicaron a bombardear cultivos de E. coli con dosis letales de radiación durante varias generaciones, matando cada vez al 99% de las bacterias, hasta que obtuvieron una cepa con una resistencia a la radiación similar a la de Conan. Un comunicado difundido por la UWM afirma que el resultado se ha logrado «aprovechando la capacidad de un organismo para evolucionar en respuesta al castigo de un entorno hostil». ¿Cómo? ¿Acaso insinúa la Universidad de Wisconsin que la bacteria Bruce Banner se transformó en Hulk debido precisamente a la radiación? O, hablando en lenguaje lamarckiano, ¿estiró el cuello la jirafa?

Imagen al microscopio electrónico de bacterias 'E. coli' con falso color.

Imagen al microscopio electrónico de bacterias ‘E. coli’ con falso color.

Preguntado por Ciencias Mixtas, Cox aclara el embrollo y nos devuelve a la recta senda darwiniana. «Mi sensación es que las mutaciones [en las E. coli bombardeadas] son azarosas, y que las favorables se fijan rápidamente por la fuerte selección que aplicamos». «Por supuesto, la radiación ionizante origina mutaciones. Una célula típica de nuestras poblaciones presenta un total de unas 70 mutaciones, la mayoría de las cuales son probablemente neutras. Imagino que muchas mutaciones aparecen como resultado de la irradiación y que muchas son perjudiciales y se pierden». Y añade: «No creo que exista ningún mecanismo postadaptativo, ni creo que exista ningún mecanismo que permita a las células seleccionar la aparición de mutaciones favorables, aunque no tengo pruebas a favor o en contra». «Yo defendería que todas las mutaciones que identificamos son preadaptativas», concluye. Como prueba que apoya esta conclusión, Cox arguye que el experimento de evolución dirigida fue repetido cuatro veces, y que en tales casos las distintas poblaciones tomaron caminos evolutivos muy diferentes.

Así pues, las bacterias permiten ejecutar un experimento de microevolución (micro tanto por el tiempo requerido como por el pequeño espacio de una placa de cultivo) que ya habría querido Darwin tener a su alcance y que, con las lógicas reservas que impone el método científico, ratifica que los Hulk unicelulares no se crean, sino que aparecen. El error en el comunicado de la UWM es utilizar la palabra «organismo» y no «población», lo que sería más correcto. En realidad el experimento de Cox ratifica algo que ya mereció un premio Nobel para Max Delbrück y Salvador Luria. En 1943, estos dos científicos demostraron el carácter preadaptativo de las mutaciones en la evolución de E. coli utilizando virus bacteriófagos en lugar de radiación como factor de presión selectiva.

Siendo así, colea una pregunta: ¿cómo es posible entonces que D. radiodurans no se haya encontrado precisamente en cementerios nucleares, sino en hábitats tan desprovistos de glamour (y de isótopos radiactivos) como las heces o el puro suelo, en los que no existe la presión selectiva de la radiación? En otras palabras: si la bacteria Conan no ha pasado el filtro de la selección natural por radiación, ¿por qué soporta niveles de exposición que jamás ha conocido? Y ante esto, los científicos aún no disponen de una respuesta definitiva. Una hipótesis sugiere que la resistencia a la radiactividad podría ser una simple carambola evolutiva derivada de su capacidad para resistir una sequedad extrema, una especie de afortunado efecto secundario. A diferencia de la política, la ciencia no tiene todas las respuestas. Pero al menos en ciencia podemos estar razonablemente seguros de que, si en alguna ocasión nos topamos con un monstruo verde y cabreado, difícilmente tendrá más de una célula. Al contrario que en política.