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Esta es la verdadera razón por la que no hay un Nobel de Matemáticas

¿Por qué no existe un premio Nobel de Matemáticas? La pregunta la lanzó un usuario en Twitter a raíz de mi cobertura de los premios para este y otros medios, pero de hecho es una duda tan habitual que incluso figura en las FAQ (preguntas frecuentes) de la web de la Fundación Nobel.

Retrato de Alfred Nobel por Emil Österman. Imagen de Wikipedia.

Retrato de Alfred Nobel por Emil Österman. Imagen de Wikipedia.

Es curioso, dado que no suele preguntarse lo mismo acerca de otras disciplinas que tampoco tienen categoría reservada en estos premios, como por ejemplo la geología, la ingeniería, la arquitectura, la arqueología o incluso la invención, que fue el terreno al que Nobel dedicó su vida. Pero sobre todo, la biología.

Y digo sobre todo, no porque uno sea biólogo, sino porque esta ciencia ya existía como tal en tiempos de Alfred Nobel y consta que él seguía el trabajo de figuras como Darwin o Haeckel. La biología solo tiene cabida en los premios Nobel a través de especialidades concretas como la bioquímica, la biofísica o la biomedicina; pero campos tan fundamentales para el conocimiento humano como la evolución biológica o la paleoantropología quedan fuera del alcance de los galardones.

La respuesta a todo ello, como suele ocurrir en estos casos, es mucho más sencilla de lo que cabría esperar. Ante todo, conviene aclarar que los premios fueron el designio de Alfred Nobel en su testamento. La Fundación que lleva su nombre, creada después de su muerte para ejecutar su última voluntad y administrar su legado, se limitó a seguir lo más fielmente posible lo que el empresario e inventor de la dinamita había dejado escrito: conceder cinco premios anuales en las categorías de Física, Química, Medicina o Fisiología, Literatura y Paz a los que durante el año precedente hayan aportado «el mayor beneficio para la humanidad» (aunque es obvio que la apostilla de «durante el año precedente» no se respeta).

Para ello, el propio Nobel encargó específicamente a ciertas instituciones la tarea de valorar los méritos de los candidatos: la Real Academia Sueca de las Ciencias (Física y Química), el Instituto Karolinska (Fisiología o Medicina), la Academia Sueca (Literatura) y el Parlamento noruego (Paz). Pero estos organismos se limitan a su labor asignada; únicamente en 1968 se permitió al Banco Central sueco que instituyera un galardón en Economía en memoria de Alfred Nobel; no es un premio Nobel como tal, pero por cierto, ha distinguido a matemáticos como el célebre John Nash. Después de aquello, la Fundación decidió no incluir nuevos premios.

En resumen, los premios Nobel no nacen como una iniciativa de alguna institución destinada a premiar la excelencia del conocimiento humano en todas sus formas, sino que fueron simplemente la decisión individual de un hombre. Y Nobel destinó su legado a lo que le vino en gana. Así que la única respuesta cien por cien segura es que no hay un Nobel de Matemáticas sencillamente porque Nobel no quiso que hubiera un Nobel de Matemáticas.

Respecto al porqué, entramos en el terreno de la especulación, y aquí es conveniente desalentar la propagación de leyendas falsas. Al contrario de lo que cuenta el mito, no, la mujer de Nobel no se lió con ningún matemático. Para comenzar, Nobel nunca estuvo casado. Y de las tres mujeres con las que mantuvo relaciones sentimentales a lo largo de su vida, en ninguna biografía consta un hecho similar. La primera, Alexandra, fue un amor de juventud que no prosperó. La segunda, Bertha von Suttner, se casó con un conde austríaco. Y sobre la última, Sofie Hess, no existe ninguna referencia documental a una relación con ningún otro nombre.

De hecho, ni las matemáticas ni los matemáticos aparecen mencionados de ninguna manera en la biografía escrita por Kenne Fant, la más completa sobre el inventor de la dinamita y la gelignita. Un artículo publicado en 1985 por los matemáticos suecos Lars Gårding y Lars Hörmander en la revista The Mathematical Intelligencer desterraba no solo la leyenda de los cuernos, sino también lo que ambos autores llamaban la «versión sueca» del mito: una presunta agria relación de Alfred Nobel con el prominente matemático Gösta Mittag-Leffler.

Según Gårding y Hörmander, esta supuesta enemistad es «una invención académica sin ninguna credibilidad», ya que «Nobel y Mittag-Leffler apenas tuvieron relación». Lo cierto es que el empresario emigró de Suecia siendo muy joven y apenas residió en un lugar estable durante la mayor parte de su vida, hasta tal punto que Victor Hugo le nombró «el vagabundo más rico de Europa». Gårding y Hörmander concluían que, simplemente, «el pensamiento de un premio en matemáticas nunca entró en la mente de Nobel».

Es posible, aunque especulativo, que Nobel no creyera en las aplicaciones prácticas de las matemáticas, más allá de como soporte a otras ciencias. La decisión de donar el 94% de su fortuna a la institución de los premios estuvo motivada por un deseo de contrarrestar el daño que a su memoria habría causado su dedicación a los explosivos y las armas, por lo que insistió en el beneficio a la humanidad como el principio rector de estas distinciones. Tal vez por eso no contempló el reconocimiento de los avances en matemáticas, en un momento en que aplicaciones esenciales como la computación aún ni siquiera podían atisbarse en el horizonte.

El Nobel de Química se pone al día con los deberes atrasados

No puedo negarlo: a uno se le queda cierta cara de escalera de color cuando un premio Nobel distingue hallazgos que ya figuraban en los libros de texto en los remotos tiempos del siglo XX en que a uno aún le salían espinillas.

Imagen de la Fundación Nobel.

Imagen de la Fundación Nobel.

Como ya he reflejado aquí anteriormente, la apuesta de un servidor iba para Emmanuele Charpentier y Jennifer Doudna, autoras de la tecnología de edición genómica CRISPR/Cas-9, un sistema molecular descubierto en bacterias que sirve para corta-pegar fragmentos de ADN y que promete innumerables aplicaciones desde la investigación básica a las terapias avanzadas. Charpentier y Doudna han merecido ya varios premios, incluyendo el Princesa de Asturias de Investigación 2015, y figuraban también en la quiniela de Thomson Reuters como favoritas para el Nobel (quiniela que, por cierto, este año no ha dado una a derechas).

La tecnología CRISPR/Cas-9 es hasta ahora el mayor avance de este siglo en biología molecular. Tan nuevo que aún está dando sus primeros pasos, en los que surgen nuevas maneras de aplicarlo, variaciones y mejoras al sistema. Tan nuevo que existe una disputa sobre la patente entre los equipos de Doudna y Charpentier y el investigador de Harvard Feng Zhang, el primero que lo aplicó en células humanas y que, para esquivar el embrollo, ha introducido una nueva alternativa a Cas-9 llamada Cpf1.

El sistema CRISPR merecerá un Nobel, no cabe duda. En su día, lejano él. Porque es evidente que el comité de los premios suecos no se distingue precisamente por andar a la última. Sus miembros prefieren los hallazgos ya reposados y consolidados, que han demostrado su relevancia larga y sobradamente sin posibilidad alguna de refutación. Y es probable que la disputa sobre la patente también haya aconsejado esperar para poder valorar el hallago biotecnológico del siglo con un poco más de perspectiva. Y para saber a quién atribuírselo.

El problema es que en ocasiones el reconocimiento llega tan tarde que los galardones se convierten más bien en homenajes a toda una trayectoria de venerables investigadores ya retirados. O en otros casos parece que el comité concede premios escoba, dicho con todo el respeto, en el sentido de recoger los hallazgos que quedaron atrás y que en su día no fueron reconocidos. Es decir, ponerse al día con los deberes atrasados.

Este último es el caso del Nobel de Química de este año 2015. El sueco Tomas Lindahl (actualmente en el Instituto Francis Crick y Laboratorio Clare Hall de Hertfordshire, Reino Unido), el estadounidense Paul Modrich (Instituto Médico Howard Hugues y Universidad de Duke) y el turco Aziz Sancar (Universidad de Carolina del Norte, EE. UU.), premiados «por sus estudios de los mecanismos de reparación del ADN», aportaron los hallazgos merecedores del premio hace ya décadas, en los años 70 y 80 del pasado siglo.

Nada de lo cual resta importancia a los descubrimientos de los tres investigadores. Mientras escribo estas líneas, y ustedes las leen, millones de células de nuestros cuerpos están fotocopiando su ADN para preparar la división celular. Y vigilando este proceso están los mecanismos de reparación para asegurar que el original se mantenga en buen estado, que no se deteriore con defectos que lo dejarían inservible, y que la copia sea fiel al original para evitar las mutaciones que podrían provocarnos un cáncer.

Se trata de hermosos prodigios de la evolución que nos protegen, por ejemplo, de los daños de la luz solar ultravioleta o de los carcinógenos que entran en nuestros cuerpos a diario, y sin los cuales la vida sería imposible. La investigación sobre estos mecanismos prosigue hoy, con el objetivo de dominar su poder para devolver al redil a las células rebeldes del cáncer. Ya existe algún fármaco destinado no a potenciar, sino a inhibir un sistema de reparación para inducir el colapso total del ADN en las células cancerosas.

Eso sí: cuando lean por ahí algo parecido a «los hallazgos de estos investigadores permitirán curar tal o cual enfermedad», no contengan la respiración. Han pasado ya décadas desde los hallazgos de estos investigadores, y hasta ahora estos mecanismos de reparación no se han traducido en una vía mayoritaria para atacar dolencias como el cáncer. Y en lo que respecta a la capacidad de manipular el ADN a voluntad y casi con una precisión quirúrgica… ¿he mencionado ya el sistema CRISPR?

Los neutrinos reciben un Nobel… y otro, y otro, y otro

Esta mañana hemos conocido el fallo de la Real Academia Sueca de las Ciencias sobre el Nobel de Física 2015, que ha galardonado al canadiense Arthur B. McDonald y al japonés Takaaki Kajita «por el descubrimiento de las oscilaciones de los neutrinos, que muestran que los neutrinos tienen masa».

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

El de los neutrinos parece ser uno de los campos de la física que más resuena en los medios e interesa al público, y eso que algunos de los descubrimientos más esenciales sobre estas partículas aún están por venir.

Quien primero postuló su existencia fue Wolfgang Pauli, premiado con el Nobel; no por esta especulación teórica, sino por su famoso Principio de Exclusión. Hacia 1930 Pauli estudiaba la desintegración beta, un tipo de radiación emitida por ciertos isótopos favoritos de los bioquímicos como el carbono-14, el fósforo-32 o el tritio (hidrógeno-3). Mientras que la gorda radiación alfa, la del uranio o el plutonio, está compuesta por grandes núcleos atómicos que no atraviesan ni una hoja de papel, la radiación beta es más penetrante por sus partículas pequeñas, electrones o positrones, clásicamente llamados partículas beta.

A diferencia de la alfa, con la radiación beta ocurría algo extraño, y es que su espectro de energía es continuo, sin saltos; algo incongruente con el hecho de que un electrón tiene una energía discreta. Para explicar cómo se rellenaban esos huecos entre los saltos que deberían observarse, Pauli propuso la existencia de una partícula sin carga eléctrica y con masa muy pequeña. Inicialmente Pauli llamó a este factor «neutrón», pero el nombre fue asignado simultáneamente a una partícula mucho más pesada del núcleo atómico. Se atribuye al físico italiano Edoardo Amaldi el haber acuñado el término «neutrino» casi como una italianización humorística de un neutrón más pequeño, y fue Enrico Fermi quien comenzó a popularizar este nombre.

La demostración de la existencia del neutrino tuvo que esperar 26 años, hasta 1956. Y la distinción del hallazgo con un premio Nobel aún debió esperar 39 años más, hasta 1995. Por entonces uno de sus dos autores, Clyde Cowan, ya había fallecido, por lo que el galardón fue para el otro, Frederick Reines. Sin embargo, otro Nobel para los neutrinos ya se había adelantado en 1988. Aquel año Leon Lederman, Melvin Schwartz y Jack Steinbergen recibieron el galardón por la demostración en 1962 de que existía más de un tipo de neutrino. Al neutrino electrónico o electrón neutrino descubierto por Cowan y Reines, los tres premiados en 1988 habían añadido un segundo «sabor», el muón neutrino o neutrino muónico, que en el campo teórico antes de su demostración había recibido el también humorístico nombre de «neutretto«. El tercer sabor, el tauónico, no llegaría hasta 2000.

Los neutrinos quedaron así caracterizados como partículas sin carga que prácticamente no interactúan con las demás y que por lo tanto atraviesan cualquier materia, incluidos nosotros, sin sufrir alteración. Lo cual implica también que son muy difíciles de detectar. Según el Modelo Estándar de la física de partículas, los neutrinos no debían tener masa. Pero algo comenzó a levantar la sospecha de que no era así.

Buscando un tema interesante al que dedicarse, Raymond Davis Jr. construyó algunos de los primeros rudimentarios detectores de neutrinos con el fin de pescar esta esquiva partícula. En los años 60, Davis situó un tanque lleno de tetracloroetileno, el líquido de las tintorerías, en el fondo de una mina de Dakota. Con este experimento el físico logró por primera vez detectar neutrinos solares, algo que le valdría el Nobel en 2002 junto con el japonés Masatoshi Koshiba, el primero que detectó neutrinos cósmicos procedentes de una supernova desde el detector japonés Kamiokande; tercer Nobel para los neutrinos.

Sin embargo, el experimento de Davis dejó un problema pendiente: el número de neutrinos detectados era mucho menor del previsto según los modelos solares, algo que después corroboraron otros detectores. La incógnita quedaría pendiente de resolución durante décadas; pero entretanto, el italiano Bruno Pontecorvo elaboró una teoría que finalmente llegaría a explicar el misterio de los neutrinos desaparecidos.

El Observatorio de Neutrinos Sudbury, en Canadá. Imagen de Minfang Yeh, Ph.D.

El Observatorio de Neutrinos Sudbury, en Canadá. Imagen de Minfang Yeh, Ph.D.

Pontecorvo propuso que los neutrinos podían mutar, oscilar entre distintos sabores durante su viaje por el espacio. Esto explicaría que escaparan a los detectores capaces de pescar solo neutrinos electrónicos, pero al mismo tiempo requería que los neutrinos tuvieran masa, distinta para cada uno de los sabores; algo que no estaba contemplado en el Modelo Estándar. La oscilación de los neutrinos comenzó a ganar peso entre los físicos, pero no fue demostrada hasta finales de los 90 y comienzos de este siglo gracias a dos experimentos, el Sudbury en Canadá, liderado por Arthur B. McDonald, y el SuperKamiokande en Japón, dirigido por Takaaki Kajita. En particular, el primero era capaz de detectar todos los tipos de neutrinos. Con ello llegó la demostración de que los neutrinos poseen masa, aunque aún no se sabe cuánto. El hallazgo les ha valido hoy a ambos el Nobel, el cuarto para los neutrinos.

Hasta aquí, la información. Ahora, la opinión. Dejando aparte la aparente afición de la Real Academia Sueca de las Ciencias por premiar todo lo que sepa a neutrino, hay una clásica objeción al formato de los Nobel que se pone de manifiesto en este caso: el modelo del científico solitario y autosuficiente hace décadas que pasó a mejor vida. Con la finalización del Proyecto Genoma Humano a comienzos del presente siglo, muchas voces autorizadas se alzaron reclamando un Nobel para este logro. El problema era: ¿para quién?

Los premios suecos sostienen una fórmula de distinción individual que resulta obsoleta en la compleja ciencia actual, colaborativa y multidisciplinar. Al igual que el Genoma Humano, el Sudbury y el SuperKamiokande son experimentos complejos en los que probablemente han participado cientos de científicos. Recordemos la demostración del bosón de Higgs en el LHC; el Nobel fue para Higgs y Englert, sus teóricos; no habría habido manera de encajar al equipo del LHC en el formato de los premios. Si un equipo de científicos demostrara la evaporación de un microagujero negro creado experimentalmente, Stephen Hawking podría por fin recibir su Nobel. La teoría aún puede ser individual; la experimentación nunca lo es.

E incluso en este supuesto, pueden cometerse injusticias: tal vez Pontecorvo no haya podido recibir el Nobel como teórico de la oscilación de los neutrinos por la sencilla razón de que falleció en 1993. Pero en 2002 hubo un nombre fundamental que se quedó fuera de los premios: John Bahcall, colaborador de Davis y autor del sostén teórico en el que se basó el diseño experimental que llevó a la detección de los neutrinos solares.

Por no recordar los casos en los que un coautor esencial de un trabajo también ha sido excluido; un ejemplo es Rosalind Franklin, la investigadora que produjo los cristales sobre los que se estudió la estructura del ADN. Es cierto que Franklin ya había fallecido de cáncer cuando sus colegas Watson, Crick y Wilkins recibieron el premio; pero cuando hace unos años la Academia Sueca publicó sus archivos, se descubrió que Franklin nunca llegó a estar nominada.

El Nobel de Medicina se acuerda del Tercer Mundo

Ni microbioma, ni plegamiento de proteínas, ni células T reguladoras. El Instituto Karolinska ha llevado la concesión del Nobel de Medicina o Fisiología 2015 por un camino muy diferente a las predicciones de Thomson Reuters que he apuntado esta mañana.

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

El premio se ha repartido en dos alícuotas. Una de ellas ha ido al irlandés afincado en EE. UU. William Campbell, investigador emérito de la Universidad Drew, y al japonés Satoshi Ōmura, profesor emérito de la Universidad Kitasato, ambos ya jubilados, por su descubrimiento de las avermectinas, un conjunto de compuestos empleados para tratar enfermedades causadas por gusanos nematodos como la filariasis y la oncocercosis o ceguera de los ríos.

La segunda mitad ha sido para la investigadora china Tu Youyou, profesora de la Academia China de Medicina Tradicional y la primera mujer de aquel país en hacerse con este galardón, por su hallazgo de la artemisinina, una sustancia extraída de una planta que hoy es el tratamiento estándar empleado contra la malaria.

La decisión del comité de los Nobel merece un aplauso por premiar la investigación en enfermedades parasitarias, a menudo olvidada tanto por las compañías farmacéuticas como por los organismos públicos de financiación de la ciencia debido a que afectan predominantemente a los países del Tercer Mundo. El premio puede servir como llamada de atención sobre la necesidad de sostener el progreso en la obtención de terapias contra las dolencias más devastadoras de la humanidad, que continúan siendo las enfermedades infecciosas.

Dicho esto, mi única crítica al veredicto es que estos premios deberían haber llegado antes. La investigadora china Tu (este es el apellido, que figura en primer lugar siguiendo la costumbre de aquel país) descubrió la artemisinina en 1972 a partir del ajenjo chino Artemisia annua, allí llamado Qinghaosu y empleado en la medicina tradicional china. El hallazgo fue el producto de un programa de investigación lanzado por Mao Tse-tung (o Zedong, como se dice ahora) en 1967 para ayudar a sus aliados norvietnamitas durante la guerra contra Estados Unidos. Aunque el compuesto tardó décadas en abrirse paso hasta los circuitos occidentales, a comienzos de este siglo la artemisinina ya era el tratamiento preferente recomendado por la Organización Mundial de la Salud contra la malaria. De hecho, la Fundación Lasker, una de las fuentes en las que suele fijarse el comité de los Nobel, ya concedió su premio a Tu en 2011.

En cuanto a las avermectinas, aisladas de un tipo de bacteria, también fueron descubiertas en la década de los 70. Los Nobel imparten justicia, pero tardan.

Semana de los Nobel: hoy, Fisiología y Medicina

Un año más hemos vivido para llegar a la semana en que se anuncian los premios Nobel. Hoy lunes, en apenas una hora mientras escribo estas líneas, se desvelarán los premiados en la categoría de Fisiología o Medicina. Mañana martes seguirá el de Física, el miércoles el de Química y el viernes el de la Paz. El lunes 12 se declarará el ganador en Economía, y el de Literatura cerrará el elenco en una fecha hoy todavía no determinada.

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

Imagen de Jonathunder / Wikipedia.

Como cada año, el gigante de la comunicación Thomson Reuters ha elaborado sus predicciones sobre los premios de ciencia y economía, que se basan en el volumen de citaciones; es decir, en cuántas veces el trabajo de un científico aparece referenciado en los estudios de otros. Este índice no solo muestra el impacto de un hallazgo en un campo concreto del conocimiento, sino que además revela qué áreas de investigación son en cada momento las más calientes.

Con respecto al premio de Fisiología o Medicina, Thomson Reuters apuesta por tres áreas: microbioma humano, plegamiento de proteínas y células T reguladoras (un componente clave del sistema inmunitario). Investigadores estadounidenses y japoneses acaparan estas nominaciones no oficiales.

En cuanto al primer campo, la comunidad de microbios que cada persona llevamos puesta, y cuyo número supera en diez veces a nuestras propias células, ha demostrado en los últimos años una relevancia crucial más allá de los procesos ya conocidos como la digestión, algo que ya he tratado en este blog. Numerosas investigaciones han demostrado que la salud de nuestro cuerpo es también la salud de nuestro microbioma, y que este despliega conexiones antes insospechadas con múltiples sistemas de nuestra maquinaria corporal, incluyendo el sistema nervioso central. Thomson Reuters ha seleccionado como investigador más citado, y por tanto como candidato al Nobel, al estadounidense Jeffrey Gordon, de la Universidad de Washington en San Luis (Misuri). Entre los hallazgos de Gordon se encuentra la demostración de cómo nuestra flora intestinal influye en la obesidad, una condición que se puede inducir en ratones mediante el trasplante de microbios de personas obesas.

La segunda opción premiaría al japonés Kazutoshi Mori, de la Universidad de Kioto, y al estadounidense Peter Walter, de la Universidad de California en San Francisco. Ambos trabajan en un mecanismo celular llamado respuesta a proteínas desplegadas con posibles implicaciones en varias enfermedades como el alzhéimer o la Enfermedad de Creutzfeld-Jakob (el equivalente humano del mal de las vacas locas). En pocas palabras, la producción de proteínas en la célula pasa por un departamento llamado retículo endoplásmico (RE), una especie de línea de montaje donde las cadenas de aminoácidos se pliegan en las conformaciones espaciales que les permitirán realizar sus funciones.

Mori y Walter han descubierto independientemente que existe un control de calidad, la respuesta a proteínas desplegadas, que se activa cuando una situación de estrés celular causa que se acumulen proteínas mal plegadas. En caso de que la acumulación de productos defectuosos no se pueda corregir, este mecanismo provoca la muerte celular programada por un proceso ya conocido denominado apoptosis, una especie de suicidio de la célula. Mori y Walter ganaron en 2014 el premio Lasker de investigación médica básica, un galardón que suele ofrecer pistas de cara a los Nobel.

Por último, tres candidatos aparecen en la apuesta de Thomson Reuters por su trabajo en células T reguladoras. Se trata de Alexander Rudensky, del Memorial Sloan Kettering Cancer Center (EE. UU.), Shimon Sakaguchi, de la Universidad de Osaka (Japón), y Ethan Shevach, del Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas de EE. UU. Los tres estudian un tipo de linfocitos del sistema inmunitario llamados células T reguladoras, cuyas funciones explican innumerables procesos en la fisiología y la patología de nuestra respuesta defensiva, incluyendo las respuestas de inflamación y alergia, así como las enfermedades autoinmunes. En concreto, los investigadores han mostrado la importancia de una proteína reguladora llamada Foxp3.

Dentro de poco más de una hora, la solución. Desde 2002, Thomson Reuters ha pronosticado con éxito la concesión de 37 premios Nobel.

Termina la semana Nobel, esos días tan entrañables…

¡Aaah, no hay nada como saborear las viejas tradiciones! Finaliza la semana de los premios Nobel con ese hogareño regusto al café molido en aquel viejo molinillo de la abuela: ningún español gana un Nobel de ciencia y todo el que es alguien ya conocía al galardonado en Literatura antes del premio (¡cómo no, Patrick, genial escritor!). El de Economía no se conocerá hasta el lunes, pero… ¡esperen, no me lo digan! A que va a ser un prestigiosísimo economista elogiado por todos los expertos, pero a quien nunca se le pedirá que explique cómo sus estudios han contribuido a mejorar el bienestar de la humanidad (algo que invariablemente parece suponerse a los ganadores de los premios científicos).

Para conmemorar el momento, nada mejor que celebrar la propia ciencia regresando a sus raíces, a lo que nos deja con la boca abierta, recordándonos lo que nos empuja a descubrir cómo funciona la asombrosa naturaleza que nos rodea. Hoy recojo aquí un puñado de vídeos que nos muestran algunos experimentos y descubrimientos que nunca ganarán un Nobel. Pero molan.

Comenzamos con un clásico que a muchos recordará a aquellos quimicefas de nuestra infancia. Al sumergir alambres de hierro en una solución de sulfato de cobre, los átomos del primero se disuelven cediendo sus electrones al cobre y uniéndose a los iones de sulfato, mientras que el cobre recoge los electrones del hierro, precipita y se vuelve sólido. Es una reacción de desplazamiento por oxidación y reacción, o redox, que finalmente produce cobre metálico y sulfato de hierro. El resultado es un bonito bosque de cristales que puede adoptar muchas variantes según la forma del material utilizado.

¿Quién no ha oído hablar de la reacción entre los caramelos Mentos y la Coca-Cola? Este experimento casero es ideal para entretener a los niños en un cumpleaños con algo de ciencia recreativa. Yo lo hice en una ocasión en una fiesta de mis hijos, y el resultado fascinó tanto a los peques que agradecí haber comprado reservas de sobra, porque el exigente público, completamente entregado, continuó pidiendo bises hasta que se me agotó el material. El vídeo que aparece aquí es el récord mundial, conseguido en Cincinnati, Ohio, en 2007, con la participación de medio millar de personas.

Señoras y señores, ante ustedes, la moneda que tirita de frío cuando se la clava en un bloque de hielo seco (también llamado nieve carbónica). En realidad no se trata de una tiritona del pobre John F. Kennedy, sino de un efecto provocado por una corriente de gas. El hielo seco está compuesto por dióxido de carbono (el que las plantas se comen de día y desprenden de noche) congelado a unos 80 grados bajo cero. Cuando el calor de la moneda se transfiere al hielo, este se sublima, se transforma directamente en CO2 gaseoso, y la corriente que crea produce el movimiento.

El efecto que sigue fue muy popular como juego pirotécnico hace décadas, hasta que su extrema toxicidad obligó a retirarlo del mercado. Se trata de la conocida como «serpiente del faraón». La descomposición del tiocianato de mercurio(II) por el calor produce un sólido serpenteante que crece y crece como si surgiera de la nada. El resultado es una especie de churro con aspecto de torrezno o de costilla asada, y fue precisamente su apariencia de algo comestible la que indujo a varios niños a comerlo, con trágicas consecuencias.

Terminamos con un espejismo marino que no es tal, sino un efecto óptico causado por un increíble animalillo llamado zafirina o zafiro de mar, perteneciente a un grupo de crustáceos llamados copépodos que a menudo parasitan a otras especies. El zafiro de mar despliega esos espectaculares destellos azules debido a que sus células poseen microscópicas láminas de cristal tan próximas entre sí como la longitud de onda de la luz azul. Es decir, no se trata de ningún pigmento; no es un color real, sino un efecto debido a las características ópticas de la estructura. A menudo sus tonos varían del azul al dorado, lo que ocurre solo en los machos. Las hembras viven parasitando a un tipo de medusa y no muestran estas brillantes tonalidades, pero en cambio tienen grandes ojazos sensibles al color, por lo que quizá utilizan este rasgo de los machos para encontrar pareja. Como el animal es muy pequeño para nuestra escala humana –solo unos milímetros– y por tanto difícil de distinguir, a menudo los buceadores creen estar alucinando cuando comienzan a ver chispazos de colores donde aparentemente no hay nada.