Más de 300 mil personas han tenido que abandonar sus hogares en Kenia desde el comienzo de la crisis post electoral que ya ha terminado con la vida de mil kenianos.
En los accesos a Nairobi se ven familias con carros de los que sobresalen camas de madera, mantas, botes de plástico, bártulos para cocinar. Algunas permanecen a un lado de la carretera, exhaustas, sentadas sobre los pocos muebles que han podido salvar del naufragio. Otras avanzan lentamente, con gran esfuerzo. Se dirigen hacia Jamuhuru Park, el lugar en el que Gobierno está albergando a los desplazados en la capital.
Jamuhuru Park es una suerte de IFEMA, con pabellones para eventos agrícolas y un gran estadio. Las miles y miles de familias que han venido aquí en busca de refugio pasan las noches en las cuadras donde regularmente se exponen caballos y vacos. El lugar, tapizado de plásticos de UNICEF, desprende un insoslayable olor animal.
El resto del día los desplazados esperan a que les den la noticia de que ya se pueden marchar, de que el gobierno o la Cruz Roja han puesto a su disposición los medios de transporte que tanto ansían. Para ello se agrupan según el lugar de procedencia y anotan sus nombres en una lista.
Un colega keniano me dice que Jamuhuru Park se encuentra en calma en comparación con otros campos de desplazados que ha visitado. Allí ha recogido denuncias de abusos sexuales, de enfrentamientos. Lo paradójico de la situación es que desplazados kikuyus y lúos terminan en los mismos sitios.
No me sorprende descubrir que para matar el tiempo los niños juegan en todas partes, corren, gritan. Tanto es así que se han montando improvisados toboganes con tablas de madera sobre un montículo de tierra. La misma clase de escapatoria lúdica, de abstracción en el universo de la infancia, he descubierto en los campos de Uganda, de Sudán o Gaza.
Tampoco me llama la atención ver que las mujeres lavan la ropa, rebelándose así mismo contra la decadente realidad que las rodea. Tratan de dar cierta normalidad a una situación tan traumática.
Anne Atieno es oriunda de Kisumu, donde la mayoría de la población es lúo. Pero hace años se mudó a Tikha, una región predominantemente kikuyu. Con esfuerzo trabajó para progresar. Tenía un puesto de venta de pescado.
Cuando comenzaron los enfrentamientos, los kikuyus quemaron su casa, destruyeron su negocio, y la obligaron a marcharse junto a sus cuatro hijos. Ahora, Anne vuelve a su tierra ancestral con las manos vacías. Tiene 34 años y se verá obligada a empezar de cero.
Marta Auvino es un poco mayor, cumplió 40 años hace poco tiempo. Su historia se parece a la de Anne. Entre golpes e insultos cogió lo poco que pudo y dejó atrás su casa, que rápidamente fue incendiada por la multitud.
“Tenía tanto miedo que no me importaban la cosas. Lo único que quería era escapar con mis hijos. Pensaba que íbamos a morir”, afirma. Y, a continuación, cuando le pregunto qué siente hacia los kikuyus, me responde: “No tengo odio, sólo tristeza, una gran tristeza”.
Comienza a anochecer en Jamuhuru Park. La gente hace cola en el estadio para recibir una ración de alubias. Se empuja, se impacienta. Los jóvenes voluntarios mantienen a la multitud a raya empleando palos de madera.
Con resignación, la gente vuelve a las cuadras recubiertas de plásticos o se sienta en el césped del estadio a comer con las manos.
Las elecciones democráticas que pensaban que los iba a acercar a la prosperidad de la que goza otra parte del país, a través del gobierno de Raila Odinga, los han sumergido aún más en miseria. Los han dejado sin nada.