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En Bulgaria sacuden la cabeza para asentir, y otros 98 datos sobre países

Créanme, si sienten alguna curiosidad por el mundo que nos rodea y comparten la adicción por el viaje, les merece la pena emplear 15 minutos y pico de su precioso tiempo dejando que este vídeo les presente 98 datos curiosos de otros tantos países (el resto llegará en una segunda entrega). Es un trabajo de Wendover Productions, al parecer una pequeña productora personal que hace un magnífico trabajo mostrándonos cómo funciona el mundo. Y aún mejor, con subtítulos en castellano.

De entre todos los datos presentados, hay uno que me ha llamado especialmente la atención, y es el que menciono en el título: según el vídeo, en Bulgaria mueven la cabeza de lado a lado para decir «sí» y de arriba abajo para decir «no», justo al contrario de lo habitual por aquí. Confieso que jamás lo había oído, y eso que viajé a Bulgaria en una ocasión hace ya más de 20 años. Nadie me lo explicó, no noté nada raro y lógicamente tampoco se me ocurrió preguntar si allí los movimientos de cabeza se interpretaban igual que en mi país.

Imagen de Giphy.

Imagen de Giphy.

Pero una búsqueda en internet parece confirmarme que es cierto, a falta de preguntar a una amiga búlgara a la que veré esta semana. Según parece, es algo más sutil: mover la cabeza de lado a lado en efecto se utiliza para asentir, pero la negación es más bien un levantamiento de la cabeza que suele ir acompañado por otro de cejas y un rodar de ojos.

La pregunta podría ser por qué en Bulgaria lo hacen al revés que los demás, pero la verdadera pregunta es por qué distintas culturas coincidimos en esos gestos de asentir y negar sin habernos puesto de acuerdo.

En cuanto a lo primero, siempre hay una leyenda a mano para explicar este tipo de cosas: en tiempos del Imperio Otomano, los búlgaros revirtieron el significado de los movimientos de cabeza para confundir al invasor; lo cual, si fuera cierto, sería probablemente la más ineficaz rebelión pacífica de la historia.

Otra versión sugiere que, cuando los turcos apoyaban sus cimitarras en el cuello de los búlgaros para obligarles a confesar su cristianismo, estos movían la cabeza de arriba abajo para que la hoja les rebanara el cuello, y que aquello perduró como un gesto para decir no. Ya, ya, nada de esto tiene mucho sentido excepto para demonizar a los turcos, pero ¿qué país no inventa leyendas para afear a sus vecinos?

La pregunta verdaderamente profunda es la segunda. ¿Tiene algo de natural asociar ciertos movimientos de cabeza a un significado concreto?

Estas grandes pequeñas preguntas no pasaron inadvertidas a Darwin, que dedicó todo un libro a La expresión de las emociones en el hombre y los animales (1872). En este volumen, el padre de la evolución biológica contaba que en 1867 había hecho circular un formulario con una serie de preguntas entre diversos corresponsales, sobre todo misioneros en lugares remotos del planeta. Las preguntas indagaban sobre la forma de expresar las emociones en distintas culturas; por ejemplo, «¿se mueve la cabeza verticalmente en afirmación, y lateralmente en negación?».

Darwin repasaba detalladamente las respuestas, que se volcaban en su mayoría hacia el uso de los mismos signos de cabeza en culturas muy diferentes. De ello concluía que estos gestos «probablemente tuvieron un comienzo natural». Y lanzaba esta hipótesis:

Hasta cierto punto, estos signos son expresiones de nuestros sentimientos, ya que damos un movimiento vertical de aprobación con una sonrisa a nuestros niños cuando aprobamos su conducta, y sacudimos la cabeza lateralmente frunciendo el ceño cuando desaprobamos. Con los bebés, el primer acto de negación consiste en rehusar la comida; y repetidamente noté con mis propios bebés que lo hacían retirando la cabeza lateralmente del pecho, o de cualquier cosa ofrecida a ellos en una cuchara. Al aceptar la comida y llevársela a la boca, inclinan la cabeza hacia delante.

Pero no se lo pierdan: también hay al menos un estudio que analiza el caso particular de Bulgaria. En 2012 la psicóloga Elena Andonova, de la Nueva Universidad Búlgara de Sofía, y su colega Holly Taylor, de la Universidad Tufts en EEUU, decidieron investigar si hay alguna diferencia entre estadounidenses y búlgaros a la hora de traducir en sentimientos positivos o negativos el movimiento lateral o vertical de estímulos visuales (puntos luminosos) que les obligaba a mover la cabeza.

Según describían las dos investigadoras en la revista Cognitive Processing, sí encontraron una diferencia, pero no exactamente la que esperaban: los voluntarios búlgaros asociaban sentimientos positivos al movimiento lento de los puntos de colores, ya fuera vertical o lateral, mientras que en los estadounidenses el movimiento rápido resultaba más agradable. En resumen, no era la dirección de la cabeza, sino la velocidad, lo que establecía una distinción entre búlgaros y norteamericanos.

Curiosamente, a los estadounidenses el movimiento vertical de los puntos y la cabeza sí les hacía sentirse mejor, lo que concuerda con el sentido afirmativo del gesto en la cultura occidental; en cambio, esto no ocurría con el movimiento lateral en los búlgaros. Las psicólogas aportaban una hipótesis muy cabal:

Una posible explicación puede ser que los búlgaros tienen más exposición a la convención alternativa (mover la cabeza arriba y abajo para decir sí) a través de la cultura extranjera en los medios, mientras que los participantes de EEUU probablemente tienen menos familiaridad con culturas que expresan respuestas positivas mediante un movimiento lateral de cabeza.

Pero como escribían Andonova y Taylor, el suyo era un estudio pionero que debería tener continuidad en futuras investigaciones. Como mínimo, aunque sea para no seguir echando la culpa a los turcos.

Visita a la catedral de las ciencias naturales

Hay en el mundo un puñado de museos de ciencias naturales que rivalizan entre sí en amplitud y calidad. Pero confieso que mi corazoncito de biólogo pertenece al National History Museum de Londres, que he tenido ocasión de revisitar este verano. Empezando el plato por la guarnición y dejando para después la carne mollar –es decir, lo que uno va a ver allí–, hay al menos tres razones ajenas a las colecciones para que la visita al NHM merezca de por sí un viaje a la capital británica, incluso si uno se salta la Torre de Londres y el Big Ben.

Primero, lo primero que se ve: con permiso del Jardin des Plantes de París y de pocos más, el envoltorio externo del museo londinense es el más imponente del mundo entre sus hermanos de otros países. El edificio principal, un producto de la exageración victoriana, se inspira en el románico continental, que allí en las islas suelen llamar estilo normando. Entornando los ojos, las dos torres y el gran arco de la portada recuerdan a las iglesias toscanas con un porte catedralicio que transmite la solemnidad de un gran templo de la ciencia; o como lo definió el diario The Times en 1881, un «palacio de la naturaleza».

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

El segundo motivo es la sorpresa que llega al traspasar el umbral: la entrada es completamente gratuita. Todos los días, siempre y para todos. En un país donde incluso las visitas a las grandes catedrales suelen ser de pago –y de mucho pago–, y para quien viene de un país donde los museos públicos obligan a pasar por caja, disfrutar de una maravilla que deja entrar a todo visitante por la cara y que se sostiene exclusivamente con donaciones es, más que ciencia, casi ciencia ficción. En estas condiciones, no comprar el librito-guía, que está disponible en español y cuesta solo 5 libras, es casi un insulto. Además, para quien viaje con niños, como es mi caso, se ofrece otro cuadernillo –solo en inglés– con juegos, pasatiempos y curiosidades, que cuesta también 5 libras.

Una vez dentro, el museo apabulla desde que uno se deja devorar por el inmenso vestíbulo, tan grandioso en su arquitectura como sobrio en lo que contiene: solo dos objetos ocupan el vano de la nave principal. En el centro, los 26 metros y 292 piezas de Dippy, la réplica del esqueleto de un diplodocus. Y al fondo, presidiendo la escalinata, las dos toneladas y pico de mármol de la estatua del padre de la biología moderna, Charles Darwin.

Es precisamente este nombre uno de los que apoyan la tercera razón por la que el NHM es enormemente valioso. Al contrario que los museos de arte, los de ciencias difícilmente pueden improvisarse a golpe de talonario. Es decir, que los principales museos de ciencias naturales del mundo suelen pertenecer a los países que han hecho las principales aportaciones en las ciencias naturales y que han quedado acumuladas entre sus paredes. Y para cualquiera con un cierto cariño por la ciencia y la naturaleza, visitar el NHM es como para un surfista viajar a Hawái, para un budista recorrer el Tíbet o para un futbolero sentarse en el Maracaná.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

En cuanto al contenido del museo, un gran acierto de sus responsables ha sido introducir las nuevas tecnologías de interactividad sin relegar las colecciones de especímenes, que mantienen ese regusto de museo clásico por el que tantos niños a lo largo de la historia se han enganchado a la carrera científica. En el NHM se vive la ciencia con los cinco sentidos, pero todavía se pueden contemplar los montajes de animales conservados que son pequeñas obras de arte, como los paneles con cientos de especies de colibríes. En cuanto a lo más moderno, se puede sufrir la experiencia de un terremoto en un supermercado japonés, pasear por el interior de una vivienda normal apreciando los bichos que conviven con nosotros, o sentirse feto en el claustro del útero materno. Sería inútil tratar de resumir todo lo que ofrece el museo: una mañana entera apenas dará para recorrer la mitad, y eso si se camina a buen ritmo. Pero por destacar algo, ahí van un par de pistas.

De todas las galerías del museo, la sección dedicada a los dinosaurios es una de las más populares, y que en fin de semana llega a requerir un control de acceso propio para evitar la masificación. Las recreaciones son una maravilla, en especial el T-rex mecánico que amenaza con engullir a los visitantes. Mediante montajes interactivos se aprende cómo se movían los grandes reptiles del Mesozoico, cómo respiraban o qué sonidos emitían. Algunas de las piezas son de un valor incalculable, como el fósil original del Archaeopteryx que permitió vincular evolutivamente a las aves con los dinosaurios.

Y saltando varios millones de años, otra de las joyas del NHM es el Centro Darwin, una especie de backstage que explica el making of (perdón por los anglicismos) y que es a la vez exposición y centro de investigación donde trabajan 200 científicos. Su núcleo es el Cocoon, una estructura de ocho plantas con forma de capullo y gran despliegue tecnológico que se recorre de arriba abajo y que enseña los entresijos del trabajo científico desde el campo al laboratorio, desde la observación de la naturaleza a la secuenciación de ADN. Después de visitar el Centro Darwin, es casi imposible no sentirse fascinado por la carrera científica. Claro que no todos los científicos tienen la suerte de trabajar en países donde un domingo de agosto es difícil caminar entre la multitud que abarrota un museo de ciencia, o donde solo las donaciones permiten crear y sostener semejante maravilla para ofrecerla gratis a la humanidad.

¿Somos el resultado de un bombardeo de radiación extraterrestre?

A nadie se le escapa que la radiación hace daño. Su efecto perjudicial se debe a que rompe la doble hélice de ADN, lo que desemboca en la muerte de la célula –de ahí la pérdida de pelo– o bien en reparaciones erróneas que pueden introducir mutaciones y con ello causar peligrosos desastres celulares, como el cáncer. Sin embargo, desde el punto de vista no de un individuo, sino de la población, la radiación y las mutaciones que provoca pueden ofrecer el sustrato sobre el que actúa la selección natural, acelerando la aparición de nuevas especies. Un ejemplo es la obtención de bacterias intestinales inmunes a la radiación que comentábamos aquí hace unas semanas. Aquellas Escherichia coli ultrarresistentes bien podrían considerarse una nueva especie, aunque no suele aplicarse este criterio cuando se trata de una evolución forzada en el laboratorio.

Ilustración del Brote de Rayos Gamma GRB 080319B, detectado en 2008, con dos rayos en direcciones opuestas. NASA.

Ilustración del Brote de Rayos Gamma GRB 080319B, detectado en 2008, con dos rayos en direcciones opuestas. NASA.

No es habitual que todos los organismos terrestres se vean sometidos a una alta dosis de radiación de forma global y repentina. Pero tampoco es impensable. Ciertas estrellas pueden sufrir una gran explosión que dispara chorros de radiación intensa a través del cosmos. Estos fenómenos, conocidos como Brotes de Rayos Gamma (BRG), se han observado con cierta periodicidad en el universo. Y si por casualidad la Tierra se encuentra justo en la trayectoria de un rayo potente, temblad, terrícolas. Se ha propuesto que los BRG pueden haber causado alguna de las cinco extinciones masivas de la historia de nuestro planeta, como la acaecida entre el Ordovícico y el Silúrico hace 440 millones de años, la segunda más devastadora de las cinco.

Sin embargo, y dado que la frontera entre extinción y especiación es delgada, algunos científicos juegan con la idea de que un BRG haya podido actuar como motor de la evolución biológica en alguna época de la historia de la Tierra. Y una candidata golosa es la llamada Explosión Cámbrica, un súbito acelerón en la aparición de nuevas especies que ocurrió hace unos 540 millones de años y que sacó del sombrero biológico la mayor parte de los grandes grupos de organismos llamados filos, como los artrópodos, los moluscos o los cordados, a los que pertenecemos. De hecho, la churrera de especies que representó la Explosión Cámbrica se ha denominado el «dilema de Darwin», ya que el propio padre de la evolución por selección natural escribió en El origen de las especies: «A la cuestión de por qué no encontramos ricos depósitos fosilíferos pertenecientes a estos períodos tempranos previos al sistema Cámbrico, no puedo dar una respuesta satisfactoria».

Los físicos Pisin Chen, de la Universidad Nacional de Taiwán y el Instituto Kavli de Astrofísica de Partículas y Cosmología de la Universidad de Stanford (EE. UU.), y Remo Ruffini, de la Universidad La Sapienza de Roma (Italia), han llevado esta hipótesis a la pizarra y han descubierto que las cuentas cuadran. Los autores han tomado como variable el radio mínimo dentro del cual es probable que la Tierra haya sufrido el impacto de al menos un BRG en sus casi 5.000 millones de años de historia, que resulta ser de unos 1.500 años luz.

Reconstrucción de un mar del Cámbrico. Ghedoghedo.

Reconstrucción de un mar del Cámbrico. Ghedoghedo.

Para calcular la dosis de radiación recibida por la Tierra en este supuesto, los investigadores han considerado la densidad atmosférica existente en aquella época. «Las pruebas indican que la atmósfera del Cámbrico contenía sobre todo nitrógeno con una densidad comparable al nivel presente, mientras que la abundancia del oxígeno era solo un pequeño porcentaje del valor actual», escriben los científicos en su estudio, disponible en arXiv.org y aún pendiente de publicación. Con este valor de densidad, Chen y Ruffini calculan que la radiación recibida en la Tierra pudo ser letal para las especies aéreas, pero no para las acuáticas. «Afortunadamente, la mayoría de los organismos en el Cámbrico vivían en aguas someras», escriben. «Los organismos marinos que vivían […] bajo la superficie pudieron sobrevivir al impacto sufriendo mutaciones inducidas en su ADN». Con todo ello, los autores concluyen que «un GRB es la única entre todas las fuentes propuestas, terrestres y extraterrestres, de extinciones masivas que puede proporcionar una explicación a esta génesis en masa».

Chen y Ruffini exploran también las consecuencias de su hipótesis en cuanto a la posibilidad de que en tiempos del Cámbrico pudiera existir vida fuera de la Tierra. «Esto puede tener implicaciones en la extinción de la vida en Marte, cuya atmósfera es mucho más tenue», reflexionan. Por otra parte, sugieren que la idea «impone restricciones» a la teoría de la panspermia, según la cual los microorganismos podrían viajar por el espacio a bordo de asteroides y sembrar la vida en otros planetas. «Los microorganismos primitivos sin protección transportados por rocas interestelares habrían podido quedar esterilizados tras su exposición a un BRG», pero «estas semillas de panspermia podrían haber evitado la destrucción si su velocidad de migración y colonización fuera más rápida que la tasa de BRG».

Con todo, no hay que perder de vista que se trata tan solo de un ejercicio de especulación teórica, aunque las ecuaciones de Chen y Ruffini encajen en la hipótesis como el pie de Cenicienta en el zapato. A su favor, los físicos alegan que «una posible prueba de este origen propuesto para la Explosión Cámbrica sería la abundancia anómala de ciertos isótopos en registros geológicos del período Cámbrico», un indicio que según los autores es coherente con su hipótesis. Pero aún deberá recorrerse un largo camino antes de poder afirmar que los terrícolas somos el resultado fortuito de un bombardeo de radiación extraterrestre.

Científicos ‘crean’ la bacteria Hulk (o por qué no existen los superhéroes)

Conan la bacteria. Superbug Gifts for Geeks & Science Tees.

Conan la bacteria. Superbug Gifts for Geeks & Science Tees.

Hace unos días, mis compañeros blogueros del CSIC escribían sobre Deinococcus radiodurans, un microorganismo tan resistente a la radiación y otras torturas letales que recibe el apelativo de Conan la Bacteria (un alias que se acuñó cuando la gente aún sabía quién era Conan el Bárbaro; hoy quizá se llamaría bacteria Jack Bauer). La biografía de este aguerrido microbio cuenta que fue aislado por un científico llamado Anderson que se dedicaba a bombardear latas de conservas con rayos gamma para esterilizarlas. A casi cualquiera que haya tenido una infancia, la historia le recordará al tipo de brete sufrido habitualmente por los tipos que se convierten en superhéroes para después llenar volúmenes y volúmenes combatiendo el crimen. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿creó Anderson su bacteria Conan como Bruce Banner se transformó en el increíble Hulk?

La respuesta, obviamente, es no. Pero la explicación no es tan trivial como podría parecer. Es sabido que la radiación provoca mutaciones, es decir, alteraciones individuales en el ADN. Y desafío a cualquiera a que demuestre con pruebas irrefutables que una mutación no puede cabrear a una célula y volverla verde. Siendo así, ¿por qué no existen los superhéroes? Una de las soluciones a esta pregunta es muy sencilla: es estadísticamente imposible que todas las células de Bruce Banner sufran la misma mutación de forma simultánea, incluso en el caso de que fueran inducidas por la radiación. Pero ¿y si Bruce Banner fuera un organismo unicelular, por ejemplo, una bacteria?

Para responder a esto debemos remontarnos a tiempos en que los superhéroes no eran el increíble Hulk y ni siquiera Conan, sino algo más parecido a los Tres Mosqueteros. En el siglo XIX, los científicos que se preguntaban cómo surgían las especies estaban divididos en dos equipos. El bando encabezado por el francés Jean-Baptiste Lamarck defendía que los herbívoros fueron estirando el cuello poco a poco para alcanzar las hojas de las ramas altas y transmitiendo esta variación a sus descendientes hasta que, ¡voilà!, he aquí la jirafa. Por el contrario, los Darwin y Wallace abogaban por la selección natural y la supervivencia del más apto: el entorno no provocaba esas variaciones, sino que estas aparecían espontáneamente y al azar (lo que posteriormente se denominaría mutación preadaptativa) y se iban extendiendo por la población a lo largo de sucesivas generaciones cuando el hecho de poseerlas confería una ventaja para sobrevivir y reproducirse en un entorno concreto.

El tiempo, la lógica y las pruebas dieron la razón al equipo de Darwin y sus sucesores. Siendo así, se deduce que Conan la Bacteria es lo que es gracias a una mutación preadaptativa sin ninguna relación con el bombardeo de Anderson. Pero para demostrarlo más allá de toda duda, un nuevo estudio publicado ahora en la revista digital eLife viene oportunamente a echar una mano. Un equipo de científicos dirigido por Michael Cox, de la Universidad de Wisconsin en Madison (UWM), ha creado un increíble Hulk microbiano a partir de un ser tan aparentemente anodino como Bruce Banner: la bacteria intestinal Escherichia coli, ese humilde obrero celular de los laboratorios que todos llevamos en las tripas, cuya presencia en el agua o los alimentos es una pero que muy mala señal, y algunas de cuyas cepas más violentas han traído de cabeza a las autoridades sanitarias.

Cox y sus colaboradores se dedicaron a bombardear cultivos de E. coli con dosis letales de radiación durante varias generaciones, matando cada vez al 99% de las bacterias, hasta que obtuvieron una cepa con una resistencia a la radiación similar a la de Conan. Un comunicado difundido por la UWM afirma que el resultado se ha logrado «aprovechando la capacidad de un organismo para evolucionar en respuesta al castigo de un entorno hostil». ¿Cómo? ¿Acaso insinúa la Universidad de Wisconsin que la bacteria Bruce Banner se transformó en Hulk debido precisamente a la radiación? O, hablando en lenguaje lamarckiano, ¿estiró el cuello la jirafa?

Imagen al microscopio electrónico de bacterias 'E. coli' con falso color.

Imagen al microscopio electrónico de bacterias ‘E. coli’ con falso color.

Preguntado por Ciencias Mixtas, Cox aclara el embrollo y nos devuelve a la recta senda darwiniana. «Mi sensación es que las mutaciones [en las E. coli bombardeadas] son azarosas, y que las favorables se fijan rápidamente por la fuerte selección que aplicamos». «Por supuesto, la radiación ionizante origina mutaciones. Una célula típica de nuestras poblaciones presenta un total de unas 70 mutaciones, la mayoría de las cuales son probablemente neutras. Imagino que muchas mutaciones aparecen como resultado de la irradiación y que muchas son perjudiciales y se pierden». Y añade: «No creo que exista ningún mecanismo postadaptativo, ni creo que exista ningún mecanismo que permita a las células seleccionar la aparición de mutaciones favorables, aunque no tengo pruebas a favor o en contra». «Yo defendería que todas las mutaciones que identificamos son preadaptativas», concluye. Como prueba que apoya esta conclusión, Cox arguye que el experimento de evolución dirigida fue repetido cuatro veces, y que en tales casos las distintas poblaciones tomaron caminos evolutivos muy diferentes.

Así pues, las bacterias permiten ejecutar un experimento de microevolución (micro tanto por el tiempo requerido como por el pequeño espacio de una placa de cultivo) que ya habría querido Darwin tener a su alcance y que, con las lógicas reservas que impone el método científico, ratifica que los Hulk unicelulares no se crean, sino que aparecen. El error en el comunicado de la UWM es utilizar la palabra «organismo» y no «población», lo que sería más correcto. En realidad el experimento de Cox ratifica algo que ya mereció un premio Nobel para Max Delbrück y Salvador Luria. En 1943, estos dos científicos demostraron el carácter preadaptativo de las mutaciones en la evolución de E. coli utilizando virus bacteriófagos en lugar de radiación como factor de presión selectiva.

Siendo así, colea una pregunta: ¿cómo es posible entonces que D. radiodurans no se haya encontrado precisamente en cementerios nucleares, sino en hábitats tan desprovistos de glamour (y de isótopos radiactivos) como las heces o el puro suelo, en los que no existe la presión selectiva de la radiación? En otras palabras: si la bacteria Conan no ha pasado el filtro de la selección natural por radiación, ¿por qué soporta niveles de exposición que jamás ha conocido? Y ante esto, los científicos aún no disponen de una respuesta definitiva. Una hipótesis sugiere que la resistencia a la radiactividad podría ser una simple carambola evolutiva derivada de su capacidad para resistir una sequedad extrema, una especie de afortunado efecto secundario. A diferencia de la política, la ciencia no tiene todas las respuestas. Pero al menos en ciencia podemos estar razonablemente seguros de que, si en alguna ocasión nos topamos con un monstruo verde y cabreado, difícilmente tendrá más de una célula. Al contrario que en política.