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Visita a la catedral de las ciencias naturales

Hay en el mundo un puñado de museos de ciencias naturales que rivalizan entre sí en amplitud y calidad. Pero confieso que mi corazoncito de biólogo pertenece al National History Museum de Londres, que he tenido ocasión de revisitar este verano. Empezando el plato por la guarnición y dejando para después la carne mollar –es decir, lo que uno va a ver allí–, hay al menos tres razones ajenas a las colecciones para que la visita al NHM merezca de por sí un viaje a la capital británica, incluso si uno se salta la Torre de Londres y el Big Ben.

Primero, lo primero que se ve: con permiso del Jardin des Plantes de París y de pocos más, el envoltorio externo del museo londinense es el más imponente del mundo entre sus hermanos de otros países. El edificio principal, un producto de la exageración victoriana, se inspira en el románico continental, que allí en las islas suelen llamar estilo normando. Entornando los ojos, las dos torres y el gran arco de la portada recuerdan a las iglesias toscanas con un porte catedralicio que transmite la solemnidad de un gran templo de la ciencia; o como lo definió el diario The Times en 1881, un «palacio de la naturaleza».

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

Vista panorámica de la fachada principal del National History Museum, en Cromwell Road (Londres). Foto de DAVID ILIFF. Licencia: CC-BY-SA 3.0.

El segundo motivo es la sorpresa que llega al traspasar el umbral: la entrada es completamente gratuita. Todos los días, siempre y para todos. En un país donde incluso las visitas a las grandes catedrales suelen ser de pago –y de mucho pago–, y para quien viene de un país donde los museos públicos obligan a pasar por caja, disfrutar de una maravilla que deja entrar a todo visitante por la cara y que se sostiene exclusivamente con donaciones es, más que ciencia, casi ciencia ficción. En estas condiciones, no comprar el librito-guía, que está disponible en español y cuesta solo 5 libras, es casi un insulto. Además, para quien viaje con niños, como es mi caso, se ofrece otro cuadernillo –solo en inglés– con juegos, pasatiempos y curiosidades, que cuesta también 5 libras.

Una vez dentro, el museo apabulla desde que uno se deja devorar por el inmenso vestíbulo, tan grandioso en su arquitectura como sobrio en lo que contiene: solo dos objetos ocupan el vano de la nave principal. En el centro, los 26 metros y 292 piezas de Dippy, la réplica del esqueleto de un diplodocus. Y al fondo, presidiendo la escalinata, las dos toneladas y pico de mármol de la estatua del padre de la biología moderna, Charles Darwin.

Es precisamente este nombre uno de los que apoyan la tercera razón por la que el NHM es enormemente valioso. Al contrario que los museos de arte, los de ciencias difícilmente pueden improvisarse a golpe de talonario. Es decir, que los principales museos de ciencias naturales del mundo suelen pertenecer a los países que han hecho las principales aportaciones en las ciencias naturales y que han quedado acumuladas entre sus paredes. Y para cualquiera con un cierto cariño por la ciencia y la naturaleza, visitar el NHM es como para un surfista viajar a Hawái, para un budista recorrer el Tíbet o para un futbolero sentarse en el Maracaná.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

Estatua de Charles Darwin en la escalinata del NHM, obra de Sir Joseph Boehm. Foto de Javier Yanes.

En cuanto al contenido del museo, un gran acierto de sus responsables ha sido introducir las nuevas tecnologías de interactividad sin relegar las colecciones de especímenes, que mantienen ese regusto de museo clásico por el que tantos niños a lo largo de la historia se han enganchado a la carrera científica. En el NHM se vive la ciencia con los cinco sentidos, pero todavía se pueden contemplar los montajes de animales conservados que son pequeñas obras de arte, como los paneles con cientos de especies de colibríes. En cuanto a lo más moderno, se puede sufrir la experiencia de un terremoto en un supermercado japonés, pasear por el interior de una vivienda normal apreciando los bichos que conviven con nosotros, o sentirse feto en el claustro del útero materno. Sería inútil tratar de resumir todo lo que ofrece el museo: una mañana entera apenas dará para recorrer la mitad, y eso si se camina a buen ritmo. Pero por destacar algo, ahí van un par de pistas.

De todas las galerías del museo, la sección dedicada a los dinosaurios es una de las más populares, y que en fin de semana llega a requerir un control de acceso propio para evitar la masificación. Las recreaciones son una maravilla, en especial el T-rex mecánico que amenaza con engullir a los visitantes. Mediante montajes interactivos se aprende cómo se movían los grandes reptiles del Mesozoico, cómo respiraban o qué sonidos emitían. Algunas de las piezas son de un valor incalculable, como el fósil original del Archaeopteryx que permitió vincular evolutivamente a las aves con los dinosaurios.

Y saltando varios millones de años, otra de las joyas del NHM es el Centro Darwin, una especie de backstage que explica el making of (perdón por los anglicismos) y que es a la vez exposición y centro de investigación donde trabajan 200 científicos. Su núcleo es el Cocoon, una estructura de ocho plantas con forma de capullo y gran despliegue tecnológico que se recorre de arriba abajo y que enseña los entresijos del trabajo científico desde el campo al laboratorio, desde la observación de la naturaleza a la secuenciación de ADN. Después de visitar el Centro Darwin, es casi imposible no sentirse fascinado por la carrera científica. Claro que no todos los científicos tienen la suerte de trabajar en países donde un domingo de agosto es difícil caminar entre la multitud que abarrota un museo de ciencia, o donde solo las donaciones permiten crear y sostener semejante maravilla para ofrecerla gratis a la humanidad.