Mi amigo Alberto es cazador en Zamora. Y no está muy contento con los resultados de esta media veda, donde un año más las codornices siguen sin dejarse ver demasiado, aunque ha disfrutado de buenos lances con su perro perdiguero. Para su sorpresa, algunos de los mejores sitios a donde acude todos los años han quedado carbonizados al haberse autorizado excepcionalmente la quema de rastrojos, y sólo es el comienzo de la temporada de la cerilla agrícola. Pero en el fondo le da lo mismo, porque su mujer no ha desplumado ni va a desplumar una sola pieza de las capturadas.
Como el resto de los cazadores de su cuadrilla, perdices, palomas, codornices y hasta conejos abatidos se han dejado pudriéndose en el campo, al albur de que cuervos o zorros den buena cuenta de sus restos.
“Con esto de los topillos los agricultores han llenado todo de veneno y yo no pienso comerme nada de lo que cace”, justifica convencido. Y eso que sabe que las codornices que mata, por ser migradoras, pueden ser francesas, pero prefiere no arriesgarse. Porque también sabe de compañeros que han abierto el buche a una paloma recién cazada y se lo han encontrado repleto de granos de cebada de un extraño color rojo fosforito. Es el veneno anticoagulante masivamente repartido por la Junta de Castilla y León para intentar acabar con el topillo campesino. Dicen que no es del todo peligroso, pero vaya usted a saber.