Es tan vieja que incluso ha olvidado su nombre.
Carrasca le dicen sus vecinos, pues así es como llaman en Huesca a las encinas.
De Lecina, señalan los forasteros, para dejar bien claro dónde tiene clavadas bien profundas sus raíces, un pequeño pueblo del Alto Aragón de tan solo 13 habitantes tan recóndito como hermoso.
Milenaria, remarcan con admiración todos cuando la ven, aunque en realidad es imposible saber su edad exacta, tal es la coquetería que se gasta este árbol grandioso.
Coqueta y valiente, pues a su edad y con la que está cayendo, se ha lanzado a participar en un peculiar concurso internacional. Ni más ni menos que el Tree of the Year Europe, algo así como el Festival de Eurovisión de los árboles singulares europeos. Tiene incluso página web personal donde acoge a todos sus fans >>> Vota aquí por la Carrasca de Lecina
Frente a la vieja encina, 13 gigantes también de venerable edad aspiran al mismo galardón. Durante todo el mes de febrero, la de Huesca se ha batido valiente en las primeras posiciones, incluso a pesar de los hackers. Porque también ha habido guerra sucia. De la noche a la mañana aparecieron 10.000 votos apoyando al candidato ruso que, horas después, fueron eliminados por los organizadores al comprobarse que eran fraudulentos.
Últimos días para votar
La votación concluye el próximo 28 de febrero, pero desde que comenzó esta última semana no se puede saber quién va delante para evitar apretones de última hora. En ese momento la aragonesa iba la primera, pero el candidato ruso, un viejo sicomoro de la República de Daguestán, y un retorcido plátano italiano de Calabria, le pisaban los talones las ramas. >>> Vota aquí por la Carrasca de Lecina
Pero tiene todas las de ganar. Nunca un árbol español se había hecho tan famoso, había salido tantas veces en todas las cadenas de televisión y de radio, programas, informativos y magazines, había arrasado en internet con sus vídeos hasta el punto de convertirse en “tendencia” en las búsquedas de Google. Éxito traducido en votos. El año pasado el árbol ganador logró acumular 47.000, mientras que el último número conocido de la encina altoaragonesa, a una semana de cerrar las votaciones, ya se acercaba a los 65.000 votos.
¡Tiembla, Rusia!
Cortarla mientras te comes un pollo
Tengo especial cariño a este árbol, al que lancé al estrellato mediático en 1997 gracias a una serie de reportajes que publiqué en El País Semanal donde la carrasca protagonizó numerosas anécdotas. Y que recopilé en mi libro Guía de los árboles singulares de España (Blume, 2005).
Para entonces, algunos vecinos empezaban a mirar con desconfianza a los muchos turistas que llegan preguntando por la encina milenaria. No me imagino cómo será a partir de ahora. Hablé entonces con el ganadero Vicente Barfaluy, quien me reconocía su asombro: «Antes nadie la hacía caso, pero últimamente está cogiendo mucha fama, y no tiene más mérito que lo vieja que es».
La gran carrasca, como llaman en Lecina a las encinas, pertenece desde hace más de cinco siglos a la familia de Nicolás Aransanz, a quien entrevisté cuando tenía 78 años. Su buena memoria me permitió reconstruir la historia cotidiana del árbol, empezando por la finca en donde se encuentra.
«Se llama La Castañera porque hace las bellotas grandes y majas, con un color como de castaña». Y en gran cantidad. Un solo año dio unos 600 kilogramos, con los que pudo alimentar al ganado todo el invierno.
Antes había otras encinas tan grandes como ella, pero las cortaron para hacer carbón. También quisieron la de Nicolás. Un carbonero fanfarrón le aseguró que si mientras él la cortaba se ponía debajo a comerse un pollo, antes de terminarlo tendría que salir corriendo para que no le cayera la encina encima. «¿Un pollo?», se preguntaba el propietario. «Me cagüen la leche, me daba tiempo para el pollo, la siesta, hacer noche y volver al día siguiente». Pero por si acaso, no quiso hacer la prueba y se negó a venderla.
No tuvo tanta suerte la conocida como «la carrasca de las capitulaciones«, auténtico mojón natural con el pueblo vecino. En ella se firmaban los pactos y herencias ante el notario, quien no podía pasar más allá de la encina, pues ya no era su demarcación. Desgraciadamente, un mal día la cortaron.
En esos años de mi primera visita a Lecina se habían celebrado dos multitudinarias bodas bajo sus ramas. «Una con cura y otra con alcalde, pero bodas fueron», explicaba socarrona Isabel Peñart, la mujer de Nicolás. Y todos los invitados cupieron bajo la sombra del gigante vegetal.
Sólo sus dos ramas principales ya serían, por sí solas, dos corpulentos árboles con más de cuatro metros de perímetro. Pero sus propietarios lamentaban entonces que el exceso de visitantes y el peso de la última nevada primaveral la estaban matando. «Tanta propaganda con la carrasca y nadie se preocupa por ella», se quejaba Isabel. “Pues que la cuiden y la respeten».
Nicolás Aransanz empezaba entonces a estar harto «de tanto turismo pobre, que se cepilla las almendras y come las lechugas». Lo sentía sobre todo por el árbol, pues «todo el que llega se empeña en subirse encima de él para hacerse fotos». Y mira que intentó disuadirles: «Unté todo el tronco de manteca de cerdo pensando que así no treparían», confiesa Nicolás, «pero aunque se manchen suben igual».
Una carta hermosa y un reencuentro inesperado
Me contó entonces Nicolás que había pedido ayuda a la Diputación de Aragón para vallarla, pero que no le hacían caso. Temía que tanto éxito terminara secando su querido árbol. «Antes no veías el cielo desde dentro de la carrasca y ahora tiene muchas ramas secas. Si no hacemos algo, pronto se morirá».
Publiqué el artículo en El País, y unas semanas después me llegó a la redacción una sorprendente carta. La firmaba con letra firme Nicolás Aransanz y en ella agradecía el reportaje. Me explicaba que fue aparecer la historia en el famoso medio nacional y aparecer técnicos de la Administración para hablar con él y poner ese vallado que tanta falta le hacía. Hombre agradecido, terminaba invitándome a volver cuando quisiera a Lecina a tomar un vino bajo el gran árbol. A su salud y a la nuestra.
Seis años después me fui a vivir al Reino Unido, a la ciudad de Norwich. Un día me invitó a cenar a su casa un médico español. Hablando, hablando, salió el tema de los árboles singulares. «No conocerás la encina más grande del mundo», me aseguró retador. ¿La de Lecina?, le pregunté. ¿Conoces la encina de Lecina?, dijo asombrado. Y le expliqué lo del artículo de El País.
¿Tú has escrito ese artículo?, me preguntó sin poder contener la emoción. Y salió corriendo hacia una habitación. Regresó, no me lo podía creer, con la página recortada de mi reportaje. Nicolás Arasanz era su tío y la encina gigante fue su columpio favorito de la niñez. ¿No es increíble?
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