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Viaje alucinante a codazos: la célula está atestada y el roce hace el metabolismo

Hace una semana publiqué aquí un vídeo que nos sumergía en la intimidad de un leucocito, o célula blanca de la sangre, como si surcáramos sus tripas a bordo de un minisubmarino. En el comentario que escribí entonces dejé caer, sin más explicación, que la visión ofrecida en la película seguía teniendo un cierto componente de idealización fantástica. Hoy explicaré el porqué. En La vida interior de la célula, la gruta acuática encerrada dentro de la membrana celular aparecía despejada y diáfana, solo inteferida por las jarcias del citoesqueleto –el andamiaje celular– y por las especies moleculares que se mostraban, y que ejecutaban su papel ante nuestros ojos casi con elegantes pasos de danza.

Pero la realidad es mucho más cruda y embrollada. Para empezar, y aunque es difícil imaginar qué aspecto tendría el paisaje real del interior de la célula si nosotros mismos tuviéramos el tamaño de una molécula, lo cierto es que la concentración de proteínas se asemejaría más a una de las habituales manifestaciones en el centro de Madrid. Y no precisamente de las pacíficas: el metabolismo, término que popularmente se suele asociar a la alimentación pero que en realidad engloba todas las reacciones bioquímicas de las células, ya sea para engordar, pensar o reproducirnos, ocurre gracias a que unas proteínas se acoplan con otras. Pero las moléculas no tienen ojos, ni pueden citarse a tal hora en el oso y el madroño. Es decir, que para que se produzca una interacción metabólicamente productiva entre dos proteínas compatibles, es de suponer que antes se han sucedido innumerables colisiones casuales y estériles. Por no pensar en un símil sexual, podemos imaginarlo como una orgía de mamporros entre policías, manifestantes, dependientes de las tiendas, quiosqueros, turistas, camareros de los bares, agentes de movilidad y gente que pasaba por allí. Y a pesar de todo, ya se me ha deslizado la palabra «orgía».

Un panorama más aproximado a esta promiscuidad molecular se muestra en este otro vídeo más reciente (2013), titulado Empaquetamiento de proteínas. Como el anterior, es fruto de un trabajo conjunto de BioVisions, un proyecto multimedia de la Universidad de Harvard (EE. UU.), y el estudio de animación científica XVIVO. En esta ocasión la película muestra el funcionamiento de una célula del sistema nervioso, una neurona. El vídeo comienza con una panorámica del tejido nervioso, en el que vemos cómo las señales eléctricas se transmiten como chispazos azules a lo largo de las prolongaciones neuronales.

Algunos de estos cables son gruesos y están revestidos por una especie de vellosidades o tentáculos. Son las llamadas espinas dendríticas, estructuras que fueron observadas por primera vez en 1888 por el gran científico y humanista Ramón y Cajal en sus preparaciones microscópicas. Sus colegas de la época, alemanes en su mayoría, creyeron que se trataba simplemente de una licencia artística en los dibujos del aragonés. Él se limitaba a decir: «Puestos a tenacidad, a los aragoneses que nos echen alemanes». Estudios posteriores confirmaron la existencia de las espinas dendríticas, dando la razón a Cajal y el único Nobel hasta ahora (aunque por una teoría mucho más extensa) a un investigador forjado al cien por cien en un país que, en dramático contraste, es capaz de colocar dos equipos de fútbol en una final de la Champions.

Volviendo al vídeo, nuestro minisubmarino se cuela en el interior de una neurona por un poro de su membrana, y allí está la manifestación. Un denso hormigueo de proteínas se agita en movimientos erráticos y espasmódicos, casi como en una película de time-lapse de una aglomeración urbana, aunque aquí estamos en tiempo real. Entre la muchedumbre asoma de repente una vesícula azul cargada de neurotransmisores con destino al exterior para transmitir el impulso nervioso, y allí aparece otra vez esa locomotora intracelular, la kinesina; solo que en esta ocasión no parece un parsimonioso buey de carga, sino una vaca loca, lanzando nerviosamente sus patas al aire hasta que por casualidad aciertan a engancharse en su particular raíl, el microtúbulo del esqueleto celular.

Eso es la célula: incluso cuando nosotros descansamos tumbados al sol o a la bailona luz del plasma, nuestros rincones más minúsculos e inviolables son escenario de un frenesí a codazos donde siempre es hora punta.

Un viaje alucinante al interior de la célula

Los aficionados a la ciencia-ficción clásica recordarán una película de 1966 que en España se tituló Viaje alucinante, en la que un submarino y su tripulación eran miniaturizados e inyectados en el torrente sanguíneo de un científico para arreglarle un desaguisado cerebral. La trama de aventuras servía de pretexto para un espectacular despliegue de efectos especiales, que en la época eran de los de chapa y carpintería, y que consistían mayormente en un interiorismo con regusto de paisaje alienígena. Para la estética, la tecnología y el conocimiento actuales, la escenografía de la película puede resultar trasnochadamente sesentera, pero en mis recuerdos infantiles sus reposiciones en televisión se guardan en el mismo cajón que El planeta de los simios, con su Charlton Heston fumándose un puro en la nave espacial y aquel inolvidable «¡MANIÁTICOS…!», y que aquella versión española de Viaje al centro de la Tierra con una preciosa Ivonne Sentis y un gorila gigante de los de cremallera en la espalda.

Aquella película nos hacía imaginar nuestros recovecos corporales más íntimos como un mundo raro y fronterizo, un territorio de exploración y aventura en un registro más realista que aquellos divertidos dibujos animados de Érase una vez… el cuerpo humano. Con el correr de los años, la tecnología de animación y un conocimiento más veraz de cómo funciona lo infinitamente pequeño nos van acercando a otras visiones de lo que, salvo gracias a la magia del cine, nunca podremos contemplar en vivo y en directo con nuestros propios ojos. Y el resultado sigue siendo hipnotizante. El vídeo que inserto más abajo ya tiene algunos años (2006), pero representa una etapa posterior en el acercamiento a una representación más fiel del mundo celular que, sin embargo, sigue teniendo un cierto componente de idealización fantástica.

El vídeo es el resultado de una colaboración entre BioVisions, un proyecto multimedia de la Universidad de Harvard (EE. UU.), y el estudio de animación científica XVIVO. La película, titulada La vida interior de la célula, arranca con un plano de la corriente sanguínea fluyendo por un capilar. Un leucocito, las células blancas de la sangre encargadas de la respuesta inmunitaria, rueda por la pared del vaso enganchando las proteínas de su superficie a las del endotelio o tapiz vascular como en un diminuto velcro. El vídeo nos muestra cómo las proteínas de la membrana celular del leucocito navegan a bordo de sus balsas de lípidos, hasta que una señal de alarma en forma de signos de inflamación dispara en la célula un minúsculo zafarrancho de combate. Nos sumergimos entonces en el interior del leucocito y viajamos entre la red del citoesqueleto, contemplando cómo se crean y se destruyen los microfilamentos de actina y los microtúbulos de tubulina, los cables tensores que arman el andamiaje de la célula.

De repente, un extraño ser aparece ante nuestros ojos caminando sobre un microtúbulo mientras arrastra una especie de enorme globo. Es la kinesina, la proteína que actúa como bestia de carga celular, transportando vesículas repletas de moléculas que se verterán al exterior para ejecutar la ofensiva. Súbitamente, los poros del núcleo comienzan a disparar serpentinas de ARN mensajero, los emisarios de los genes activados por la respuesta inflamatoria. Las cadenas de ARN se unen a los ribosomas, las factorías encargadas de traducir el código genético para la elaboracion de unas proteínas señalizadoras denominadas quimioquinas. Estas se sintetizan en un complejo de bolsas llamado retículo endoplásmico y se almacenan en vesículas para que la kinesina las acaree hasta la superficie de la célula y las libere al exterior. Como consecuencia de la respuesta, se produce la extravasación: el leucocito se fija a la pared del vaso y comienza a aplanarse hasta que logra escurrirse entre las células del capilar para emigrar hacia el tejido donde se requieren sus servicios defensivos.