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La anti-vacunación no es una decisión personal, porque puede matar a otros

Me entero por mi vecina de blog Madre Reciente de que el presentador Javier Cárdenas ha defendido públicamente dos argumentos falsos: la falacia inventada con ánimo de lucro de que las vacunas causan autismo, y la conclusión errónea de que los casos de autismo han crecido de forma espectacular en los últimos años (el enlace lleva a la explicación detallada sobre la naturaleza de la falsedad de ambos argumentos). Y compruebo en Google que las palabras de Cárdenas han arrastrado una larga y prolija cola de reacciones y contrarreacciones.

El presentador Javier Cárdenas. Imagen de Wikipedia.

El presentador Javier Cárdenas. Imagen de Wikipedia.

La pregunta es: ¿qué importa lo que diga Cárdenas? No puedo valorar el trabajo de este presentador, ya que no sigo sus programas. En alguna ocasión, esperando el comienzo de alguna película en la 1 de TVE, he visto los últimos minutos de un espacio que hace por las noches y en el cual el presentador y su claque hablaban como muy en serio de psicofonías, apariciones de fantasmas y cosas por el estilo.

Pero más allá de ver a un grupo de profesionales adultos departiendo como una cuadrilla de scouts en torno a un fuego de campamento, con reflexiones en Prime Time como «oye, pues yo creo que algo hay», esto tampoco es sorprendente, ni siquiera en una televisión que pago con mis impuestos. Que yo sepa, TVE lleva pagando con nuestros impuestos programas de bulos esotéricos desde hace más de 40 años, desde aquellos tiempos del Doctor Jiménez del Oso; quien, por cierto, era un pseudocientífico, pero en mi humilde opinión también un comunicador de enorme talento, que una cosa no quita la otra.

Siendo así, insisto, ¿qué importa lo que diga Cárdenas? Su opinión respecto a las vacunas tiene tanto valor como la de un futbolista, o como la mía respecto a Cárdenas o los futbolistas. ¿Es necesario y pertinente que se le conceda tanto eco mediático, que le respondan públicamente profesionales de la ciencia e instituciones médicas? ¿Acaso todo esto no está aumentando la resonancia del personaje y de sus palabras, y tal vez incluso mejorando sus índices de audiencia para el frotar de manos de más de un directivo de radio y televisión?

La respuesta a esta última pregunta es que probablemente sí. Pero a pesar de todo, y por desgracia, la respuesta a la primera pregunta continúa siendo que lo que diga Cárdenas sí importa.

Importa porque Cárdenas es un tipo conocido con un altavoz que escuchan miles de seguidores. Precisamente acabo de escribir un artículo, aún no publicado, sobre celebrities que defienden proclamas pseudocientíficas. En el país líder de la ciencia mundial, EEUU, la líder mediática nacional es una señora que continuamente presta su espacio, sin ningún tipo de rigor ni filtro, a una variedad casi infinita de pseudociencias, desde las más inocuas a las más nocivas. Pero personas como Oprah Winfrey, y no los profesionales de la ciencia, ni las instituciones médicas, ni mucho menos blogs como este, son los Sócrates del siglo XXI; ellos son los líderes del pensamiento. Y simplemente lamentándolo y lamiéndonos las heridas no vamos a cambiarlo.

¿Y cómo vamos a cambiarlo? No lo sé. Como ya he explicado aquí, basándome no en mis propias conclusiones, sino en las de los expertos dedicados a estudiar eso que ahora se llama el movimiento anti-ilustración, esto no se arregla simplemente con más ciencia, más divulgación, más educación y más conocimiento, como algunos ingenuamente proponen. Simplemente. No. Funciona. Así.

Lo demuestran los estudios que una y otra vez han revelado que la pseudociencia no es propia de cavernícolas ignorantes de que la Tierra gira en torno al Sol, sino de personas con un nivel de educación medio absolutamente equiparable al del resto. La creencia en las pseudociencias no procede de la información escasa o errónea (o sea, de fuera del cerebro), sino del sesgo cognitivo (o sea, de dentro del cerebro). Y el sesgo cognitivo es por definición inmune a la evidencia.

Pero respecto a Cárdenas, hay algo que el presentador sí debería saber, y es que deberá cargar con la responsabilidad moral de sus palabras. Como también he explicado ya aquí y al contrario de lo que algunos equivocadamente creen, la vacunación no es una decisión personal. Citando una comparación que no es mía, pero que me parece de lo más adecuada, la vacunación es tanto una decisión personal como lo es manejar el móvil mientras se conduce. La decisión de no vacunar destruye la inmunidad de grupo o efecto rebaño, el fenómeno que protege a un pequeño porcentaje de vacunados que sin embargo no desarrollan inmunidad.

Como también conté aquí, los nuevos brotes de sarampión (una enfermedad que puede ser mortal) en EEUU causados por el auge de la antivacunación han afectado también a algunos niños vacunados. Los niños no vacunados no solo están en riesgo ellos mismos, sino que ponen en riesgo a otros por la destrucción del efecto rebaño. Y como consecuencia, mueren niños.

Cada padre o madre que decide no vacunar a sus hijos tiene una pequeña parte de responsabilidad en ello. Cada líder mediático cuya opiniones influyen sobre varios miles de padres y madres tiene esa parte de responsabilidad multiplicada por varios miles. Y si dicho líder mediático está dispuesto a vivir con ello, nosotros no lo estamos.

¿Propaganda seudocientífica antivacunas en un colegio público?

Una persona de mi familia me cuenta que en el colegio público donde trabaja como profesora han montado un aula dedicada a los trastornos del espectro autista (TEA). Lo cual suena como una fantástica iniciativa dirigida a ampliar el conocimiento de los profesores y mejorar su capacidad de trabajar adecuadamente con los alumnos afectados por estos trastornos en enorme crecimiento… Espera, espera: ¿enorme crecimiento?

La idea de que existe un rápido crecimiento de los casos de TEA puede ser tan solo una interpretación simplista de los datos. Claro que si, como es de suponer, los responsables del aula en cuestión pasan por ser expertos en la materia, esta hipótesis se cae. Y lo malo es que la alternativa no es tan inocente. Me explico.

Entre 2012 y 2014, los casos registrados de malaria en Botswana, Namibia, Suráfrica y Swazilandia se duplicaron. Solo en un año, el aumento en Namibia fue del 200%, y en Botswana del 224%, todo ello según datos del Informe Mundial de Malaria 2015 de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

¿Un brote virulento de malaria en el sur de África? ¡No! No es necesario ser científico ni médico, sino meramente aplicar un poco de sentido común, para comprender que datos como estos no demuestran un aumento en el número de casos, sino solo en el número de casos diagnosticados. Naturalmente, el informe de la OMS explica que en esos años fue cuando empezaron a introducirse los tests rápidos, lo que disparó las cifras de diagnósticos de malaria en muchos países del mundo.

Algo similar ocurre con los TEA. La biblia del diagnóstico psiquiátrico, el DSM, incluyó por primera vez el autismo en 1980; hasta entonces no existía una separación de la esquizofrenia. Desde aquella definición a la actual de TEA se han ampliado enormemente los criterios, de modo que hoy entran en el diagnóstico de TEA muchos casos que no encajaban en el de «autismo infantil» de 1980.

Ante los gráficos presentados por ciertas fuentes, en los que parece reflejarse un crecimiento brutal de los casos de TEA en el último par de décadas, algunos investigadores han dejado de lado el titular sensacionalista y han entrado a analizar los datos. Y entonces, la cosa cambia: aunque podría existir un pequeño aumento en el número de casos, la mayor parte de lo que algunos presentan como una explosión de casos se debe realmente al cambio de los criterios diagnósticos.

Por si alguien aún no lo cree –el escepticismo es sano– y quiere datos más concretos, ahí van algunas fuentes y citas originales, con sus enlaces. Según un estudio global de febrero de 2015, «después de tener en cuenta las variaciones metodológicas, no hay pruebas claras de un cambio en la prevalencia de los TEA entre 1990 y 2010».

A la misma conclusión había llegado una revisión de 2006: «probablemente no ha habido un aumento real en la incidencia de autismo». Otros estudios han examinado datos regionales: un trabajo de 2015 descubrió que el aumento en los diagnósticos de autismo en EEUU se correspondía con el descenso en el número de diagnósticos de discapacidad intelectual; es decir, que simplemente los pacientes se habían movido de una categoría a otra.

Otro estudio de 2013 en California determinó que una buena parte del aumento en el número de casos diagnosticados es una consecuencia de la mejora del nivel de vida: «los niños que se mudaron a un vecindario con más recursos diagnósticos que su residencia anterior recibían con más probabilidad un diagnóstico de autismo que los niños cuyo vecindario no ha cambiado».

Otro trabajo publicado en enero de 2015 examinó la situación en Dinamarca, llegando a la conclusión de que dos terceras partes del presunto aumento en el número de casos corresponden al cambio de los criterios diagnósticos introducido en 1994 y al hecho de que en 1995 comenzaron a incluirse en el registro los diagnósticos de pacientes externos.

Imagen de CDC / dominio público.

Imagen de CDC / dominio público.

Surge entonces la pregunta: ¿por qué todos estos datos no están en el conocimiento de, o al menos no están en la exposición presentada por, los organizadores de un aula dedicada a los TEA en un colegio público? No lo sé. Pero cuando mi informadora prosigue su explicación, se descubre el pastel: en el aula les hablaron de los «posibles factores», como… ¿adivinan? Vacunas, contaminantes ambientales…

Como no podía ser de otra manera; en general, los defensores de la «explosión» de casos suelen estar guiados por el interés de colocar a continuación su idea de que el autismo está causado por su obsesión favorita. En su día ya presenté aquí a uno de esos personajes y su disparatado gráfico con el que pretendía culpar del autismo al herbicida glifosato; causa a la que yo añadí, con idénticos argumentos, otras tres: la importación de petróleo en China, el crecimiento de la industria turística y el aumento de las mujeres británicas que llegan a los 100 años.

Claro que esa obsesión favorita puede traducirse en el motivo más viejo de la humanidad. La idea del vínculo entre vacunas y autismo fue un “fraude elaborado” creado por un tipo llamado Andrew Wakefield, exmédico. Su licencia fue revocada después de descubrirse que su estudio era falso. Posteriormente, una investigación de la revista British Medical Journal reveló (artículos originales aquí, aquí y aquí) que Wakefield había recibido para su estudio una suma de 674.000 dólares de una oficina de abogados que estaba preparando un litigio contra los fabricantes de vacunas. Al mismo tiempo se descubrió que Wakefield preparaba un test diagnóstico de su nuevo síndrome con el que planeaba facturar 43 millones de dólares.

Habrá que repetirlo las veces que sea necesario: no existe ni ha existido jamás ningún vínculo entre vacunas y autismo. La idea procede en su totalidad de un estudio falso fabricado por un médico corrupto. Más de 100 estudios y metaestudios han concluido que no existe absolutamente ninguna relación entre vacunas y autismo.

Esto es lo que no es. En cuanto a lo que es: hoy no hay pruebas para sostener otra hipótesis diferente a que los TEA tienen un origen genético complejo debido a variantes génicas no necesariamente presentes en los genomas parentales, y que el riesgo podría aumentar con la edad del padre y tal vez de la madre (lo cual no es diferente a lo que tradicionalmente se ha asociado con otros trastornos, como el síndrome de Down). No se puede negar una posible modulación del nivel de riesgo genético por causas externas ambientales, pero hasta ahora no hay pruebas sólidas de la influencia de ninguno de estos factores. Esto es lo que hay, y lo demás es propaganda.

Pero ahora llega la pregunta más grave. Y para esta sí que no tengo respuesta: ¿por qué se está financiando con dinero público la promoción de propaganda falaz y peligrosa en un colegio público?

La súplica de Roald Dahl: por favor, vacunen a sus hijos

Cuando un temporal de lluvia o nieve asfixia la cabecera del Ebro, los vecinos de Zaragoza, de Castejón, de Miranda, de tantos otros lugares por los que el río araña su cauce, ya saben lo que les espera. En tales casos, los responsables públicos de turno están obligados a poner la venda, porque saben que la herida llegará. Cuando en otros países cobra fuerza un temporal que amenaza con asfixiar la razón y el sentido común, los responsables públicos de por aquí harían bien en empezar a desenrollar las vendas, porque es solo cuestión de tiempo que el tsunami de estulticia acabe anegándonos, como ha ocurrido históricamente.

En el caso que vengo a contar hoy, la oleada de estupidez es el movimiento antivacunas. La prueba de que aquí aún no ha cobrado fuerza es que no ocupa espacios de información y debate público al mismo nivel que en otros países. Pero dado que nadie ha demostrado que el coeficiente intelectual de los españoles sea superior al de los estadounidenses o los británicos, me apostaría tranquilamente el valor equivalente al caballo que no tengo a que el movimiento terminará por llegar.

No pretendo, al menos hoy, desmontar aquí los argumentos demostradamente falsos que sostienen quienes toman la decisión de no vacunar a sus hijos. En internet hay infinidad de artículos y estudios que ya lo han hecho y que están disponibles para todo el que desee consultarlos. Mi propósito es comentar cómo la polémica ha repuntado en Estados Unidos a raíz de un brote de casos de sarampión originado en el parque Disneyland de California, y que afecta ya a 14 estados. El Centro para el Control de Enfermedades de EE. UU. registra ya 102 casos en enero de 2015, pero en 2014 se contaron 644 casos, una cifra récord desde que en 2000 se consideró la enfermedad eliminada en aquel país.

Cualquiera que teclee «measles» en la sección de noticias de Google podrá comprobar cómo el tema es ahora una materia caliente de noticias y comentarios. Por si el asunto no fuera lo suficientemente preocupante, siempre tiene que alzarse la voz de la necedad para crear aún más confusión y riesgo público. En este caso, ha sido a cargo del gobernador del estado de Nueva Jersey, un tal Chris Christie, destacado líder del Partido Republicano que para más escarnio aparece en los medios como posible candidato presidencial.

Este personaje ya ascendió a los titulares en EE. UU. a raíz de la epidemia de Ébola, cuando el pasado octubre decidió aislar a Kaci Hickox, una enfermera que había tratado enfermos en África pero que no presentaba ningún síntoma, en una tienda de campaña junto a un hospital, sin agua corriente ni calefacción. A las protestas de Hickox por lo que ella consideraba un confinamiento inhumano, Christie se limitó a replicar: «No tengo motivo para hablar con ella». Finalmente Hickox rompió su cuarentena y huyó a Maine, donde reside su pareja y cuyo gobernador quiso también internarla, hasta que un juez de aquel estado falló a favor de la sanitaria.

La última de Christie, que hoy levanta polvareda en los medios anglosajones, ha tenido lugar durante una visita del gobernador a Reino Unido. Ayer lunes, Christie manifestó en Cambridge, a propósito del actual brote de sarampión en su país, que «los padres deben tener alguna posibilidad de elegir» sobre la vacunación de sus hijos. El político republicano hizo esta declaración a preguntas de los medios, en una rueda de prensa improvisada tras su visita a las instalaciones de la compañía estadounidense MedImmune, que fabrica una vacuna nasal contra la gripe. Christie rectificó una hora más tarde a través de un portavoz, pero el daño ya estaba hecho; hasta tal punto que el jefe de la División de Bioética del Centro Médico Langone de la Universidad de Nueva York, Arthur Caplan, llega a afirmar en una columna en la web de la revista Forbes que «Christie es responsable del actual brote de sarampión en Estados Unidos. Bueno, es estirarlo un poco; pero no mucho».

Quizá alguien se esté preguntando: bueno, si yo vacuno a mis hijos, ¿qué me importa lo que haga el resto? Pero por desgracia, sí importa, y mucho. Seis afectados por el actual brote de sarampión en EE. UU. son niños que fueron vacunados. La vacuna no es eficaz en el cien por cien de los casos, dado que en algunos casos la esperada respuesta de anticuerpos no llega a producirse. En general, estas excepciones no corren riesgo porque quedan protegidas por lo que se conoce como efecto rebaño o inmunidad de grupo; la eficacia de una vacuna a nivel de la población se logra, en parte, gracias a que una alta proporción de sus individuos están inmunizados. Así el contagio de una persona teóricamente vacunada, pero incompetente inmunológicamente, es un fenómeno muy improbable.

¿Debemos preocuparnos? En mi opinión, sí, y mucho, pero no por la situación actual, sino por el previsible crecimiento del movimiento antivacunas en nuestro entorno. Actualmente (enero de 2015) este es el mapa del sarampión en el mundo, según datos del Council on Foreign Relations:

Mapa de la distribución de los brotes de sarampión en el mundo en 2015 (enero). Fuente: Council on Foreign Relations.

Mapa de la distribución de los brotes de sarampión en el mundo en 2015 (enero). Fuente: Council on Foreign Relations.

Pero no hay que remontarse muy atrás para descubrir que no estamos a salvo de esta enfermedad. Este era el mapa en 2011:

Mapa de la distribución de los brotes de sarampión en el mundo en 2011. Fuente: Council on Foreign Relations.

Mapa de la distribución de los brotes de sarampión en el mundo en 2011. Fuente: Council on Foreign Relations.

El escritor británico Roald Dahl en 1982. Imagen de Hans van Dijk / Anefo / Wikipedia / CC.

El escritor británico Roald Dahl en 1982. Imagen de Hans van Dijk / Anefo / Wikipedia / CC.

Es conveniente aclarar algo: EL SARAMPIÓN PUEDE MATAR. Y por si alguien lo duda, traigo aquí el caso de Roald Dahl (1916-1990). El autor de Charlie y la fábrica de chocolate, un maravilloso cuento que acaba de cumplir medio siglo, como contó hace unos días mi compañera Madre Reciente, perdió en noviembre de 1962 a su hija mayor Olivia, de siete años, por complicaciones del sarampión. Aún no existía una vacuna. En 1988, el escritor británico escribía a todos los padres y madres una carta que traduzco íntegra:

El sarampión: una enfermedad peligrosa

Por Roald Dahl (1988)

Olivia, mi hija mayor, cogió el sarampión cuando tenía siete años. Mientras la enfermedad seguía su curso habitual, recuerdo que a menudo le leía en la cama y no me sentía particularmente alarmado sobre ello. Entonces, una mañana, cuando ella estaba ya en el camino de la recuperación, yo estaba sentado en su cama mostrándole cómo fabricar pequeños animales con limpiapipas coloreados, y cuando llegó su turno de hacer uno, noté que sus dedos y su mente no estaban trabajando juntos y no podía hacer nada.

«¿Te encuentras bien?», le pregunté.

«Tengo mucho sueño», dijo.

En una hora, estaba inconsciente. En doce horas había muerto.

El sarampión se había convertido en una cosa horrible llamada encefalitis del sarampión y los médicos no pudieron hacer nada para salvarla. Aquello fue hace 24 años, en 1962, pero incluso ahora, si un niño con sarampión llegara a desarrollar la misma reacción letal que Olivia, aún no habría nada que los médicos pudieran hacer para ayudarle.

Por otra parte, hay algo que hoy los padres pueden hacer para asegurarse de que una tragedia como esta no les ocurra a sus hijos. Pueden insistir en que sus hijos sean inmunizados contra el sarampión. Yo no pude hacerlo con Olivia en 1962 porque en aquellos días no se había descubierto una vacuna fiable. Hoy existe una vacuna buena y segura disponible para todas las familias, y todo lo que ustedes deben hacer es pedir a su médico que se la administre.

No está generalmente aceptado que el sarampión sea una enfermedad peligrosa. Créanme, lo es. En mi opinión, los padres que ahora rehúsan inmunizar a sus hijos están poniendo en riesgo las vidas de esos niños. En Estados Unidos, donde la vacunación contra el sarampión es obligatoria, tanto el sarampión como la viruela han sido virtualmente erradicadas.

Aquí en Gran Bretaña, donde muchos padres se niegan, ya sea por obstinación, ignorancia o miedo, a que sus hijos sean inmunizados, aún tenemos 100.000 casos de sarampión al año. De estos, más de 10.000 sufrirán efectos secundarios de un tipo u otro. Al menos 10.000 desarrollarán infecciones de oído o de pecho. Unos 20 morirán.

QUE ESTO SE ENTIENDA BIEN.

Cada año, en torno a 20 niños mueren de sarampión en Gran Bretaña.

¿Y qué hay de los riesgos que corren sus hijos con la inmunización?

Son prácticamente inexistentes. Escuchen esto. En un distrito de unas 300.000 personas, ¡habrá solo un niño cada 250 años que desarrollará efectos secundarios graves de la inmunización contra el sarampión! Es aproximadamente una posibilidad entre un millón. Pienso que su niño tiene más riesgo de atragantarse mortalmente con una barra de chocolate que de enfermar gravemente por la inmunización contra el sarampión.

Así que, ¿de qué demonios se preocupa? Realmente, es casi un crimen dejar a su hijo sin inmunizar.

Lo ideal es hacerlo a los 13 meses, pero nunca es tarde. Todos los escolares que aún no hayan sido inmunizados contra el sarampión deberían suplicar a sus padres que se les vacune lo antes posible.

Por cierto, dediqué dos de mis libros a Olivia; el primero fue James y el melocotón gigante. Eso fue cuando ella aún vivía. El segundo fue El gran gigante bonachón (The BFG), dedicado a su memoria después de su muerte a causa del sarampión. Verán su nombre al comienzo de esos dos libros. Y sé lo feliz que ella se sentiría si tan solo pudiera saber que su muerte ayudó a ahorrar muchas enfermedades y muertes de otros niños.