Entradas etiquetadas como ‘antivacunas’

La población vacunada, nuestra nueva burbuja que las autoridades de salud pública deben proteger

Observo a mi alrededor que en Madrid, donde actualmente no se aplica ninguna medida de restricción contra la pandemia de COVID-19, hemos regresado a una vida casi completamente normal, prepandémica: entramos, salimos, nos reunimos con quien, donde, cuando y como queremos, sin tomar absolutamente ninguna precaución, ya que las mascarillas solo se utilizan caminando por la calle –donde no son necesarias– y en entornos distintos a cualquier situación de ocio, como el transporte público o el trabajo.

Esto es algo que todos hemos anhelado, y que sería estupendo si hubiésemos superado ya la fase epidémica para entrar en la fase endémica, aquella en la que, si las apuestas de muchos científicos aciertan, el virus permanecerá entre nosotros pero guardando un ritmo lineal de infección, tal vez con picos epidémicos estacionales (ver, por ejemplo, este reciente análisis en Nature; de los tres posibles escenarios futuros contemplados, ninguno asume la eliminación del virus, siendo la previsión más optimista que logremos convivir con él soportando una carga de mortalidad inferior a la de la gripe).

Pero por desgracia, aún no es así. Como conté aquí, al menos un país, Singapur, ya ha manifestado públicamente que está esbozando su plan para la postpandemia, sin medidas de restricción ni recuentos diarios de cifras, pero que esta utopía –cuando vivíamos así no sabíamos que lo era– solo se hará realidad cuando se alcancen los objetivos de vacunación.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Y naturalmente, a nadie se le escapa que de eso se trata: vacunación. En nuestra vida cotidiana, en la práctica, se diría que muchos estamos asumiendo que ya el riesgo es menor porque estamos vacunados. Pero tal vez olvidemos que la inmensa mayoría de la población menor de 40 años aún no lo está. Y si somos conscientes de que debemos proteger a quienes todavía no han tenido esa oportunidad –en el caso de Madrid, básicamente los menores de 25, ya que la vacunación de los mayores de 16 se abrió en falso durante unas horas para luego cerrarse–, en cambio quizá no siempre seamos tan conscientes de que también entre las franjas de mayor edad hay personas que no están vacunadas porque han rechazado hacerlo.

Por suerte y como han mostrado las encuestas, nuestro país es uno de los que destacan por confianza en las vacunas, frente a otras naciones más tradicionalmente permeadas por las corrientes antivacunas como EEUU o Francia. Pero incluso en el ansiado día en el que se alcance la cuota necesaria de vacunación de la población (que NO es el 70%), continuará habiendo entre nosotros personas que han rechazado vacunarse.

Y recordemos: primero, la vacuna no es un condón, sino una respuesta contra una infección, por lo que no impide infectarse (aunque sí reduce la transmisión en más de un 80%, variante Delta aparte); segundo, todas las vacunas fallan en un pequeño porcentaje de personas que no desarrollan inmunidad, y que están protegidas no por su propia vacunación, sino por la de quienes les rodean, como también es esto lo que protege a quienes no pueden vacunarse por motivos médicos. Dado que este pequeño porcentaje a escala poblacional se traduce en cientos de miles, esto explica por qué en un brote epidémico con una gran parte de la población vacunada, pero sin inmunidad grupal, aún puede haber una transmisión exponencial (número de reproducción mayor que 1) que lleve a miles de personas vacunadas a los hospitales (sobre todo cuando las personas vacunadas tienden con más facilidad a abandonar las precauciones). Una vez alcanzada la inmunidad grupal real (no por porcentaje de población vacunada, sino inmune), los contagios proseguirán, pero con una tasa lineal descendente. Este es el motivo por el que normalmente no enfermamos de los endemismos contra los cuales estamos vacunados, incluso si no somos inmunes. Y este es el motivo por el que las personas que no se vacunan perjudican a toda la población.

Pero parece casi inevitable que vayamos a compartir espacios con personas que no estarán vacunadas porque no quieren vacunarse. Y aunque en nuestro entorno personal y familiar podamos controlarlo y tomar las medidas necesarias para protegernos del riesgo que suponen estas personas, en cambio no podremos hacerlo en el trabajo, en los espacios públicos, en nuestros lugares de ocio, o ni siquiera en la consulta del médico (no es un secreto que también hay profesionales sanitarios antivacunas; ni siquiera los médicos son todos científicos).

La semana pasada, dos investigadores del Leonard D. Schaeffer Center for Health Policy & Economics, un centro dependiente de la Universidad del Sur de California, publicaban un informe en el que analizan cómo el requisito de vacunación obligatoria se está extendiendo por instituciones y empresas de EEUU, y cómo esta medida está contribuyendo a contener la expansión del virus.

Así, según los autores, más de 500 campus de universidades de EEUU ya exigen prueba de vacunación a sus alumnos y a su personal, lo mismo que organizaciones sanitarias con decenas de miles de empleados. Grandes compañías como la aerolínea Delta ya no contratan a nadie sin certificado de vacunación. Otras, como los hipermercados Costco, Walmart o Target, no llegan a tanto, pero exigen conocer el estatus de vacunación de sus empleados para aplicarles distintas normas: los vacunados pueden prescindir de la mascarilla; los no vacunados, no. Los autores del informe añaden que entre los espacios de propiedad privada y uso público, como estadios, auditorios, gimnasios, restaurantes y otros locales de ocio, se está extendiendo la medida de separar secciones para clientes vacunados y no vacunados.

Los autores apuntan una interesante reflexión: la separación entre las personas vacunadas y las no vacunadas está naciendo de la iniciativa del sector privado, combinada con la demanda de los propios clientes y consumidores. Pero si este empuje está consiguiendo avanzar incluso en estados con bajos porcentajes de vacunación, donde a menudo las propias autoridades tienen una inclinación hacia el negacionismo, en cambio es urgente, dicen, que los gobiernos federal, estatales y locales se impliquen y tomen parte activa en la regulación de la obligatoriedad de vacunación. «Una fuerte alianza entre gobiernos y sector privado podría impulsar los requisitos de vacunación, proteger a las comunidades y reducir disparidades en la carga de la enfermedad«, dice la coautora del informe Karen Mulligan.

Sin embargo, el actual presidente Joe Biden ya ha declarado anteriormente que no está en sus planes imponer mandatos de vacunación obligatoria. En nuestro entorno más cercano vemos que tampoco parece existir la voluntad de las autoridades de regular la obligatoriedad de la vacunación, aunque en algunos países europeos y en algunas comunidades autónomas están empezando a regularse limitaciones para las personas no vacunadas.

En España, estamentos jurídicos y políticos han rechazado la vacunación obligatoria. Según el presidente del gobierno de Canarias, «no puede obligarse a la vacunación porque es un derecho individual». En EEUU, poseer armas y portarlas es un derecho individual. En varios países del mundo, conducir borracho es un derecho individual. En otros, que un marido pegue o viole a su esposa es un derecho individual. No hace tanto tiempo, en España una mujer casada no podía abrirse una cuenta en el banco, tramitar un pasaporte o salir del país sin la autorización de su marido. No hace tanto tiempo, fumar en cualquier lugar público cerrado era un derecho individual.

Lo que es o no es un derecho cambia con el tiempo y según los lugares de acuerdo a la mentalidad social. Y en una sociedad avanzada y civilizada, no puede permitirse que algunas personas estén poniendo en peligro a otras rechazando la vacunación. Algunos llevamos años defendiendo que las mal llamadas «vacunas obligatorias» en los niños deberían ser realmente obligatorias. Y esta pandemia es un ejemplo trágicamente ilustrativo de que rechazar la vacunación no puede continuar siendo un derecho individual.

La idea de las burbujas, a la que nos hemos acostumbrado durante la pandemia, ha cambiado, y este cambio debe llevarse a la práctica. Ahora nuestra burbuja son las personas vacunadas. Y a quienes queremos fuera de nuestra burbuja es a las personas que rechazan vacunarse, dado que, una vez que toda la población diana tenga acceso a las vacunas, estaremos más cerca de alcanzar la inmunidad grupal si el porcentaje minoritario de población no inmune corresponde únicamente a las personas vacunadas sin inmunidad.

Pero dado que nadie lleva escrito en la cara si está vacunado o no, y dado que es extremadamente improbable que las personas no vacunadas decidan voluntariamente seguir utilizando mascarilla para no contagiar a otros cuando ya no sea obligatorio llevarla, es necesario que existan mecanismos para salvaguardar a la población vacunada de quienes no lo están. Y estos mecanismos no pueden depender de la iniciativa privada de los propietarios de negocios, empresas y locales, cuando existen autoridades cuya función es proteger nuestro derecho a la salud pública.

España, entre los países con más confianza en las vacunas de COVID-19

Aunque pueda parecer sorprendente, España es, de entre una muestra de 15 países de renta alta, uno de los que tiene mayor confianza en las vacunas de COVID-19: un 78% de la población dice confiar en ellas, lo cual nos deja por debajo de Reino Unido (87%), Israel (83%) e Italia (81%), pero por delante de Dinamarca (74%), Suecia (74%), Noruega (72%), Canadá (71%), Singapur (70%), Alemania (63%), EEUU (62%), Australia (59%), Francia (56%), Japón (47%) y Corea del Sur (47%). Todo ello según un nuevo informe del Imperial College London.

Informes como este tienen un valor añadido a los publicados por organismos nacionales, ya que de una encuesta de este tipo en una sola población uno puede obtener resultados muy dispares dependiendo de cómo se formulen las preguntas; pero una comparación entre varios países con un método único y consistente nos da una verdadera idea de cómo estamos.

Un ejemplo de cómo los resultados varían según el contenido de la pregunta: según este informe, en EEUU hay un 38% de la población que no confía en las vacunas de COVID-19. Pero también hace unos días, un estudio de la Universidad de Texas A&M revelaba que el 22% de la población encuestada se identifica como «antivacunas». Esto quiere decir, si asumimos que los resultados de ambos estudios son comparables, que un 16% de los estadounidenses, aproximadamente uno de cada seis, no se define como antivacunas, pero rechaza las vacunas de COVID-19.

Es decir, algo que todos hemos escuchado alguna vez: «yo no soy antivacunas, PERO…». Es el mismo tipo de discurso que se oye a menudo con relación a otras etiquetas. Por ejemplo, «yo no soy racista, pero…». A muchas personas les repugna identificarse con ciertas etiquetas, aunque para otras personas esas actitudes o planteamientos claramente correspondan a alguien que encaja en dichas etiquetas.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacunación de COVID-19 en EEUU. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Pero sí, puede decirse que existen aquí dos grupos taxonómicos diferentes. El primero es el de los que se autocalifican como «antivacunas». Curiosamente, el estudio dice que ese 22% de la población no solo se define como tal, sino que además abraza esta etiqueta como «una forma de identidad social». Es decir, que no es una simple opinión, sino una pertenencia, una militancia. Estudios anteriores a la pandemia han mostrado que estas personas suelen ser muy activas consumiendo y publicando contenidos relacionados con la antivacunación en las redes sociales, y que a menudo también creen en teorías conspiranoicas, hasta el punto de que muchas de estas personas viven prácticamente en una versión ficticia de la realidad (terraplanismo, etcétera).

Un artículo reciente de la psicóloga social Sophia Moskalenko, de la Universidad Estatal de Georgia, presentaba datos mostrando que entre los seguidores de la corriente QAnon –el movimiento que estuvo detrás del asalto al Capitolio, con millones de seguidores en EEUU y que abandera la conspiranoia y la antivacunación– son frecuentes los diagnósticos de trastorno mental, incluyendo trastorno bipolar, depresión, ansiedad y adicciones; el 68% de los arrestados tras el asalto al Capitolio tenía un diagnóstico mental previo.

Durante la pandemia, en las revistas científicas se han publicado innumerables artículos comentando el sentimiento antivacunas y las posibles vías para mitigarlo. Pero muchos expertos se muestran escépticos respecto a la posibilidad de que este tipo de perfil, el que se autodefine como antivacunas y orgulloso de ello, sea en absoluto susceptible de cambiar de opinión. Si por algo se distinguen estas personas es porque no basan sus creencias en la razón ni en las pruebas, y por lo tanto la razón y las pruebas no sirven para convencerlas.

Es más, y según contaba el psicólogo social Tomas Rozbroj, de la Universidad australiana de Monash, estas personas suelen considerarse a sí mismas pro-ciencia e instruidas en cuestiones de salud; se han construido una falsa imitación de la ciencia (esta es precisamente la definición de pseudociencia) en virtud de la cual son «los otros» los que siguen una falsa ciencia. Esto reafirma sus creencias, y por lo tanto son inasequibles a todo razonamiento o evidencia; cuanto más se les intenta convencer, más se atrincheran en su posición. Los propios autores del estudio de Texas señalaban que la simple información y divulgación de mensajes de salud pública no sirve con este grupo.

En esta tipología podríamos situar a algunos personajes populares de nuestro país que han levantado mucho revuelo durante la pandemia con sus declaraciones antivacunas, y sobre los que se ha hablado mucho. Pero en el fondo, la mayoría de lo que se ha hablado sobre ellos tiene tan poco fundamento científico como el que exhiben ellos en sus opiniones.

Me explico: sus opiniones hacen mucho daño, dicen algunos, porque sirven de (mal) ejemplo y condicionan a otros. Pero dado que no existe ningún estudio riguroso que muestre que esto es cierto, de igual modo puede defenderse justo lo contrario, de lo cual tampoco hay ninguna evidencia: que las manifestaciones de estas personas no tienen el menor impacto porque no condicionan a nadie, que solo las aplauden quienes ya piensan como ellos (véase QAnon más arriba), y que para el resto son un simple hazmerreír, cuando no una estrategia de autopromoción de estrellas en declive que añoran su antigua gloria. Y desde este punto de vista, puede decirse que dedicar más a esto (más discusión, más comentario, más titulares) es simplemente ignorar que no tiene la menor importancia.

En cambio, más interés tiene el segundo grupo taxonómico, el de «yo no soy antivacunas, pero…»; menos recalcitrantes, más tibios, y más influenciables por lo que ven a su alrededor o por cómo sopla el viento en cada momento. Esto no debería entenderse en sentido peyorativo; todos somos no expertos en muchas cosas, y es natural que en algo en lo que no somos expertos valoremos las opiniones de otros que creemos más cualificados que nosotros.

El problema es que en muchos casos tampoco sabemos quién está más cualificado que nosotros, y aquí es donde muchas de estas personas sí pueden guiarse por opiniones erróneas. Un ejemplo lo tenemos en la creencia en la fantasía de que el virus SARS-CoV-2 fue diseñado en un laboratorio. Antes esta creencia pertenecía al territorio QAnon; pero se ha extendido a medida que esta idea ha sido respaldada de forma más o menos clara por ciertos opinadores, columnistas y tertulianos no cualificados, aunque de gran influencia.

De hecho, una evidencia más del efecto de esos vientos sobre este grupo lo tenemos en la evolución de la confianza en las vacunas de la COVID-19 en España. Según el mismo tracker del Imperial College citado más arriba, el 1 de noviembre de 2020 España era el país de los 15 analizados donde había menos confianza en las vacunas (un 51%), seguido de cerca por Francia, pero ambos a mucha distancia del resto. Como se ve, en seis meses hemos pasado a ocupar el cuarto puesto de 15 en cuanto a confianza en las vacunas.

Y sin embargo, no ha habido ningún hito o descubrimiento científico en estos meses que justifique este aumento drástico de la confianza; las vacunas ya estaban exhaustiva y rigurosamente testadas y aprobadas en noviembre. Por lo tanto, este despegue de la confianza solo puede atribuirse a factores sociales: el clima social, lo que oímos, lo que se dice por ahí, lo que opinan los periodistas a los que seguimos…

Es decir, que este grupo de los digamos «tibios» sí es altamente susceptible a los mensajes. Y por lo tanto, es a ellos a quienes deberían dirigirse esos mensajes.

La cuestión es: ¿existen esos mensajes, o son los correctos? Al comienzo del plan de vacunación hubo alguna breve campaña institucional, la cual, por otra parte, no era en absoluto informativa o explicativa, sino que más bien se basaba en el argumento emocional o social, como si las autoridades considerasen que la población es demasiado ignorante o idiota como para basar su decisión de vacunarse en argumentos explicativos científicos o racionales.

Y, sin embargo, a esa misma población, a la cual las autoridades no le conceden el criterio suficiente para entender las bases racionales y científicas de la vacunación, en cambio sí la consideran con criterio suficiente para elegir a la carta cuál de las vacunas prefieren para la segunda dosis. ¿Cuál es el mensaje que las autoridades transmiten con esto? ¿Alguien cree que esto ayuda a apuntalar la confianza en las vacunas entre aquellos susceptibles a estos mensajes? O, incluso, ¿podría ser este mensaje más contraproducente que las declaraciones alucinatorias de alguna celebrity pasada de vueltas y de sustancias?

No es posible convencer a los antivacunas: las campañas de información no bastan

En los casi siete años que llevo haciendo este blog, me he ocupado aquí en numerosas ocasiones de las pseudociencias; lo suficiente para recibir mi correspondiente ración de troleo y hate mail. Pero no lo suficiente para contentar a quienes, comprensiblemente, me reprochan que pese a todo no le dedico a ello suficiente cuota de pantalla. Y digo comprensiblemente porque entiendo el argumento: algunos piensan que todo outlet mediático de ciencia tiene la obligación inherente de combatir la anticiencia a capa y espada, noche y día, dada la importancia de la misión. Y esto es razonable. Lo que ocurre es que, la vocación de apóstol, se tiene o no se tiene, y yo no la tengo.

Entiéndase: lo de apóstol no va con ningún ánimo peyorativo, sino simplemente descriptivo. Un apóstol (acepción 5 de la RAE) suele plantarse en mitad del ágora para pregonar su mensaje a aquellos que no necesariamente quieren escucharlo, con el propósito de captar su atención a toda costa y convencer al menos a algunos de ellos. En cambio, lo mío es más sentarme en un rincón y contar cosas de las que sé para quienes voluntariamente deseen sentarse a escuchar.

En el menú de esas cosas no solo se incluyen la inmunología, mi materia de tesis (sí, es cierto que desde febrero este blog se ha convertido en coronablog, como lo llama un amigo, pero creo que en este caso sí es una obligación ineludible), la bioquímica y la biología molecular, mi especialidad de carrera, o la biología sin más, mi campo profesional, sino también la ciencia en general. Lo bueno de la ciencia es que es sistemática y previsible. Conociendo sus mecanismos, se sabe qué buscar, cómo buscarlo y a quién preguntar; diferenciar ciencia de lo que no lo es y a los auténticos expertos de quienes no lo son. Buscando esa ciencia y preguntando a quienes la conocen, es posible también contar cosas de las que uno no sabe, de forma no demasiado desacertada (creo, aunque es simplemente una visión personal, que esto es lo que diferencia la divulgación científica de la información científica).

Entre esas cosas de las que no sé se incluye la psicología de la conspiranoia, la pseudociencia y la anticiencia. Y como no sé, no aventuro opiniones personales que no tendrían el menor valor, sino que desde hace años sigo los estudios que publican quienes sí saben, y pregunto a sus autores. Y esos estudios y esos autores me han transmitido repetida y consistemente un mensaje común: no es posible convencer con argumentos racionales a quienes no basan su pensamiento en argumentos racionales. Por explicarlo de algún modo, tratar de convencer con argumentos científicos a un conspiranoico, creyente en la pseudociencia o defensor de la anticiencia, es como cambiarnos de calcetines para ver si cambia el color del jersey.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Vacuna de Pfizer-BioNTech contra la COVID-19. Imagen de U.S. Secretary of Defense / Wikipedia.

Recientemente insistía sobre ello en un artículo en The Conversation el psicólogo Jay Maddock, profesor de Salud Pública de la Universidad A&M de Texas. Maddock ponía dos ejemplos. En 2008 se extendió en EEUU el bulo de que el entonces presidente Barack Obama no había nacido en aquel país, un rumor alentado, cómo no, por Donald Trump. A instancias de una petición, se rescató y examinó el certificado de nacimiento de Obama en Hawái –el propio Maddock presidía la Comisión de Salud de aquel estado por entonces–, certificándose su autenticidad. Para sorpresa de Maddock, el bulo siguió vivo y coleando, inmune a la evidencia. Y aún perdura.

Para el caso que nos ocupa, Maddock contaba también que en una ocasión escuchó un podcast sobre el movimiento antivacunas, al que llamaba una mujer que no creía en la seguridad de las vacunas. El locutor le preguntaba cuántas pruebas más –las que ya existen son muy numerosas y arrolladoras– necesitaría para cambiar de idea. La mujer respondía que no existía ningún volumen de pruebas capaz de convencerla de lo contrario.

Maddock aclara que esa idea tan extendida de que la creencia en conspiranoias y pseudociencias obedece a una carencia de suficiente información para adoptar juicios racionales correctos es, simplemente, una idea de la vieja escuela. Anticuada. Obsoleta. Descartada. Los antivacunas, o más ampliamente los adeptos a cualquier conspiranoia o construcción mental acientífica o anticientífica, no son en general más tontos ni más ignorantes. En su lugar, explica el psicólogo, la mente humana tiene tendencia a los sesgos cognitivos que bloquean el pensamiento racional; son como atajos que nos ayudan a procesar más fácilmente la información en un mundo complejo, saturado de datos y opiniones.

En concreto, el psicólogo se centra en el sesgo que más compete a este terreno, la disonancia cognitiva: cuando recibimos información que no está alineada con nuestras creencias, se nos crea un conflicto que solemos resolver simplemente interpretando esa nueva información de un modo que justifica nuestras creencias preexistentes, y todo arreglado. Para ello contamos además con la ayuda del sesgo de confirmación: escuchamos solo aquello que alimenta nuestras creencias e ignoramos el resto.

Según Maddock, estos fenómenos se hiperinflaman en la era de las redes sociales, hoy convertidas en la principal fuente de información para multitud de personas que han preferido prescindir de los medios de comunicación; esta opción reduce la disonancia cognitiva al evitar aquellas informaciones que uno no desea recibir, las contrarias a las propias creencias, sumiendo a la gente en burbujas donde no se corre el riesgo de afrontar informaciones incómodas.

(Nota: Aunque Maddock no menciona tal cosa, uno no puede evitar la sensación de que, en una sociedad tan hiperpolarizada como la española de hoy en día, los medios tradicionales también están contribuyendo a alimentar esas burbujas de ceguera lateral, que se han inflado también durante la pandemia para defender o atacar respectivamente la gestión de los dos bandos políticos).

Todo esto viene al caso porque nos hallamos ahora en un momento crucial, en el que va a comenzar el despliegue masivo de las vacunas contra la cóvid. Una vez más se escucharán los mensajes de los antivacunas. Y sí, es esencial tratar de neutralizar estos mensajes, porque su efecto en los indecisos puede ser demoledor. Con frecuencia he observado a mi alrededor –e incluso escuchado en algunos medios– que, si bien la mayoría de los científicos no cree (nótese la cursiva) en un vínculo entre vacunas y autismo, algunos sí lo defienden ateniéndose a presuntos datos. Esto es completamente falso: ningún científico defiende este vínculo porque tales datos jamás han existido; el autor de este bulo, el exmédico inglés Andrew Wakefield, inventó una relación inexistente con el propósito de lucrarse con las patentes de diagnóstico que registró y con demandas contra las compañías fabricantes de vacunas, como en su día destapó una investigación del BMJ (British Medical Journal).

Así, incluso mensajes falsos, sobre los que no existe ni ha existido nunca la menor sombra de debate en la comunidad científica, llegan a calar entre el público, alimentando la reticencia a las vacunas. Diversos estudios han mostrado que la propagación de estos bulos, apoyada en el poder de las redes sociales, incide directamente en la actitud del público frente a las vacunas.

En un nuevo estudio en la revista BMJ Global Health, los expertos en políticas de salud pública Steven Lloyd Wilson y Charles Wiysonge han analizado el efecto de la desinformación sobre las vacunaciones en la población de 137 países, y lo han cuantificado: los resultados muestran que un solo punto de aumento de la difusión de informaciones falsas sobre vacunas, en una escala de cinco puntos, se asocia con un aumento del 15% en los tuits negativos sobre las vacunas, y con un 2% de reducción en la tasa de cobertura de vacunación año tras año en un país.

Los resultados del estudio son sumamente preocupantes, pero es de vital importancia asimilar las conclusiones de los autores, según reflejan en otro artículo en The Conversation. Lloyd Wilson y Wiysonge escriben:

Los resultados demuestran que la divulgación pública y la educación pública sobre la importancia de la vacunación no bastarán para asegurar una óptima cobertura de las vacunas de COVID-19. Los gobiernos deberían responsabilizar a las redes sociales obligándolas a retirar los contenidos antivacunas falsos, con independencia de la fuente.

Y añaden:

La clave para contrarrestar la desinformación online es su retirada de las redes sociales. La presentación de argumentos contra la desinformación flagrante tiene el efecto paradójico de reforzar la desinformación, porque argumentar en contra de ella le confiere legitimidad.

Conclusión. Seguro que en los próximos meses vamos a escuchar de nuevo mil veces repetida esa idea obsoleta y demostradamente errónea: que la antivacunación se combate con información y campañas. Esta información y estas campañas son sin duda ineludibles, y quizá puedan salvaguardar a algunos indecisos de caer en la negación.

Pero no servirán de nada contra la antivacunación. No son la clave. No bastan. Y no funcionarán mientras el mensaje positivo no se acompañe con una supresión del mensaje negativo, mientras se siga permitiendo la desinformación en las redes sociales y mientras los medios continúen dando acogida a falsos debates y voz a falsos mensajes.

¿Debería ser obligatoria la vacunación contra la cóvid?

No parece que esté en el ánimo de las autoridades españolas imponer la vacunación obligatoria contra la COVID-19, algo que se está discutiendo también en otros países. Las razones a favor de la obligatoriedad son obvias y no necesitan explicación: desde que la pandemia comenzó a ser tal y los estudios científicos empezaron a revelar el perfil de este virus, se hizo evidente que no iba a desaparecer sin más, y que la única salida era la imunidad. Hoy muchos están ya familiarizados con la idea de la inmunidad grupal/colectiva/de rebaño. Y aunque algunos vayamos a vacunarnos el primer día que se nos permita, cuando nos toque el turno, esto solo servirá para nuestra tranquilidad personal; para que todo vuelva a la normalidad sería necesario que una inmensa mayoría de la población hiciera lo mismo. Y si las encuestas aciertan, no parece que esto vaya a ocurrir con una vacunación voluntaria.

(Nota: siempre insisto en algo que no debe olvidarse, y es que la inmunidad grupal no detendrá en seco la propagación del virus por arte de magia, sino que será una frenada lenta. Superar este umbral logrará que la curva adopte una trayectoria descendente constante, sin posibilidad de volver a remontar –siempre que la inmunidad sea duradera, claro–, pero los contagios continuarán, disminuyendo poco a poco hasta que la epidemia se extinga).

Pero aunque no sea necesario explicar por qué lo más sensato y racional sería una vacunación obligatoria, es obvio que existen argumentos en contra que van más allá de lo sensato y racional, apelando a cuestiones éticas, legales, políticas, ideológicas… Argumentos que, por otra parte, son opinables y pueden rebatirse.

Primer argumento: no puede confiarse en la absoluta seguridad de las vacunas

Sin duda este es el principal argumento contra la vacunación obligatoria, el que más ronda en las cabezas de quienes rechazan vacunarse o son reticentes a hacerlo: el miedo.

Aunque en la discusión pública suelen armar más ruido los movimientos antivacunas, no olvidemos que, cuando la Organización Mundial de la Salud definió las 10 mayores amenazas actuales para la salud, no incluyó entre ellas la antivacunación, sino la «reticencia a las vacunas», un concepto más amplio que incluye no solo las corrientes militantes radicales anticientíficas, sino también a los ciudadanos normales que simplemente tienen miedo de sufrir alguna reacción adversa.

Como inmunólogo, confieso que nunca he acabado de entender por qué parecen existir siempre más reticencias frente a las vacunas que a otros medicamentos. Una vacuna es un medicamento. Que, como todos los medicamentos, busca alterar ciertos mecanismos del organismo de modo que se logre un efecto terapéutico. Todos los medicamentos conllevan un pequeño riesgo de efectos secundarios que aparecen detallados en el prospecto. La única diferencia en el caso de las vacunas es que se administran a personas sanas, por lo que normalmente no existe la sensación de necesidad personal del enfermo que toma un medicamento. Pero en la situación actual nadie debería dudar de que existe una urgente necesidad colectiva.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

Vacuna. Imagen de U.S. Air Force / Staff Sgt. Joshua Garcia.

No pretendo aquí convencer a nadie sobre la seguridad de las vacunas, dado que no podría aportar nada nuevo al respecto frente a la información que puede encontrarse por todo internet. Pero sí quisiera corregir un error muy común que observo a mi alrededor, y es que muchas personas parecen creer que la seguridad de las vacunas se da poco menos que por supuesta por defecto y mientras no se demuestre lo contrario, como cuando se saca a la venta cualquier artículo de consumo. Algunos medios están contribuyendo a esta idea errónea calificando de conejillos de indias a las primeras personas que van a recibir las vacunaciones masivas.

No es así. Las vacunas no tienen por qué ser seguras de por sí, y esto no se da por hecho en ningún caso. Las vacunas son seguras porque toda vacuna aprobada por las autoridades reguladoras ha superado varias fases de ensayos que han analizado exhaustivamente su seguridad. Antes de los datos de eficacia que han saltado a los medios, las vacunas han pasado por fases previas en las que solo se ha analizado su seguridad, no su eficacia. Y antes de eso, se han testado en animales, solo cuando su perfil de seguridad era lo suficientemente convincente como para iniciar tales ensayos. Los conejillos de indias no son las personas, sino los conejillos de indias; o más concretamente –las cobayas no suelen utilizarse mucho en la ciencia actual– los ratones y monos que han recibido las vacunas en primer lugar. En resumen, las vacunas son seguras cuando se descubre que lo son. Y ninguna que no sea capaz de demostrarlo consigue la autorización necesaria para llegar a la población.

Segundo argumento: es una invasión de las autoridades en la libertad de elegir

Aquí salimos de la ciencia para entrar en el terreno ético-político-ideológico. Respecto a cuánta cuota de nuestra libertad personal estamos dispuestos a ceder a las autoridades, es algo que varía con los tiempos y las culturas. Por ejemplo, en España aceptamos con toda naturalidad que es obligatorio para todos los mayores de 14 años tener un DNI o un NIE para los extranjeros. Pero en Reino Unido y EEUU no existen estos documentos a nivel estatal y con carácter general obligatorio para todos los ciudadanos, porque allí los intentos de los gobiernos de implantarlos han encontrado fuertes resistencias de amplios sectores de población que consideran un DNI obligatorio como una invasión de la libertad y la privacidad.

Lo mismo se aplica a otras medidas que buscan el bien común incluso sacrificando alguna pequeña libertad personal. E incluso a ciertas obligaciones que realmente no logran un bien común, sino simplemente el nuestro propio. Por ejemplo, en España es obligatorio llevar cinturón de seguridad en el coche y casco en la moto, cuando estas medidas realmente no buscan el bien común sino el individual del propio usuario. Existen argumentos razonables para defender que el casco debería ser una cuestión de libertad personal, ya que el no llevarlo no perjudica a otros, y de hecho es así en muchos países.

Pero en el caso de las vacunas, y como ya he explicado aquí anteriormente, no es una cuestión de libertad personal, ya que afecta a toda la comunidad. Ya antes de la cóvid, la entrada de un niño no vacunado en un aula ha representado siempre un riesgo para otros niños que, o bien no han podido vacunarse por motivos médicos, o bien sí han recibido la inoculación pero no han desarrollado inmunidad. En España no existe ninguna vacunación obligatoria –es solo un eufemismo que designa a las que el usuario no tiene que pagar directamente. El problema es que dejar esta responsabilidad en manos de los centros educativos lleva a inútiles y costosas batallas legales cuando los legisladores se lavan las manos.

En otros países sí se han ido imponiendo las vacunaciones obligatorias en los niños, y sin duda este es un camino que poco a poco irá recorriéndose en todo el mundo. Probablemente en general se cree que debe recorrerse con calma, de modo que vaya calando en los ciudadanos sin que se interprete como una imposición inaceptable. Pero si dejar que un solo niño muera por esta inacción ya es inaceptable, mucho más inaceptable es dejar que miles de personas continúen muriendo de cóvid cuando tenemos el modo de evitarlo.

Tercer argumento: la obligatoriedad en algunos países no ha conseguido más vacunaciones

Habría que preguntar a los expertos en leyes si el hecho de que una norma no cale ni se acepte de forma inmediata en la sociedad es algo que invalide la norma. Pero desde el punto de vista de un no experto, no lo parece. Volviendo al ejemplo del cinturón de seguridad, los que ya tenemos años recordamos la época en que esta obligación se impuso en España. No fue ni mucho menos una medida que estuviera refrendando lo que ya ocurría en la calle: nadie llevaba cinturón en los asientos traseros, y muchos tampoco en los delanteros. Al principio hubo un amplio rechazo, e incluso abundaban los típicos comentarios que descalificaban a quienes tomaban esta precaución.

El uso del cinturón de seguridad no se impuso por aclamación popular, porque de pronto la gente se volviera más sensata, sino por obligación legal y por mecanismos sancionadores. El hecho de que en algunos países la vacunación obligatoria todavía no haya logrado aumentar las cuotas de vacunación simplemente revela que se está recorriendo ese camino, y que las leyes y las sanciones no deben bajar la guardia hasta que la responsabilidad de todos en este terreno se acepte como algo natural.

Cuarto argumento: es mejor educar que obligar, la obligación crea rechazo

Por supuesto que la educación pública es esencial, pero plantear la educación y la obligatoriedad como una dicotomía es un falso debate. Muchas de las medidas que a partir de un cierto momento se imponen como obligatorias en la sociedad necesitan campañas paralelas de información y educación para que el público comprenda el porqué de la medida. Ceder a la tentación de no disgustar a nadie simplemente para no engrosar las filas de los antivacunas nos llevaría a permitir cualquier clase de pseudomedicina o, en un sentido más amplio, cualquier clase de negocio fraudulento.

Quinto argumento: es mejor una obligatoriedad indirecta

Algunos defienden que puede ser más aconsejable dejar que la propia sociedad vaya presionando hacia la vacunación obligatoria a través de mecanismos, digamos, no oficiales: que los empleadores, propietarios de negocios abiertos al público, compañías de transportes y otros etcéteras pidan certificados de vacunación a sus empleados/clientes/usuarios y otros etcéteras, de modo que los ciudadanos se sientan obligados a vacunarse, sin que las autoridades se lo impongan, si quieren optar a llevar una vida normal.

Esta sería una posible vía. Pero en mi opinión, es una vía equivocada. Es un error suponer que las empresas privadas deban hacerse cargo de una responsabilidad del bien común cuando las autoridades renuncian a dicha responsabilidad. Y es un error suponer que van a hacerlo si esto les supone un daño a su negocio, perdiendo clientes o trabajadores cualificados.

Pero sobre todo, esta postura puede dar a entender una reticencia a las vacunas por parte de las propias autoridades que no resulta precisamente muy ejemplar ni muy educadora. Si las autoridades están realmente convencidas de que los beneficios de las vacunas exceden infinitamente a sus posibles perjuicios, ¿por qué sus acciones sugieren lo contrario y, sobre todo, cómo esperan educar a los ciudadanos? Las medidas no farmacológicas para contener la pandemia, como los confinamientos, se han impuesto de manera obligatoria, a pesar de que sus perjuicios son grandes y evidentes, tanto para la actividad económica como para la salud física y mental de las personas. ¿Qué problema hay entonces en imponer como obligatoria una medida cuyos beneficios son inmensos y cuyos perjuicios son mínimos?

Sexto argumento: no puede imponerse a las personas de bajo riesgo

Otra de las ideas que está circulando es que, dado el bajo riesgo que generalmente supone la cóvid en las personas jóvenes y sanas, sería excesivo obligar a este sector de población a vacunarse. Una vez más, subyace a este argumento la falsa idea de que la vacunación conlleva un riesgo solo aceptable cuando el beneficio es inmenso.

Por supuesto que también existen otras razones en contra de este argumento. Para el conocimiento científico actual, la cóvid todavía es una siniestra lotería. Hay jóvenes sanos que mueren y personas mayores que pasan la infección sin enterarse. Hasta que se conozcan en detalle los factores que determinan el pronóstico de la enfermedad en cada paciente, si es que algún día llegan a conocerse, no puede asegurarse que nadie esté libre de riesgo. Y sería una inmensa contradicción en el mensaje público de las autoridades si por un lado se destaca la importancia de la prevención entre los jóvenes, como se está haciendo, y por otro lado se les considera eximidos de la obligación de vacunarse porque el riesgo no va con ellos.

Pero sobre todo, la pandemia nos ha dejado el mensaje de que este es un problema global. Y que este es un momento histórico en el que el compromiso humanitario nos pide actuar todos para salvar a todos. El compromiso social solidario de todos no consiste en aplaudir en los balcones o cantar el Resistiré, sino en aceptar la obligación ética de vacunarse. Y si existen objeciones a que una obligación ética de tal urgencia se convierta en una obligación legal, quienes se niegan a imponer la obligatoriedad de vacunarse tendrán que encontrar la manera de educarnos a quienes no comprenderemos cuál es entonces el propósito de las leyes.

Quimiofobia, la pseudociencia de no tomar, tan dañina como la de tomar

No se trata de descubrir nada nuevo, sino de insistir en algo que debería difundirse más: pseudociencias dañinas no son solo aquellas que quieren vender como beneficioso algo inútil o nocivo, como la homeopatía, sino también aquellas que quieren tachar como perjudicial algo beneficioso.

Tal vez el ejemplo más peligroso de esto sea el movimiento antivacunas. Hasta tal punto llega hoy la confusión que en una tertulia de radio, de esas sobre política pero donde los tertulianos no dudan en morder cualquier bocado que se les eche a las fauces, uno de esos verborreicos omniscientes decía algo así: la mayoría de los estudios científicos más serios y rigurosos dicen que las vacunas no causan autismo.

Lo cual, aun reconociendo la buena intención del tertuliano, es una barbaridad; una peligrosísima desinformación y deformación de la realidad, ya que da a entender que los hay. Es decir, estudios científicos, aunque sean de los menos serios y rigurosos, que sí muestran una relación entre las vacunas y el autismo. Lo que a su vez dará pie a algunos para pensar que esos estudios descalificados son los buenos, los good guys, los que la malvada Big Pharma intenta soterrar, frente a los otros, los de los codiciosos científicos untados por la industria.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

A ver, no. No los hay. Ni uno solo. Jamás ha existido un estudio científico, ni más riguroso ni menos ni poco serio ni mucho, que haya mostrado ningún tipo de vínculo entre las vacunas y el autismo. Se trata de una idea falsa inventada y publicada en un estudio fraudulento por un médico sin escrúpulos que esperaba lucrarse con ello por una doble vía: el acuerdo de una demanda millonaria con un bufete de abogados, y un plan de negocio también millonario basado en un kit de diagnóstico inventado por él mismo. Aquel estudio fue retractado y aquel médico perdió su licencia. Punto final. Esta es toda la historia. Pero probablemente aquel tertuliano, ignorante de todo esto, logró lo contrario de lo que pretendía: sembrar la duda entre algún que otro oyente.

Esta pseudociencia de vender como malo algo útil o beneficioso entronca de lleno con la quimiofobia, hoy una tendencia tan popular que las marcas de productos de consumo han encontrado un nuevo filón de ventas acogiéndose a una palabra mágica: «sin». Sin algo. Sin lo que sea. Se trata de retirar a toda costa algún componente de sus productos y de publicitarlo como un beneficio, incluso si esas sustancias son inofensivas o no existen pruebas concluyentes de ningún efecto indeseable.

Pero ¿qué ocurre cuando se retiran esos componentes? ¿Realmente el nuevo producto resultante es mejor o más saludable? ¿O es una mera trampa publicitaria?

Algunos pensarán que, total, quitar algo en ningún caso puede hacer daño. Y que en lo que respecta a los componentes retirados, es preferible acogerse al principio de precaución, el “por si acaso”: mejor retirarlos aunque finalmente sean inocuos, que mantenerlos incluso si finalmente son inocuos.

Solo que, aunque sobre el principio de precaución también hay mucho que discutir (más sobre esto, mañana), en muchos casos no es así. En la práctica, el sufrido consumidor se ve engañado sin saberlo, porque solo se le cuenta “sin qué”, pero no “con qué en su lugar”. Es decir, qué componentes se emplean ahora para reemplazar a los antiguos. Simplemente, se le ha cambiado la bolita para despistarle.

Y puede resultar que esos compuestos sustitutivos sean igual de dudosos que los anteriores, pero no tan impopulares en ese momento; el criterio no es el perjuicio demostrado de los compuestos, que no existe, sino su mala fama entre los consumidores desinformados. Por ejemplo, los cosméticos sustituyen el aluminio por parabenos, luego los parabenos por mineral de alumbre, y dado que este también contiene aluminio, se sustituye a su vez por otra cosa… cuya identidad no conoceremos hasta que anuncien que la han quitado.

Un ejemplo particular curioso es el aceite de palma. Particular, porque a pesar de no ser ni siquiera sintético –el terror de los quimiófobos–, se ha convertido de repente en una grasa maldita, a la que el consumidor medio le supone gravísimos perjuicios para la salud… que no existen. El aceite de palma no podrá presumir de los beneficios del de oliva, pero tampoco es diferente a cualquiera de sus alternativas; no es una grasa dañina. En realidad, el motivo por el que las marcas lo están retirando de sus productos solo lo conocen los más enterados: no son razones de salud, sino ecológicas. Su cultivo en el sureste asiático está causando una deforestación que amenaza los ecosistemas y la supervivencia de especies como los orangutanes.

Pero curiosamente, también en este caso los sustitutos pueden ser peores. Algunos expertos, incluyendo un informe de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, han alertado de que un boicot al aceite de palma solo logrará que esta cosecha se reemplace por otra, y que las alternativas provocarán aún más deforestación, ya que su rendimiento por unidad de superficie cultivada es mucho más bajo. Los campesinos de Indonesia no tomarán crema de cacao con avellanas, pero también tienen que comer.

Recolección de fruto de aceite de palma. Imagen de pixabay.

Recolección de fruto de aceite de palma. Imagen de pixabay.

El mensaje viene a ser: cuidado con las trampas del marketing. Actuar como ciudadanos informados y responsables consiste en exigir productos con certificación de sostenibilidad, ya sea para el aceite de palma o para cualquier otra cosa. Los expertos suelen advertir de que las certificaciones de sostenibilidad tampoco son la panacea, pero ¿quién cree que la panacea exista? Quizá deberemos conformarnos con la opción menos mala.

Existe un tercer caso especialmente preocupante, y es la moda de «sin conservantes». Estos aditivos, cuya inocuidad está demostrada por décadas de estudios, se han incorporado a los alimentos durante siglos para evitar que muramos de intoxicaciones alimentarias.

Últimamente se ha hablado de la listeriosis, una infección alimentaria desconocida para muchos. Como ya he contado aquí, científicos de la alimentación están alertando de que la retirada de los conservantes de los alimentos por una simple cuestión de moda puede devolvernos a los tiempos oscuros en los que la gente moría a mansalva por comer alimentos contaminados con microbios peligrosos. El consumidor está acostumbrado a que los alimentos duren; pero si se les quitan los conservantes, ya no duran tanto, y en ciertos casos no se nota a la vista ni al olfato.

También en este caso está ocurriendo algo aberrante denunciado por esos científicos conscientes, y es que para poder anunciar sus productos como “sin conservantes artificiales”, pero evitando el riesgo de que sus consumidores mueran intoxicados y los familiares presenten demandas, muchas marcas están sustituyendo los nitratos producidos industrialmente por el zumo de apio, que también contiene nitratos. El nitrato es exactamente el mismo compuesto químico en los dos casos. Pero con la diferencia de que se sabe exactamente cuánto nitrato purificado debe añadirse para impedir que crezca la bacteria causante del botulismo, y en cambio el zumo de apio lleva una cantidad de nitrato variable según el caso, por lo que los alimentos pueden no quedar suficientemente protegidos.

En esto de la quimiofobia, el premio a la popularidad en los últimos tiempos lo disputan los llamados disruptores endocrinos (abreviados como EDC, en inglés), compuestos que supuestamente causarían daños a la salud interfiriendo con el sistema hormonal del organismo, haciendo el papel de falsas hormonas. A los EDC se les atribuyen toda clase de males: diabetes, obesidad, problemas reproductivos, alteraciones del desarrollo fetal, trastornos de atención en los niños, cáncer… En fin, que solo Atila causaba más devastación.

Entre los supuestos EDC, existe uno en concreto que últimamente aparece bastante en las noticias, llamado bisfenol A (BPA). Y aparece bastante en las noticias porque, deduciría alguien leyendo tales noticias, parece que estamos amenazados por el peligrosísimo BPA en todos los frentes de nuestra vida, desde cuando comemos casi cualquier cosa, sobre todo si viene envasada, hasta cuando hacemos algo tan inocente como coger con la mano un recibo de la compra.

Lo cual lleva a una lógica preocupación: ¿sin saberlo, hemos estado durante años y años peligrosamente expuestos a una sustancia capaz de provocarnos un montón de terribles enfermedades? La respuesta, mañana.

No hay una nueva crisis global del ébola: lo que no está ocurriendo y por qué

Desde la aparición de un nuevo brote del virus del Ébola en la República Democrática del Congo (RDC) en agosto de 2018, la epidemia no se ha extendido a los países limítrofes, en los cuales no han resultado afectadas diversas comunidades que no han multiplicado los focos de transmisión del virus. La infección no ha sido transportada por viajeros y profesionales sanitarios a otras naciones fuera de la región africana, lo que no ha llevado a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a declarar una alerta global. En distintos países muy alejados del foco original, el virus no ha comenzado a extenderse, no causando decenas de miles de muertes, lo que no ha desatado un estado de pánico entre la población, no ha desbordado los sistemas sanitarios nacionales y no ha obligado a las diversas autoridades a adoptar medidas excepcionales ante lo que no se ha considerado la mayor emergencia sanitaria global de la historia.

Y si todo esto no ha ocurrido, es gracias a un superhéroe que responde al anodino nombre de V920, o también al aún más críptico de rVSVΔG-ZEBOV-GP. Lo cual parece una contraseña de wifi, pero en el fondo es sencillo: un virus de la estomatitis vesicular (VSV) recombinante (r), es decir, producido en laboratorio, al cual se le ha eliminado (Δ, que en genética significa deleción) su principal proteína de virulencia (G) y se le ha añadido la glicoproteína (GP) del Zaire Ebolavirus (ZEBOV).

En resumen, la vacuna del ébola. A ella le debemos que, al menos hasta ahora, todo lo relatado arriba no haya sucedido.

Ante todo, no debemos minimizar lo que sí está ocurriendo en África y está padeciendo la población africana. Aunque no atraiga la atención de los flashes porque lo que sucede en África nos importa a pocos (en comparación con todo aquello que se dice geoestratégico, que les importa a muchos), el brote de ébola continúa activo, y ya acumula 1,632 casos confirmados, con 1.048 muertes confirmadas, según cifras del 13 de mayo. La situación no está controlada, y de hecho fue hace un par de meses cuando el número de casos comenzó a dispararse.

Imagen de CDC.

Imagen de CDC.

Pero podía estar siendo mucho peor. Y no lo es, dicen los epidemiólogos, gracias a la vacuna patentada por el gobierno canadiense en 2003, que ya se ha administrado a más de 96.000 personas, incluyendo unos 30.000 profesionales sanitarios y de atención.

La vacuna, cuya eficacia supera el 97%, se ha administrado en anillo, una estrategia que consiste en vacunar al círculo de personas que han estado en contacto con un enfermo. El problema, según contaba a AP una portavoz de Médicos sin Fronteras, es que el 75% de los nuevos casos que están apareciendo no tienen ningún vínculo aparente con enfermos previos, lo que ha alarmado a las autoridades y los organismos implicados, ya que equivale a decir que no se sabe cómo ni por dónde se está propagando el virus.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del virus del Ébola (coloreadas en verde) en una célula de riñón de mono. Imagen de BernbaumJG / Wikipedia.

Imagen al microscopio electrónico de partículas del virus del Ébola (coloreadas en verde) en una célula de riñón de mono. Imagen de BernbaumJG / Wikipedia.

Pero a pesar de lo amenazador y terrible que resulte lo que está ocurriendo, debemos subrayar lo que no está ocurriendo, y que esto es gracias a uno de los mayores esfuerzos puntuales de vacunación de la historia. Las cifras son impresionantes: 145.000 dosis de la vacuna ya distribuidas (donadas, repito, donadas por Merck, una de esas malvadas compañías farmacéuticas), otras 195.000 listas para ser enviadas y 100.000 más que lo estarán en los próximos meses.

Y entre todo ello, se da una chocante circunstancia. Hace un par de semanas, la revista The Lancet Infectious Diseases publicaba un estudio que detalla los resultados de una encuesta realizada el pasado septiembre en la región de la RDC afectada por el brote. Los datos, según escriben los autores, muestran que “la creencia en la desinformación está ampliamente extendida”: el 26% de los encuestados piensan que el ébola no existe, el 33% que el brote es un invento promovido por intereses económicos, y el 36% que tiene como fin desestabilizar la región. Casi la quinta parte creían las tres cosas.

Y naturalmente, también aparece el factor de la reticencia hacia la vacuna. Solo algo más de la mitad de los encuestados dijeron que aceptarían vacunarse contra el ébola. Las razones aducidas para no hacerlo suenan familiares: la vacuna no es segura, no funciona o no es necesaria.

Pero no debemos olvidar que estamos hablando de regiones de África donde el acceso a la educación y a las fuentes fiables de información es escaso, donde los sistemas sanitarios son deficientes, donde los conflictos son crónicos, y donde la corrupción campa a sus anchas. Como recuerda un editorial que acompaña al estudio, “la cancelación de las elecciones presidenciales de 2018 en las regiones de Beni y Butembo, afectadas por el ébola, está fuertemente vinculada en la mente del público con el amaño de las votaciones”. Por todo ello, decía el director del estudio, Patrick Vinck, «las respuestas médicas por sí solas no bastan para detener la extensión del ébola»; es necesario, añadía, «construir confianza».

En cambio, nada de esto se aplica a los ciudadanos de los países desarrollados, donde el acceso a la educación y a las fuentes fiables de información es mayoritario, donde los sistemas sanitarios son universales y excelentes, donde disfrutamos de paz y seguridad, y donde la corrupción conduce a la cárcel. Y donde, pese a todo ello, estamos inmersos en lo que los máximos responsables de Unicef y la OMS han calificado como “una crisis global” por el aumento en un año de un 300% de los casos de sarampión, una enfermedad potencialmente letal para la cual existe una vacuna y que está repuntando en países donde casi se había eliminado, según el Centro Europeo para el Control de Enfermedades.

Y si todo esto sí está ocurriendo es por culpa de un supervillano que responde al nombre, fácilmente comprensible, de movimiento antivacunas.

Facebook, YouTube, Pinterest y Amazon reaccionan contra la propaganda antivacunas

La semana pasada, un joven de 18 años de Ohio testificaba ante un comité del Senado de EEUU por un motivo insólito: se había vacunado en contra de la decisión de sus padres, que jamás le habían sometido una sola inoculación; ni a él ni a sus cuatro hermanos menores.

En febrero, el diario The Washington Post difundió el caso de Ethan Lindenberger, que en noviembre había acudido a la red social Reddit en busca de consejo: “Mis padres son como estúpidos y no creen en las vacunas. Ahora que tengo 18, ¿a dónde voy para vacunarme? ¿Puedo vacunarme a mi edad?”.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Ethan explicaba que, tan pronto como tuvo la madurez suficiente para entenderlo, supo que todos sus amigos estaban vacunados contra diversas enfermedades, pero él no. “Dios sabe cómo estoy vivo todavía”, escribía. Durante años ha discutido con su madre, para quien las vacunas son un complot del gobierno y las farmacéuticas. Ella solía publicar propaganda antivacunas en las redes sociales. Pero cuando Ethan investigó por su parte, leyó estudios científicos y webs como la del Centro para el Control de Enfermedades, y llegó a la conclusión de que “estaba claro que había muchas más pruebas a favor de las vacunas”.

No logró convencer a su madre, así que decidió actuar por su cuenta. Su llamada de auxilio en Reddit recibió más de mil comentarios, entre ellos el de una enfermera que le aconsejaba sobre la manera de proceder. En diciembre, Ethan se vacunó. Su madre dijo que se sentía como si su hijo la hubiera escupido, como si no confiara en ella. Y de hecho, en este aspecto concreto no confía, aunque se ha arrepentido de haber insultado a sus padres en su post original.

Desde entonces, Ethan defiende que se rebaje la edad a la cual los adolescentes puedan vacunarse sin el consentimiento de sus padres. De ahí su declaración en el Senado, por invitación de un comité creado a raíz de un brote de sarampión que ya ha afectado a más de 70 personas en el noroeste de EEUU, donde el movimiento antivacunas tiene uno de sus principales baluartes.

 

Ethan no está solo: a raíz de su caso, otros como él denunciaron situaciones similares en Reddit. Uno de estos adolescentes decía que la vacunación “es un asunto de salud pública y una responsabilidad personal para el beneficio de la población, no un derecho que puedas revocar a tus hijos”. Realmente sorprende encontrar tal diferencia de sensatez entre estos adolescentes y sus propios padres. La madre de Ethan, tras la declaración de su hijo en el Senado, dijo que “le han convertido en el niño modelo de la industria farmacéutica”; “le han”, al más puro estilo conspiranoico.

Para Ethan, si hay un claro cooperador necesario y esencial en la conspiranoia de su madre, tiene un nombre concreto: Facebook. Esta red social no solo ha amparado la difusión de informaciones falsas sobre vacunas, sino que la ha fomentado a través de sus recomendaciones, resultados de búsquedas y publicidad dirigida, según han denunciado diversas plataformas y organizaciones.

Pero por fin parece que algo está cambiando: Facebook ha anunciado a través de una nota de prensa que tomará “una serie de medidas para hacer frente a la información errónea sobre las vacunas, con el objetivo de reducir su distribución y proporcionar a las personas información que esté acreditada”. En concreto, la red social eliminará los contenidos antivacunas de sus anuncios, recomendaciones y opciones de segmentación, y reducirá su ranking en el news feed y en las búsquedas; incluso deshabilitará las cuentas de anuncios que reiteradamente incluyan estas falsas informaciones. Por último, “Facebook está explorando formas de compartir información educativa sobre vacunas cuando las personas encuentren información errónea sobre este tema”, dice el comunicado.

El nuevo movimiento de Facebook se suma a los de otras plataformas online. Recientemente, YouTube ha manifestado que no permitirá la publicidad en los vídeos con mensajes antivacunas, por lo que estos canales no podrán lucrarse con esta propaganda engañosa. Pinterest ha bloqueado las búsquedas de este tipo de contenidos, y Amazon ha retirado un pseudodocumental antivacunas de su servicio de streaming de vídeo.

Respecto a esto último, aún falta mucho por hacer. Los pseudodocumentales se han convertido en carnaza televisiva habitual, tanto en las plataformas digitales como en los canales en abierto. Pero al menos aquellos destinados a demostrar que Tutankamón era un alienígena, sobre los expertos testimonios de diversos propietarios de webs sobre fenómenos paranormales, difícilmente pueden causar de forma directa algo más que la risa. En cambio, otros falsos documentales pueden provocar un enorme daño. En concreto, Netflix pasa por ser hoy el paraíso de la pseudociencia televisiva; en otoño comenzará a emitir una serie donde la actriz Gwyneth Paltrow divulgará las inútiles o peligrosas pseudoterapias que promociona y vende a través de su web Goop.

La Organización Mundial de la Salud ha incluido el rechazo a las vacunas dentro de las 10 principales amenazas a la salud global para este año 2019, al mismo nivel que el ébola, la resistencia a los antibióticos o la contaminación atmosférica. Las fake news sobre política solo molestan y crean confusión, pero las fake news sobre vacunas matan. Y normalmente matan a los más débiles e indefensos; aquellos a quienes, como le ocurrió a Ethan durante años, la ley no les permite protegerse de las decisiones motivadas por la ignorancia de sus padres.

Los detractores extremos de los alimentos transgénicos saben menos, pero piensan que saben más

La frase sobre estas líneas es, tal cual, el título del estudio que vengo a contar hoy. Pocas veces se encuentra un trabajo científico cuyo encabezado exprese de forma tan llana y transparente lo que expone. Así que, ¿para qué buscar otro?

Como conté aquí ayer, la ciencia está cada vez más implicada en las cosas que afectan a la gente, por lo que hoy es inexcusable que cada ciudadano cuente con la suficiente educación científica para entender el mundo que le rodea. Cuando falta esta educación, triunfa el rechazo como mecanismo de defensa frente a lo desconocido, y nos convertimos en fácil objeto de manipulación por parte de quienes siembran bulos y desinformación, sean cuales sean sus fines.

Uno de los ejemplos que mejor ilustran el papel crítico de esta educación es el de los alimentos transgénicos (genéticamente modificados, GM). Probablemente no muchas cuestiones de seguridad biológica han sido tan extensamente investigadas como los efectos de estas variedades vegetales sobre el medio ambiente y la salud humana y animal.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Manifestación antitransgénicos en Chile. Imagen de Mapuexpress Informativo Mapuche / Wikipedia.

Como ya conté aquí en su día, en 2016 un informe de 400 páginas elaborado por más de 100 expertos de las academias de ciencia, ingeniería y medicina de EEUU resumió dos años de análisis de casi 900 estudios científicos publicados desde los años 80, cuando las variedades transgénicas comenzaron a cultivarse.

El veredicto era contundente: no existe ninguna prueba de que los cultivos GM sean perjudiciales para la salud humana o animal ni para el medio ambiente. Sin embargo y como aspecto menos favorable, los autores del informe concluían que los beneficios económicos para los agricultores han sido desiguales en diferentes países, lo mismo que el aumento de la producción esperado del uso de estas variedades (aunque otros estudios previos como este y este han mostrado que el balance es positivo tanto en incremento de las cosechas como en beneficios para los agricultores).

Por si estas pruebas no bastaran, en febrero de 2018 un grupo de investigadores del Instituto de Ciencias de la Vida y de la Universidad de Pisa (Italia) publicó un nuevo metaestudio que revisaba más 6.000 estudios previos, elaborados entre 1996 y 2016, para seleccionar específicamente aquellos que comparaban datos de campo rigurosos y extensos sobre el maíz transgénico y el no transgénico.

En consonancia con metaestudios previos, los resultados indicaban que no se han detectado daños medioambientales derivados del cultivo de maíz transgénico, y que se han demostrado “beneficios en términos de aumento de la cantidad y la calidad del grano”, con un incremento en las cosechas de entre un 5,6 y un 24,5% en las plantaciones de las variedades GM (tolerantes a herbicidas o resistentes a insectos).

Sumado a esto, los investigadores apuntaban que el maíz transgénico es una opción más saludable que el convencional, ya que contiene un 28,8% menos de micotoxinas (junto con un 30,6% menos de fumonisina y un 36,5% menos de tricotecenos), compuestos producidos por hongos contaminantes que son nocivos a corto plazo y potencialmente cancerígenos a largo. “Los resultados apoyan el cultivo de maíz GM, sobre todo debido al aumento de la calidad del grano y a la reducción de la exposición humana a micotoxinas”, escribían los autores. A ello se unen estudios previos que han estimado en un 37% la reducción del uso de pesticidas gracias a las variedades GM, lo que también disminuye los restos de estas sustancias en el producto final para el consumo.

Mazorcas de maíz de distintas variedades. Imagen de Asbestos / Wikipedia.

Mazorcas de maíz de distintas variedades. Imagen de Asbestos / Wikipedia.

Pese a todo ello, sería una ingenuidad confiar en que estos estudios u otros miles más consigan por fin disipar la feroz oposición de ciertos colectivos a los alimentos transgénicos. Pero ¿en qué se basa esta cerril negación de la realidad? La respuesta no parece sencilla, teniendo en cuenta que, según algún estudio, las personas defensoras de posturas pseudocientíficas o anticientíficas no tienen necesariamente un nivel educativo inferior al de la población general.

A primera vista, se diría que esto contradice lo que expliqué ayer sobre la necesidad de la educación científica. Pero solo a primera vista: la necesidad no es suficiencia; y en cualquier caso, lo que vienen a revelar estas observaciones es que el nivel medio de formación científica de toda la población en conjunto es deficiente. Y sin embargo, no toda la población en conjunto está abducida por la pseudociencia o la anticiencia.

Para explicar por qué unas personas sí y otras no, los expertos hablan de efectos como el sesgo cognitivo –básicamente, quedarse con lo que a uno le interesa, sin importar siquiera su nivel de credibilidad– o de la mentalidad conspiranoica (sí, esto existe: más información aquí y aquí). Para los conspiranoicos, nunca importará cuántos estudios se publiquen; para ellos, quienes exponemos la realidad científica sobre los alimentos transgénicos (incluido un servidor) estamos sobornados por las multinacionales biotecnológicas, incluso sin prueba alguna y pese a lo absurdo del planteamiento. Y todo hay que decirlo, la conspiranoia también puede ser un negocio muy rentable.

Sin embargo, todo lo anterior no termina de aclararnos una duda: si hablamos en concreto de los cultivos transgénicos y de sus detractores, ¿hasta qué punto estos conocen la ciencia relacionada con aquellos? Podríamos pensar, y creo que yo mismo lo he escrito alguna vez, que un conspiranoico es casi un experto amateur en su conspiranoia favorita, aunque sea con un sesgo cognitivo equivalente a medio cerebro arrancado de cuajo. Pero ¿es así, o es que simplemente creen ser conocedores de una materia que en realidad ignoran?

Precisamente estas son las preguntas que han inspirado el nuevo estudio, dirigido por Philip Fernbach, científico cognitivo especializado en marketing de la Universidad de Colorado (EEUU). Para responderlas, los investigadores han encuestado a más de 3.500 participantes en EEUU, Alemania y Francia, interrogándoles sobre su nivel de aceptación u oposición a los alimentos GM y sobre el conocimiento que ellos creen tener de la materia, contrastando los datos con un examen de nociones sobre ciencia y genética.

Y naturalmente, los resultados son los que ya he adelantado en el título extraído del propio estudio, publicado en la revista Nature Human Behaviour. Los investigadores escriben: “Hemos encontrado que a medida que crece el extremismo en la oposición y el rechazo a los alimentos GM, el conocimiento objetivo sobre ciencia y genética disminuye, pero aumenta la comprensión percibida sobre los alimentos GM. Los detractores extremos son los que menos saben, pero piensan que son los que más saben”.

Curiosamente, sucede lo mismo en los tres países incluidos en el estudio. Pero más curiosamente aún, ocurre algo similar con otro caso que los investigadores han empleado como comparación, el uso de ingeniería genética en terapias génicas destinadas a curar enfermedades. También en este caso quienes más se oponen son quienes menos saben, pero quienes creen saber más.

Más asombroso aún: el estudio confirma resultados previos de otro trabajo publicado en junio de 2018, en el que investigadores de las universidades de Pensilvania, Texas A&M y Utah Valley (EEUU) se hicieron las mismas preguntas sobre los activistas antivacunas y el (inexistente) vínculo entre la vacunación y el autismo en los niños. En aquella ocasión, los autores descubrían que quienes más fuertemente se oponían a las vacunas y defendían su relación con el autismo eran quienes menos sabían sobre las causas del autismo, pero también quienes creían conocer este terreno incluso mejor que los científicos y los médicos especialistas.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Un manifestante antivacunas en un mitin del movimiento ultraconservador estadounidense Tea Party. Imagen de Fibonacci Blue / Flickr / CC.

Claro que tantos resultados en la misma dirección no pueden obedecer a la simple casualidad; y es que, de hecho, todos ellos responden a un fenómeno detallado en 1999 por los psicólogos David Dunning y Justin Kruger. El llamado efecto Dunning-Kruger consiste en la incapacidad de valorar el propio conocimiento sobre algo que en realidad se desconoce; o dicho de otro modo, es la ignorancia de la propia ignorancia.

No se aplica solo a las materias científicas: el estudio de Dunning y Kruger describió el efecto aplicado a campos tan diversos como el conocimiento de la gramática inglesa, el razonamiento lógico y la habilidad para el humor. En resumen, el efecto Dunning-Kruger es una denominación más elegante y científica para lo que en este país viene conociéndose de forma vulgar e insultante como cuñadismo.

Según Fernbach, esta “psicología del extremismo” es difícilmente curable, ya que se da la paradoja de que quienes más necesitan conocimientos son quienes menos dispuestos están a adquirirlos, ya que se creen sobrados de ellos. Por tanto, lo más probable es que continúen cómodamente sumergidos en su ignorada ignorancia; otra razón más para explicar por qué la difusión de la ciencia no basta para acabar con las pseudociencias.

Al final, hemos llegado a descubrir lo que ya había descubierto Sócrates hace más de 24 siglos: el verdadero conocimiento comienza por ser consciente de la propia ignorancia. A partir de ahí, podemos empezar a aprender.

Bisfenol A, vacunas… Sin educación científica, es el país de los ciegos

Decía Carl Sagan que hoy una verdadera democracia no es posible sin una población científicamente educada. “Científicamente” es la palabra clave, la que da un sentido completamente nuevo a una idea que a menudo se ha aplicado a otra educación, la cultural.

Pero en cuanto a esto último, no por muy repetido es necesariamente cierto. Al fin y al cabo, la cultura en general es una construcción humana que no acerca a ninguna verdad per se; y sabemos además, creo que sin necesidad de citar ejemplos, que a lo largo de la historia pueblos razonablemente cultos han regalado su libertad en régimen de barra libre a ciertos sátrapas. Por tanto, es como mínimo cuestionable que cultura equivalga a democracia.

En cambio, la realidad –el objeto del conocimiento científico– no es una construcción humana, sino una verdad per se. A veces ocurre que cuando hablamos de “la ciencia” parece que nos estamos refiriendo a una institución, como “el gobierno” o “la Iglesia”. Pero no lo es; la ciencia es simplemente un método para conocer la realidad; por tanto, “la ciencia dice” no es “el gobierno dice” o “la Iglesia dice”; no es algo que uno pueda creer o no. “La ciencia dice” significa “es” (por supuesto, la ciencia progresa y mejora, pero también rectifica y se corrige; está en su esencia, a diferencia del gobierno y la Iglesia).

Por ejemplo, a uno puede gustarle más un color u otro, pero la existencia de la luz es incuestionable; no es algo opinable. Y sin embargo, la falta de un conocimiento tan obvio podría llevar a una visión deformada del mundo. Así lo contaba H. G. Wells en su relato El país de los ciegos, en el que un montañero descubre un valle andino aislado del mundo cuyos habitantes nacen sin la facultad de ver. El montañero, Núñez, trata de explicarles la visión, pero se encuentra con una mentalidad cerrada que solo responde con burlas y humillaciones. Así, Núñez descubre que en el país de los ciegos el tuerto no es el rey, sino un paria y un lunático.

Imagen de pixabay.com.

Imagen de pixabay.com.

Ignoro cuál era el significado que Wells pretendía con su relato. Se ha dicho que el autor quería resaltar el valor de la idiosincrasia de otras culturas, por extrañas o absurdas que puedan parecernos, y la necesidad de respetarlas sin imponer la nuestra propia. Lo cual podría ser una interpretación razonable… si el autor fuera otro.

Pero no encaja con Wells. Científico antes que escritor, era un entusiasta de las posibilidades de la ciencia para mover el mundo y mejorar las sociedades. En una ocasión escribió sobre el “poder cegador” que el pasado puede tener en nuestras mentes. Y por si quedara alguna duda, en 1939 añadió un nuevo final a su relato de 1904: en la versión original, Núñez terminaba escapándose sin más. Sin embargo, en su posterior director’s cut contaba cómo Núñez, en su huida, observaba que un corrimiento de tierra amenazaba con arrasar el valle. Advertía a sus habitantes, pero una vez más se reían de aquella imaginaria facultad suya. Como resultado, el valle quedaba destruido. Así, parece claro que El país de los ciegos no habla de la multiculturalidad, sino de la ignorancia frente a la ciencia: Núñez puede equivocarse, pero ve.

Si este es el verdadero sentido del relato, entonces Wells se adelantó una vez más a su tiempo, como hacía en sus obras de ciencia ficción. En su día mantuvo un acerado debate con George Orwell, un escéptico de la ciencia –1984 es una distopía tecnológica, con sus telepantallas al servicio del Gran Hermano–. Ambos vivieron en una época de grandes cambios; uno de ellos fue que la ciencia dejó de ser algo que solo interesaba a los científicos, con sus discusiones sobre la estructura de los átomos y la evolución de las especies, para comenzar a estar cada vez más implicada en las cosas que afectan a la gente: en aquella época, Segunda Guerra Mundial, podían ser cosas como el triunfo contra las infecciones –la penicilina–, la energía –el petróleo– o la tecnología bélica –la bomba atómica–.

Años después, fue Sagan quien recogió este mismo testigo, porque la ciencia continuaba aumentando su implicación en esas cosas que afectan a la gente. En 1995, un año antes de su muerte, escribía en su libro El mundo y sus demonios:

Hemos formado una civilización global en la que la mayoría de los elementos más cruciales –transportes, comunicaciones y todas las demás industrias; agricultura, medicina, educación, entretenimiento, protección del medio ambiente; e incluso la institución democrática clave, el voto– dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos hecho las cosas de modo que casi nadie entiende la ciencia y la tecnología. Esta es una prescripción para el desastre. Podemos salvarnos durante un tiempo, pero tarde o temprano esta mezcla combustible de ignorancia y poder va a estallarnos en la cara.

Una aclaración esencial: con este discurso, Sagan no trataba de ponderar la importancia de la ciencia en la democracia. Bertrand Russell escribió que “sin la ciencia, la democracia es imposible”. Pero lo hizo en 1926; desde que existen la ciencia moderna y la democracia, han sido numerosos los pensadores que han trazado sus estrechas interdependencias. Pero lo que Sagan subrayaba –y junto a él, otros como Richard Feynman– es la imperiosa necesidad de una cultura científica para que la población pueda crecer en libertad, a salvo de manipulaciones interesadas.

Hoy ese repertorio de cosas de la ciencia que afectan a la gente no ha cesado de crecer y hacerse más y más prevalente. El cambio climático. La contaminación ambiental. Las nuevas epidemias. Las enfermedades emergentes. Las pseudomedicinas. El movimiento antivacunas. La nutrición sana. El riesgo de cáncer. La salud cardiovascular. El envejecimiento, el párkinson y el alzhéimer. Internet. Los teléfonos móviles. Y así podríamos continuar.

Y sin embargo, no parece evidente que el nivel de cultura científica haya crecido, lo que no hace sino subir la temperatura de esa mezcla combustible de la que hablaba Sagan. Cualquier estudio irrelevante que no ha descubierto nada nuevo puede disfrazarse de noticia, y venderse arropándolo convenientemente con un titular suficientemente alarmista. La manipulación explota el temor que nace de la ignorancia, y es rentable; los clics son dinero. Porque en realidad, ¿quién diablos sabe qué es el bisfenol A?

Un ticket de papel térmico. El calor hace que se oscurezca. Imagen de IIVQ - Tijmen Stam / Wikipedia.

Un ticket de papel térmico. El calor hace que se oscurezca. Imagen de IIVQ – Tijmen Stam / Wikipedia.

El del bisfenol A (BPA) –y aquí llega la percha de actualidad– es uno de los dos casos de esta semana que merece la pena comentar sobre esas cosas de la ciencia que afectan a la gente. Con respecto a los riesgos del BPA, nada ha cambiado respecto a lo que conté aquí hace más de cuatro años, y recuerdo: «La exposición típica al BPA procedente de todas las fuentes es unas 1.000 veces inferior a los niveles seguros establecidos por las autoridades gubernamentales en Estados Unidos, Canadá y Europa».

Y por otra parte, descubrir que los tiques de la compra contienen BPA es como descubrir que el zumo de naranja lleva naranja; el BPA se emplea como revelador en la fabricación del papel térmico, no aparece ahí por arte de magia. En resumen, un titular como «No guarde los tiques de compra: contienen sustancias que provocan cáncer e infertilidad» es sencillamente fake news, aunque se publique en uno de los diarios de mayor tirada nacional.

El segundo caso tiene implicaciones más preocupantes. Esta semana hemos sabido que una jueza ha dado la razón a una guardería municipal de Cataluña que denegó la admisión a un niño no vacunado por decisión de sus padres. Casi sobra mencionar que en este caso la ignorancia cae de parte de los padres, convirtiéndolos en víctimas fáciles de la manipulación de los movimientos antivacunas. Al parecer, durante la vista los padres aseguraron que los perjuicios de la vacunación superan a sus beneficios, como si el beneficio de conservar a su hijo vivo fuera superable.

Por suerte, en este caso la jueza ha actuado bien informada, denegando la matriculación del niño por el riesgo que comportaría para sus compañeros. Pero no siempre tiene por qué ser así. A los jueces no se les supone un conocimiento científico superior al nivel del ciudadano medio. Y si este nivel es excesivamente bajo, las repercusiones de esta carencia pueden ser especialmente graves en el caso de quienes imparten justicia, ya que un juez con una educación científica deficiente puede también ser víctima de manipulación por parte de presuntos asesores o peritos guiados por intereses anticientíficos.

Mañana contaré otro caso concreto de cómo la falta de información y formación científica es la raíz de uno de los mitos más clásicos y extendidos sobre cierto avance tecnológico de nuestro tiempo.

El cómico John Oliver habla sobre las vacunas, y no se lo pierdan

Decía Carl Sagan que en ciencia es frecuente comprobar cómo un científico cambia de parecer y reconoce que estaba equivocado, cuando las pruebas así lo aconsejan. Y que aunque esto no ocurre tanto como debería, ya que los científicos también son humanos y todo humano es resistente a abandonar sus posturas, es algo que nunca vemos ocurrir en la política o la religión.

Imagen de YouTube.

Imagen de YouTube.

Los que tratamos de adherirnos a esta manera de pensar, sea por formación científica o por tendencia innata, que no lo sé, solemos hacerlo con cierta frecuencia. Personalmente, durante años estuve convencido de que la solución a la creencia en las pseudociencias estaba en más educación científica y más divulgación. Hasta que comencé realmente a indagar en lo que los expertos han descubierto sobre esto. Entonces me di cuenta de que mi postura previa era simplista y poco informada, y cambié de parecer.

Resulta que los psicólogos sociales descubren que los creyentes en las pseudociencias son generalmente personas con un nivel educativo y un interés y conocimiento científicos comparables al resto. Resulta que los mensajes públicos basados en las pruebas científicas no solo no descabalgan de sus posturas a los creyentes en las pseudociencias, sino que incluso les hacen clavar más los estribos a su caballo. Resulta que los psicólogos cognitivos y neuropsicólogos estudian el llamado sesgo cognitivo, un mecanismo mental por el cual una persona tiende a ignorar o minimizar toneladas de pruebas en contra de sus creencias, y en cambio recorta y pega en un lugar prominente de su cerebro cualquier mínimo indicio al que pueda agarrarse para darse la razón a sí misma. Es, por ejemplo, la madre de un asesino defendiendo pese a todo que su hijo es inocente, aunque haya confesado.

Pero el sesgo cognitivo no solo actúa a escala personal, sino también corporativa, en el sentido social de la palabra, como identificación y pertenencia a un grupo: parece claro que muchas organizaciones ecologistas jamás de los jamases reconocerán las apabullantes evidencias científicas que no han logrado, y mira que lo han intentado, demostrar ningún efecto perjudicial de los alimentos transgénicos. Lo cual aparta a muchas organizaciones de lo que un día fue una apariencia de credibilidad científica apoyada en estudios. Y tristemente, cuando esa credibilidad científica desaparece, a algunos no nos queda más remedio que apartarnos de esas organizaciones: si niegan los datos en una materia, ¿cómo vamos a creérselos en otras?

El neurocientífico y divulgador Dean Burnett me daba en una ocasión una interesante explicación evolutiva del sesgo cognitivo. Durante la mayor parte de nuestra historia como especie, decía Burnett, aún no habíamos descubierto la ciencia, la experimentación, la deducción, la inducción, la lógica. En su lugar, nos guiábamos por la intuición, la superstición o el pensamiento mágico. Desde el punto de vista de la evolución de nuestro cerebro, apenas estamos estrenando el pensamiento racional, y todavía no acabamos de acostumbrarnos; aún somos niños creyendo en hadas, duendes y unicornios.

Así, la gente en general no piensa como los científicos, me decían otros. No es cuestión de mayor o menor inteligencia, ni es cuestión de mejor o peor educación. De hecho, muchas personas educadas tratan de disfrazar sus sesgos cognitivos (y todos los tenemos) bajo una falsa apariencia de escepticismo racional, cuando lo que hacen en realidad es lo que uno de estos expertos llamaba «pensar como un abogado», o seleccionar cuidadosamente (en inglés lo llaman cherry-picking) algún dato minoritario, irrelevante o intrascendente, pero que juega a su favor. Un ejemplo es este caso tan típico: «yo no soy [racista/xenófobo/machista/homófobo/negacionista del holocausto/antivacunas/etc.], PERO…».

Estos casos de sesgos cognitivos disfrazados, proseguían los expertos, son los más peligrosos de cara a la sociedad; primero, porque su apariencia de acercamiento neutral y de escepticismo, de no ceñirse a un criterio formado a priori, es más poderosa a la hora de sembrar la duda entre otras personas menos informadas que una postura fanática sin tapujos.

Segundo e importantísimo, porque el disfraz a veces les permite incluso colarse en la propia comunidad científica. Es el caso cuando unos pocos científicos sostienen un criterio contrario al de la mayoría, y son por ello destacados por los no científicos a quienes no les gustan las pruebas mayoritarias: ocurre con cuestiones como el cambio climático o los transgénicos; cuando hay alguna voz discrepante en la comunidad científica, en muy rarísimas ocasiones, si es que hay alguna, se trata de un genio capaz de ver lo que nadie más ha logrado ver. Es mucho más probable que se trate de un sesgo disfrazado, el del mal científico que no trata de refutar su propia hipótesis, como debe hacerse, sino de demostrarla. Pero hay un caso aún peor, y es el del científico corrupto guiado por motivaciones económicas; este fue el caso de Andrew Wakefield, el que inventó el inexistente vínculo entre vacunas y autismo.

He venido hoy a hablarles de todo esto a propósito del asunto antivacunas que comenté ayer, porque algunas de estas cuestiones y muchas otras más están genialmente tratadas en este vídeo que les traigo. John Oliver es un cómico, actor y showman inglés que presenta el programa Last Week Tonight en la HBO de EEUU. Habitualmente Oliver suele ocuparse de temas políticos, pero de vez en cuando entra en harina científica. Y sin tener una formación específica en ciencia, es un paladín del pensamiento racional y de la prueba, demostrando una lucidez enorme y bastante rara entre las celebrities. Y por si fuera poco, maneja con maestría esas cualidades que solemos atribuir al humor británico.

Por desgracia, el vídeo solo está disponible en inglés, así que deberán conocer el idioma para seguirlo, pero los subtítulos automáticos de YouTube les ayudarán si no tienen el oído muy entrenado. Háganme caso y disfrútenlo: explica maravillosamente la presunta polémica de las vacunas, tiene mucho contenido científico de interés, y además van a reírse.