La esclavitud subsiste aún hoy, en el siglo XXI, aunque poco o nada se hable de ella. Las milicias hutus, conocidas como FDRL, secuestran a jóvenes y las llevan a los campamentos situados en la República Democrática del Congo desde los que dicen luchar para recuperar el poder en Ruanda.
– Había unos 70 soldados y 20 chicas, entre las que estaba yo – explica Nsimire Aimerida, que acaba de cumplir 18 años.
– ¿Cómo pasabas el día?
– Cocinaba, limpiaba. Si lo que hacía no les gustaba, me pegaban.
– ¿Tenías una buena relación con las otras chicas?
– Si no hubiese sido por ellas, me habría suicidado.
– ¿Abusaban de ti los soldados?
– Sólo dos, los que me habían sacado de mi casa.
– ¿Recuerdas sus nombres?
– Uno se llamaba Robert y el otro, Gasone.
– ¿Qué edad tenían?
– Más o menos como él – responde Nsimire, señalando a Selemani, mi traductor, que tiene 48 años.
– ¿Alguna vez te trataban bien?
– Sí, pero yo no confiaba en ellos. No olvidaba que habían sido ellos los que había asesinado a mi padre y a mis hermanos.
Historia de un secuestro
Nsimire no había cumplido los 13 años cuando la arrancaron de su casa durante la noche. Su madre, que también se llama Nsimire, y que tiene 37 años, recuerda lo sucedido: “Vivíamos en Kaniola, en un pueblo llamado Mwirama. Varios hombres entraron a nuestra casa al amanecer. A mí me ataron a un palo, me llevaron fuera y me violaron. Yo escuchaba gritos en el interior de la casa pero no sabía qué estaba pasando”.
Antes de partir hacia la selva con los cuatro niños de la familia, los soldados prendieron fuego a la vivienda. El marido de Nsimire murió calcinado. “Cuando pude soltarme de las ataduras, ya poco quedaba de la casa. Cogí con todas mis fuerzas el cuerpo de mi esposo y lo saqué. Después caminé como pude, porque me habían pegado mucho en las piernas y en la espalda, en busca de ayuda”.
Nsirime vagó por iglesias e instituciones públicas. Lo había perdido todo. Y no sabía si alguno de sus cuatro hijos seguía con vida aún. La respuesta le llegó un año más tarde, cuando el Ejército congoleño atacó el cuarte del FDRL liberando a la veintena de jóvenes que permanecían como esclavas.
“Por una parte estaba feliz de encontrar a mi hija con vida, por otra, me sentía destrozada de saber que mis otros pequeños habían muerto”, explica Nsimire (madre), que también descubrió en ese momento que iba a ser abuela, pues Nsimire (hija) entraba en el quinto mes de embarazo.
“La noche en que nos secuestraron, los soldados primero mataron a mi padre de un disparo, cuando el trató de protegernos. Después, me usaron a mis hermanos y a mí para cargar hacia el cuartel las cosas de nuestra casa. En el camino los fueron matando uno a uno. Sólo yo sobreviví”, recuerda Nsimire (hija).
Dios te ama
Ahora viven en una chabola situada en las afueras de Bukavu. El poco dinero que tienen lo ganan vendiendo lechuga en el mercado de Panzi. Pasan buena parte del día juntas: madre, hija y nieta.
– ¿Alguna vez piensas en quién es el padre de tu hija, en que es uno de los hombres que te causó tanto daño a ti y a tu familia?
– No, yo sólo veo a mi hija, y lo único que quiero es lo mejor para ella. Sacarla de aquí, de la pobreza, darle una vida mejor. No pienso en otra cosa.
La pequeña corre, juega con otros niños en la calle, mientras hacemos la entrevista. En cada ocasión que visito a su madre y a su abuela, se muestra sonriente, cariñosa. Cuando les pregunto qué quiere decir su nombre, Asima, me explican: “Dios te ama”.