Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Entre las sombras de un decadente hotel del Congo

Otro cambio de escenario, otra habitación de hotel. Una vez más, en las primeras horas de la mañana, en el fugaz tránsito del sueño a la vigilia, un decorado confuso, de señales contradictorias, que no resultan fáciles de descifrar.

El papel que cubre las paredes, ennegrecido por el tiempo, se dobla en las esquinas como un viejo papiro egipcio. El techo, remendado con tablas de madera, cuelga sobre nuestras cabezas soltando gotas de agua que dicen «allá voy» y que, dando vueltas sobre sí mismas, se lanzan en picado contra el suelo.

La sensación de decadencia, la insoslayable presencia de la humedad, se vuelven aún más acusadas durante la noche, cuando la falta de electricidad deja al viejo caserón en penumbras.

Como soy el único huésped, el encargado me da la llave de entrada al hotel en caso de que me apetezca salir a caminar. Es un hombre arrugado, erosionado por el paso de los años, que viste una americana oscura, demasiado grande para su declinante osamenta.

Entre sombras del pasado

Por momentos veo, a través de la puerta entreabierta, el resplandor de la vela con que se ilumina al caminar por el pasillo en dirección al baño que compartimos (y en el que nada parece funcionar).

Oigo el crepitar de la radio a transistores que lleva encendida desde bien entrada la mañana. Noticias en francés que hablan del acuerdo de paz, de los rebeldes hutus, que se encuentran no muy lejos de aquí, en el bosque.

Cuando me meto en el saco de dormir, pues las sábanas están tan viejas que parecen de cartón, cierro los ojos y pienso que sería el escenario perfecto para una película de terror.

No sé si es debido a la sugestión que me produce el sitio, pero en la penumbra creo escuchar otros sonidos, también en francés. Las voces de aquellos belgas que hace medio siglo fueron los amos de estas tierras, que se reunían en este mismo caserón – en el gran salón con vistas al valle en el que permanecen intactas las sillas de cuero, los cuadros, los candelabros – a discutir sobre la flora y la fauna que creían suyas.

Sin dinero para investigar

Ayer reflexionábamos sobre cómo la violencia obstruye toda posibilidad de progreso en algunos lugares del mundo. En ningún otro sitio del Congo he sentido de forma más acusada esta certidumbre que en los edificios del Parque Nacional Kahuzi-Biega, que en su momento fuera el mayor centro de investigación científica de toda África.

Hoy las instalaciones se caen a pedazos. El hotel, la biblioteca, la sala de clasificación de aves, de mamíferos. En esta última, que también sería un buen escenario para un film de terror, se encuentra una recopilación de decenas de miles de ejemplares que observan a la nada con perplejidad, cubiertos de polvo, con las etiquetas aún en francés colgando de los huesos.

Y aquellos investigadores locales que en algún momento viajaron por el mundo para dar conferencias , y que ahora son ancianos sin sueldo, sin dinero para comprar formol, para arreglar los libros, para conseguir siquiera lápiz y papel, mucho menos aún ordenadores.

Los escucho recordar aquellos tiempos gloriosos. Los escucho quejarse de la falta de recursos. Vislumbro la dignidad de muchos de ellos, que siguen viniendo a trabajar cada día, aunque antes de dejarlos me pidan una propina.

Pienso en cómo la guerra, y su consecuente miseria, confisca, detiene, paraliza, tantos destinos; cómo lanza los relojes en una irrefrenable carrera hacia el pasado.

Las españolas que rescatan a los chimpancés del Congo

Al verme entrar al santuario, los chimpancés adultos comienzan a saltar, a escupir. Agitan los brazos en el aire, se golpean el pecho. Marcan su territorio. Demuestran al visitante que ellos son los que mandan en el grupo.

Un recibimiento diametralmente opuesto al que me dieron los pequeños chimpancés, a los que no se puede tocar para no contagiarles enfermedades, y que poco a poco en su nuevo hogar intentan recuperarse de las heridas que les provocaron los cazadores furtivos.

Dos guerras

Se podría afirmar que todo empezó después del genocidio de Ruanda , en 1994, cuando fueron asesinados 800 mil tusis y hutus moderados. Para evitar los ataques de las milicias Interahamwe, compuestas por hutus que huyeron al Congo al final del genocidio, las autoridades de Kigale realizaron dos intervenciones militares en el territorio de la nación vecina.

En 1997, las guerrillas tutsis apoyadas por Ruanda depusieron al régimen cleptómano por antonomasia de Mobutu Sese Seko, que había perdido el apoyo de EEUU tras la guerra fría, poniendo fin así a la que fuera conocida como Primera Guerra del Congo. Curioso hecho que un país tan pequeño, de apenas ocho millones de habitantes, lograse desestabilizar y someter nada menos que al antiguo Zaire.

Un año más tarde se enfrentaron a su antiguo aliado y líder nacional, Laurent Kabila, acusándolo de respaldar a los restos activos de los Interahamwe. En esta ocasión el avance fue bloqueado por tropas de Angola, Zimbabue y Namibia. De este conflicto, conocido como la Segunda Guerra del Congo, participaron nueves naciones y más de una veintena de facciones armadas.

Según Naciones Unidas, Ruanda, Uganda y Zimbabue aprovecharon la guerra para saquear los recursos minerales del Congo. Una vez más, el territorio expoliado hasta la nausea por Leopoldo II, bajo la coartada de una acción humanitaria, volvía a sufrir debido a sus extraordinarias riquezas naturales.

Aunque los enfrentamientos terminaron oficialmente en 2003, gracias a los acuerdos de Pretoria, lo cierto es que en la región de los Kivus la violencia continúa de la mano de grupos armados que dicen defender los intereses de sus grupos étnicos, y cuyo accionar también está íntimamente relacionado a la pugna por los recursos naturales (como los que tuvieron lugar en abril de este año entre los hutus y las tropas gubernamentales generando miles de nuevos desplazados).

Los conflictos que han estremecido a la República Democrática del Congo a lo largo de la última década provocaron el mayor número de muertos desde la Segunda Guerra Mundial. Se estima que casi cinco millones de personas perdieron la vida. La mayor parte de ellas como consecuencia del hambre y las enfermedades.

Salvar a los chimpances

Mientras preparo la agenda para tratar el tema de fondo sobre el que he venido aquí a escribir, la violación como arma de guerra, me dirijo a la ciudad de Lwiro, situada en las inmediaciones del Parque Nacional de Kahuzi-Biega, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1980 y conformado por más de 600 mil hectáreas.

La decadencia de esta zona protegida comenzó en los años 70, cuando los pigmeos fueron expulsados de su interior. Sin embargo, resultaron ser las dos guerras del Congo las que le dieron sus peores golpes, debido a los minerales que se extraen de sus entrañas y al accionar de las milicias hutus.

Allí descubro la labor de dos españolas, Carmen Vidal Marsal y Lorena Aguirre Cadarso, que han creado el Santuario de Primates de Lwiro. Con medios limitados y poniendo en riesgo su propia seguridad, luchan desde 2006 para sacar adelante a estos animales a los que esperan poder algún día devolver a su hábitat.

Pero el trabajo no se queda allí, a través de la ONG Coopera también han puesto en pie numerosos proyectos de cooperación ya que son conscientes de que el bienestar de la población circundante resulta fundamental para la protección del parque.

Una historia, de dos mujeres perdidas en la periferia del mundo, inmersas en un ambiente hostil, impredecible, que narraré detenidamente en próximas entradas del blog.