Otro cambio de escenario, otra habitación de hotel. Una vez más, en las primeras horas de la mañana, en el fugaz tránsito del sueño a la vigilia, un decorado confuso, de señales contradictorias, que no resultan fáciles de descifrar.
El papel que cubre las paredes, ennegrecido por el tiempo, se dobla en las esquinas como un viejo papiro egipcio. El techo, remendado con tablas de madera, cuelga sobre nuestras cabezas soltando gotas de agua que dicen «allá voy» y que, dando vueltas sobre sí mismas, se lanzan en picado contra el suelo.
La sensación de decadencia, la insoslayable presencia de la humedad, se vuelven aún más acusadas durante la noche, cuando la falta de electricidad deja al viejo caserón en penumbras.
Como soy el único huésped, el encargado me da la llave de entrada al hotel en caso de que me apetezca salir a caminar. Es un hombre arrugado, erosionado por el paso de los años, que viste una americana oscura, demasiado grande para su declinante osamenta.
Entre sombras del pasado
Por momentos veo, a través de la puerta entreabierta, el resplandor de la vela con que se ilumina al caminar por el pasillo en dirección al baño que compartimos (y en el que nada parece funcionar).
Oigo el crepitar de la radio a transistores que lleva encendida desde bien entrada la mañana. Noticias en francés que hablan del acuerdo de paz, de los rebeldes hutus, que se encuentran no muy lejos de aquí, en el bosque.
Cuando me meto en el saco de dormir, pues las sábanas están tan viejas que parecen de cartón, cierro los ojos y pienso que sería el escenario perfecto para una película de terror.
No sé si es debido a la sugestión que me produce el sitio, pero en la penumbra creo escuchar otros sonidos, también en francés. Las voces de aquellos belgas que hace medio siglo fueron los amos de estas tierras, que se reunían en este mismo caserón – en el gran salón con vistas al valle en el que permanecen intactas las sillas de cuero, los cuadros, los candelabros – a discutir sobre la flora y la fauna que creían suyas.
Sin dinero para investigar
Ayer reflexionábamos sobre cómo la violencia obstruye toda posibilidad de progreso en algunos lugares del mundo. En ningún otro sitio del Congo he sentido de forma más acusada esta certidumbre que en los edificios del Parque Nacional Kahuzi-Biega, que en su momento fuera el mayor centro de investigación científica de toda África.
Hoy las instalaciones se caen a pedazos. El hotel, la biblioteca, la sala de clasificación de aves, de mamíferos. En esta última, que también sería un buen escenario para un film de terror, se encuentra una recopilación de decenas de miles de ejemplares que observan a la nada con perplejidad, cubiertos de polvo, con las etiquetas aún en francés colgando de los huesos.
Y aquellos investigadores locales que en algún momento viajaron por el mundo para dar conferencias , y que ahora son ancianos sin sueldo, sin dinero para comprar formol, para arreglar los libros, para conseguir siquiera lápiz y papel, mucho menos aún ordenadores.
Los escucho recordar aquellos tiempos gloriosos. Los escucho quejarse de la falta de recursos. Vislumbro la dignidad de muchos de ellos, que siguen viniendo a trabajar cada día, aunque antes de dejarlos me pidan una propina.
Pienso en cómo la guerra, y su consecuente miseria, confisca, detiene, paraliza, tantos destinos; cómo lanza los relojes en una irrefrenable carrera hacia el pasado.