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El orangután madrileño que barre los cacahuetes

Hay en la muralla de la Torre de Londres un hueco parcialmente tapiado en el que, según cuenta un cartel colocado allí, se alojó en 1255 un elefante regalado por el rey Luis IX de Francia a su homólogo inglés, Enrique III. El animal, al parecer un trofeo de las Cruzadas, no era el único habitante no humano de la fortificación londinense. Veinte años antes se había fundado allí la Royal Menagerie, nombre extravagante para una especie de primitivo zoológico que causaba delicia y horror en la corte inglesa. Lo que hoy causa horror es comprobar el espacio vital del que disfrutaba, o más bien padecía, el elefante, que vivía casi literalmente emparedado con una tronera en la muralla para sacar la cabeza. No es de extrañar que el animal sobreviviera apenas tres años, una muerte prematura a la que al parecer contribuyó notablemente el vino tinto que le daban para beber.

Pero casos como el anterior no pertenecen exclusivamente a los oscuros tiempos medievales. Hasta muy bien entrado el siglo pasado aún perduraban instalaciones zoológicas donde los animales vivían hacinados y alienados, lo que les provocaba comportamientos agresivos que, por otra parte, encandilaban a los visitantes. Así no es de extrañar que la idea de las fieras salvajes fuera un terreno idóneo para las historias de terror, como en el cuento de Edgar Allan Poe Los crímenes de la calle Morgue, en el que un orangután en fuga asesinaba sádicamente a dos mujeres. En la visión clásica, se tomaba por perversión animal lo que no era más que el resultado de la tortura del cautiverio.

Una de aquellas instalaciones que confinaban a los animales entre barrotes y cemento fue la Casa de Fieras del Retiro de Madrid, clausurada en 1972 cuando se construyó el Parque Zoológico de la Casa de Campo, hoy Zoo Aquarium de Madrid. En su día, el entonces nuevo zoo fue considerado un modelo de innovación para el bienestar de los animales, con sus recintos abiertos, espaciosos y diseñados de acuerdo a las necesidades de cada especie. Con todo, no es un secreto que una parte de la opinión pública abomina de cualquier clase de parque zoológico, y esta es una controversia que gradualmente ha ido desplazando la percepción general hacia una mayor exigencia, incluso intransigencia, en el mantenimiento de animales salvajes en cautividad. No pretendo entrar en esta polémica, al menos hoy. Pero resulta reconfortante comprobar cómo el Zoo de Madrid ha ido prescindiendo de especies para las que se ha demostrado que el cautiverio es enormemente perjudicial, como los elefantes africanos. Aquel guepardo que daba vueltas tristemente a su pequeño recinto circular como los presos de la película El expreso de medianoche también hace tiempo que desapareció del zoo madrileño.

Un orangután en el zoo de Schönbrunn, en Viena. Foto de Zyance vía Wikipedia.

Un orangután en el zoo de Schönbrunn, en Viena. Foto de Zyance vía Wikipedia.

Un caso especial es el de los grandes simios. No cabe duda de que la elevada inteligencia de estos animales hace que chirríe aún más la idea de una prisión inmerecida de por vida. Cuando uno se detiene a observar a los gorilas, chimpancés y orangutanes, siempre se escucha de alguien el mismo comentario: «si es que parecen personas». También se puede argumentar que precisamente su cercanía evolutiva a los humanos los hace más aptos para convivir con nosotros en unas condiciones que ellos no sufren como una condena, sino como una existencia privilegiada donde se atienden todas sus necesidades, se les curan sus enfermedades, se les mantiene en sus grupos familiares naturales y se les ofrecen diversión y estímulo para su intelecto. Tampoco pretendo suscitar esta polémica. Pero no niego que la visión de los simios cautivos me produce cierta tristeza.

Todo esto viene a cuento de mi última visita al zoo de Madrid, el fin de semana pasado, y del comportamiento de un orangután que nos dejó atónitos a quienes lo observábamos. La capacidad de estos animales de utilizar herramientas es algo documentado ya desde los años 70 del siglo XX por la primatóloga Birute Galdikas. Pero una cosa es leerlo o verlo en un documental, y otra muy diferente contemplarlo en vivo y en directo. El orangután al que me refiero, un viejo macho con grandes orejeras, estaba sentado junto a la verja del recinto sin prestarnos la menor atención a los humanos que nos arremolinábamos allí, concentrado en la tarea de hacerse con unos cacahuetes que algún visitante desaprensivo había arrojado y que habían caído fuera de su alcance, al otro lado de la valla. Lo más sorprendente es que el orangután no empleaba solo una herramienta, sino dos: en primer lugar, utilizaba un tallo de bambú con raíces a modo de escoba para barrer el suelo y acercarse los cacahuetes hasta el cercado. Hecho esto, dejaba a un lado este utensilio y agarraba un palito más fino con el que hacía pasar los cacahuetes por el estrecho hueco que quedaba entre la valla y el suelo. Y así, cambiando de instrumento según lo necesario en cada momento, estuvo un buen rato hasta que se hizo con todos los cacahuetes y se los zampó, no sin antes pelarlos diestramente.

Por desgracia, no tenía a mano un smartphone con el que grabar un vídeo del increíble espectáculo, algo que me habría encantado. Pero conductas como esta nos recuerdan una vez más que con los grandes simios nos enfrentamos a un terreno éticamente cenagoso, porque estos animales son lo suficientemente inteligentes para vivir entre nosotros e imitarnos, pero no lo bastante para decirnos si es eso lo que realmente quieren.

Los increíbles elefantes menguantes (hasta que desaparezcan por completo)

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Rematé mi post anterior con la sensación de haber dejado un dobladillo sin coser. Pero decidí detenerme ahí consciente de que, como Stephen King, padezco una cierta elefantiasis literaria que mi médico, si lo tuviera, me recomendaría controlar. Y precisamente de elefantes se trata. Decíamos ayer que los elefantes de la Península Ibérica se extinguieron, y que un equipo de investigadores daneses propone la entre audaz y descacharrante idea de reintroducirlos en las reservas naturales europeas. ¿Sería concebible-viable-aconsejable que un excursionista en la sierra madrileña se topara con una trompa husmeando en su táper de tortilla?

Bromas aparte, lo cierto es que uno de los grandes factores de riesgo que amenazan de extinción a los elefantes es precisamente el conflicto con los humanos por el territorio. En países como Kenya, estos grandes mamíferos invaden con frecuencia los campos de cultivo en busca de alimento, lo que pone en riesgo tanto sus vidas como las de los granjeros que tratan de disuadirlos. Una realidad a menudo soslayada, pero inexorable, es que desarrollo y conservación de la fauna no son objetivos fácilmente conciliables. La prueba es que la megafauna ha desaparecido prácticamente de todas las regiones industrializadas del mundo (aunque fue la agricultura la que inició la ofensiva). Los países africanos, que poquísimo a poquísimo van abandonando el pozo de olvido y miseria en el que han estado sumidos, se enfrentan a un dilema al que aún nadie ha encontrado respuesta.

Y mientras el progreso avanza, la fauna merma. Los últimos datos del Amboseli Trust for Elephants, una de las ONG más destacadas del mundo en la conservación de los proboscídeos (que ya no paquidermos) y la más veterana en la investigación de estos animales, no son alentadores: el último censo de este año del ecosistema Tsavo-Mkomazi, una porción de Kenya y Tanzania que casi iguala la extensión de la Comunidad Autónoma de Aragón, ha contado un total de 11.000 elefantes, 1.500 menos que en el recuento previo de hace tres años. Tanzania ha perdido la mitad de su población de elefantes desde 2007, y se teme la extinción total en un plazo de siete años si no se toman medidas urgentes. Gabón ha sufrido una reducción de un tercio en el último decenio, y la cuenca del Congo ha visto desaparecer el 65% de sus elefantes en seis años.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Elefantes en el Parque Nacional de Amboseli (Kenya). Javier Yanes.

Por supuesto, la principal amenaza es la caza furtiva. En febrero de este año, Estados Unidos anunció un veto al comercio de marfil, una decisión que fue apludida en los círculos conservacionistas, pero aún queda mucho camino por recorrer. Mientras, la ciencia continúa aportando nuevas y sorprendentes revelaciones sobre la privilegiada inteligencia de los elefantes, como recopilan dos recientes artículos en la revista Scientific American (aquí y aquí), lo que a su vez engorda el debate ético sobre la pertinencia de mantener enjaulados en zoológicos a animales que son capaces de recordar caras durante años, de reconocerse a sí mismos y a sus parientes, de relacionarse socialmente mediante un complejo sistema de comunicación e incluso de practicar rituales funerarios en honor a sus muertos.

Como muestra, dos videobotones. En el primero se descubre cómo un elefante es capaz de buscar y emplear un escalón para atrapar comida que está fuera de su alcance, una habilidad para resolver problemas empleando herramientas que hasta ahora solo se había confirmado en primates, en algunas aves y en ciertas especies marinas. En el segundo, dos elefantes cooperan para acceder al alimento tirando de sendas cuerdas al mismo tiempo.

Para terminar, y dado que en este blog me he comprometido a practicar mi (aparentemente rara) costumbre de mezclar ciencias y letras, ahí va un relato alusivo: De elefantes y hombres. Me permití el atrevimiento de parafrasear a Steinbeck en el título de este cuento que escribí hace diez años para la difunta revista de viajes Lunas de Miel. Por desgracia, su mensaje continúa siendo tan plenamente válido como entonces, y lo será mientras los elefantes sigan menguando hasta que desaparezcan por completo de nuestra vista.