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Más sobre carne y cáncer: la falacia química ataca de nuevo

Es prácticamente inviable que un mensaje llegue por un medio a un destinatario cuando el emisor no sabe hablar y el receptor no sabe escuchar. Más aún cuando, además, el mensaje ha quedado completamente distorsionado por el medio. Cuánta razón tenía McLuhan.

Imagen de Dirk Vorderstraße / Wikipedia.

Imagen de Dirk Vorderstraße / Wikipedia.

Ya expliqué en mi artículo precedente que el comunicado de la Organización Mundial de la Salud relativo al ya famosísimo asunto de la carne era de una infamia sin paliativos. Muy raramente le deseo a alguien el despido, ya que el cofre del tesoro de la edad moderna es un puesto de trabajo. Solo deseo que al funcionario que perpetró la confusa, contradictoria y alarmista nota de prensa sobre la relación entre carne y cáncer se le recoloque adecuadamente en un lugar donde no pueda hacer más daño a nadie. No sé, tal vez en una oficina de la OMS situada en uno de esos países donde se paga por usar los baños y a la entrada hay alguien que se encarga de cobrar la tarifa. Lo que esta persona soltó en los medios de todo el mundo fue lo más parecido a una bomba nuclear de desinformación. La devastación que ha provocado es casi irreparable.

Respecto a los medios, han transcurrido ya casi 72 horas desde el atentado informativo de la OMS, tiempo suficiente para que los principales comunicadores y líderes de opinión se hayan tomado la mínima molestia de consultar a fuentes autorizadas para saber qué mensaje transmitir a sus oyentes-lectores-espectadores. Y sin embargo, continúo descubriendo ángulos de tratamiento del asunto que son para echarse la mano a la frente. Ayer, en una emisora de radio escuché frases del siguiente jaez: «¿Y ahora, qué?» «¿Cómo se adaptarán las políticas?» «¿En qué cambiará nuestra forma de vida?»

Como decía mi abuela… Madre del amor hermoso.

Repito, insisto y recalco:

  1. Los indicios de una posible relación entre consumo de carne y cáncer se remontan por lo menos a hace 25 años. La novedad de esta semana es SOLO UNA CUESTIÓN DE NOMENCLATURA.
  2. Nadie se ha planteado enviar una nave al Sol para clavarle una pancarta advirtiendo de su riesgo cancerígeno, a pesar de que la exposición a su radiación es también un factor del Grupo 1 cuyos vínculos con el cancer son más sólidos y están mucho mejor fundamentados que los del consumo de carne. Quien toma el sol suele preocuparse por las quemaduras, no por el cáncer.
  3. Tampoco nadie ha comentado que las bebidas alcohólicas, entre otros factores aparentemente inocentes que repasé ayer, pertenecen al mismo Grupo 1. Seguimos bebiendo cerveza, vino, licores, y ninguno de ellos se vende con etiquetas advirtiendo sobre el cáncer. Quien bebe suele preocuparse por la cogorza y por su hígado, no por el cáncer.

Es evidente que los mensajes deformados emitidos por muchos medios han contribuido enormemente a amplificar la desinformación y la alarma creada en primer lugar por la OMS. Pero seamos justos. Vivimos en una sociedad en la que se ha universalizado el acceso inmediato, rápido y barato a la información. Solo hay que molestarse en buscarla y digerirla. En cambio, las reacciones manifestadas por muchos usuarios de la información en numerosos medios demuestran que una gran parte del público se está guiando mayoritariamente por el prejuicio.

La diferencia entre la ciencia y casi todo lo demás es que esta se guía por juicios, no por prejuicios. Einstein teorizó que nada puede viajar más rápido que la luz. Un físico podría defender esta premisa obstinadamente a lo largo de toda su carrera; y sin embargo, si algún día llegara a demostrarse que la velocidad superluminal es posible (y no lo descarten), ese científico cambiaría inmediatamente de postura sin ningún rubor ni vergüenza. Esto raramente suele ocurrir en la calle, en la sociedad, en la política. El pensamiento racional, razonado y razonable que caracteriza al Homo sapiens busca la prueba, comprende la prueba y se adapta a la prueba.

Sin embargo, el asunto de la carne ha servido para que muchos ciudadanos radicalmente desinformados desempolven viejos prejuicios impropios de una civilización inteligente y desarrollada. Y entre ellos, destaca una vez más la falacia química, esa idea de que «la naturaleza es buena y la química es dañina», que tanto yo como prácticamente todo periodista de ciencia, bloguero y adláteres de este planeta nos hemos visto obligados a tratar de derribar, siempre sin éxito.

En esta ocasión, la falacia química ha resucitado de entre los muertos (en realidad es un eterno zombi) con una forma parecida a lo siguiente: «Pues claro que la carne provoca cáncer, es por todas las mierdas que le meten, hormonas, aditivos…». Y a veces se remata con un estrambote del estilo: «Yo solo como chorizo de mi pueblo, todo natural, ese sí que es sanísimo y no da cáncer».

Para colocar la guinda, ayer un alto representante de la UE compareció ante la prensa para asegurar que la carne a la venta en la Unión cumple con todos los estándares sanitarios de seguridad, contribuyendo a avivar la noción (rematadamente falsa) de que el vínculo entre carne y cáncer depende de la calidad del género, o de que «algo le echan».

A ver. No, no y no.

Los compuestos de la carne imputados con el posible delito de cáncer en primer grado son, en su mayoría, sustancias como las aminas heterocíclicas y los hidrocarburos policíclicos, que aparecen tras el proceso de cocinado por transformación de los propios componentes intrínsecos y naturalísimos de la carne. No son «mierdas». No son aditivos ni hormonas. Solo las nitrosaminas pueden proceder de aditivos, los nitritos, que se emplean en los procesos de curado. Pero primero, la mayoría de los nitritos que consumimos no provienen de la carne, sino de la verdura y la fruta. Y segundo, los nitritos empleados para conservar la carne son imprescindibles, ya que se añaden para evitar el crecimiento del Clostridium botulinum, la bacteria causante del botulismo. El botulismo es una enfermedad mortal. Ustedes verán.

Pero ¿cómo puede ser que un alimento natural provoque cáncer?, se preguntará alguien.

Quédense con esta idea: en realidad, casi cualquier cosa puede provocar cáncer. De hecho, el cáncer puede incluso provocarse solo. Lo que hacen los estudios epidemiológicos y experimentales es tratar de determinar qué sustancias y compuestos pueden hacerlo de forma más consistente, frecuente y eficaz.

Microscopía electrónica de barrido de una célula HeLa. Imagen de NIH.

Microscopía electrónica de barrido de una célula HeLa. Imagen de NIH.

En los laboratorios de biología se cultivan líneas celulares inmortalizadas, capaces de dividirse indefinidamente. Son células cancerosas. De hecho, algunas proceden de cánceres reales, como la línea HeLa, obtenida del tumor de una mujer llamada Henrietta Lacks que murió en 1951 a causa de su enfermedad. Si extraemos células de nuestro cuerpo y las ponemos en cultivo, no tardarán en morir, ya que están sujetas a una especie de programa de caducidad llamado senescencia. Los científicos emplean diversos procedimientos, como el uso de ciertos virus, para convertir estas células en inmortales. Pero también puede suceder que una célula de un cultivo ex vivo, obtenido de un humano o animal, sufra espontáneamente una mutación que la inmortalice. Sin ningún estímulo aparente.

El resumen de la cuestión es que el cáncer no es una enfermedad al estilo de lo que solemos entender por enfermedad. El cáncer no es la malaria o la gripe; no es una perturbación temporal del organismo causada por la presencia temporal de un agente externo, mientras dura la presencia temporal del agente externo. El cáncer es más bien un defecto de fábrica (en los casos familiares) o una avería debida al largo uso (en los casos esporádicos). Es una forma infortunada de obsolescencia. Cuando una célula individual falla, pueden aparecer múltiples manifestaciones, pero todas ellas llevan a una de dos puertas: o la célula muere, o prolifera sin control. Lo primero no tiene ninguna repercusión. Lo segundo es un cáncer.

Cuanto más tiempo vivimos, y hoy vivimos mucho, multiplicamos estadísticamente la probabilidad de que una de nuestras células falle hacia la puerta número dos. Y naturalmente, cuanto peor uso demos a nuestra máquina, más aumentamos las posibilidades de avería. Pero no hay nada, repito, absolutamente nada, que nos proteja de la posibilidad de sufrir un cáncer. En estos días escucharán infinidad de proclamas sin fundamento: que si el ajo, que si el aceite de tal cosa, que si no sé qué hierba. Si algo de esto les tranquiliza, tómenlo. Pero no podrán decir que nadie les avisó de que todo eso es sencillamente una engañosa, inmensa (y a veces interesada) pamplina.

La OMS, los medios y el público montan la feria de la carne

Parafraseando a Eslava Galán, esta es una historia de la carne que no va a gustar a nadie. El insólito circo de las salchichas, el beicon y el chuletón, que tal vez se convierta en un modelo para analizar en los cursos de periodismo de ciencia, es el resultado de una desafortunada concatenación de circunstancias en la que cada parte ha cumplido su obligada función, pero con graves defectos. Son estos defectos los que han inflado la carpa del circo de un modo que no sucedió por ejemplo en 1992, cuando el mismo organismo de la OMS incluyó la luz del Sol en el mismo Grupo I de carcinógenos al que ahora pertenece la carne procesada, ni en 2012, cuando se ratificó este dictamen. La función de este periodista de ciencia, seguro que también con sus defectos, es explicarlo. Y a ello voy.

Imagen de Steven Depolo / Wikipedia.

Imagen de Steven Depolo / Wikipedia.

La Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) es la rama de la Organización Mundial de la Salud dedicada a promover la colaboración internacional en el progreso científico del conocimiento del cáncer. Una de sus funciones es mantener reuniones periódicas en las cuales se revisa y se estudia la bibliografía científica respecto a los factores de riesgo. En función de los resultados derivados de estas investigaciones, la IARC encaja dichos factores en una de cinco categorías, desde el Grupo 1, carcinógenos para humanos, hasta el Grupo 4 (el 2 tiene A y B), probablemente no carcinógeno para humanos.

Para empezar a situar las cosas en su contexto adecuado, comencemos con una aclaración. ¿Imaginan cuántas sustancias comprende el Grupo 4, el supuestamente inofensivo?

Una.

La caprolactama, un intermediario en la fabricación del náilon, es la única sustancia analizada sobre la cual la IARC ha valorado que probablemente no es cancerígena para los humanos.

Es importante también precisar que hoy no existe ninguna prueba científica adicional sobre la posible carcinogenicidad del consumo de carne que no existiera ayer. Simplemente la IARC ha hecho su trabajo, reunirse (en este caso en Lyon, Francia), presentar, discutir y votar. El material considerado comprendía más de 800 trabajos en los que se ha investigado la correlación entre el consumo de carnes y la aparición del cáncer, y que se han ido publicando a lo largo de décadas. Hoy no toca insistir en ese mantra repetido con frecuencia en este blog: correlación no implica causalidad. Siempre con este principio ineludible en mente, la revisión de 800 estudios es casi lo más que uno puede acercarse a encontrar un apoyo científico para una hipótesis epidemiológica.

Cuando la IARC resuelve que existen suficientes indicios científicos consistentes para clasificar una sustancia o factor como carcinogénico, por mínimo que sea el aumento de los cánceres asociado a ese elemento, tiene la obligación lógica de clasificarlo dentro del Grupo 1. En el caso de la carne procesada, y según el resumen publicado en la revista The Lancet Oncology, se detectó una asociación positiva entre el consumo y la aparición de cáncer colorrectal en 12 de 18 estudios, mientras que para la carne roja solo se encontró esta correlación en aproximadamente la mitad de los ensayos revisados. En la votación, una mayoría de los 22 miembros del Grupo de Trabajo decidió incluir la carne procesada en el Grupo 1, mientras que las pruebas relativas a la carne roja se consideraron insuficientemente concluyentes, por lo que se asignó al Grupo 2A.

Hasta aquí, nada que objetar. Pero a continuación vienen los problemas.

En primer lugar, la IARC emite una nota de prensa sin haber publicado aún la monografía en la que detallará todos los resultados. El resumen aparecido en The Lancet Oncology es claramente insuficiente, ya que solo incluye un comentario general sin presentar los datos, la metodología empleada y sus resultados. Por lo tanto, ninguno de los expertos consultados estos días por los medios puede juzgar por sí mismo los resultados epidemiológicos bajo la imprescindible premisa científica del rigor.

En segundo lugar, la nota de prensa, difundida tanto en la web de la OMS como en la de la IARC, y distribuida convenientemente en varios idiomas, es una completa aberración. Bajo un titular que no comunica absolutamente nada (El Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer evalúa el consumo de la carne roja y de la carne procesada / Monografías de la IARC evalúan el consumo de la carne roja y de la carne procesada), la sensación inevitable es que alguien buscaba un ascenso al incluir entre los primeros párrafos la siguiente frase:

Los expertos concluyeron que cada porción de 50 gramos de carne procesada consumida diariamente aumenta el riesgo de cáncer colorrectal en un 18%.

Inevitablemente y de forma inmediata, los medios y la gente han echado cuentas: 50 gramos de carne al día, un 18% de riesgo de cáncer colorrectal. Por lo tanto, 100 gramos, un 36%. Y en consecuencia, si consumimos diariamente algo más de un cuarto de kilo de salchichas, tenemos una certeza absoluta del 100% de irnos al otro barrio a causa del cáncer.

Lo gritaría si esto fuera un videoblog, pero por desgracia ni siquiera puedo aumentar el tamaño de la tipografía.

¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NOOOOOO!!!!!!!!!!!!!!!!

Un aumento del 18% sobre el riesgo de base, si este es ínfimo, es tan solo algo un poco mayor que ínfimo, ligeramente por encima del «multiplícate por cero» de Bart Simpson.

Pero para rematar el despropósito, la nota de la OMS añade las siguientes declaraciones:

“Para un individuo, el riesgo de desarrollar cáncer colorrectal por su consumo de carne procesada sigue siendo pequeño, pero este riesgo aumenta con la cantidad de carne consumida”, dijo el doctor Kurt Straif, Jefe del Programa de Monografías del CIIC.

“Estos hallazgos apoyan aún más las actuales recomendaciones de salud pública acerca de limitar el consumo de carne”, dijo el doctor Christopher Wild, director del CIIC. «Al mismo tiempo, la carne roja tiene un valor nutricional».

Las declaraciones literales eran en este caso perfectamente prescindibles, ya que no aportan nada de luz sobre el asunto; al contrario, tanto las palabras de Straif como las de Wild son un no, pero sí, sí, pero no.

Esta mañana, una representante española de la OMS prácticamente ha acusado a los medios de «quedarse solo con el titular». ¿Cuál titular? ¿El de la nota de prensa? Obviamente, no. Pero ante el desastroso comunicado, confuso, contradictorio y alarmista, ningún medio se ha sustraído a hacer lo mismo que estaban haciendo todos los demás: abrir sus páginas, pantallas o minutos con titulares a cuál más bestia: La OMS alerta de que las salchichas son cancerígenas, Las salchichas son tan cancerígenas como el tabaco… Los medios cargan con su cuota de responsabilidad, porque titulares como estos son sencillamente engañosos.

Lo dicen los propios expertos del IARC: el riesgo es muy bajo. El Grupo 1 es como la lista de artículos prohibidos en el equipaje de mano de los aviones. Esta lista prohíbe llevar encima tijeras y bombas nucleares (de hecho, la lista no menciona estas últimas, que yo sepa), pero equiparar el poder mortífero de ambas sería sencillamente una inconmensurable torpeza, cuando no una manipulación interesada.

Para ilustrar un poco más cuán diferentes son las salchichas y el tabaco en el potencial cancerígeno según la definición de la IARC, fijémonos en otros factores de riesgo también incluidos en el mismo Grupo 1 y de los que ningún medio ha dicho ni pío:

La radiación solar (mencionada más arriba).

La polución atmosférica (aclaración: esto significa respirar el aire de las ciudades, no poner la boca en un tubo de escape, que mataría más rápidamente).

Los anticonceptivos orales (la píldora).

Los pescados en salazón, como el bacalao.

El serrín.

La terapia de estrógenos en la menopausia.

Las camas de bronceado.

El tamoxifeno, un fármaco que, curiosamente, se emplea en los tratamientos contra el cáncer de mama y que figura en la lista de medicamentos esenciales de la propia OMS.

O la exposición ocupacional de los pintores, alquitranadores, zapateros y muchos otros profesionales de varias industrias.

Por último, en esta función circense no puede soslayarse la reacción del público. Si contáramos con una mayor cultura científica, tendríamos algo más de juicio mesurado y fundamentado en lugar de, como se ha hecho en Twitter y en los comentarios en los medios, sacar los tridentes y las antorchas contra la OMS, que primero nos trajo el ébola y ahora quiere quitarnos el beicon. La OMS se ha convertido en el blanco de un pimpampum injustificado: se criticó tanto su excesiva reacción ante la gripe A o el SARS como su falta de reacción en la crisis del ébola. El verdadero problema de la OMS es que su credibilidad se ve dañada no tanto por defectos de función, sino sobre todo de comunicación.

Añado un apunte para quienes ahora aprovechan el río revuelto con vistas a ensalzar las (algunas indudables) virtudes de la dieta mediterránea frente a la malignidad de la carne. Uno de los componentes responsables del riesgo cancerígeno de la carne es el nitrito, que reacciona con las aminas formando nitrosaminas, potentes carcinógenos. Pues bien, ¿adivinan cuál es la principal fuente de nitritos de nuestra dieta? No es la carne, sino los vegetales y la fruta, que aportan hasta el 80%. Y la formación de nitrosaminas a partir de los nitritos de la dieta ni siquiera tiene que deberse a la cocción, ya que la reacción se produce espontáneamente en el medio ácido del estómago. Y ¿qué hay del pescado?, se preguntarán. El proceso de cocinado del pescado produce, como el de la carne, aminas heterocíclicas (AHC), también carcinógenas. Aún más: el pescado contiene más AHC que el cerdo o las salchichas. Y cómo no, el pescado ahumado contiene hidrocarburos policíclicos, también cancerígenos.

¿Es que no se puede comer nada que no dé cáncer?, se preguntará alguien. En 2013 John Ioannidis, profesor de la Universidad de Stanford que hace unos años convulsionó el mundo de la ciencia al demostrar la falsedad de muchos estudios basados en correlaciones estadísticas, decidió elegir al azar 50 ingredientes comunes de un libro de cocina y revisar la literatura científica buscando su posible relación con el cáncer. Los resultados mostraron que 40 de los 50 ingredientes se habían relacionado de alguna manera con el cáncer, para bien o para mal; Ioannidis y sus colaboradores denunciaban la debilidad de los datos en la mayor parte de los casos, y una conclusión evidente era la obsesión de ciertos investigadores por encontrar vínculos cancerígenos que aseguran una publicación e incluso tal vez un titular en algún medio. Un editorial que acompañaba al estudio decía: «Parece, entonces, que según la literatura publicada casi todo lo que comemos está de hecho asociado al cáncer».

Y para terminar de poner todo esto en perspectiva, no puedo evitar citar un dato relativo a la referencia que pone el listón más alto del riesgo cancerígeno, el gran satán del cáncer: el tabaco. No cabe duda de que fumar es enormemente perjudicial y un importante factor de mortalidad. Pero incluso la incidencia del cáncer de pulmón entre los fumadores se sitúa, dependiendo de las diferentes estadísticas, como mucho en un 20%. En otras palabras, la realidad es esta:

La gran mayoría de los fumadores NO desarrollarán cáncer de pulmón.

Pues prepárense, y ya les aviso: en mayo del año que viene, el IARC se reunirá de nuevo, en esta ocasión para valorar el riesgo cancerígeno del café, el mate y otras bebidas calientes. Así que vayan bebiendo, ahora que aún pueden.

¿Contrajo Bruce Dickinson (Iron Maiden) un cáncer por el sexo oral?

El pasado agosto Bruce Dickinson, vocalista de Iron Maiden, se vio obligado a forzar el aterrizaje de su precioso triplano Fokker Dr.I (el mismo modelo en el que volaba el Barón Rojo) en una base de la Fuerza Aérea británica cuando se quedó sin combustible. El 4 de este mes, la banda ha lanzado The Book of Souls, su decimosexto álbum de estudio, después de una pausa de cinco años. Próximamente la web oficial del grupo anunciará las fechas de una grandiosa gira que en 2016 recorrerá el mundo a bordo del nuevo Ed Force One, un Boeing Jumbo 747 que Dickinson aún está aprendiendo a pilotar. Y hablando de todo un poco para los medios con ocasión del nuevo disco, Dickinson ha dicho que en 1988 se contuvo para no aporrear a Axl Rose (Guns N’ Roses) por burlarse del público canadiense francoparlante, y que aún se arrepiente de no haberlo hecho (y yo de que no lo hiciera).

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Bruce Dickinson en 2003. Imagen de Wikipedia.

Pero el motivo por el que vengo a contar todo esto no es solo un maidenismo confeso que difícilmente tendría cabida de por sí en este blog. Además de todo lo anterior, Dickinson ha revelado que este año ha recibido tratamiento por un cáncer de lengua. Y que la causa de su enfermedad ha sido aquello que Anaïs Nin llamaba «canibalismo sensual», y que Verlaine describía más o menos así: «Deja que mi cabeza vague y se pierda en la aventura en busca de la sombra y el olor, en una misión encantadora hacia los sabores de tu gloria secreta».

O sea: sexo oral.

Pero ¿tiene sentido la sospecha de Dickinson?

La mala noticia es que sí. El potencial culpable es el Virus del Papiloma Humano (VPH). Con sus más de 150 variantes, el VPH se transmite por vía sexual, en ambos sexos y a través de cualquiera de los órganos que participen en la fiesta, en cualquiera de las combinaciones que a uno se le puedan ocurrir (incluyendo la más inocente: boca a boca).

En la mayor parte de los casos, probablemente el VPH no induce ningún síntoma; de hecho, el Centro para el Control de Enfermedades de EE. UU. estima que «la mayoría de hombres y mujeres sexualmente activos contraerán al menos un tipo de VPH en algún momento de sus vidas». De quienes sí desarrollan síntomas, los más leves se limitarán a verrugas genitales. Pero en algunos casos, y sin que se sepa exactamente por qué, el VPH puede provocar cáncer. El más divulgado, y el que ha impulsado las campañas de vacunación, es el de cuello de útero. Pero el VPH también puede causar cánceres en vulva, vagina, pene, ano, garganta, lengua y amígdalas.

Hace un par de años, el actor Michael Douglas declaró que su cáncer de garganta se debía también al sexo oral. Según el CDC, el VPH causa unos 1.700 cánceres de garganta en mujeres y unos 6.700 en hombres cada año, solo en EE. UU. En 2011 un estudio calculó que entre 1988 y 2004 el número de cánceres de garganta positivos para el VPH había aumentado un 225% en aquel país. La Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia estima que el VPH está adelantando al tabaco como causa mayoritaria de cánceres orales en la población menor de 50 años.

El problema es «bastante serio», en palabras de Dickinson. Lo cual resulta curiosamente parco para el cantante de un grupo que suele recrearse en una épica grandilocuente, y que además está sufriendo las peores consecuencias de este maldito virus.

¿Qué hacer? El primer frente de combate es la vacunación, pero solo sirve para adolescentes de ambos sexos antes de que inicien su actividad sexual. Para el resto de nosotros ya es demasiado tarde. En este caso se aplica la clásica precaución de utilizar preservativos, pero ¿qué hay del sexo oral? La Facultad de Medicina de Harvard recomienda usar algo llamado dique dental, consistente en una pieza cuadrada de látex que se emplea en cirugía dental, y que en el caso del sexo oral evita el contacto directo de la boca con los genitales.

Eso sí: adiós a los sabores de la gloria secreta de los que hablaba Verlaine.

Tonterías que se dicen: los desodorantes provocan cáncer

Me ocurrió hace unas semanas, cenando con unos amigos. No recuerdo a propósito de qué, arrojé a la conversación un comentario que había escuchado sobre la excéntrica moda entre ciertas estrellas de Hollywood de prescindir del aseo personal, entre ellos Leonardo DiCaprio y Matthew McConaughey, si la memoria no me falla. Mientras lo contaba, algunos reían, pero observé por el rabillo del ojo que una amiga conservaba un gesto plano. Hasta que, por fin, lanzó lo que estaba pensando, y era justamente lo que yo estaba pensando que ella estaba pensando:

–Es que los desodorantes provocan cáncer.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Imagen de Tiffany Terry / Flickr / CC.

Así empezó otra conversación. Le expliqué a mi amiga el asunto de los desodorantes, los antitranspirantes, el aluminio y los parabenos, lo que se ha verificado sobre ellos frente a lo que se ha rumoreado sobre su presunto vínculo con el cáncer. Me llevé la sensación de que no sirvió de mucho. Y contradiciendo a Forrest Gump, mi amiga es de todo menos tonta. Trabaja en riesgos financieros, una materia complicada en la que la supongo experta, sobre la cual no tengo la menor idea y no osaría opinar, no digamos ya discutir. Por el contrario, cuando se trata de cuestiones con sustrato científico, se da la curiosa circunstancia de que el rumor es más poderoso que los hechos, y el mito que la ciencia, y la obcecación que la razón.

Tal vez nos estemos empeñando sin resultados esperables. La experiencia dice que es enormemente difícil, cuando no imposible, descabalgar a alguien de su creencia en las pseudociencias o en las leyendas urbanas, sobre todo cuando ayudan a sustentar una idea preconcebida o a alimentar una fe. Cuando falta la posibilidad de acceder a las fuentes originales, muchos se limitan simplemente a quedarse con aquella versión que mejor les encaja de entre las que circulan, sin importar su origen o credibilidad. Y cuando todo el mundo sabe algo porque lo dice un email, científicos, abandonad toda esperanza.

Prueba de ello es que el asunto de los desodorantes continúa vigente, a pesar de que ya es viejo y ha sido suficientemente desmentido. De él ya se ocupaba hace nada menos que 15 años la revista Journal of the National Cancer Institute, y por entonces decía sobre el rumor que ligaba los antitranspirantes con el cáncer de mama: «circulado vía email, el rumor ha estado presente durante meses, posiblemente años». En este caso, además, se ha creado un batiburrillo entre las proclamas originales de los antitranspirantes y la posterior entrada en acción de los parabenos, cuajando una mezcla explosiva que continúa triunfando.

Es difícil saber cómo comenzó todo, pero las primeras alarmas propagadas por email hace más de 15 años explicaban que las sales de aluminio presentes en los antitranspirantes, al taponar los conductos de las glándulas sudoríparas, impedían la expulsión de las toxinas y provocaban su concentración en los ganglios linfáticos de las axilas, donde causaban cambios celulares que conducían al cáncer. Además, añadían los rumores, los compuestos «químicos» de los desodorantes se absorbían a través de la piel e interferían con la acción de los estrógenos, hormonas que (esto sí es cierto) sostienen el crecimiento celular en la mayoría de los cánceres de mama. Las proclamas se apoyaban en el hecho de que la mayoría de los tumores mamarios brotan en la región más próxima a la axila. Al mismo tiempo, el aluminio se vinculaba también en otros foros con el desarrollo de alzhéimer.

Pero lo cierto es que ni entonces, ni ahora, existen estudios que asocien los antitranspirantes con el riesgo de padecer cáncer de mama. Un amplio estudio en 2002 y otro en 2006 no encontraron asociación entre ambos factores. En su día diversas organizaciones concernidas, como el Instituto Nacional del Cáncer de EE. UU. (NCI) o la Administración de Fármacos y Alimentos del mismo país (FDA), así como la Sociedad Americana del Cáncer y otros organismos, negaron la existencia de ningún vínculo. También la Asociación Española contra el Cáncer recogió la misma conclusión. La última revisión del conocimiento acumulado hasta hoy, publicada en 2014, concluye: «No hay pruebas convincentes ni consistentes que asocien el aluminio encontrado en la comida o el agua potable, a las dosis y en las formas químicas actualmente consumidas por las personas que viven en Norteamérica y Europa Occidental, con un aumento de riesgo de enfermedad de Alzheimer. Ni tampoco hay pruebas claras mostrando un aumento de riesgo de alzhéimer o cáncer de mama por el uso de cosméticos o antitranspirantes axilares con aluminio».

Y en esto llegaron los parabenos. Llegaron, aclaremos, a los emails virales, no a los productos de consumo. Los parabenos comenzaron a emplearse como conservantes en alimentos y cosméticos entre los años 20 y 30 del siglo pasado, al comprobarse sus potentes efectos bactericidas y fungicidas con una baja o nula toxicidad. Químicamente son parahidroxibenzoatos que existen en la naturaleza; se fabrican en el laboratorio porque resulta más fácil que extraerlos, pero algunos de los que se emplean son idénticos a los naturales.

Los parabenos se han utilizado durante décadas sin pruebas de efectos tóxicos relevantes en la población general. Hasta que en 2004 saltaron a la fama, o a la infamia, a raíz de un estudio dirigido por Philippa Darbre, de la Universidad de Reading (Reino Unido), en el que se demostraba la presencia de parabenos en 18 de 20 muestras de tejido de pacientes de cáncer de mama. Sumando que además los parabenos pueden imitar la función de los estrógenos y que se emplean también en los desodorantes, faltó tiempo para que una conclusión inflamara la red: los parabenos de los desodorantes provocan cáncer.

Mientras la alarma cundía, el estudio de Darbre empezaba a ser seriamente vapuleado por la comunidad científica, comenzando por cartas al director y respuestas de otros científicos en la misma revista que publicó el trabajo, Journal of Applied Toxicology (y que probablemente, gracias a Darbre, ganó algún punto en sus índices de impacto). No era para menos. Por no repetir los criterios que he expuesto aquí anteriormente, el trabajo era enormemente deficiente; para empezar, ni siquiera comprobaba los niveles de parabenos en mujeres sanas ni en otros tejidos diferentes del cuerpo. Un estudio sin controles no es un estudio. Pero además, la minúscula muestra de Darbre no demostraba absolutamente ningún tipo de causalidad, algo que he tratado en este blog en numerosas ocasiones (y por aportar un enésimo ejemplo más: un alienígena que aterrizara en nuestro planeta para estudiar las causas de los accidentes de tráfico podría llegar a la conclusión de que todos están provocados por el airbag, ya que aparece desplegado en todos los coches siniestrados). Por último, el estudio de Darbre tampoco indagaba en el origen de los parabenos encontrados en el tejido canceroso.

La plausibilidad biológica no se sostiene: la actividad estrogénica de los parabenos es de cientos a miles de veces menor que la de los estrógenos que fabrica el propio cuerpo. Del mismo modo, y atendiendo a la lógica del efecto dependiendo de la dosis y la actividad, el propio sistema hormonal sería un carcinógeno mucho más potente. Muchos otros compuestos ambientales imitan o interfieren con la función estrogénica. También lo hace la píldora anticonceptiva, para la que de hecho se ha sugerido un ligero aumento de riesgo de cáncer de mama, cervical y hepático (y una disminución para los de ovario y endometrio) que, aunque figura en las advertencias de administración, no se considera un riesgo serio.

Por su parte, Darbre no se rendía. En 2009 publicaba un artículo defendiendo su hipótesis, en el que afirmaba que la ubicación mayoritaria de los cánceres de mama “refleja el creciente uso de cosméticos en el área axilar”. La investigadora incluso pretendió avivar la polémica sobre el aluminio, publicando en 2005 otro estudio en el que, a partir de una interferencia in vitro de este metal con el mecanismo del estrógeno en una línea celular tumoral, se atrevía nada menos que a sugerir una implicación del aluminio en el cáncer.

Por desgracia para ella, pero como era de esperar, sus propias investigaciones posteriores no le dieron la razón: en 2012 publicaba (también en la revista Journal of Applied Toxicology) otro estudio en el que detectaba parabenos en muestras de tejido de 40 mujeres con cáncer de mama. Pero dado que muchas de las mujeres no utilizaban desodorantes, no le quedaba otro remedio sino descartar la asociación con estos productos.

Curiosamente, en esta ocasión descubría un nivel medio de parabenos cuatro veces superior al hallado en su estudio original; lo cual, una vez más, no apoya ningún efecto dependiente de dosis ni relación alguna causa-efecto. El coautor del trabajo Lester Barr declaraba: “Nuestro estudio parece confirmar la visión de que no hay una relación simple de causa y efecto entre los parabenos de los productos axilares y el cáncer de mama”. La propia Darbre admitía: “El hecho de que los parabenos se detectaran en la mayoría de las muestras de tejido de mama no implica que realmente causaran cáncer de mama en las 40 mujeres estudiadas”.

Mientras, el resto de los estudios han continuado corroborando lo que ya se conocía, que los parabenos no tienen efectos tóxicos significativos. Actualmente tanto la FDA como el NCI o la Unión Europea mantienen el mismo criterio sobre los parabenos que existía antes de Darbre: mientras nadie demuestre lo contrario, son seguros. En el caso de la UE, hubo una nueva revisión tras la aprobación de una ley en Dinamarca que aplicaba el principio de precaución para restringir dos tipos de parabenos en los productos destinados a los menores de tres años, por su posible interferencia con el sistema endocrino (no por ninguna sospecha de vínculo carcinogénico). Después de la revisión, el Comité Científico de Seguridad del Consumidor de la UE (SCCS) dictaminó que los parabenos continúan siendo seguros a las concentraciones autorizadas y en los casos en los que esta seguridad ha sido comprobada, lo que excluyó cinco compuestos concretos de la lista de productos autorizados por no existir datos sobre ellos. El documento del SCCS aseguraba haber empleado un criterio extremadamente cauto, aplicando “varias capas de supuestos conservadores”.

Resumiendo, y con toda la investigación ya acumulada, es extremadamente improbable que alguien llegue a demostrar un vínculo entre los desodorantes, el aluminio o los parabenos, y el cáncer. En este sentido merece la pena comentar un argumento que a menudo esgrimen quienes quieren ver en Darbre una Erin Brockovich enfrentada al poder de las compañías: “También decían que el tabaco no causaba cáncer hasta hace unos años”. Sencillamente, no es cierto: los efectos nocivos del tabaco se conocen desde que existe lo que podríamos llamar ciencia moderna. Comenzó a escribirse sobre ello ya a principios del siglo XIX, y eso que incluso ya en el año 1900 aún solo se habían descrito 140 casos de cáncer de pulmón en la literatura médica. El primer artículo científico sobre tabaco y cáncer de pulmón data de 1912. En la década de 1930 ya estaba científicamente establecido el vínculo carcinogénico del tabaco, lo que inspiró la primera gran campaña antitabaco de la era moderna, la de la Alemania nazi. Desde entonces miles de estudios (más de 34.000, según una búsqueda rápida) han mostrado, remostrado y demostrado los perjuicios del tabaco. Los parabenos también han estado presentes durante casi todo este tiempo y nadie ha podido imputarles un efecto carcinogénico, a pesar de que algunos lo han buscado con insistencia.

Tal vez alguien se esté preguntando, con lógico criterio: si los parabenos son inofensivos, ¿por qué muchas marcas los están retirando de su composición? La pregunta habría que formulársela a las compañías, pero es fácil imaginar el porqué: una vez que en la calle se han instalado las dudas sobre un producto, y diga lo que diga la ciencia, difícilmente hay vuelta atrás. Ninguna marca querría arriesgarse a perder a un solo consumidor reticente. Cuando un compuesto cae en desgracia, no corresponde a las compañías convencer de su seguridad, sino huir a toda prisa del ingrediente estigmatizado para poder ser los primeros en anunciar un desodorante “sin parabenos”. Un publicista decía que la publicidad es conservadora: se suma a la tendencia que en cada momento triunfa en la calle; se sube a la cresta de la ola, no trata de crear una ola.

Pero con ello surge un nuevo problema del que algunos expertos ya están advirtiendo, y es que los parabenos se están reemplazando por otros conservantes que no cuentan con un historial previo tan extenso y sólido de ensayos de eficacia y toxicidad. Algunas marcas han regresado al más clásico de los desodorantes naturales, el mineral de alumbre, uno de cuyos ingredientes principales es… ¿adivinan? Aluminio.