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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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No más circos con animales

Me lo aseguraba mi profesora de Ciencias Naturales, Trini Gejo y tenía razón. Viendo la fotografía de un animal salvaje se puede saber si está tomada en libertad o en cautividad. Los animales cautivos tienen siempre los ojos tristes.

Desde que el hombre es hombre ha sentido una gran fascinación por doblegar la libertad de sus compañeros irracionales de la Creación. Cuanto más salvajes y peligrosos, mucho mejor. Y cuanto más domados, más ridículos, menos temibles, más méritos para su domador.

Según Wenceslao Fernández Flórez en su maravilloso libro El bosque animado, los hombres hacemos algo peor que matar a los animales. Los envilecemos.

“A un hermano mío [oso] caído en cautiverio le obligaron a tocar la pandera y a pedir limosna. Se escapó, al fin; pero estaba ya tan desmoralizado, que cuando veía a un hombre corría detrás de él con la mano extendida. Cuando murió encontramos en su cueva ocho duros en calderilla. Era una vergüenza para nosotros”.

Y donde más envilecidos viven es en el circo. Condenados a un nomadeo perpetuo de ciudad en ciudad, encarcelados en angustiosos camiones-jaula, sin más ejercicio que el de los monótonos entrenamientos. Estresados, encerrados, desubicados, solos. Y les supongo bien cuidados, bien alimentados, sin malos tratos, sin pinchos ni látigos, controlados por veterinarios expertos, queridos, mimados. Sólo les supongo.

Elefantes bailando sobre sus patas traseras, leones abriendo la boca mientras el domador introduce en ella su nariz, tigres saltando dentro de aros de fuego. ¿Para qué todo este innecesario sufrimiento? ¿Para reírnos mientras comemos una bolsa de palomitas?

Amo el circo como el que más, sin duda el mayor espectáculo del mundo. Pero cada vez somos y debemos ser más civilizados. Igual que se acabaron los tiempos de la Casa de Fieras, también se acabaron los tiempos de los animales en los circos. En Austria, Holanda, Suecia, Finlandia, Dinamarca y Suiza están prohibidos. También en Barcelona. Incluso en la India, donde Gandhi aseguraba: “Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”. ¿Cómo les tratamos nosotros? Mal, muy mal.

Por no hablar del oscuro origen de muchos de estos seres, víctimas del tráfico de especies protegidas. Y no es una sospecha. El año pasado, de los 36 elefantes indios y africanos que viajaban en circo por el Reino Unido, 34 habían sido capturados en estado salvaje de forma ilegal, pasando así bruscamente de la manada a la soledad, del campo a las jaulas y los castigos.

¿Se descafeína el espectáculo, pierde interés sin ellos? En absoluto. Ahí tienen el exitoso Cirque du Soleil o el Circo Imperial Chino. Sublimes y sin fieras. Pero son todavía muchas las ciudades donde se permite este maltrato animal en aras de un espectáculo trasnochado. Nuestros incultos gobernantes incluso les dan subvenciones y todas las facilidades para mostrar a los niños hasta qué punto somos inhumanos los humanos con la fauna más noble.

De nosotros depende poner fin a esta lacra, el triste show del maltrato de animales. ¿De qué manera? Protestando ante nuestras autoridades cada vez que llegue un circo de estos a la ciudad. Educándolas a ellas y a nuestros hijos. Porque para bailar sobre dos patas ya estamos nosotros.