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¿Y si en todo el mundo fuera la misma hora, y Navidad siempre fuera lunes?

Durante 61 años, los empleados de Kodak veían en los calendarios de su empresa una fecha distinta de la oficial. George Eastman, el fundador de la compañía, era un entusiasta del llamado Calendario Fijo Internacional (CFI), una idea propuesta por el economista británico Moses Bruine Cotsworth en 1902.

La idea de Cotsworth era sencilla: 13 meses de 28 días cada uno, divididos en cuatro semanas. El mes adicional, llamado Sol, se insertaría entre junio y julio. En total, 364 días. Para llegar a los 365 del año solar, nuestro actual 31 de diciembre –el día después del 28 de diciembre en el CFI– sería una fiesta llamada Día del Año; sin número, mes ni día de la semana, entre el sábado 28 de diciembre y el domingo 1 de enero. El día 1 de cada mes siempre sería un domingo, todos los meses de todos los años. Navidad, o el cumpleaños de cada cual, siempre caería en el mismo día de la semana.

Imagen de pixabay.com/CC.

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Los años bisiestos seguirían la misma periodicidad que en nuestro calendario gregoriano actual. Pero para no descabalar las fechas, el día adicional, 29 de junio, no tendría día de la semana –lo mismo que el Día del Año–: caería entre el sábado 28 de junio y el domingo 1 de Sol.

La idea de un calendario perpetuo y unificado es en realidad anterior a Cotsworth, pero fue la propuesta del británico la que logró popularizarla y ganarle muchos seguidores. Sin embargo, nunca ha llegado a adoptarse en ningún lugar del mundo; excepto en Kodak, que empleó este calendario de 1928 a 1989.

Con el reciente cambio de hora, del cual ya hablé aquí, volvieron a surgir las eternas discusiones sobre los horarios. Pero sobre todo ello hay una conclusión clara: la biología, nuestra faceta como seres vivos, entiende perfectamente el discurrir del tiempo y qué debe hacer en cada momento; la normativa, nuestra faceta como seres sociales, después de miles de años de civilización aún no ha encontrado una manera de medir el tiempo que sea sencilla, comprensible, infalible, universal y cien por cien compatible con nuestros ritmos biológicos.

He aquí una idea: el astrofísico Richard Conn Henry y el economista Steve H. Hanke, ambos de la Universidad Johns Hopkins en EEUU, son los autores de una versión del calendario perpetuo que varía ligeramente respecto a la de Cotsworth: marzo, junio, septiembre y diciembre tendrían 31 días, mientras que el resto de los meses tendrían 30. Así, cada trimestre tendría 91 días, con dos meses de 30 días seguidos por otro de 31. Siempre los mismos días de cada año en los mismos días de la semana; Navidad y Año Nuevo, siempre en lunes. Y adiós a los bisiestos: en su lugar, Henry y Hanke proponen hacer el ajuste necesario con una semana extra al final de diciembre cada cinco o seis años, los años que en nuestro calendario actual comienzan o terminan en jueves.

Pero la propuesta de Henry y Hanke no acaba aquí: los dos profesores abogan además por demoler los husos horarios y adoptar la misma hora en todos los lugares del planeta. Cuando fueran las 09:23, serían las 09:23 en cualquier rincón de la Tierra. Este sistema se utiliza actualmente en la aviación, donde los pilotos se ciñen al Tiempo Universal Coordinado (UTC) o Zulu para evitar confusiones al cruzar los husos horarios.

Un horario universal sería más conveniente para todos aquellos cuyas ocupaciones les obligan a viajar con frecuencia o a manejar distintos horarios. Una misma hora en todo el mundo facilitaría la sincronización de cualquier tipo de actividad entre distintas ubicaciones del planeta. Según Henry y Hanke, su sistema permitiría una «planificación racional de las actividades anuales, desde la escuela a las vacaciones del trabajo».

A algunos les parecerá una idea maravillosa; a otros les resultará abominable, sobre todo a aquellos que quedarían condenados a que su cumpleaños siempre caiga en lunes. Pero algo parece claro: nuestro actual calendario, el gregoriano, y nuestros complicados sistemas de husos horarios y cambios de hora son el resultado de un proceso histórico que ha ido colocando parches en un sistema imperfecto, nacido del conflicto entre la naturaleza inexacta y la necesidad de una cronología exacta, de la amalgama entre los calendarios lunares y solares, e influido por condicionantes religiosos.

Si hoy pudiéramos borrar toda la página y comenzar de nuevo, es probable que adoptáramos un calendario y un horario como los que proponen Henry y Hanke. No solamente por una cuestión práctica de facilidad, sino por algo más importante: hoy sabemos que luchar contra los ritmos que nos impone nuestra biología es difícil, pero que además generalmente es perjudicial para nuestra salud.

Con un tiempo universal, tendríamos la dificultad de saber qué horario deberíamos seguir en cada lugar del planeta, ya que en algunos países se entraría a trabajar a las 09:00 horas, mientras que en otros sería a las 17:00 o a las 22:00. Pero superando esta pequeña dificultad de adaptación, probablemente lograríamos que fuera el reloj el que se adaptara a nuestros ciclos, y no al contrario como ocurre ahora; liberados de la tiranía de las manecillas, es más probable que los ciclos de sueño, trabajo y descanso se ciñeran al ritmo natural de los días y las noches.

Pero por supuesto, es imposible comenzar de nuevo. Salvo, tal vez, en otro planeta.

2016, año bisiesto… pero ¿por qué?

Todo el mundo sabe que los años múltiplos de cuatro, como este 2016, tienen un día más: febrero se alarga hasta el 29, los nacidos en esta extraña fecha tienen la rara ocasión de celebrar su cumple-cuatrienios, y el 31 de diciembre hace el día número 366. Lo que quizá sea menos conocido es que no todos los años divisibles por cuatro son bisiestos; los del cambio de centena, que terminan en doble cero, solo llevan el día de propina si son múltiplos de 400. Es decir, que el 2000 fue bisiesto, pero no lo fue el 1900 ni lo será el 2100.

Reloj de la Puerta del Sol (Madrid). Imagen de Albeins / WIkipedia.

Reloj de la Puerta del Sol (Madrid). Imagen de Albeins / WIkipedia.

Tal vez cabría pensar que detrás de esta aberrante regla de los cientos y los cuatrocientos hay una razón astronómica, pero lo cierto es que la norma es completamente arbitraria; se trata simplemente de tratar de ajustar la duración media de nuestro año artificial en el calendario al año natural solar.

De pequeñitos aprendemos unos pocos principios básicos para navegar a través del tiempo: un día es lo que tarda la Tierra en dar una vuelta completa sobre sí misma, y un año es lo que dura el viaje de nuestro planeta alrededor del Sol. Pero la situación real no es tan sencilla; de hecho, una de las principales motivaciones del nacimiento de la astronomía fue el intento de construir algo tan aparentemente sencillo, y en realidad tan complicado, como es un calendario.

Algunas culturas antiguas, como las orientales, encontraron más práctico regirse por un calendario lunar. El tiempo medio de luna a luna, o mes lunar, es de 29,5 días. Pero dado que sería incómodo manejarse con fracciones de días, los calendarios lunares alternan los meses de 29 y de 30 días.

Este sistema falla cuando hay que contar los años, ya que la suma de los meses lunares no se corresponde con un año natural. Antes de que la mecánica celeste explicara el movimiento de los planetas, los antiguos astrólogos se fijaban en el recorrido solar a través del cielo: un año era el tiempo que transcurría hasta que el Sol regresaba a la misma posición; por ejemplo, de solsticio de verano a solsticio de verano. Y dado que esta cantidad de tiempo no se corresponde con un número completo de meses lunares, algunos calendarios se convirtieron en lunisolares. Esto fue lo que sucedió con el primer calendario romano, originalmente lunar y transformado en lunisolar por el poco ingenioso sistema de añadir varios días que se asignaban a un engendro llamado mes intercalar, entre febrero y marzo, con el fin de adaptarse al año solar.

Fue Julio César quien vino a poner un poco de orden en este embrollo. El Calendario Juliano abandonó las referencias lunares en favor de un sistema cien por cien solar, que eliminaba el mes intercalar y definía el año como hoy lo conocemos: doce meses de 30 o 31 días excepto febrero, con 28. En tiempos de César ya se sabía que el año solar tampoco duraba exactamente 365 días, sino que su duración media era de aproximadamente un cuarto de día más. Para compensar esta desviación, el Calendario Juliano introdujo el año bisiesto: un día más cada cuatro años, lo que daba al año una duración media de 365,25 días, o 365 días y 6 horas.

El problema es que esta cifra tampoco se corresponde con la realidad: el año solar dura en promedio algo así como 365 días, 5 horas, 48 minutos y unos 45 segundos; o dicho de otro modo, 365,2421891 días, según cálculos actualizados. Y los decimales son muy importantes a largo plazo, ya que el error se va acumulando. Tanto que en el siglo XVI la primavera ya se había adelantado hasta el 10 de marzo, motivo que indujo al Papa Gregorio XIII a introducir una nueva reforma en 1582. Su calendario, el Gregoriano, es el que hoy tenemos.

La extraña norma de los cientos y los cuatrocientos para los bisiestos consigue una duración media del año de 365,2425 días, o 365 días, 5 horas, 49 minutos y 12 segundos. Al reducir el desfase medio anual de más de 11 minutos a solo unos 27 segundos, el resultado es que para acumularse un día de error deberán transcurrir más de 3.200 años desde que el Calendario Gregoriano entró en vigor. Así que ya se preocuparán de ello nuestros descendientes en el siglo XLVIII.

Pero más difícil todavía: en realidad la duración media del año apuntada arriba corresponde al llamado año tropical, la descripción clásica del año según la posición del Sol en el cielo; si nos atenemos a la definición que aprendimos de pequeñitos, la vuelta completa de la Tierra en torno al Sol, este llamado año sideral dura como media 365,25636 días, o unos 20 minutos y 24,5 segundos más que el año tropical. La diferencia se debe a que el eje de rotación de la Tierra no permanece fijo en su orientación, sino que va describiendo un cono en el espacio que se completa cada 25.776 años.

Las irregularidades en la rotación de la Tierra son también las causantes de que el día no dure exactamente los 86.400 segundos contenidos en 24 horas, según la definición de segundo que actualmente se basa en los relojes atómicos. Es por este motivo que cada cierto número de meses se introduce un segundo intercalar, lo que se ha hecho en 26 ocasiones desde que se introdujo esta corrección en 1972; la última vez, en la medianoche del 30 de junio de 2015.

Todo lo anterior nos lleva a una conclusión: los humanos necesitamos sistemas nítidos de medición del tiempo, pero la naturaleza es borrosa. No podemos forzarla a ajustarse a nuestros calendarios artificiales, y poco le importa si todos nuestros ordenadores se colapsan por la introducción de un segundo no programado. Nosotros solo estamos aquí de paso, y el tiempo seguirá transcurriendo cuando ya no estemos aquí para medirlo.