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Por qué no se puede ganar la guerra contra las pseudociencias

Quisiera pensar de otro modo, pero uno es congénitamente dado a rendirse a la evidencia. Y si algo parece sugerirnos la evidencia, no es precisamente que estemos ganando la guerra contra las pseudociencias. A lo más que podemos aspirar, y debemos aspirar a ello, es a que no reciban financiación pública, y a que los fraudes delictivos sean castigados por la justicia. Pero ni siquiera estamos cerca de lograr estos objetivos.

Imagen de Wikipedia.

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Personalmente, ya lo he dicho aquí, no siento vocación de azote de herejes. No por desimplicación, sino porque mi opción contra las pseudociencias es hablar de ciencia. De hecho, más que ocuparme de las pseudociencias, últimamente me he adentrado en lo que neurocientíficos y psicólogos experimentales tienen que decir sobre por qué los humanos somos tan propensos a creer en patrañas; la ciencia de la pseudociencia.

Y es precisamente el contacto con estos expertos lo que en parte me lleva a la pesimista conclusión de que la lucha contra el movimiento anti-ilustración, como algunos lo están llamando ahora, es una guerra perdida (lo cual no quita que deba librarse de todos modos). Seis razones:

1. No es cuestión de nivel educativo o de formación científica

Entre esas observaciones de los neurocientíficos y psicólogos experimentales dedicados a estudiar el fenómeno del movimiento anti-ilustración, destaca una conclusión contraintuitiva.

Lo natural sería pensar que quienes creen que el movimiento de los astros puede influir sobre su personalidad o su futuro, o quienes creen que un vial de agua o una pastilla de azúcar pueden curar enfermedades, son auténticos zotes con un paupérrimo nivel educativo y menos luces que un ovni de madera. Y que un poco de educación y de información bastaría para barrer sus telarañas mentales y abrirles los ojos a la luz de la razón.

Pero no es así. Como recientemente he comentado aquí, un reciente estudio revelaba que los adeptos al movimiento anti-ilustración no tienen en general menor inteligencia o nivel educativo que el resto, y ni siquiera menos interés por la ciencia. Simplemente, prefieren elegir selectivamente, sabiamente pero tramposamente, los datos que corroboran sus ideas preconcebidas; los autores del estudio lo llamaban «pensar como un abogado».

Como también he contado aquí, neurocientíficos como Dean Burnett argumentan que, nos guste o no, la creencia en patrañas forma parte del funcionamiento normal de un cerebro humano sano. Y aunque otro estudio reciente sugiere que es posible proteger a las personas contra la influencia de la pseudociencia mediante lo que los autores definían como una especie de vacuna psicológica, parece que lograrlo requiere algo más sutil y complejo que simplemente más información científica o una mejor educación en el empirismo.

2. La pseudociencia mola más que la ciencia

Imagen de Wikipedia.

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¿Que no? ¿Acaso molan las farmacéuticas? ¿Molan los transgénicos? ¿Mola contar a los amigos que vas a hacerte una diálisis o un PET? No, lo que mola es decirles que vas a tu sesión de reiki o de shiatsu. Lo que mola es todo aquello basado en energías fantasmales que fluyen sin que podamos percibirlas, detectarlas o medirlas, pero que se designa con nombres que suenan a oriental y se describe con frases a lo Paulo Coelho o Deepak Chopra, mejor cuanto más carentes de sentido, mientras sean lo suficientemente cursis.

Ya ni siquiera hace falta pensarlas uno mismo: hay en internet al menos un par de generadores automáticos de lo que un estudio de 2015 llamaba «gilipolleces pseudoprofundas». Recuerdo la conclusión de aquel estudio, que comenté aquí:

Los más receptivos a las gilipolleces son menos reflexivos, tienen menor capacidad cognitiva (es decir, inteligencia verbal fluida y alfabetización numérica), son más propensos a confusiones ontológicas e ideas conspirativas, sostienen con más frecuencia creencias religiosas y paranormales, y respaldan medicinas alternativas y complementarias.

No hay que confundir esta conclusión con la que mencionaba en el punto anterior: nótese que el estudio se fijaba en un sector específico de población definido por un parámetro diferente: en un caso era el negacionismo del cambio climático, en otro la afición por esas «gilipolleces pseudoprofundas».

Las encuestas suelen coincidir en que la ciencia académica goza de cierto respeto general entre la población. Pero cuando esta ciencia se convierte en una directriz, surge la paradoja de los dos extremos: muchos están dispuestos a aceptar sin rechistar, solo «porque lo dice la ciencia», la idea de que el chocolate adelgaza o que mirar tetas alarga la vida, aunque no haya nada de cierto en ello. Y en el extremo contrario, ya puede la ciencia de verdad certificar que los transgénicos son completamente inocuos, que en este caso siempre se sospechará de algún gato encerrado. Lo primero mola; lo segundo, no.

En definitiva, hoy hay pocas maneras mejores de caer simpático en Twitter o en cualquier otro sitio que lanzar acusaciones contra las farmacéuticas o los transgénicos, como si los vendedores de motos terapéuticas varias o de alimentos milagrosos no trataran de lucrarse con sus productos.

3. …Y quienes molan también la fomentan

¿A qué estrella del cine o del rock hemos visto defender el rigor de la ciencia cuando se trata de juzgar las infinitas proclamas pseudocientíficas que por ahí circulan? Más bien al contrario. Estos personajes mediáticos son los líderes sociales actuales, y parecen especialmente propensos a popularizar y promover todo tipo de eso que llaman terapias alternativas y otros disparates pseudocientíficos, ya sea que el desodorante provoca cáncer o que el agua tiene sentimientos.

Ignoro si tales celebrities molan porque se apuntan a las causas que molan, o si sus causas molan porque ellos molan; pero el caso es que muy raramente suelen declararse públicamente a favor de causas que no molan, como los transgénicos. Y su influencia social no es en absoluto desdeñable: ¿cuántas dietas han triunfado entre millones de consumidores gracias al respaldo de tal o cual famoso/a, a pesar de que muchos de estos métodos de adelgazamiento queden desacreditados por los nutricionistas?

Los propios diseñadores de dietas milagrosas y fabricantes de píldoras lo saben; algunos de ellos han llegado a emplear de forma fraudulenta el nombre de alguna estrella para promocionar sus productos. Y poco importa que algunos de ellos acaben en prisión o pierdan su licencia para practicar la medicina (los que la tienen).

4. La frontera entre ciencia y pseudociencia es difusa en los medios populares

En la sección de Ciencias de un diario en el que trabajé, recibimos el encargo de que una de las subsecciones, la dedicada a Salud, se centrara en lo que la dirección del periódico llamaba «vida saludable».

Pero ¿qué es «vida saludable»? Basta abrir casi cualquier revista, escuchar casi cualquier programa generalista de radio o ver casi cualquier magazine de televisión para encontrar una sección destinada a aconsejar a la audiencia sobre cómo llevar una vida más sana, comiendo o dejando de comer tal alimento, tomando o abandonando cual hábito. Pero ¿cuántas de estas proclamas están fundamentadas en ciencia sólida?

Imagen de Wikipedia.

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Muchas menos de las que ustedes imaginan. He tratado aquí algunos de estos casos; por ejemplo, las investigaciones que están desmontando el viejo dogma clásico sobre el papel de las grasas como grandes satanes de la dieta. También he comentado cómo algunos tótems sagrados de la nutracéutica actual, como el archifamoso omega 3, no aguantan un asalto cuando se pone sobre ellos la lupa científica.

Lo cierto es que muchas de esas ideas populares sobre lo saludable versus lo dañino en realidad no proceden de la ciencia, sino de simples reclamos publicitarios (más sobre esto abajo), o de viejas hipótesis plausibles que llegaron a instalarse como dogmas antes de su imprescindible corroboración científica.

Y a menudo, cuando se busca esta corroboración, no se encuentra. Otro ejemplo: cualquiera sabe que quien pretende adelgazar debería comenzar por apuntarse a un gimnasio. ¿No? Pues no tan deprisa. Lo cierto es que últimamente varios estudios, como este publicado en enero, están cuestionando que el ejercicio físico sea un factor realmente decisivo en la pérdida de peso para la mayoría de las personas. También hay razones científicamente lógicas para esto, que si acaso trataremos otro día.

Y si en la práctica resulta que muchas de esas proclamas sobre lo que es saludable, incluso las aparentemente más obvias, no están respaldadas por ciencia real, ¿cómo pueden los medios distinguir lo que es simplemente dudoso de lo rotundamente falso? Llegados a ese punto, anything goes: de creer que el omega 3 previene el cáncer (que no) a aceptar que el zumo de limón hace lo mismo (¡que, por supuesto, ni de broma!) hay una línea muy fina que muchos medios cruzan, por ignorancia o por cifras de audiencia. De hecho, algunos incluso viven de cruzarla.

El remedio a esta profusión de pseudociencia en los medios es, naturalmente, la ciencia; pero muchas de esas revistas, programas de radio o de televisión no cuentan con especialistas capaces de acudir a las fuentes originales para verificar su credibilidad.

5. El márketing publicitario explota, e incluso se basa en, las pseudociencias

Una cosa es que la publicidad sea especialmente propensa a tirar de argumentos pseudocientíficos para enganchar un producto a una idea facilona. Cuando esto simplemente se utiliza como estrategia de márketing para vender productos no relacionados con la idea, como hablar del destino para vender loterías, o reavivar esa falacia del cerebro racional y el emocional para vender un coche, el daño no es grande. El problema surge cuando un producto se promociona publicitando presuntas virtudes nacidas de ideas pseudocientíficas.

En un mundo obsesionado por la salud, parece que es necesario revestir casi cualquier alimento de propiedades beneficiosas; ya no basta solo con decir que sabe bien. Los patés que comíamos cuando éramos pequeños porque estaban ricos hoy tienen que publicitarse como fuente de hierro, a pesar de que una persona sana con una dieta normal cubre perfectamente sus necesidades de este metal.

Pero el problema surge cuando esta necesidad de apelar a la salud para vender un alimento pretende crear alimentos funcionales donde no los hay. Y así es como surgen los yogures que hacen cosas nunca demostradas, o marcas de agua mineral que presumen de liberar a bellas modelos de las toxinas que su cuerpo ha acumulado por alguna extraña razón no especificada (tal vez las ha mordido una serpiente). Alimentos que se pretende funcionalizar hasta convertirlos en disfuncionales.

Aún peor es el caso de productos o marcas originalmente destinados a personas con deficiencias metabólicas, como celiaquía o intolerancia a la lactosa, y cuyos dueños de repente descubren el lucrativo negocio que han estado perdiéndose: tratar de convencer a la población sana de que la lactosa o el gluten les hacen daño, lo cual es mentira. Este sí es un negocio turbio, y no vender un anticatarral a la persona que tiene un catarro.

Pero naturalmente, la publicidad se autocontrola; es decir, que nadie la controla. Porque alguien así lo permite. Y esto nos lleva al último punto:

6. Los responsables públicos no saben de ciencia ni preguntan a quienes saben

Ejem… ¿Hace falta explicarlo?

 

La ciencia es cultura por lo que tiene de inútil

Cuando hace unos años el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) comenzó a disparar protones, era frecuente escuchar en radio o ver en televisión cómo la noticia formaba parte de los contenidos informativos destacados, algo que la ciencia logra en raras ocasiones. En tales casos, el periodista no especializado en la materia (ni en la energía) solía contar con la interlocución de algún físico español del LHC para aclarar términos y conceptos, y quien invariablemente explicaba con más o menos maña divulgativa que el artefacto iba a permitirnos comprender mejor el nacimiento del universo.

Solía llegar entonces un lance de la entrevista en el que el periodista preguntaba: «¿Y esto para qué servirá?». Se evidenciaba así que «comprender mejor el nacimiento del universo» no era razón de suficiente peso, a juicio del periodista. Él o ella esperaba quizá que la tecnología del LHC facilitara algún avance indiscutiblemente útil, como un nuevo aparato médico para diagnosticar el cáncer o un microondas que enfríe para hacer bombones helados al instante. Y ahí tenías al pobre físico titubeando al buscar una puerta de salida con el argumento de que la antimateria se emplea con fines médicos en la tomografía de positrones y blablablá.

Esta misma situación se repite una y otra vez cuando se anuncian los ganadores de los premios Nobel de ciencia. Noticias y teletipos siempre parecen obligados a citar cuáles son o serán las aplicaciones prácticas de la investigación en cuestión, aunque a menudo muchas de ellas estén tan alejadas del trabajo científico premiado como el automóvil de la invención de la rueda. En cambio, llama la atención que el mismo criterio no se aplique a los ganadores del Nobel de, por ejemplo, Economía. Salvo en casos muy contados, se suele saldar la información mencionando que Fulano de Tal ha sido merecedor del galardón por sus «profundos estudios sobre la estructura del déficit público», o así, y no se considera necesario acompañar la noticia justificando que el trabajo del premiado ha aliviado los niveles de pobreza en un país, o evitado una guerra civil por los recursos en otro, o creado empleo en un tercero. (Nota: por si alguien lo está pensando, a Muhammad Yunus, el creador de los microcréditos, no se le concedió el Nobel de Economía, sino el de la Paz).

¿Por qué a la ciencia se le exige tanto utilitarismo? Cuando estaba en mi último año de tesis doctoral, me divertía escandalizar a algún becario novato asegurándole que la ciencia era un arte y que no servía, ni debía servir, absolutamente para nada, y demostrándole que los mayores avances, como la penicilina, la vacuna o la anestesia, nacieron gracias a afortunadas carambolas más que a la aplicación rigurosa del método de Popper.

La postura extrema era solo un juego mental por el gusto de discutir, y con clara inspiración wildeana («todo arte es completamente inútil«), pero se apoyaba en una cierta convicción personal. Si el argumento es que la ciencia recibe fondos públicos y por tanto debe devolver un rendimiento práctico a la sociedad, ¿por qué no aplicamos idéntico criterio a otras actividades culturales igualmente subvencionadas con los impuestos de los ciudadanos? Y podríamos hablar no solo de inversión directa, sino del coste de primar administraciones de Cultura al más alto nivel que históricamente casi parecen una exigencia estructural, mientras que sus equivalentes de Ciencia han aparecido y desaparecido como Guadianas sujetos a los bandazos políticos tan Typical Spanish.

Respondo a esta última cuestión: se supone que el rendimiento social de la cultura estriba en algo más que la creación o extensión del conocimiento. O si no, cabría preguntarse en qué contribuye a esto, por poner un ejemplo, Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar. Si existe una razón para subvencionar la cultura más allá de que no hacerlo es inaceptable, el producto que justifica tal inversión no puede ser exclusivamente utilitario. Ocho apellidos vascos hace reír. Una representación de Un tranvía llamado deseo conmueve. Una exposición de Cézanne acaricia la mirada. Etcétera.

En otras palabras: la cultura, o el arte, apelan a una experiencia humana que trasciende lo racional. La cultura, decía Cicerón, es el cultivo del alma. Y cuando esa experiencia resulta enriquecedora de un modo u otro es cuando no tenemos reparo en estamparle el sello de Cultura con «C» mayúscula. Mezclo deliberadamente los conceptos de cultura y arte; aunque las definiciones de estos términos sean muy dispares de acuerdo al diccionario, la imagen mental que nos formamos cuando hablamos de cultura es algo más parecido a lo que entendemos por arte, y habitualmente conceptuamos como cultura aquello que el criterio personal de cada cual considera arte.

Y aquí voy: si preguntamos a cualquiera si la ciencia es cultura, pocos opinarán que no es así. Y sin embargo, si ahondamos un poco descubriremos que en general se clasifica a la ciencia como cultura de otra clase, en otra definición, quizá más ortodoxa pero más alejada del concepto de gran cultura. En resumen, cultura con «c» minúscula. Por mi parte, sé que a todo aficionado a la ciencia, se dedique a ella o no, la perfección de un teorema, la elegancia de un abordaje experimental o un resultado sorprendente le suscitan algo más que una satisfacción racional. Nunca conocí a un científico que se levantara cada mañana con el ánimo de salvar a la humanidad, pero sí a muchos que se dedican a esto porque nada les produce mayor placer. La ciencia provoca una experiencia emocional, algo que Severo Ochoa llamaba «la emoción de descubrir«. Y sin embargo, uno sigue escuchando y leyendo diatribas contra el gasto en exploración espacial, que otros aparentan convalidar por el hecho de que gracias a la NASA tenemos el velcro (lo cual es absolutamente falso).

¿Significa esto que la ciencia no debe sentar las bases para curarnos el cáncer, el alzhéimer o el párkinson, o proporcionarnos microondas que enfríen para hacer bombones helados al instante? Nunca diría tal cosa. Pero la ciencia no es cultura porque logre todo eso, sino porque nos explica de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos, qué es todo lo que existe, cómo funciona, cómo ha llegado a existir y qué será de ello, y al hacer todo esto nos eriza el vello cuando nos clava la mirada desafiante y nos recita aquello de Roy Batty: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». La ciencia es muchas cosas. Pero si es cultura, no es como palanca para mover el mundo, sino como lágrimas en la lluvia.

Para ilustrar, aquí va un vídeo captado por la sonda de la NASA Solar Dynamics Observatory el pasado 2 de abril, que muestra el momento de la erupción de una llamarada solar. Disfruten de esta belleza.