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«A mi madre, Hedy Lamarr, le decían que tenía que haber nacido chico»

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hedy Lamarr, en la década de 1930. Imagen de Wikipedia.

Hace hoy una semana, el 9 de noviembre, la actriz Hedy Lamarr cumplía 100 años. Pero ella no pudo estar presente en la celebración de su centésimo aniversario; falleció hace 14 años. De Hedy se dijo que fue la mujer más bella del mundo en la época más rutilante del cine, anterior a Ava Gardner y Marilyn Monroe. Era la pura esencia del glamour, en una constelación donde las estrellas de Hollywood no se fotografiaban haciendo la compra con vaqueros rotos, camisetas horteras y deportivas sucias. Pero si hoy vengo a escribir sobre ella es porque, además, Hedy Lamarr ejerció una actividad extracurricular que la distinguió de la diva al uso: fue la inventora de un sistema de comunicaciones del que derivarían los actuales conceptos de encriptación empleados en el Wi-Fi o el Bluetooth.

El viernes 7 de noviembre, dos días antes de su centenario, la actriz por fin recibió su esperado y merecido homenaje en Viena, su ciudad natal. Ese día su hijo Anthony Loder, que ha batallado durante años por rescatar la memoria de su madre, enterraba la urna con las cenizas de Hedy en una tumba de honor en el cementerio central de la capital austríaca, donde reposan los restos de otras celebridades del país. Con motivo de la ceremonia, el concejal de cultura del Ayuntamiento de Viena, Andreas Mailath-Pokorny, dijo en una nota de prensa: «Hedy Lamarr dejó una carrera interpretativa sin parangón en Hollywood. Pero aún más, también inventó una importante técnica de salto de frecuencias de comunicaciones desarrollada en colaboración, y que entregó gratis en la lucha contra la dictadura nazi».

A pesar del orgullo con que el Ayuntamiento vienés exhibe la memoria de su figura, el camino para que los restos de la actriz al fin reposaran en su ciudad ha sido largo y tortuoso. Loder, fruto del tercer matrimonio de Hedy con el actor John Loder, llevó en 2000 las cenizas de su madre a Viena con la esperanza de que recibieran el tratamiento que merecían. Con ocasión del rodaje de un documental en 2006, el hijo de la actriz recorrió los lugares por donde pisó su madre y esparció la mitad de las cenizas en un bosque a las afueras de la ciudad. La petición de que el resto fuera enterrado en un memorial estaba cursada, pero el consistorio vienés pedía 10.000 euros por el coste de la lápida, algo que Loder no podía afrontar. Así, durante ocho años las cenizas de Hedy permanecieron arrinconadas, primero en una bolsa de plástico en las oficinas de la productora Mischief y después en poder de un amigo de la familia. Finalmente y con motivo del centenario, el Ayuntamiento cedió y aceptó costear los gastos.

Hedy Lamarr nació en Viena el 9 de noviembre de 1914 como Hedwig Eva Maria Kiesler, hija única de un banquero de Lemberg (Lviv, hoy en Ucrania) y de una pianista de Budapest, ambos judíos pero criados en el catolicismo. «Hedy Lamarr era una persona compleja y complicada», comenta para Ciencias Mixtas Stephen Michael Shearer, biógrafo de la actriz y autor de Beautiful: The Life of Hedy Lamarr (Thomas Dunne/St. Martin’s Press-Macmillan, 2010). «Al final de la Belle Époque en 1914 y al comienzo de la Primera Guerra Mundial, Hedy, como era conocida, era una niña encantadora, brillante y terriblemente mimada», retrata Shearer.

Aquella niña, ya convertida en una bellísima mujer, comenzó su carrera interpretativa en Viena y Berlín a través del empresario y director de teatro y cine Max Reinhardt. Lamarr, por entonces aún Kiesler, pronto ascendería al estrellato, pero de la manera más polémica posible: en 1933 rodó a las órdenes del checo Gustav Machatý la película Ecstasy, en la que se desnudaba por completo. Aunque las tomas revelaban escasos detalles de su anatomía, el carácter abiertamente sexual de la trama dio pie a censuras y condenas, incluida la del Vaticano. Quizá lo más escandaloso para su época fue la secuencia que mostraba el rostro de la actriz durante un orgasmo, un efecto que, según cuenta la leyenda, el director logró clavándole un imperdible en el trasero fuera del encuadre.

Aquel año, Hedy Kiesler se casaba con el primero de una larga lista de maridos, el magnate austríaco del armamento Fritz Mandl, director de la fábrica de municiones Hirtenberger. A pesar de su origen judío, «Mandl fue considerado un ario honorario por los gobiernos fascistas de Europa en potente crecimiento en la década de 1930», explica Shearer. El motivo de este dudoso honor fue que, antes de la Segunda Guerra Mundial, Mandl contribuyó de manera soslayada a engrosar el arsenal de Hitler y Mussolini. En cuanto a su relación matrimonial con Hedy, Mandl no fue precisamente un marido modelo. Según Shearer, la guapa actriz era para el magnate solo un bonito adorno que le gustaba exhibir, pero que vivía esclavizada bajo su dominio. Para Hedy fueron «años de vida a lo grande, socializando con muchos líderes de estado y oficiales de gobiernos prominentes y peligrosos; por ejemplo, con el dictador italiano Mussolini», señala el biógrafo.

Hedy escapó de su marido y de su cómoda posición social para emigrar a EEUU y reanudar su carrera en Hollywood. En 1937 firmó un contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. Con su nuevo nombre de Hedy Lamarr y tras divorciarse de Mandl, «de inmediato se convirtió en una gran figura de la Edad Dorada de Hollywood, más por su deslumbrante belleza que por su talento interpretativo», valora Shearer, para quien la actriz fue «la verdadera estrella emergente de los años 30″. «Su imagen era exótica, romántica, literalmente arrebatadora, y su nombre estaba en labios de todos en 1941, cuando EEUU entró en la Segunda Guerra Mundial». Con la guerra, y con un compromiso nacido de su amor por su país de adopción y de la preocupación por su familia judía en Europa, Lamarr recorrió EEUU participando en cuestaciones de bonos de guerra. Según Shearer, en un solo día logró atraer 1,6 millones de dólares, más que cualquiera de las demás estrellas de Hollywood que participaron en tales campañas.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Hedy Lamarr y su tercer marido John Loder, en 1946. Imagen de Los Angeles Times / Wikipedia.

Pero Hedy, brillante e inquieta, no se conformaba con el papel de hermoso florero que la vida le había otorgado. La vida social de Hollywood la llevó a coincidir con un vecino llamado George Antheil, pianista y compositor de vanguardia que experimentaba con la mecanización de la música a través de artefactos automáticos, un concepto que había puesto en práctica en su obra Ballet Mécanique. Del encuentro entre Hedy y Antheil surgió la idea de aplicar el sistema de una pianola, que va accionando consecutivamente las teclas para interpretar una melodía, a un dispositivo de comunicaciones que fuera imposible de interceptar. Por entonces, en la Segunda Guerra Mundial, se empleaban torpedos dirigidos por radiocontrol, pero eran fácilmente inutilizados por el enemigo una vez que se descubría la frecuencia de la señal. La idea de Hedy y Antheil fue usar un rollo de papel perforado para que la frecuencia fuera variando entre 88 valores, como las 88 teclas de un piano. La secuencia de los saltos solo la conocería quien tuviera la clave, la melodía, lo que aseguraba el blindaje de la comunicación.

Hedy estaba entusiasmada con la idea. Según cuenta Loder a Ciencias Mixtas por teléfono desde Los Ángeles, «lo único que quería hacer era quedarse en casa e inventar». El 11 de agosto de 1942, la patente de Antheil y Hedy se publicó en EE. UU. bajo el título Sistema de comunicación secreta. El trabajo de los dos inventores anticiparía los sistemas actuales como el Wi-Fi, que se basan en saltos de frecuencias. «Fue la idea seminal de las comunicaciones modernas», valora Loder, que curiosamente se gana la vida homenajeando el trabajo de su madre, ya que regenta un negocio de telefonía móvil y redes en Los Ángeles.

Loder apunta que su madre nunca pretendió ganar dinero con su invención, que entregó a la marina estadounidense. «Viajó a Washington y ofreció sus servicios para desarrollar tecnologías para el gobierno, pero no la tomaron en serio, no entendieron la idea». El hijo de la actriz y su biógrafo coinciden en que Hedy fue víctima de su belleza; por entonces, no era plausible que a la mujer más hermosa del mundo se le concediera la más mínima credibilidad en cuestiones de ciencia e ingeniería. Su importante contribución quedó arrumbada durante 20 años, hasta que la crisis de los misiles de Cuba sirvió como oportunidad para que finalmente encontrara una aplicación práctica.

En los años que siguieron a su patente, Hedy continuaría enfrascada en la invención aprovechando el tiempo que los rodajes le dejaban libre. Algunas de sus ideas fallidas, como un dispensador de pañuelos y una tableta de refresco de cola, fueron respaldadas por el magnate Howard Hughes; tal vez para ganarse sus favores, en opinión de Shearer. Pero después de la guerra, su carrera cinematográfica entró en declive. «La moda de las hermosas seductoras de pelo oscuro empezó a declinar, y el cambio en el papel de la mujer en el hogar y en el trabajo introdujo un nuevo concepto de feminidad», reflexiona el biógrafo. Tampoco tuvo suerte en su vida personal, por la que desfilaron maridos que, según la propia actriz y en palabras de Shearer, solo querían casarse con Hedy Lamarr para ocupar el lugar en su cama. Entre fracaso y fracaso, su entrada en picado se acentuaba con la adicción a las pastillas, su obsesión por la cirugía estética y los escándalos de acusaciones de hurtos en comercios.

La actriz cayó en el olvido durante años, hasta que un creciente interés por su vida y su obra han rescatado y limpiado su memoria. Además de la completa biografía de Shearer, la vida de Hedy ha sido dibujada por Trina Robbins en Hedy Lamarr and a Secret Communication System, y su labor como inventora ha motivado el libro del ganador del premio Pulitzer Richard Rhodes Hedy’s Folly: The Life and Breakthrough Inventions of Hedy Lamarr. En los países de habla alemana, el 9 de noviembre se celebra el Día del Inventor, y en mayo de 2014 Hedy y Antheil ingresaron en el Inventors Hall of Fame de EE. UU. Loder, su hijo, prepara también un libro sobre la actriz y colabora en la producción de una película biográfica.

Hedy Lamarr falleció en Florida en 2000, tras toda una vida tratando de conciliar lo que los demás veían en ella con lo que ella veía en sí misma. Le tocó vivir en una época en que la belleza era un regalo envenenado para un genio inquieto con cuerpo de mujer. Ella misma ironizó en su cita más famosa: «Cualquier chica puede ser glamurosa. Todo lo que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida». Su hijo resume el perfil de Hedy en dos palabras: «Era brillante, pero muy atribulada». Loder, que hoy cuenta ya 70 años, evoca un recuerdo de niñez: «Su madre solía decirle: tú tendrías que haber nacido chico». Según Shearer, «Hollywood le concedió el lujo del estrellato». «Ella invirtió en su belleza y su glamour, hizo una carrera de ello, aceptó el juego, pero dijo que fue su maldición», agrega el biógrafo. «Solo era una chica austríaca brillante pero siempre romántica, que añoraba el romanticismo y la belleza de su país nativo antes de que la Segunda Guerra Mundial lo destrozara”. Hoy, por fin, descansa allí.

«La ciencia encarna los valores del punk»

Un apunte metaperiodístico (periodismo sobre el periodismo), o del making of de esta profesión: cuando uno trata de comunicarse con una fuente fría –no creo que esto sea terminología estándar, sino mi manera de designar a alguien con quien no he tenido contacto anterior y que no me conoce– cuya única vía de acceso es el correo electrónico, ocurre con frecuencia que la respuesta de esa persona llega una vez que el artículo está entregado y ya no es posible incorporar sus ideas. En la mayoría de los casos, los comentarios de esa fuente se quedan para siempre en el tintero digital. Pero en ocasiones, el interés de esas opiniones merece que se compartan y se difundan, algo que afortunadamente puedo hacer a través de este blog.

En el caso que me ocupa, estuve trabajando en una historia sobre la relación entre punk y ciencia que se publicó ayer sábado en el Huffington Post. Recibí, ya fuera de plazo, las respuestas a mis preguntas de una de esas fuentes frías. Bill Cuevas es investigador del sector bioquímico, director musical de la emisora de radio de la Universidad de Stanford KZSU, y guitarrista de la banda de hardcore punk Conflict, de Tucson (Arizona). Cuevas presta voz a esa tendencia de quienes compartimos interés por la ciencia y el punk, algo que de ninguna manera podría denominarse colectivo, al menos por dos razones: primero, porque el punk nació empapado de la filosofía individualista del posmodernismo. Lo que no significa narcisismo ni egocentrismo, sino una visión menos alienadora de la colaboración social frente al asociacionismo uniformador que domina el siglo XXI (esta es solo mi humilde opinión). Segundo, porque probablemente existen tantas interpretaciones de la relación entre punk y ciencia como del propio punk, según las opiniones que he podido recoger de cara a la elaboración del reportaje del Huff.

La banda estadounidense de 'hardcore' Conflict, tocando en Tucson el 27 de febrero de 1984. Bill Cuevas aparece a la izquierda. Imagen de Ed Arnaud, reproducida con permiso de www.shavedneck.com.

La banda estadounidense de ‘hardcore’ Conflict, tocando en Tucson el 27 de febrero de 1984. Bill Cuevas aparece a la izquierda. Imagen de Ed Arnaud, reproducida con permiso de www.shavedneck.com.

El propio Cuevas subraya esta visión multicéntrica del punk: «El término punk ya era amplio incluso hace 32 años», dice. «A menudo se asociaba con el nihilismo y el anti-intelectualismo; por ejemplo, los Sex Pistols vomitando sobre los ejecutivos de las discográficas. Pero esos eran elementos de choque para cementar la implicación de los valores contrarios al establishment«. Se ha citado a menudo que uno de los posibles desencadenantes de que el punk estallara precisamente cuando estalló, dejando aparte que todos los movimientos sociales reaccionen contra los anteriores y al mismo tiempo sean consecuencia de evoluciones naturales, fue el hecho de que en la década de 1980 la política mundial estuviera dominada por el eje conservador que sostenían Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en EE. UU. (aunque es justo decir que el nacimiento del punk británico en los 70 coincidió con un período de gobiernos laboristas). A este respecto, Cuevas señala: «Lo que llevó a muchos a ese género, a la escena, incluyéndome a mí, era el intelectualismo, la política y el activismo, las ideologías puras y la música intensa e implacable, que en realidad era musicalmente bastante técnica».

En el caso de Bill Cuevas, su experiencia nace del semillero estadounidense del punk, a partir de bandas como la Velvet Underground, New York Dolls, The Stooges, Television, Ramones, Talking Heads, Blondie, Minutemen, Descendents, Dead Kennedys o Bad Religion, por citar un espectro amplio de estilos. A menudo se subestima la contribución norteamericana en la explosión inicial del punk, pero de hecho allí nació el look que seduciría a millones de jóvenes: cuentan que Malcolm McLaren, el cerebro que inventó los Sex Pistols, diseñó la imagen de su banda copiando la de Richard Hell, por entonces en Television antes de fundar The Heartbreakers y luego The Voidoids.

En aquella escena norteamericana, el punk nació de un sustrato diferente al de su versión británica, más incubada en los barrios obreros. «El hardcore fue engendrado desde las clases medias, chicos de buenas familias (léase: disfuncionales), con padres que se aferraban al Sueño Americano nacido en los 50″, relata Cuevas. «Éramos como los beats y los hippies en su día, cuestionando el sentimiento de superioridad de los estadounidenses y el clima socio-político que Reagan y sus ideologías conservadoras habían vomitado por el mundo». Para Cuevas y su generación, como para sus coetáneos al otro lado del Atlántico, el punk era una esperanza de escape del No future: «Nosotros queríamos familias no disfuncionales y trabajos que amáramos y que armonizaran con nuestras ideologías. Si otros no nos veían así y pensaban que no había lugar para nosotros en la sociedad, fue porque el punk y el hardcore fueron incomprendidos por las masas».

Y fue en esa búsqueda de un trabajo ético y coherente con la filosofía punk como varios de ellos acabaron en la ciencia, como Dexter Holland (The Offspring), Greg Graffin (Bad Religion) o Milo Aukerman (Descendents). Sin embargo, Bill Cuevas advierte de que el camino no está libre de trampas. «Todo el que tenga una moral elevada e ideales éticos, los valores punks, debería tener cuidado a la hora de elegir la ciencia como carrera en 2014. Hoy la ciencia se ha difuminado por la ingeniería, y lo que un día motivó a la gente para descubrir e iluminar se ha utilizado para crear productos cuestionables en la medicina y la agricultura, bajo una falsa bandera de salvar a la humanidad». Ni siquiera la llamada investigación básica se libra de esto, según el investigador y guitarrista: «Incluso el escenario universitario de la ciencia pura sirve como incubadora para la industria y la propiedad intelectual. Elegir una carrera siempre ha sido difícil para los idealistas, pero hoy la ciencia presenta desafíos particulares».

Con todo, Cuevas reivindica la pureza que la ciencia y el punk tienen en común. «Estudiar ciencia, física, biología, observar el mundo a tu alrededor de forma global con espíritu de curiosidad y descubrimiento, eso es la encarnación de los valores del punk». Para él, como para otros de sus colegas que han elegido la ciencia como carrera, la intersección entre ambos mundos se centra en la actitud díscola y rebelde hacia los mayores y sus normas, algo que difícilmente encaja en profesiones de cuello blanco como el derecho, las finanzas o la política (o si me apuran, incluso el periodismo). «El punk trataba sobre ignorar las reglas y no crearlas de forma inadvertida, ignorar el juicio de otros», expone Cuevas, detallando qué significa esto: «En su día, la música ignoró las estructuras obligatorias de entonces, como la guitarra solista o el solo de batería, o los tempos y voces comprensibles, mientras aprendía, pero no copiaba, los ejemplos de otras grandes bandas». En el caso de la ciencia, prosigue Cuevas, «la buena ciencia depende de prestar atención al trabajo de otros sin aceptarlo ciegamente como un evangelio. Escribir tus propias conclusiones basadas en tu propia realidad, tus propias observaciones reales, siempre asumiendo que todo lo que se considera dogma es de hecho cuestionable. De eso es de lo que trata el punk».

El inventor de la PCR y su mapache alienígena

Parece ser que no fue Churchill, sino un tal Charles Dudley Warner a quien no he tenido el gusto de leer, quien dijo aquello sobre la política y los extraños compañeros de cama. La cita me ha venido a la mente a propósito de las insólitas asociaciones entre bocas y palabras que ha producido la crisis del ébola. Escuchar el término PCR en labios de algunos políticos y periodistas políticos ha sido algo tan surreal como ver a una lombriz cantando el Nessun dorma. Dada la entre escasa y nula presencia de la ciencia en la vida pública española, soy de la opinión de que esto pasa de simple anécdota: es un signo de un cambio de los tiempos en el que, por las buenas o por las malas, los científicos deberán asumir una voz cantante y un liderazgo social en muchas situaciones, por desgracia todas ellas amenazantes. Una pena que sea por las malas.

Dicho esto, en realidad hoy vengo aquí a hablar de la PCR. Tampoco creo necesario entrar en demasiados detalles, ya que, imagino, muchos medios a estas alturas habrán explicado ya con palabras y gráficos en qué consiste esta técnica y para qué sirve. Me limito a ventilar en dos párrafos el qué y el cómo, y después pasaré a explicar la curiosa historia del invento y su aún más curioso inventor.

La PCR no es una prueba diagnóstica del ébola, sino una técnica –léase una máquina– que sirve para multicopiar fragmentos genéticos. Como todo el mundo sabe, el ADN y el ARN son cadenas formadas por una combinación de cuatro tipos de eslabones que pueden aparearse dos a dos como piezas de puzle, dando como resultado una cremallera con cuatro formas de dientes. Si esta cremallera se abre, algo que puede hacerse aplicando calor, tendremos dos cadenas sencillas que podremos usar como moldes para reconstruir dos cremalleras enteras. Si las abrimos de nuevo, podremos obtener cuatro. Y así sucesivamente hasta millones. La máquina no es más que un termociclador: alterna ciclos de calentamiento para separar las cadenas con otros de enfriamiento para copiarlas, un proceso que depende de añadir en el tubo los dientes sueltos y la molécula (polimerasa) que los coloca en su sitio.

Eso es todo. Queda claro así que la PCR es una fotocopiadora de genes; sirve para producir millones de copias de un fragmento genético. Y la utilidad de esto en los laboratorios es inmensa. Se puede amplificar un gen para después secuenciarlo, como se hizo en el Proyecto Genoma Humano, o para leer el genoma de un mamut congelado, o de un pedazo de hueso de neandertal. Pero como es obvio, el fragmento solo se puede amplificar si está presente, y esta es la base que permite utilizar la PCR para realizar pruebas de paternidad, identificar el ADN en la escena del crimen o diagnosticar la presencia de una firma genética en una muestra. Por ejemplo, la de un virus. Por ejemplo, la del ébola.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Kary Mullis, inventor de la PCR y premio Nobel de Química en 1993. Imagen de Dona Mapston / Wikipedia.

Es por sus enormes aplicaciones que, desde su invención en 1983, la PCR se ha convertido en una máquina esencial en los laboratorios. Las primeras máquinas eran mastodónticas y complejas, mientras que las actuales caben en un rincón de la mesa y llevan menos botones que una fotocopiadora estándar. La idea de la PCR es, en realidad, tan simple y tan obvia, que parece una consecuencia casi natural del avance de la biología molecular, algo que debería haber surgido simultáneamente en muchos laboratorios del mundo.

Y sin embargo, no fue así. Aunque ya se había lanzado algún tímido intento en años anteriores, el desarrollo de la idea para llevarla a la práctica fue obra de un peculiar bioquímico y surfista californiano llamado Kary Mullis. En 1983, Mullis trabajaba para una compañía biotecnológica llamada Cetus, ya desaparecida, cuando tuvo una idea mientras conducía por las montañas del norte de California. El propio investigador relataba así el momento en 1990 en un artículo que escribió para la revista Scientific American:

Un viernes por la noche, al final de la primavera, conducía hacia el Condado de Mendocino con una amiga química. Ella dormía. La carretera 101 era fácil. Me gustaba conducir de noche; cada fin de semana viajaba a mi cabaña en el norte sentado durante tres horas en el coche con mis manos ocupadas y mi mente libre.

Mullis comenzó a darle vueltas a un experimento que tenía en mente destinado a diseñar un nuevo método de secuenciación de ADN. En su cabeza comenzaron a tomar forma las cadenas de ADN y los reactivos que debía añadir a la mezcla.

Aquella noche el aire estaba saturado con la humedad y el aroma de los castaños en flor. Los temerarios tallos blancos asomaban desde las márgenes de la carretera hacia el resplandor de mis faros. Estaba pensando en los nuevos estanques que estaba excavando en mi propiedad, mientras planteaba hipótesis sobre todo lo que podía ir mal en mi experimento de secuenciación.

De repente, según relataba el propio Mullis, fue consciente de que su método produciría copias del ADN original de forma exponencial. Y súbitamente su idea dejó de ser un método de secuenciación para convertirse en otra cosa.

Emocionado, comencé a calcular potencias de dos en mi cabeza: dos, cuatro, ocho, 16, 32. Recordé vagamente que dos elevado a diez era aproximadamente mil y que, por tanto, dos a la veinte era alrededor de un millón. Detuve el coche en un desvío sobre el valle de Anderson. Saqué lápiz y papel de la guantera; necesitaba comprobar mis cálculos. Jennifer, mi soñolienta pasajera, protestó aturdida por la parada y la luz, pero exclamé que había descubierto algo fantástico.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda 'California Dreamin'. Imagen de Smithsonian Institution.

Mr. Cycle, la primera máquina rudimentaria de PCR construida por Kary Mullis y su equipo en la compañía Cetus en 1985. Nótese la pegatina con la leyenda ‘California Dreamin’. Imagen de Smithsonian Institution.

Y así fue como poco después había nacido la Reacción en Cadena de la Polimerasa, o PCR. Mullis terminaba su artículo citando la pregunta que todo biólogo molecular se formuló interiormente al conocer su procedimiento: «¿Por qué no se me ha ocurrido a mí?» «Y nadie sabe realmente por qué. Desde luego, yo no. Simplemente se me ocurrió una noche», escribía.

Lo cierto es que el método, a pesar de su sencillez conceptual, presentaba ciertos retos técnicos que Mullis solucionó con gran astucia. Uno de los más importantes fue cómo lograr que la polimerasa aguantara los ciclos de calentamiento, para lo cual se recurrió a una enzima procedente de una bacteria, Thermus aquaticus, que tolera altas temperaturas. Debido a que la puesta a punto de la técnica y la construcción de la primera máquina rudimentaria, a la que llamaron Mr. Cycle, fueron trabajos desarrollados en la compañía Cetus, inevitablemente surgieron las disputas sobre si Mullis merecía todo el mérito o este debía repartirse entre los integrantes del equipo. Pero la Academia Sueca no tuvo dudas al conceder al californiano el Nobel de Química en 1993.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Un moderno termociclador, el ProFlex de Applied Biosystems. Su precio, 8.770 euros. Imagen de Life Technologies.

Tanto en lo que se refiere a la corresponsabilidad del descubrimiento como al curioso relato del «eureka» durante un viaje nocturno por las montañas, es imposible saber si Kary Mullis llegó a embellecer la historia del descubrimiento perfecto. Lo cierto es que el personaje es de todo menos discreto y modesto. Con posterioridad a su salto a la fama, el californiano se ha destacado por sus controvertidas declaraciones sobre asuntos alejados de su experiencia, como antes que él hicieron otros científicos con hambre de notoriedad o saciedad de ego. En su autobiografía publicada en 1998, titulada Dancing naked in the mind field (Bailando desnudo en el campo de la mente), en cuya portada Mullis aparece con el torso desnudo y sosteniendo su tabla de surf, el científico negaba que el VIH fuera el causante del sida, sumándose así a la corriente pseudocientífica liderada por el alemán Peter Duesberg. No contento con esto, Mullis también ha negado la existencia del cambio climático y del agujero de ozono, que para él son conspiraciones orquestadas por gobiernos y científicos. Para rematar su actuación, el inventor de la PCR se declaraba devoto de la astrología.

Pero sin duda, mi favorita de entre todas las excentricidades (léase, las memeces de las personas principales) de Kary Mullis es el episodio de su encuentro en la tercera fase con un mapache alienígena. Cabe apuntar que el científico confesó haber consumido grandes cantidades de LSD durante su juventud, e incluso llegó a reconocer que el ácido pudo ayudarle a alumbrar la idea de la PCR. Pero Mullis asegura que aquella noche en su cabaña de las montañas estaba sobrio y limpio cuando, según recoge Thomas Bullard en su libro The myth and mystery of UFOs (El mito y el misterio de los ovnis), basándose en el relato del propio bioquímico en su autobiografía:

Una vez hubo encendido las luces y dejado las bolsas de la compra en el suelo, se iluminó con una linterna para encaminarse hacia el anexo. Por el camino, vio algo que resplandecía bajo un abeto. Apuntando su linterna hacia el resplandor, parecía ser un mapache con pequeños ojos negros. El mapache habló diciéndole, «Buenas tardes, doctor», a lo que él respondió con un saludo.

A pesar de todo, inventó la PCR, y la ciencia le debe mucho por ello. Se le podía haber ocurrido a cualquiera. Pero fue a él. Simplemente, se le ocurrió una noche.

Los Álvarez y los dinosaurios, un culebrón científico con fabes y hamburguesas

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Cuatro generaciones de científicos. De arriba abajo, Luis F. Álvarez, Walter C. Alvarez, Luis Walter Alvarez (1968) y este con su hijo Walter Alvarez (1981).

Supongan que el que suscribe, que también escribe, se presentara un buen día en el mismo Hollywood tratando de vender un guion para una película, o tal vez una serie. ¿De qué va?, interroga el ejecutivo de la productora. Y uno le espeta lo que sigue:

Va de un médico de Asturias que emigra a Estados Unidos, se casa con la hija de un marino prusiano y se establece en Hawái, donde desarrolla un tratamiento contra la lepra y acumula una fortuna gracias a sus negocios de tabaco, minas y bienes raíces. Su hijo, también médico, describe el Síndrome de Álvarez, consistente en una hinchazón histérica del abdomen sin motivo aparente. Su nieto estudia física y participa en el Proyecto Manhattan para la fabricación de la bomba de Hiroshima, cuyo lanzamiento observa desde un bombardero que vuela junto al Enola Gay. Además, inventa un radar de aproximación para los aviones sin visibilidad, crea el primer acelerador lineal de protones y un sistema para explorar las pirámides de Egipto por rayos X, y explica las trayectorias de las balas del asesinato de Kennedy. Le conceden el premio Nobel de Física y finalmente, junto a su hijo, bisnieto del médico asturiano, descubre por qué se extinguieron los dinosaurios. Fin.

Semejante argumento solo lo compraría, si acaso, aquel ejecutivo de la Fox en Los Simpson al que el director Ron Howard lograba colocar un guion de Homer para una película protagonizada por un robot asesino profesor de autoescuela que viajaba en el tiempo para salvar a su mejor amigo, una tarta parlante. Por lo demás, para un novelista o guionista, los únicos salvoconductos válidos para cruzar la frontera de la verosimilitud sin ser acribillado a balazos se despachan a nombre de Tarantino y alguno más.

Sin embargo, la historia del médico asturiano es cien por cien verídica. Luis Fernández Álvarez, reconvertido en su versión norteamericana a Luis F. Alvarez, nació en 1853 en La Puerta, un barrio de la parroquia de Mallecina en el concejo asturiano de Salas, hijo del bodeguero del infante de España Francisco de Paula de Borbón, a su vez vástago del rey Carlos IV. La saga de científicos que Álvarez fundó en su emigración a las Américas es quizá uno de los ejemplos más tempranos y brillantes de nuestra tradicional fuga de cerebros; un modelo paradigmático de lo que nos hemos perdido.

Los Álvarez son más conocidos por la aportación estrella del nieto del médico, Luis Walter Alvarez, que a pesar de su Nobel de Física hoy es más popular por el estudio que publicó en 1980 en Science junto con su hijo Walter y en el que proponía una solución al enigma de la desaparición de los dinosaurios. Según esta hipótesis, la llamada extinción masiva K/T, que hace 65 millones de años marcó la frontera entre el Cretácico y el Terciario, fue provocada por la colisión de un gran objeto espacial. Años más tarde la teoría cobró impulso al descubrirse el cráter de Chicxulub en la península mexicana de Yucatán, una hoya de 180 kilómetros de diámetro enmascarada por sedimentos posteriores. Recientemente el gobierno de Yucatán ha anunciado que se propone emprender el desarrollo turístico del cráter de Chicxulub, lo que añadirá un atractivo científico a la costa del Caribe mexicano.

La teoría de los Álvarez es la más aceptada, pero no la única, y aún es objeto de investigaciones. Hace poco más de una semana ha aparecido el penúltimo estudio, aún sin publicar, que analiza los datos sobre el impacto para tratar de establecer su naturaleza. En este trabajo, los investigadores Héctor Javier Durand-Manterola y Guadalupe Cordero-Tercero, del Instituto de Geofísica de la Universidad Nacional Autónoma de México, han calculado que el objeto pesaba entre 1 y 460 billones de toneladas y medía entre 10,6 y 80,9 kilómetros de diámetro. Los científicos mexicanos sugieren que probablemente no se trataba de un asteroide sino de un cometa, algo que ya se había propuesto anteriormente.

Hoy el bisnieto del médico, Walter Alvarez, prestigioso geólogo de la Universidad de California en Berkeley, es un estadounidense de cuarta generación de setenta y tres años al que ya poco le liga al origen geográfico de su familia, salvando un doctorado honoris causa por la Universidad de Oviedo y una pertenencia honoraria al Ilustre Colegio Oficial de Geólogos. Aun así, es su regalo el dedicar parte de sus investigaciones a la evolución tectónica de la Península Ibérica. Será que, como sabemos quienes hemos vivido en Asturias, la tierrina nunca deja de tirarle a uno de la sisa.

Selena Giménez-Ibáñez, científica distinguida porque ella lo vale

Selena está a punto de publicar en Nature. Para un científico, publicar en Nature es como jugar en la Champions para un futbolista. El problema consiste precisamente en que haya que establecer este símil y no el recíproco: si llegara el imposible día en que pudiéramos explicar lo que significa la Champions para un futbolista asemejándolo a publicar en Nature, habríamos logrado que la ciencia ocupara el lugar que le corresponde en este país. Y quizá ese día los investigadores españoles emigrarían al extranjero simplemente para dar una vuelta.

Pero mientras, en el planeta Tierra, a Selena Giménez-Ibáñez se le cerraron las puertas para doctorarse en España. Tenía claro que lo suyo eran las enfermedades de las plantas, y que el suyo debía ser el laboratorio de fitopatología molecular que dirige Roberto Solano en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC). Los investigadores españoles suelen doctorarse aquí para después debutar como postdoctorales en el extranjero. Pero para Selena, un título calentito de ingeniera agrónoma y un proyecto de fin de carrera en la Universidad holandesa de Wageningen no bastaron para conseguir una beca que sufragara su tesis. «Eran tiempos complicados, no había becas», se lamenta. Así pues, se lanzó a la piscina antes de saber nadar. Y no a cualquier piscina de barrio, sino a una olímpica: envió su currículum al Sainsbury Laboratory en Norwich (Reino Unido), «el tercer centro del mundo en plantas y sus infecciones. Me acogieron y me dieron la beca directamente», explica Selena.

La investigadora Selena Giménez-Ibáñez, en el Centro Nacional de Biotecnología. Foto: Julio Hernández.

La investigadora Selena Giménez-Ibáñez, en el Centro Nacional de Biotecnología. Foto: Julio Hernández.

Por suerte para nosotros, Selena quería regresar, a pesar de que le ofrecieron hasta un postdoctorado en la Universidad de Cambridge. «Tenía ganas de volver y aportar aquí», recuerda. Con su doctorado y unas diez publicaciones en el bolsillo, regresó a España para retomarlo donde lo había dejado: en el laboratorio de Roberto Solano, donde lleva ya tres años dirigiendo la línea de investigación que se trajo de Inglaterra, destinada a desentrañar los mecanismos moleculares de las infecciones en plantas. «Las bacterias inyectan unas 30 moléculas dentro de las células de la planta y eso causa una enfermedad. Si conseguimos identificar qué mecanismos de la planta están bloqueando esas moléculas, podremos crear plantas resistentes al patógeno», resume.

Lamentablemente, en ciencia nunca llega ese remate final sobre comer perdices. La beca Juan de la Cierva que consiguió Selena tiene, como todas las becas, fecha de caducidad. Después del primer postdoctorado, para todo científico en España se abre la perspectiva de un ancho barranco cuyo fondo no se ve. «Decidí buscar financiación europea», explica. Ahora esta valenciana de 34 años es noticia porque ha sido merecedora de la beca internacional Unesco-L’Oréal para mujeres investigadoras. Es una de las 15 científicas becadas este año en todo el mundo, solo tres en Europa, y la tercera española que lo ha conseguido en las 16 ediciones de este programa. Para entendernos (hasta que llegue ese día del que hablábamos), algo así como ganar el Balón de Oro.

Con su flamante presente y su barranco bien salvado, Selena habla ahora con satisfacción de su próximo futuro. El período cubierto por la beca, un año ampliable a dos, le permitirá investigar en un equipo de la Universidad de Warwick (Reino Unido) con el que ya ha colaborado. «Pero volveré», advierte. «El proyecto me permitirá posicionarme para conseguir independizarme».

Y a su regreso, investigadores como Selena importan más allá de lo puramente científico; también traen de vuelta modelos de buenas prácticas que contribuyen al progreso del sistema de ciencia. «Por supuesto que los recursos son importantísimos», comenta. «Pero no es la única diferencia. En Inglaterra los centros son más autosostenibles porque cuentan con departamentos de patentes que sacan rendimiento económico de sus resultados, lo que les permite depender menos del estado. En España centros como el CNB ya cuentan con esto, pero en las universidades no es tan común; es una cultura que debe empezar a moverse. En el Sainsbury tenían un lema: tú dedícate a pensar, que de lo demás ya nos ocupamos nosotros», ríe. La ilusión le rebosa, y no es para menos: el próximo 19 de marzo viajará a París para recibir la beca de manos del Nobel Günter Blobel en La Sorbona. Pero es que, además, está a punto de publicar en Nature: «Casi lo tenemos, yo creo que es inminente».