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¿Saben las plantas que las están devorando? ¿Se vengarán?

Aunque difícilmente aparecerá clasificada así en las reseñas, lo cierto es que El incidente (2008) de M. Night Shyamalan –que esta semana han repuesto en televisión– es una película de ciencia-ficción. Y voy a explicar por qué. Advierto, para quien no la haya visto y planee hacerlo, que en el siguiente párrafo me dispongo a destriparla por completo.

La película parte de premisas científicas que estira hasta arrastrarlas a los límites de lo posible o lo verosímil, lo que en mi opinión se encastra bastante bien en la definición que Ray Bradbury proponía de la ciencia-ficción como «el arte de lo posible». Una premisa científica de la película es la capacidad de las plantas de segregar compuestos químicos en respuesta a estímulos externos, y otra es el hecho de que todo lo que somos, lo que pensamos y lo que hacemos está gobernado por el tráfico de neurotransmisores de nuestro cerebro. Ambas afirmaciones son científicamente válidas. El argumento que en la película vincula las dos premisas estirándolas hasta el límite es que las plantas puedan responder al estímulo de la presencia humana produciendo toxinas volátiles capaces de interferir en el funcionamiento normal del cerebro hasta hacernos perder completamente la razón.

Dejemos de lado la calidad cinematográfica de El incidente, que va en gustos; en mi opinión, es una película simplemente entretenida que podría haberlo sido aún más, pero con algunos aciertos narrativos. Por ejemplo, el logro de plasmar una amenaza indefiniblemente siniestra en la inocente imagen del viento sobre una pradera; algo parecido a lo que Hitchcock logró con una bandada de cuervos en un parque infantil. Centrándonos en la ciencia, Shyamalan emprende una interesante exploración de sus premisas científicas, dentro del estilo de lo que los anglosajones llaman un «what if…?» o, en castellano, «¿qué pasaría si…?». Tal vez la película no suscitó demasiada discusión en este sentido, pero quizá se debe a que la presunta capacidad de las plantas imaginada por el guionista parece algo muy lejos de la realidad. Y no lo es. No.

Hace unos meses publiqué aquí un artículo titulado ¿Tienen las plantas otra forma de inteligencia? En él comentaba un estudio que sugería la existencia de un proceso de toma de decisiones en las plantas, para recoger además la actual visión de muchos científicos que no están de acuerdo con la idea tradicional de las plantas como simples adornos pasivos del paisaje. Un reportaje publicado anteriormente en la revista The New Yorker había repasado los hallazgos que en los últimos años han revelado capacidades sorprendentes en los vegetales. A propósito de lo explicado en este reportaje, escribí en mi post:

El autor [del reportaje de The New Yorker] aportaba extensa documentación y declaraciones de científicos que atribuyen a las plantas insospechadas capacidades de “cognición, comunicación, procesamiento de información, computación, aprendizaje y memoria”, y que algunos expertos, con la firme oposición de otros, han encajado en la controvertida denominación de neurobiología vegetal. Las plantas, repasaba Pollan, poseen entre quince y veinte sentidos corporales, incluyendo análogos de nuestros cinco, y reaccionan en consecuencia: huelen y prueban estímulos químicos en el aire o en sus cuerpos; ven la sombra, la luz y sus distintas longitudes de onda; tocan objetos a los que se agarran; y, además, oyen.

Un estudio publicado en la revista Oecologia viene a extender estas observaciones, concretamente en el último aspecto, la capacidad de las plantas de oír y reaccionar a lo oído. Los investigadores de la Universidad de Misuri (EE. UU.) Heidi Appel y Reginald Cocroft han descubierto que las plantas reconocen la vibración que produce una oruga cuando se come sus hojas, y que responden al estímulo de esta vibración fabricando sustancias químicas de defensa incluso cuando la oruga no está presente.

Una imagen del experimento de Appel y Cocroft. La oruga está comiendo una hoja. Mientras, en otra se ha fijado un pedazo de cinta reflectante para medir la vibración producida con un láser. Foto de Roger Meissen.

Una imagen del experimento de Appel y Cocroft. La oruga está comiendo una hoja. Mientras, en otra se ha fijado un pedazo de cinta reflectante para medir la vibración producida con un láser. Foto de Roger Meissen.

Appel y Cocroft utilizaron un vibrómetro láser para grabar las vibraciones de las hojas de plantas de Arabidopsis thaliana –el ratón vegetal de los laboratorios– al ser devoradas por las orugas de una mariposa conocida como blanquita de la col (Pieris rapae). El ataque provoca en la planta una respuesta química que incluye la producción de glucosinolatos –compuestos que producen aceite de mostaza– y antocianina, ambos identificados como sustancias de defensa contra los insectos. A continuación los investigadores reprodujeron estas oscilaciones en otras plantas utilizando un sistema piezoeléctrico, que transforma el campo eléctrico en una acción mecánica, y descubrieron que la mera reproducción de las vibraciones también provocaba la respuesta defensiva, algo que no ocurría cuando las plantas escuchaban otros ruidos como el viento o el canto de insectos, ni cuando las dejaban en silencio.

Según Appel, «las investigaciones previas han mostrado que las plantas responden a la energía acústica, incluyendo la música». «Sin embargo, nuestro trabajo es el primer ejemplo de cómo las plantas responden a una vibración ecológicamente relevante», añade la investigadora. «Descubrimos que las vibraciones producidas por la alimentación de la oruga señalizan cambios en el metabolismo de las células de la planta, creando más sustancias químicas defensivas que pueden repeler los ataques de las orugas».

Llegados a este punto, cualquiera podría pensar que la respuesta de la planta es completamente inútil, ya que, de hecho, la oruga se la come. Los científicos descubrieron que al exponer las plantas al sonido del agresor, estas quedaban preparadas para un ataque real, ya que su aumento en la producción de algunas sustancias protectoras se disparaba cuando la oruga comía la planta que había sido advertida de esta manera. Es decir, que según los investigadores el sistema actuaría como una señal de alarma a larga distancia que alertaría a las plantas aún no atacadas para responder con mayor eficacia en caso de agresión. Según estiman los científicos, en una situación real la respuesta llegaría a reducir de un 15 a un 20% la infestación de orugas en las plantas advertidas.

El vídeo que inserto más abajo resume el trabajo de los científicos. Está en inglés, pero quienes no conozcan el idioma al menos podrán escuchar el inquietante mordisco de la oruga que alerta a las plantas. Y por si alguien se está preguntando qué fue de la referencia a El incidente con la que comenzaba este post, y en qué queda con todo esto la verosimilitud de la película, numerosos estudios anteriores (por ejemplo aquí, aquí y aquí) han demostrado que las plantas utilizan sustancias volátiles para comunicarse entre distintas partes del vegetal y entre unos individuos y otros. Por último, para ayudar a la reflexión, simplemente dejo aquí una frase del libro Neurotransmitters in plant life, escrito por la científica de la Academia de Ciencias de Rusia Victoria V. Roshchina:

Acetilcolina, dopamina, norepinefrina, epinefrina [adrenalina], serotonina e histamina, conocidos colectivamente como neurotransmisores, se han encontrado no solo en los animales, sino también en las plantas.

¿Siguen pensando que el argumento de El incidente es solo una fantasía absurda?

Primer, la vuelta al tiempo en 77 minutos

Calificar Primer como película complicada es una broma. Las películas complicadas, como Origen o Memento, quedan reducidas a capítulos de Pocoyó en comparación con el endiablado destrozacerebros parido por el director, productor, guionista, montador, músico y actor –¡ah, y matemático!– Shane Carruth con los 7.000 dólares mejor aprovechados de la historia del cine. Debo advertir que este artículo contiene los llamados spoilers; quien no haya visto la película y planee hacerlo, sin embargo, puede seguir leyendo con toda tranquilidad, porque, en el caso de Primer, hay que verla cómo mínimo un par de veces para entenderla someramente, y eso si después de la primera vez uno tiene la precaución de armarse con explicaciones de la trama y esquemas como los que figuran más abajo.

Para quien no sepa de qué estoy hablando, Primer es un filme indie de presupuesto irrisorio realizado en 2004 por el californiano Shane Carruth (1972), matemático e ingeniero de software antes de dedicarse al cine (y por tanto, otro apóstol para la causa de las ciencias mixtas). La película dejó al jurado del festival de Sundance de 2004 con la boca tan abierta y el cerebro tan frito que no tuvieron otra sino concederle el Gran Premio, uno de los varios que ha pescado esta cinta, calificada por muchos –a los que me sumo– como la mejor ciencia-ficción desde 2001 (la película, no el año). En cuanto a su estructura narrativa, es un puzle audiovisual de mil piezas. El crítico de Esquire Mike D’Angelo escribió de ella: «todo el que ha visto Primer una sola vez y dice haberla entendido es un genio o un mentiroso».

¿De qué va? Ah, sí. La película narra las vicisitudes de Aaron (el propio Carruth) y Abe (David Sullivan), una pareja de amigos que, como actividad extraescolar de su trabajo en una gran corporación, mantienen un laboratorio de garaje en el que investigan en ingeniería electrónica. Hartos de esta monotonía, deciden emprender un proyecto más ambicioso, construir una máquina que reduce el efecto de la gravedad sobre los objetos. El aparato funciona, pero con un efecto secundario imprevisible: el objeto introducido en la máquina se ve atrapado en un bucle temporal iterativo. Una vez que Aaron y Abe logran ajustar los momentos de encendido y apagado de la máquina en función del bucle temporal, ya está: han inventado el viaje en el tiempo. Después de dudar sobre publicar el hallazgo, deciden mantenerlo en secreto y utilizarlo para invertir en Bolsa conociendo de antemano la evolución de las cotizaciones. La historia se complica cuando ambos comienzan a actuar a espaldas del otro, aparecen nuevas copias de la máquina, y la relación entre ellos se deteriora de manera irremisible. Más o menos, hasta ahí puedo leer.

Desde el punto de vista cinematográfico, la película consigue mesmerizar al espectador por sus elecciones narrativas y estéticas, que se ciñen a un tono aséptico e implacable sin concesiones: la iluminación fluorescente, los colores planos y la sobreexposición confieren a toda la escenografía un inconfundible sabor (o falta de él) a laboratorio, a lo que contribuye la indumentaria de los personajes, siempre ataviados con su uniforme corporativo de camisa blanca y corbata de saldo. En cuanto a la narración, Carruth omite deliberadamente todo guiño al espectador. Los protagonistas se limitan a hablar entre sí como científicos reales que ya han pasado suficientes años de su vida machacándose las neuronas en la Universidad como para tener que molestarse en explicar a la pasmada audiencia de qué diantres están hablando o qué demonios está ocurriendo. Ellos se entienden, y basta. En los escasos 77 minutos de metraje no se pronuncia una sola vez la expresión «viajar en el tiempo» ni ninguna de sus variaciones.

Curiosamente, Carruth ha declarado en alguna entrevista que sus principales intereses eran desvelar cómo muchos hallazgos científicos son fruto de la casualidad (algo que ya he abordado aquí) y cómo la relación de amistad se ve enturbiada por las derivaciones del experimento. Sin embargo, como era de esperar, si Primer se ha convertido en película de culto no se debe a un análisis de tramas psicológicas que el cine ya ha abordado anteriormente siete millones de veces, sino a la suprema calidad de su ficción científica y a lo endemoniadamente enrevesado de su trama.

En cuanto a su ciencia, Primer acierta en primer lugar, anzolando así a científicos y escépticos, al derribar la ley fundamental contra los viajes en el tiempo, algo sobre lo que modestamente he escrito en el pasado antes de saber que Stephen Hawking había dicho lo mismo: el hecho de que nunca hayamos recibido a ningun visitante del futuro es la prueba de que los viajes en el tiempo jamás serán realidad. Incluso, en un alarde juguetón, me permití formular una versión periodística de esta ley, que explica por qué los natalicios de personajes célebres son las únicas noticias de alcance que jamás aparecen en la prensa diaria (el mundo sería diferente si en su día algún periódico hubiese publicado: «Nace Adolf Hitler»). Pero por supuesto, esta ley tiene una salvedad evidente que personalmente me he guardado de revelar en alguna discusión con amigos: esto es así, SALVO QUE…

Salvo, claro está, que exista un momento límite para los viajes hacia atrás en el tiempo, un punto cero hacia antes del cual no sea posible viajar, y que ese punto cero aún no haya llegado. La opción más evidente es que ese punto cero sea el de la construcción y/o activación de la primera máquina capaz de abrir esa ventana temporal. La propuesta no solo es irrebatible con las pruebas actuales, sino que resulta más congruente pensar en el viaje en el tiempo limitado a la presencia de una máquina que imaginar, como en el relato clásico de H. G. Wells y en otros muchos experimentos de ficción, que el aparato es capaz de aparecer en una época en la que no existía previamente.

El segundo acierto de Carruth es proponer que la máquina, o la caja, como se refieren a ella los protagonistas, no es un AVE capaz de viajar a toda velocidad por los raíles del tiempo, sino que simplemente es una especie de jaula de Faraday temporal en cuyo interior, según lo explicado sobre el bucle, el reloj corre a velocidad natural rebotando entre dos momentos. En otras palabras: para retroceder seis horas, es necesario esperar seis horas dentro de la caja. Para facilitar la comprensión del mecanismo, he aquí el diagrama que explica con claridad cristalina el funcionamiento del viaje en el tiempo de la película:

Funcionamiento del viaje temporal en 'Primer'. Tom-B/MJL.

Funcionamiento del viaje temporal en ‘Primer’. Tom-B/MJL.

El esquema deja claro que Carruth no rehúye ese espinoso tabú que otras ficciones sobre travesías temporales evitan, la coexistencia de dos versiones diferentes de la misma persona. De hecho, Primer se lanza de cabeza a ello: cada vez que un personaje se introduce en la caja, surge una iteración de sí mismo y se inaugura una nueva cronología alternativa. Durante la película llegan a convivir hasta siete clones del mismo personaje evolucionando a lo largo de nueve cronologías simultáneas, según el siguiente diagrama elaborado por un fan de la película, se supone que con la ayuda de varias cajas de aspirinas, y en absoluto cristalino, sino inimaginablemente complejo (aquí un enlace a la versión en alta resolución):

Las nueve cronologías alternativas en 'Primer'.

Las nueve cronologías alternativas en ‘Primer’.

Claro que también existe esta otra versión:

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Así, los personajes se sienten embridados por la obligación de no violar la consistencia de la causalidad, pero son conscientes de que se ha roto la simetría temporal cuando una misma llamada al móvil de Aaron es recibida por dos versiones distintas del personaje en cronologías paralelas. En uno de los escasos detalles técnicos explicados en la película, esto se debe a que el sistema de telefonía móvil detiene su búsqueda una vez que ha encontrado el número solicitado por primera vez. A medida que la lógica temporal se va diluyendo, los personajes llegan a experimentar con múltiples repeticiones de la misma situación, una fiesta en la que irrumpe un hombre armado.

Sin embargo, ninguno de estos sucesos plantea una verdadera paradoja temporal al estilo de «¿qué ocurriría si viajas al pasado y matas a tu abuelo?», algo clásico en este subgénero. De hecho, las paradojas en Primer quedan soslayadas y, si existen, solo sugeridas. Dobles de Aaron y Abe llegan a secuestrar a versiones previas de sí mismos de las cuales depende su propia existencia, pero en ningún momento se explicita que esto les impida acudir a su cita con las cajas en el momento debido (si bien es cierto que estas versiones previas podrían elegir no propiciar la creación de dobles que les han agredido). La paradoja más fuertemente insinuada afecta a un tercer personaje llamado Granger, el único que viaja en el tiempo además de Abe y Aaron, y a cuyo doble los dos protagonistas encuentran en estado comatoso, presumiblemente por haber abandonado la máquina de forma prematura. Sin embargo, no se explica cómo ni por qué Granger ha conocido la existencia de las cajas y las ha empleado. Dado que Aaron y Abe pretendían solicitar el patrocinio financiero de este personaje, se puede deducir que en algún momento futuro le informarían de todo ello, pero esto no llega a suceder, tal vez porque el accidente sufrido por Granger les retrae de involucrarlo, aunque esto se deja plenamente abierto a la interpretación del espectador.

Con todo, sí existe una paradoja nunca abordada en la película, y que afecta al propio mecanismo de funcionamiento de las cajas. Imaginemos que, cuando Abe y Aaron activan las máquinas a las 12 del mediodía y se marchan, nos quedamos a observar cómo sus dobles emergen y abandonan el local. Si entonces abriéramos las cajas, ¿qué encontraríamos? Nada, puesto que los dobles ya no están allí. Si encontráramos a Abe y Aaron en su interior, las máquinas generarían más de un doble por viaje, lo que no es posible (tantos como veces abriéramos la caja y expulsáramos a su ocupante). Y sin embargo, cuando a las 6 de la tarde Abe y Aaron se introducen en las máquinas y recorren el tiempo a la inversa, se supone que ambos permanecen dentro de las cajas durante las seis horas de regreso hasta el mediodía. De hecho, en la película se afirma que las cajas son de un solo uso para una franja temporal concreta, ya que durante ese viaje están ocupadas. Siendo así, la paradoja consiste en que, si abrimos una caja en cualquier momento entre el mediodía y las 6 de la tarde, el personaje debe estar dentro, pero al mismo tiempo no estará. ¿Les suena? Por si los atractivos de la película no bastaran, Carruth ha logrado además, ignoro si de forma deliberada o casual, una maravillosa paradoja con reminiscencias del gato de Schrödinger y que recuerda poderosamente a una interpretación minoritaria de la mecánica cuántica llamada Formalismo de Vector de Dos Estados. En la que, si acaso, ya entraremos otro día.

En resumen: aunque se pierdan, no se la pierdan.

(Nota: Primer no aborda la otra modalidad de viaje en el tiempo, hacia delante. Este caso no resulta tan intrigante desde el punto de vista teórico quizá por ser más factible, por el conocido principio relativístico según el cual el tiempo discurre más lentamente dentro de una nave que se desplaza a gran velocidad. Un ejemplo brillante de ello fue la versión clásica de El planeta de los simios (1968). Por lo demás, si obviamos el efecto del envejecimiento y entendemos el viaje en el tiempo hacia delante como la superación de un período temporal determinado en condiciones que reduzcan la percepción de su duración para el sujeto, lo cierto es que esto podemos hacerlo hasta dormidos.)