Cara y cruz del tratamiento de la COVID-19: cruz, la cloroquina (II)

Ayer comenzamos a contar la historia de la cloroquina/hidroxicloroquina, un fármaco clásico y barato cuyo perfil previo sugería que podía ser la gran promesa contra la COVID-19 causada por el virus SARS-CoV-2. Decíamos que un estudio publicado el 20 de marzo, dirigido por el francés Didier Raoult y que pretendía mostrar efectos beneficiosos de la hidroxicloroquina en los pacientes de cóvid, recibió un aluvión de objeciones y críticas por parte de la comunidad científica. Pero que ello no impidió que los medios, con más hambre de novedades con las que llenar titulares que criterio para valorarlas, convirtieran la cloroquina en la gran esperanza de la pandemia; sobre todo cuando Donald Trump hizo de este fármaco su apuesta personal.

En lo que respecta a Raoult, un mes antes de la publicación de su trabajo el investigador había publicado una carta en la misma revista en la que después aparecería su estudio; revista, por cierto, dirigida por uno de los autores del posterior ensayo, Jean-Marc Rolain, afiliado a la misma institución que Raoult. En dicha carta, Raoult, Rolain y un tercer coautor ya avanzaban poco menos que la cloroquina iba a ser la revolución contra la cóvid: calificaban el uso de este fármaco contra el nuevo virus como «un ejemplo espectacular de posible reposicionamiento de fármacos», subrayaban que ellos ya habían propuesto el uso antiviral de la cloroquina 20 años antes, y vaticinaban que gracias a este compuesto «la enfermedad asociada al nuevo coronavirus se habrá convertido en una de las enfermedades respiratorias más simples y baratas de tratar».

Todo esto, de por sí, no menoscaba los resultados del estudio posterior. Pero, en ciencia, esa actitud del siempre-he-tenido-razón-os-lo-dije-y-ahora-os-lo-voy-a-demostrar-una-vez-que-mi-experimento-que-aún-no-he-hecho-lo-confirme… Digamos que raramente suele llevar a un final feliz.

Pero incluso con las críticas de los científicos, y ante la urgencia de la pandemia, las autoridades reaccionaron agarrándose al clavo ardiendo del estudio de Raoult: el 26 de marzo, India prohibió la exportación de sus reservas del medicamento; el 28, la Administración de Fármacos de EEUU (FDA) aprobó su uso de emergencia contra la cóvid. En China se estaba empleando en multitud de estudios, y pronto en el resto del mundo la hidroxicloroquina se abría camino hacia innumerables programas de ensayos clínicos, incluyendo el megaensayo Solidarity de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Imagen de PublicDomainPictures.net.

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Sin embargo, también pronto se comprobó que los resultados de la cloroquina eran, cuando menos, dudosos. A finales de marzo, investigadores chinos publicaban el primer ensayo controlado y aleatorizado con 30 pacientes. El resultado: ninguna diferencia apreciable entre cloroquina y control. También en China, un estudio aún sin publicar (preprint) encontraba que la cloroquina sí parecía disminuir ligeramente el tiempo de recuperación en un ensayo aleatorizado con 62 pacientes, sin referencia alguna a efectos sobre la mortalidad. En Francia, otro pequeño estudio (entonces en preprint, hoy ya publicado) en 11 pacientes replicaba el tratamiento de Raoult sin encontrar beneficio alguno. Además, en este y en otro preprint de la Universidad de Nueva York comenzaba a advertirse sobre arritmias cardíacas en los pacientes tratados, lo que podía aumentar el riesgo de mortalidad.

Ante la falta de nuevas pruebas a favor de la cloroquina, un equipo internacional de investigadores publicaba un detallado preprint de 10 páginas reanalizando estadísticamente los datos del estudio de Raoult y cuestionando sus conclusiones. Al mismo tiempo, un ensayo en Brasil se interrumpió cuando los pacientes empezaron a mostrar arritmias potencialmente fatales, sin haberse detectado hasta entonces ningún beneficio de la cloroquina. Médicos en la primera línea de la lucha contra la cóvid comenzaban a preocuparse de que el fármaco pudiera hacer más daño que bien a sus pacientes. Algunos hospitales en distintos países dejaron de administrar cloroquina a sus enfermos.

El 3 de abril la sociedad científica coeditora de la revista en la que Raoult había publicado su estudio emitió una nota admitiendo que el trabajo del francés no satisfacía «los estándares esperados». Poco después se unió también la editorial de la revista, Elsevier, anunciando que el estudio estaba bajo investigación. Otro preprint fue retirado por sus autores a la espera de una revisión más detallada.

Al mismo tiempo, los resultados negativos se multiplicaban. Un estudio en Nueva York sobre 1.438 pacientes que recibieron cloroquina, con o sin azitromicina, no descubrió ninguna mejora respecto al grupo de control. También en EEUU, un estudio retrospectivo con 368 pacientes no encontró beneficio alguno de la cloroquina, y sí un aumento de la mortalidad. Ante la preocupación por la toxicidad de la cloroquina, un amplísimo estudio de 34 instituciones de todo el mundo con datos de cientos de miles de personas (no pacientes de cóvid) que tomaban cloroquina, en combinación o no con antibióticos, concluía que el fármaco era bien tolerado a corto plazo, pero que aumentaba la mortalidad cardiaca si se combinaba con azitromicina.

En este panorama que ya se decantaba mayoritariamente hacia el abandono de la cloroquina, surgió un inesperado giro de guion que no hizo sino aumentar la confusión del público. En la revista The Lancet, una de las más prestigiosas del mundo en medicina, un estudio retrospectivo con datos de 96.000 pacientes no encontraba beneficio alguno del fármaco y sí un aumento de la mortalidad. Pero de inmediato, otros investigadores que analizaron el estudio vieron que algo no cuadraba: los datos eran demasiado precisos como para ser reales, incluyendo los de muchos países del mundo donde no existe tal precisión en los registros. En algún país, incluso el número de casos presentados era superior al recuento oficial de las autoridades.

Se reveló entonces que los datos analizados por los autores procedían de una empresa propiedad de uno de ellos llamada Surgisphere, la cual fue requerida a facilitar los registros completos para su reanálisis. La compañía no facilitó los datos ni los abrió a una auditoría externa, lo que llevó al resto de los autores a retractarse del estudio, que fue finalmente retirado por The Lancet.

Y aquí es donde llegó la confusión: incluso un telediario de la todopoderosa Televisión Española dijo que, retirado el estudio, la cloroquina volvía a ser beneficiosa. Lo cual es un grave error y una peligrosa desinformación (recordemos a la pareja estadounidense que se autoenvenenó con un producto para acuarios que contenía cloroquina). La retirada de un estudio científico no hace cierta la conclusión contraria a la que defiende el estudio; lo único que hace es invalidar ese estudio, ni más ni menos. Si se retracta un estudio sobre la mortalidad asociada a los conductores borrachos, no significa que conducir borracho favorezca la supervivencia. Y en el caso de la cloroquina, la gran mayoría de las investigaciones no han encontrado beneficios, con independencia del estudio que se retiró por la imposibilidad de comprobar la procedencia de los datos.

Las pruebas negativas han seguido llegando. El gran ensayo clínico Recovery de la Universidad de Oxford con el apoyo del gobierno británico, que como el Solidarity de la OMS pone a prueba distintos tratamientos (entre ellos, la dexametasona que comentábamos ayer), ha suspendido su rama de la cloroquina al no encontrar ningún efecto positivo en 1.542 pacientes.

Y ya con un suficiente volumen de estudios acumulados, comienzan a llegar los metaestudios, estudios que reúnen otros previos y analizan sus datos en conjunto. Uno de ellos, publicado a finales de mayo en Annals of Internal Medicine y que repasa 24 estudios, concluye que las pruebas sobre los efectos de la cloroquina son «conflictivas e insuficientes». Este es un formulismo aséptico habitual en el lenguaje de esta clase de estudios para señalar que no se ha encontrado nada. En un artículo en The Conversation, el director del metaestudio, Michael White, de la Universidad de Connecticut, lo ponía más claro: «Se está haciendo cada vez menos probable que el uso de la hidroxicloroquina vaya a resultar en algún beneficio para la mortalidad, y más probable que resulte en un efecto neutral o dañino para la supervivencia».

Con todo ello, son ya muchos los expertos que están recomendando abandonar los ensayos con cloroquina y centrarse en fármacos con mayor potencial o que sí han mostrado algún efecto significativo, aunque sea débil. El 15 de junio, la FDA de EEUU ha revocado su autorización de emergencia del uso de cloroquina contra la cóvid. El 17, la OMS también ha cancelado la rama de cloroquina de su ensayo Solidarity al no encontrar efectos beneficiosos, refiriéndose además a la base de datos Cochrane (la regla de oro de los metaestudios clínicos) que recoge a día de hoy 54 ensayos y cuyas conclusiones no apoyan el uso del fármaco. A las autoridades les preocupa no solo la posible toxicidad de este compuesto en ausencia de ningún beneficio, sino también que incluso puede reducir la eficacia del remdesivir, un medicamento que sí parece haber demostrado una cierta actividad contra la cóvid, aunque sea limitada.

Otros dos estudios, uno en EEUU y otro en Barcelona (cuyos resultados aún no se han publicado), muestran que la cloroquina tampoco ha servido para prevenir la infección por el virus de la cóvid. Sin embargo, algunos investigadores aún albergan alguna esperanza de que el fármaco pueda llegar a mostrar alguna actividad como medicación preventiva, administrado antes o inmediatamente después de la exposición al coronavirus. Otros, en cambio, cuestionan que la toxicidad de la cloroquina vaya a verse compensada por ningún posible beneficio incierto.

Por su parte, Raoult ha continuado encastillado en su hipótesis, con un nuevo estudio retrospectivo en el que ha evaluado a 1.061 pacientes, anunciando la espectacular curación del 98% de los enfermos sin ninguna toxicidad cardíaca; una vez más, sin ningún tipo de grupo de control válido con el que comparar.

Ahora bien, ¿por qué Raoult parece obtener lo que nadie más en el mundo obtiene? La respuesta es sencilla: Raoult no incluye controles, y la mayoría de sus pacientes son leves; en su primer estudio, el 85% de ellos ni siquiera tenían fiebre. No olvidemos que la inmensa mayoría de los infectados por el virus SARS-CoV-2 se curan solos. Aunque suene a perogrullada, cuando se dice que la dexametasona es el único tratamiento que hasta ahora ha demostrado la capacidad de salvar vidas, es porque ningún otro tratamiento hasta ahora ha demostrado la capacidad de salvar vidas; los respiradores y otros elementos consiguen que el paciente siga vivo hasta que su propio cuerpo se libre del virus, pero es su propio cuerpo el que se libra del virus.

Si estuviéramos hablando de una enfermedad de gran letalidad, como un cáncer, incluso sin controles un 98% de curaciones indicaría que estamos ante algo muy importante. Pero tratándose de un virus al que sobreviven entre 990 y 995 de cada 1.000 infectados (según las últimas estimaciones de letalidad), la explicación más probable de ese 98% de curaciones anunciado por Raoult es que sus pacientes, como la mayoría de los infectados por el coronavirus, se curan solos, con o sin cloroquina. Si él quisiera demostrar lo contrario, el modo sería incluir controles y mostrar una diferencia entre ambos grupos. Pero no lo ha hecho.

Cuando Trump y el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, se convirtieron en paladines de la cloroquina, se llegó a la disparatada situación de que la defensa de este fármaco se convirtió en una cuestión política. Hoy muchos seguidores de la tendencia política representada por Trump y Bolsonaro continúan promoviendo una cruzada a favor de la cloroquina, fundamentada en presuntas fuentes y datos que circulan por internet, ajenos a los estudios científicos válidos y creíbles. Muchos han aupado a Raoult a esa figura tan habitual entre los círculos conspiranoides, la del genio iluminado y perseguido por el establishment. El propio médico ha favorecido esta imagen, al retirarse del comité científico asesor del gobierno francés alegando que los demás «no tenían ni idea».

Si Raoult decidirá regresar a su antigua encarnación de prestigioso infectólogo, o si navegará en una deriva a lo Luc Montagnier, ya lo veremos. Es probable que en los próximos meses continuemos viendo nuevos estudios publicados sobre la cloroquina, ya que había cientos de ensayos clínicos en marcha cuando el globo comenzó a desinflarse, y esos resultados deben conocerse. Pero es más bien improbable que algo vaya a cambiar, ya que con cientos de estudios ya publicados, la cloroquina ha tenido la oportunidad más que sobrada de demostrar su utilidad contra la cóvid, y no lo ha hecho. Y con el globo ya pinchado, quien continúe administrando cloroquina ya difícilmente puede seguir justificándose en el beneficio para sus pacientes.

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