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El Punto G, pseudociencia aplicada al sexo

A falta de un término mejor, llamamos pseudociencia a todo cuerpo de conocimiento que se presenta como demostrado sin ciencia real que avale tal demostración de forma consensuada. Y digo a falta de un término mejor, no porque este no esté aceptado por la RAE, sino porque no parece de justicia meter en el mismo saco el psicoanálisis –pseudociencia según Karl Popper– y cancamusas como la creencia en que nuestro carácter viene predestinado por el calendario –astrología–, o en que el agua conserva el hueco cuando se le quita lo que contenía –homeopatía–.

Las pseudociencias suelen tener en común que muchos se forran vendiéndolas a otros, y no solo a pequeña escala: como ejemplo desconocido por ciertos sectores que denostan a las farmacéuticas, el gigante de la homeopatía Boiron, con unas ventas de más de 609 millones de euros en 2014, puede permitirse el lujo de pagar 12 millones de dólares para acallar una demanda colectiva en EE. UU. sobre la ineficacia de sus productos, en lugar de ir a juicio y tratar de demostrar que los demandantes se equivocan. Normalmente, además, las pseudociencias ofrecen una elevadísima ratio de rentabilidad de negocio frente a la inversión en adquirir los conocimientos necesarios para practicarlas o impartirlas: podemos convertirnos en terapeutas de Reiki con un cursillo de seis meses, y en solo 120 horas seremos consultores de Feng Shui. Y a hacer caja vendiendo pamplinas.

índiceCuando pensamos en pseudociencias, no es el sexo lo que suele venirnos a la mente. Y sin embargo, si nos atenemos a los criterios anteriores, también este campo puede estar invadido. Un claro ejemplo es el famoso Punto G; para muchos es una gallina de los huevos de oro, empezando por su descubridora, la enfermera Beverly Whipple: en lugar de demostrar su teoría en la literatura científica (nota: los estudios publicados por Whipple no demuestran la existencia de tal punto, sino que más bien la dan por hecha), la autora prefirió publicar un libro que ha vendido más de un millón de ejemplares y se ha traducido a 19 idiomas. Por no hablar de las revistas que venden ejemplares a mansalva instruyendo a las lectoras y a sus parejas sobre cómo bucear hasta esta presunta zona erógena.

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¿Y por qué las mujeres fingen orgasmos?

Sally (la dulce Meg Ryan) escenificaba un orgasmo ante toda la concurrencia del famoso Katz’s Delicatessen de Nueva York para demostrarle a Harry (el pelmazo de Billy Crystal) que los hombres no somos capaces de distinguir lo real de lo simulado. Y probablemente sea cierto en muchos casos, siempre que la interpretación sea tan… ¿verídica o sobreactuada? ¿Con qué nos quedamos? (Y por cierto, la secuencia concluye con una de las frases más célebres de la historia del cine, cuando la actriz Estelle Reiner, madre del director Rob Reiner, le pide al camarero: «I’ll have what she’s having«, o «tomaré lo mismo que ella»).

Lo cierto es que la tesis de Sally quedaría simplemente demostrada por el hecho de que el orgasmo femenino fingido ha existido, existe y seguirá existiendo, prueba suficiente de que suele pasar ante la parte contraria como real. Y tal vez una ligera dosis de histrionismo teatral ayude a la hora de dejar a la pareja completamente convencida de que el espectáculo es auténtico, el objetivo perseguido para… ¿Para…? ¿Para qué? En el fondo, ¿cuál es la motivación de las mujeres que fingen orgasmos?

Imagen de MahPadilha / Flickr / CC.

Imagen de MahPadilha / Flickr / CC.

Ignoro si alguien se ha preocupado de rastrear los orígenes históricos del orgasmo simulado, pero hay quienes culpan de buena parte de ello a Sigmund Freud. El padre del psicoanálisis, según otras versiones el seudocientífico más influyente de la historia, defendía la teoría de que el orgasmo basado en el clítoris era infantil e inmaduro. A las mujeres de verdad, creía Freud, los orgasmos les entraban por la vagina, valga la imagen. La extensión de las ideas de Freud y, lo que es peor, el hecho de que gran parte de la comunidad científica las tomara en serio, pudieron causar un inmenso sentimiento de frustración en la mayoría de mujeres que no lograban alcanzar el orgasmo a través de la vía prescrita por el médico austríaco.

Tampoco es desdeñable la contribución del cine comercial. Durante décadas, y quizá debido a la colisión del puritanismo oficial de la sociedad estadounidense con la necesidad de abrir los guiones de Hollywood a un sexo ligeramente más explícito, las películas han adoptado lo que parece una convención de lenguaje: mejor él encima de ella, con las manitas donde se pueda verlas, cara a cara, y unos cuantos movimientos de cadera que en un santiamén llevan a la chica al clímax. Todo lo que se salga de esta norma se considera una película más o menos guarra, con doble R de Restricted, y por lo tanto queda limitada en su audiencia potencial. Incluso la actriz británica Ruth Wilson se quejaba recientemente de los frecuentes requerimientos de los directores para que ponga «cara de orgasmo», una expresión facial tan estandarizada como poco ajustada a la realidad.

No es difícil imaginar que este aberrante retrato del sexo, tan alejado de lo que realmente ocurre en los dormitorios, haya llevado a muchas mujeres a creerse frígidas por no ser capaces de llegar al orgasmo con diez o doce embestidas de pelvis de su pareja. Y que, como consecuencia, hayan abrazado el dramático arte de la simulación.

Pero todas estas especulaciones carecen de mucho sentido cuando sí hay alguien que se ha preocupado de estudiar por qué las mujeres fingen los orgasmos. Y en este caso, al contrario de lo que destacaba en mi anterior artículo, se trata de una mujer: Lisa Welling, investigadora y profesora del Departamento de Psicología de la Universidad de Oakland (EE. UU.). El laboratorio que Welling dirige centra sus investigaciones en el enfoque evolutivo del sexo, estudiando aspectos como la influencia de las hormonas en el comportamiento sexual, el origen de las preferencias físicas y el funcionamiento de conductas tales como la atracción, la elección de pareja, la infidelidad o los celos.

Welling y sus colaboradores se han adentrado en el orgasmo fingido a partir de los datos reunidos por otros autores que reflejan la extensa implantación de esta práctica. Según escriben los investigadores en su estudio, publicado este mes en la web de la revista Evolutionary Psychology, «el orgasmo femenino ocurre con menos frecuencia durante la penetración, más durante el sexo oral, y más aún durante la masturbación», mientras que curiosamente su demostración externa sigue justo el patrón opuesto, lo que para los científicos «sugiere que las mujeres podrían embellecer o simular las exhibiciones del orgasmo». En concreto, las encuestas revelan que al menos el 50% de las mujeres ha fingido el orgasmo como mínimo una vez, y que el 13% de todos los orgasmos femeninos son falsos.

Para estudiar por qué se produce esta conducta, los investigadores han contado con más de 300 mujeres voluntarias y con un grupo de expertos en la elaboración de un inventario de razones para fingir el orgasmo. El resultado, una vez depurado, es una lista de 63 razones que incluyen desde las más esperables, como «no quiero decepcionar a mi pareja», «no quiero que mi pareja sepa que no me satisface», «es lo que se supone que tiene que ocurrir» o «tengo otras cosas que hacer y quiero que mi pareja llegue al orgasmo lo antes posible», hasta las más extravagantes, como «disfruto haciéndole creer a mi pareja que estoy teniendo un orgasmo», «quiero que mi pareja pueda presumir delante de sus amigos», «estoy demasiado borracha para tener un orgasmo real», «quiero conseguir algo a cambio», «los orgasmos reales no son suficientemente impresionantes para mi pareja» o incluso «mi pareja me dijo que fingiera».

Con todos estos resultados, los autores han ordenado las razones en clases diferentes. «Descubrimos que las razones que daban las participantes caen en tres categorías principales: mejorar la experiencia de la pareja, engaño y manipulación, y ocultar desinterés sexual», resume Welling a Ciencias Mixtas. Y de estas categorías, ¿cuál es la ganadora? «Las razones mayoritarias correspondían a la categoría de mejorar la experiencia de la pareja, seguida de la de engaño y manipulación», prosigue Welling. Las frecuencias respectivas (para los estadísticos ahí fuera, la lambda de Poisson) fueron de 26,2, 16,4 y 12,1. Conclusión: la mayoría de las veces que las mujeres fingen el orgasmo lo hacen por motivos altruistas, o simplemente por vergüenza.

Pero el hecho de que muchas mujeres sientan el impulso de simular el orgasmo para satisfacer las expectativas de su pareja no solo tiene una implicación sociológica, sino también evolutiva: «Investigaciones recientes sugieren que la simulación del orgasmo puede ser una estrategia de retención de la pareja», apunta Welling. Y si es así, es posible que este fenómeno se remonte a mucho antes de Freud o de cualquier estereotipo cultural, hasta tiempos inmemoriales de nuestra especie. «La investigación sugiere que algunos factores motivacionales, como la retención de la pareja y el engaño, ciertamente tienen una base evolutiva», confirma.

Para la psicóloga, el origen del orgasmo simulado se encuentra probablemente en una combinación de factores evolutivos y culturales, siendo estos últimos los que pueden determinar su incidencia; a nadie se le escapa que la sexualidad femenina no tiene la misma consideración en todas las culturas. Y en algunas, sencillamente no existe. «Es probable que las actitudes culturales hacia la importancia de la experiencia sexual femenina y la educación sexual influyan en la probabilidad de que una mujer experimente el orgasmo o lo finja», concluye Welling.

¿Por qué las mujeres tienen orgasmos?

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Imagen de WillVision / Wikipedia / CC.

Parecerá una pregunta ridícula a quien no sepa nada de biología; pero lo que se diría evidente desde el punto de vista social es todo un enigma para la ciencia. Si el propósito original para el que se inventó el sexo es la reproducción, ¿por qué la evolución, que no entiende de igualdades, ha dotado a las mujeres de un mecanismo innecesario para ese fin? Algunos expertos interpretan que el orgasmo femenino es un residuo evolutivo del masculino, como los pezones masculinos son un reflejo inútil de los femeninos. Pero otros investigadores, en cambio, sugieren que el orgasmo en las mujeres tiene sus propias funciones diferenciadas.

En realidad, ambas teorías no tendrían por qué ser mutuamente incompatibles, ya que un resto de la evolución podría conservarse si ofrece otras ventajas adicionales a su fin primario. Por ejemplo, pensemos en las muelas del juicio: ¿qué sentido tiene que hayamos conservado unas piezas dentales que nuestros antepasados acomodaban en mandíbulas más grandes, pero que en las nuestras tienen que abrirse paso a puñetazos? Una posibilidad es que, en los tiempos en que no existía la higiene dental y una persona podía perder gran parte de su dentadura a edades tempranas, las muelas del juicio podrían aportar de repente nuevas herramientas de repuesto para masticar. Otro ejemplo podrían ser los halterios o balancines de las moscas y mosquitos, residuos evolutivos de las alas posteriores de otros insectos que en los dípteros no sirven para volar, pero que en cambio ayudan a estabilizar y controlar la trayectoria.

En el caso de las funciones propias del orgasmo femenino, las teorías son variadas; algunas se apoyan en razones psicológicas, como la posibilidad de que aumente la disposición de la mujer a mantener nuevas relaciones, o que contribuya a fortalecer el vínculo con su pareja. Una hipótesis interesante propone que el orgasmo femenino podría ayudar a retener el esperma mediante un efecto de succión gracias a las contracciones musculares. Quienes proponen esta explicación apuntan que así aumentarían las posibilidades de concepción con los individuos masculinos más fuertes y sanos del grupo –aquellos que más excitarían la libido de las mujeres–, pero también podría ayudar a reducir la probabilidad de embarazo en caso de sexo no consentido, en los tiempos en que las violaciones formaban parte rutinaria del rito de triunfo de una tribu sobre otra.

En todo caso, se trata solo de hipótesis más o menos razonables, pero es un hecho que el orgasmo masculino y el femenino tienen características diferentes. El orgasmo es un campo activo de investigación que a veces ha requerido métodos de estudio poco convencionales, como cuando la periodista de ciencia Kayt Sukel, trabajando para la revista New Scientist, se prestó a masturbarse en el poco acogedor escenario de un escáner de resonancia magnética funcional para que los científicos pudieran estudiar la tormenta eléctrica que se desataba durante el orgasmo en 30 regiones de su cerebro.

En cuanto a las diferencias entre marcianos y venusianas, todos conocemos algunas: ellas tienen más facilidad para los orgasmos múltiples, mientras que la mayoría de nosotros (salvo excepciones) pasamos por el llamado período refractario, de duración variable según cada cual, antes de poder repetir. Otra diferencia es la duración del orgasmo; en los hombres es de entre 3 y 10 segundos, mientras que las mujeres tienen más suerte, con una media de casi 20 segundos. Y algo seguramente desconocido para casi todos es que las respuestas cerebrales son similares en cuanto a la inactivación de las áreas relacionadas con el autocontrol y el raciocinio, pero con ciertas particularidades: en los hombres se apacigua la agresividad, mientras que las mujeres sufren una especie de apagón emocional acompañado de un encendido de ciertas regiones del cerebro relacionadas con el dolor y con la reacción de lucha o huida. Tal vez debido a todo esto, se suele asumir que el orgasmo es más intenso en las mujeres.

Pero pese a todo lo anterior, el orgasmo femenino aún tiene mucho de ese «continente oscuro» al que se refería Freud. ¿Existe o no el punto G? ¿Existe o no el orgasmo vaginal? ¿Existe o no la eyaculación femenina? En cuanto a lo primero, y aunque revistas como el Cosmopolitan hayan encontrado un filón en su búsqueda, los expertos se inclinan hacia la conclusión de que el famoso punto acuñado por el doctor Gräfenberg es solo un mito. Pero con matices: el endocrinólogo y sexólogo Emmanuele Jannini, de la Universidad Tor Vergata de Roma, ha definido algo llamado complejo clitouretrovaginal, un tótum revolútum que, «cuando se estimula adecuadamente durante la penetración, podría inducir respuestas orgásmicas», escribían Jannini y sus colaboradores el pasado agosto en la revista Nature Reviews Urology. El médico italiano ya fue pasto de los medios en 2008, cuando publicó un estudio en el que concluía que las mujeres capaces de tener orgasmos vaginales presentaban un engrosamiento de la pared anterior entre la vagina y la uretra.

La penúltima palabra sobre el oscuro continente la pronunciaron el pasado octubre los sexólogos Vincenzo y Giulia Puppo, curiosamente padre e hija, trabajando respectivamente en el Centro Italiano de Sexología de Bolonia y en el Departamento de Biología de la Universidad de Florencia. En una revisión publicada en la revista Clinical Anatomy, los Puppo pulverizaron el complejo clitouretrovaginal propuesto por Jannini, definiendo en su lugar un conjunto de órganos eréctiles en la mujer al que designan colectivamente con un nombre que tal vez habría encantado a Freud, pero seguramente no a las activistas de Femen: el pene femenino. «En todas las mujeres, el orgasmo es siempre posible si los órganos eréctiles femeninos, es decir, el pene femenino, son estimulados de forma eficaz durante la masturbación, el cunnilingus, la masturbación por la pareja, o durante la relación vaginal o anal si el clítoris es simplemente estimulado con un dedo», escribían los Puppo.

Padre e hija dedican su artículo a aclarar términos sobre la sexualidad femenina y desterrar lo que, según ellos, son inexactitudes o errores. No existe un orgasmo vaginal, dicen, sino simplemente un orgasmo femenino causado siempre por el conjunto de esos órganos que definen como el pene de la mujer. Tampoco tiene base científica hablar de eyaculación femenina, aseguran. Y sin embargo, otro estudio ha venido recientemente a quitarles la razón en esta afirmación. En enero de este año, un equipo de investigadores franceses dirigido por el ginecólogo Samuel Salama ha estudiado a siete mujeres que decían eyacular grandes cantidades de líquido durante el orgasmo. Mediante ecografías y análisis químicos de las muestras, los científicos han determinado que existen dos clases de eyaculados en la mujer.

Según publicaban en la revista The Journal of Sexual Medicine, lo que propiamente puede llamarse eyaculación femenina es un líquido lechoso que se expulsa en pequeña cantidad y que procede de las glándulas de Skene, un órgano que algunos expertos equiparan a la próstata de los hombres. Por el contrario, en los casos en que el líquido sale en cantidades como para llenar un vaso, lo que popularmente se conoce como squirting, se trata simplemente de orina: «El squirting es esencialmente la emisión involuntaria de orina durante la actividad sexual, aunque a menudo existe una contribución marginal de secreciones prostáticas en el fluido emitido», escribían los investigadores. Lo curioso del caso es que las mujeres habían vaciado su vejiga antes de la estimulación, pero en el momento anterior al orgasmo se había rellenado por completo. De hecho, el objetivo de Salama es estudiar si los riñones funcionan más deprisa durante la excitación sexual, lo que explicaría la visita al baño después del sexo.

Con todo esto, quizá alguien haya notado ya que son mayoritariamente hombres los investigadores que se dedican en cuerpo y alma a estudiar la sexualidad femenina. Y como decía aquel viejo chiste, un ginecólogo varón es como un mecánico de automóviles que nunca ha tenido un coche. Tal vez sea cierto. Pero también que al menos algunos hombres hacen el esfuerzo de tratar de entender cómo funcionan las mujeres. Y puede que todos y todas nos beneficiemos de ello.

Para ilustrar, he aquí un vídeo perteneciente al proyecto de videoarte Literatura Histérica del fotógrafo y director Clayton Cubitt, que desde el pasado 24 de enero se exhibe en la exposición Bibliothecaphilia del Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts (MASS MoCA).