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La prisión en la mente

Por Lali Cambra, periodista y responsable de Comunicación de MSF España para los Territorios Palestinos Ocupados.

Hebron, Cisjordania. copyright: Juan Carlos Tomasi.

Hebron, Cisjordania. Copyright: Juan Carlos Tomasi.

Hoy parecería un día normal de trabajo en la sede de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Hebrón. Pero no es normal, porque hoy es el día en el que Jawad, al que ya llevamos tiempo tratando, va a hablar sobre el tiempo que pasó en prisión.

Hace casi ocho meses que atiendo  a Jawad (*), los mismos que hace que llegué a Hebrón, una ciudad de gran importancia tanto para el Islam como para el Judaísmo. De hecho, es la única ciudad en Cisjordania en la que hay colonos judíos viviendo en su interior. Esta coyuntura la hace con frecuencia un lugar de conflicto entre palestinos e israelíes. Tanto la ciudad como los pueblecitos de la periferia son controlados de cerca por soldados y policías.

Jawad es de una aldea de la periferia. Nos hemos visto casi una vez por semana, a excepción de los períodos en que Jawad ha vuelto a ser detenido. Períodos que suponían un retroceso en su evolución. Jawad llegó a MSF recomendado por el CICR, después de que fuera puesto en libertad tras su paso por prisión. Se le detectaron síntomas post-traumáticos graves. Pese al tiempo que lleva con nosotros, no había hablado de la cárcel todavía.

La sesión se inicia, con Jawad sentado enfrente. E. cumple su papel de intérprete. Desde que llegué hace las veces también de profesora de árabe, de cultura palestina, de consejera y de amiga. Jawad, con 28 años, es un hombre delgado que viste con elegancia y cuya compostura delata una inteligencia tranquila. Sonríe más ahora que cuando iniciamos nuestros encuentros, aunque su mirada suele ser muy seria y en no pocas ocasiones se queda fija, mirando al infinito. A veces siento que hay que sacarle información con un sacacorchos.

Cuando le pido que me hable, tal y como habíamos quedado, de la cárcel, me mira sorprendido y dice que ya me lo ha explicado. Pero yo le recuerdo que, de hecho, sé muy poco. Establecer relaciones de confianza es en los territorios ocupados una cuestión de extrema importancia y por supuesto lo es para un hombre que ha sido encarcelado por activismo político y forzado a un sinnúmero de interrogatorios. Por eso, buena parte de nuestras sesiones se han centrado en forjar lazos de confianza, algo primordial dado que, en cierta forma, hay elementos de la terapia psicológica que podrían semejarse a procesos de interrogatorio.

Consulta psicológica en el proyecto de Médicos Sin Fronteras en Hebron. Copyright: Juan Carlos Tomasi.

Consulta psicológica en el proyecto de Médicos Sin Fronteras en Hebron. Copyright: Juan Carlos Tomasi.

Por fin Jawad comienza a hablar. Me dice que tenía 22 años cuando comenzó a ser más consciente de la situación por la que estaba pasando la vecina Gaza. En la universidad se involucró políticamente y acudió a manifestaciones. Un día, mientras estaba al frente de su ordenador, de repente comenzó a escuchar un enorme tumulto: los soldados israelíes entraron por la fuerza en su casa y se lo llevaron. Ahí comenzaba el camino sin retorno en el que se vería sumido durante los siguientes cuatro años y medio.

Jawad describe su período en prisión en cuatro fases: la primera fase, de interrogatorios, de la que se sintió orgulloso porque consiguió permanecer en silencio. Lo pusieron en una celda con otros prisioneros, que le ayudaron mucho en esos primeros días. Sin embargo, cuando los soldados regresaron, Jawad notó que algo había cambiado: de repente lo vio claro, sus compañeros de celda no eran otra cosa que “enemigos”. Sus conversaciones habían sido grabadas, su silencio roto y su fortaleza quebrada. Iban a poder presionarlo más. “Mi mundo se hundió, entonces cambié como persona”, apuntó Jawad.

Su segunda fase es la peor. Utilizaron métodos brutales, de los que Jawad prefiere no acordarse.  Apenas menciona la dureza de los períodos en aislamiento. Los sonidos, las imágenes y las sensaciones táctiles de esa época todavía regresan cada noche a perseguirlo en forma de pesadillas.

La tercera fase fue incluso peor. Jawad enfermó. Su apéndice se había inflamado y roto y requería cirugía. Lo siguiente que recuerda es despertarse de forma abrupta de la anestesia para encontrarse en el quirófano y ver su propio estómago abierto, en plena operación. El shock le llevó a un flashback, a encontrarse de repente de nuevo en los interrogatorios, rodeado de guardias, incapaz de moverse, esposado a una mesa. Cuando finalmente volvió en sí, la realidad no mejoraba: en su cama del hospital, tres guardias armados lo estaban custodiando.

A partir de entonces el estado emocional de Jawad se deterioró con rapidez, con consecuencias que también afectaron a su estado físico. Nunca más volvería a confiar en un médico. Entró en depresión y se aisló por completo. No mantenía contacto con nadie. Tras ser puesto en libertad, esta situación se mantuvo. Jawad a veces confesaba que para vivir así prefería regresar a la cárcel.

“Es bueno que tú lo cuentes por mí. A mí no me dejan salir de Cisjordania, pero tal vez mi historia pueda cruzar la frontera”, concluye Jawad.

(*) Este post fue escrito por la psicóloga de MSF al cargo de la terapia de Jawad en Hebrón.

Una semana después de esta conversación, Jawad fue detenido de nuevo y sometido a nuevos interrogatorios.

4 comentarios

  1. Dice ser Dr.Doom.2001

    Por ello BOICOT a todo producto israeli, hasta que abandonen tierra ocupada y deroguen sus leyes racistas

    17 enero 2014 | 14:31

  2. «La ideología tiene mala fama. Hay mucha gente que afirma convencidísima no tener “de eso”, con el mismo gesto que pondría para decir que no tiene piojos o tratos con la mafia. Pues bien: si está usted entre esas personas, sepa que en realidad sí tiene ideología, por poco articulada que esté y por escaso que sea el tiempo que dedique a pensar en ella. La tiene usted y la tiene todo el mundo. ¿Por qué? Porque todos contamos con una escala de valores, una noción de cómo deberían ser las cosas y unos planteamientos más o menos elaborados sobre la sociedad en la que vivimos. Este conglomerado nos orienta a la hora de opinar y, aunque sea en un sentido muy básico, tiene contenido político.

    Además de este concepto difuso de ideología, existe otro más concreto, que se refiere al conjunto de principios, valores e ideas que estructuran la visión del mundo de una determinada corriente política y ordenan el comportamiento y decisiones de los actores –partidos, representantes, militantes y simpatizantes- que se identifican con esa corriente. No se trata, como algunos sostienen, de una forma vulgarizada de filosofía, sino de una herramienta distinta, que posee un cuerpo doctrinal y una orientación esencialmente práctica, que evoluciona a través de su acción sobre la realidad en una interacción constante, y en la cual juegan un papel no despreciable los marcos narrativos y las emociones.

    La ideología –difusa y concreta- es consustancial a la política. Por eso resulta chocante la recurrencia con la que muchos representantes públicos tachan de “ideológica” una determinada acción o afirmación, abonando así la idea de que la ideología es per se una cosa rechazable. Es cierto que a menudo los motivos técnicos o económicos esgrimidos para defender ciertas decisiones son simples accesorios, concebidos para adornar lo que en realidad es fruto directo de un posicionamiento ideológico. La cuestión es que quien denuncia algo por ideológico, lanza su denuncia también desde una ideología, de signo contrario o como mínimo discrepante en ese punto. En lugar de calificar algo de ideológico sin más, sería clarificador señalar que lo que se agazapa tras ese algo es la ideología fulanita o menganita, con sus nombres y apellidos; que al denunciante esa ideología no le convence ni le gusta y por qué. Es cierto que estas clarificaciones se omiten por mor de la brevedad o porque se consideran obvias, pero cada vez resulta más necesario especificar lo obvio, no sea que se nos olvide.

    Expresar las propias convicciones nunca es baladí, menos aún en un contexto donde proliferan opinadores, representantes públicos y hasta partidos que se postulan como “no ideológicos” y dicen no ser “ni de derechas ni de izquierdas”, credencial con la cual parecen querer situarse por encima del bien y del mal. Esta tendencia se da en España y fuera de España; no es una rareza patria. Los portavoces de la misma a menudo insisten en proclamar la superioridad de la técnica sobre la política –o de los técnicos sobre los políticos- y en presentarse como adalides de la racionalidad y el sentido común. Esta última pretensión denota una cierta altanería; es como si insinuaran que todos aquellos que se autoubican abiertamente en la derecha o en la izquierda son unos descerebrados. Sin embargo, en realidad quien se posiciona con nitidez en el espectro político hace un servicio a la transparencia, y a los demás nos ahorra el esfuerzo de ubicarle a base de hermenéutica. Tampoco sobra recordar, por cierto, que quienes dicen estar por encima de las ideologías suelen mostrar una persistente tendencia a alinearse con posiciones propias de una de ellas: la derecha.

    La fascinación por la política “no ideológica” –es decir, “no política”, si tal cosa es posible- florece con singular exuberancia en ese populismo que navega cómodamente de babor a estribor según sople el viento, presumiendo incluso de apoyarse en la objetividad de los datos. Sin embargo, la selección misma de los datos implica ya una preferencia, y tras cada preferencia hay un juicio de valor, una visión del ser y el deber ser que nunca es ideológicamente neutra. Los ladrillos de este populismo new age son tan ideológicos como los del más vetusto de los partidos tradicionales, sólo que resulta más arduo verlos bajo las luces de neón y el decorado de diseño.

    Para mucha gente, vacunada por las historias de terror que el fanatismo escribió durante el siglo XX, la palabra ideología se asocia automáticamente con sectarismo e intransigencia. Esa experiencia lúgubre ha ocultado, sin embargo, que en esos mismos cien años y también en nombre de ideologías, miles de hombres y mujeres lograron con gran esfuerzo romper las cadenas que les ataban o ataban a otras personas, ampliar los derechos humanos, civiles y políticos, poner en marcha el motor del progreso y el bienestar en muchos países. Claro que se puede tener ideología de forma consciente, convencida y activa sin ser un descerebrado, un fanático o un sectario, y mucho menos un criminal; lo que resulta cada vez más difícil es tenerla y no verse en la obligación de explicarse y justificarse todo el rato.

    Entre otras razones porque, para terminar de emborronar el panorama, el siglo XX se cerró con la eufórica proclama del fin de las ideologías por parte de una derecha que veía en la caída del muro de Berlín la demostración de su triunfo definitivo sobre cualquier otra interpretación del mundo. No es que estuviera en lo cierto, pero en la práctica tampoco parece que le saliera del todo mal la jugada. A fin de cuentas, las ideologías han acabado bastante desprestigiadas y el marcador de la valoración ciudadana se aproxima al política 0, tecnocracia 1. Un tablero de resultados que perjudica especialmente a la izquierda, porque a la derecha no le disgusta el escenario tecnocrático postpolítico. Pero ojo: el partido no ha terminado, y el marcador puede darse la vuelta si los jugadores -es decir, los ciudadanos- no abandonamos el terreno de juego».

    por Trinidad Noguera
    Follow @TriniNGM
    19/10/2013 Agenda Pública

    18 enero 2014 | 00:34

  3. «Una escena muchas veces vista en películas: una víctima de tortura entra en una tienda, y de pronto oye a su espalda la voz de otro cliente. No puede ser. Es él. Su torturador. Reconoce su voz, después de tanto tiempo. La víctima no sabe si escapar o denunciarlo, está paralizada, le cae sudor frío por la espalda.

    ¿Cuántas veces se ha producido esa misma escena en España? ¿Cuántas víctimas de tortura se han reencontrado años después con su torturador, y lo han reconocido? Me cuenta el cineasta Andrés Linares cómo hace doce años se encontró, en la piscina donde solía nadar, al policía que le interrogó cuando en 1973 fue detenido y pasó por el temido edificio de la Puerta del Sol. Ahí estaba el represor, dándose un baño en la piscina, disfrutando su jubilación.

    Como la historia de Linares conozco unas cuantas más, de víctimas que se cruzaron con sus torturadores. En alguna ocasión, para más escarnio, seguían siendo policías. Al reencontrarse, las víctimas sentían más vergüenza que miedo, más humillación que rabia. Y la impotencia de saber que su impunidad estaba blindada.

    Esa es también parte de la historia de esta España que hoy hace aguas. Ha tenido que venir la justicia argentina a recordarnos que los torturadores se siguen paseando entre nosotros. Y si solo fuese un paseo: muchos siguieron en activo, fueron ascendidos, condecorados. El problema no era ya solo que en las calles hubiese torturadores sueltos. Lo peor es que los había también por los pasillos de las comisarías de una policía que se decía democrática.

    ‘Billy el Niño’, por ejemplo. Su nombre no dice nada a los más jóvenes, pero para muchos de nuestros mayores es un personaje legendario, uno de los nombres más siniestros de la historia reciente. Siendo muy joven (de ahí el apodo), se ganó fama como uno de los torturadores más eficaces (lean el auto de la juez argentina, donde se detallan sus métodos). Después, durante la Transición, se le relacionó con la ultraderecha, y su nombre apareció en el juicio por la matanza de abogados laboralistas de Atocha, al que fue llamado a declarar, y en otras acciones de la guerra sucia de aquellos años, aunque salió limpio de todo. Homenajeado y condecorado por los suyos (la medalla al Mérito Policial se la puso Martín Villa, que ahora puede seguir sus pasos en el proceso argentino), acabó por pasarse a la seguridad privada, donde años después se le relacionó con Javier de la Rosa, otro protagonista de la historia subterránea de este país.

    He rebuscado en la hemeroteca las noticias sobre el juicio por la matanza de Atocha, cuando tuvo que declarar. En todas se insiste en la obsesión de ‘Billy el Niño’ por no ser fotografiado. De hecho, la única foto que circula estos días es de muy joven. Así garantizó su anonimato durante tantos años. Hasta hoy, cuando el auto de la juez Servini le habrá sobresaltado.

    Recupero, de un ejemplar de La Vanguardia de 1979, las palabras de los abogados que estuvieron presentes en su declaración en el caso de la matanza de Atocha. Entre ellos, Nicolás Sartorius, que aseguraba que ‘Billy el Niño’ “ha declarado con un nerviosismo tremendo, sudaba mucho. Tanto que el traje azul que vestía estaba sudado hasta la cintura.”

    Al leerlo, pensaba en otros sudores: los de quienes pasaron por sus manos, y los de quienes se cruzaron en su camino años después y quizás reconocieron su voz y recuperaron el miedo y el dolor de entonces.

    No espero que el gobierno español detenga y extradite a los cuatro torturadores. El hecho de que uno de los siguientes en la lista sea el suegro del ministro responsable de autorizar la extradición, tampoco da muchas esperanzas. Pero eso no quiere decir que no tenga consecuencias.

    De entrada, arroja luz sobre una verdad que ha estado oculta durante mucho tiempo, que los jóvenes hoy indignados tal vez ignoran: que en España se ha torturado durante muchos años. Recupero al mismo Sartorius, que en uno de sus libros (El final de la dictadura), cuenta: “no faltaban comisarios de la Brigada de Información Social que, en pleno 1976, a una vara con punta de hierro con la que golpeaban a los detenidos la llamaban los derechos humanos”

    La actuación de la juez argentina servirá para que nuestros jóvenes indignados sepan que los policías torturadores fueron amnistiados, pero también ascendidos, condecorados, mantenidos en activo en unos cuerpos policiales que, ya en democracia, siguen acumulando denuncias por abusos, malos tratos y torturas (que igualmente suelen quedar impunes). Que sepan que esa impunidad es también parte del derrumbe actual. Y que sepan que esos torturadores siguen viviendo entre nosotros.

    Quizás sirva también para que la próxima vez que un torturador y su víctima se crucen, sea el torturador el que tenga miedo. Tal vez ‘Billy el Niño’ vuelva a sudar su traje, pensando que cualquier día una de sus víctimas se lo encuentre, y en vez de encogerse decida llamar a la policía para que lo detengan.

    ****

    (una recomendación final: la escena del primer párrafo no solo aparece en películas. También en una de las mejores novelas que he leído en mucho tiempo: Twist, de Harkaitz Cano, donde hay torturadores impunes y víctimas humilladas de nuestro pasado reciente. Léanla, por favor).

    por Isaac Rosa
    19/09/2013

    19 enero 2014 | 00:02

  4. Dice ser Eva PPC

    Esto sí que es lamentable…

    22 enero 2014 | 13:05

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