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¿Debe importarnos que las moscas vomiten en nuestra comida?

Para muchas personas, quizá solo las cucarachas superen a las moscas en la escala de asquerosas criaturas domésticas que viven con nosotros. Las moscas son molestas, pero el mayor problema es que nunca sabemos de dónde vienen. Tal vez antes de visitarnos hayan estado saboreando deliciosa basura, excrementos o el cadáver de alguna criatura, con esa misma trompa que están posando en nuestra cena. Y lo peor es que, cuando se conoce la historia con más detalle, las cosas no mejoran, sino lo contrario.

La mosca tiene la suerte de poder saborear con las patas. Nosotros solo tenemos receptores del gusto en la lengua, pero otros animales los tienen más repartidos. Por ejemplo, los peces gato o siluros son los campeones del gusto, con hasta 175.000 quimiorreceptores —nosotros tenemos unos 10.000— distribuidos por toda su superficie. A un pez con los ojos pequeños y que nada en aguas turbias le resulta útil poder degustar con todo el cuerpo para localizar la comida. A nosotros, en cambio, no nos aportaría ninguna ventaja clara sentarnos en una silla —ropa mediante, claro— y saborear la parte de la persona que se sentó allí antes.

Una mosca sobre una musaraña muerta. Imagen de pxhere.

En el caso de las moscas, su aparente simpleza oculta en realidad un sistema muy preciso y perfeccionado. Cuando se posan en algún lugar y de inmediato alargan la trompa para aspirar algo de comida, es por la conexión directa entre sus receptores del gusto y el mecanismo para estirar la probóscide bucal. La mosca saborea con los pelillos que recubren su cuerpo, incluyendo las patas. Al detectar azúcar, la trompa se lanza automáticamente. Es más, algunas de estas neuronas gustativas están conectadas, por medio de un cordón nervioso análogo a nuestra médula espinal, con el sistema del movimiento, de modo que la mosca se detiene en cuanto pone las patas sobre la comida.

Este es el motivo por el que probablemente hacen eso tan inquietante de frotarse las patas entre sí, que nos recuerda a lo que hacemos nosotros mismos con las manos. Se cree que este gesto ayuda a la mosca a limpiar las terminaciones de las patas para tener siempre listos sus receptores del gusto.

Pero el apéndice bucal de la mosca es una trompa, como una pajita. Por lo tanto, no puede dar un bocado a nuestras patatas fritas. En lugar de eso, debe sorber. Y para eso tiene que vomitar.

Las moscas poseen un órgano digestivo llamado buche, que también tienen otros animales como las aves, y donde el alimento se almacena para ablandarse con la saliva antes de la digestión. Este invento les permite, por ejemplo, ingerir más alimento del que pueden digerir en el momento, para cuando haya escasez.

Para sorber, la mosca regurgita el contenido del buche (es posible también que hagan esto para evaporar parte del agua y así concentrar el alimento). Pero claro, cuando la mosca vomita, no solo expulsa restos de la comida anterior mezclados con saliva, sino también cualquier otra cosa que haya tragado antes. Incluyendo virus y bacterias que puede haber recogido de… en fin, ya saben.

El entomólogo John Stoffolano, de la Universidad de Massachusetts, acaba de publicar una revisión sobre cómo las moscas se alimentan, cuáles son sus fuentes de comida y cómo adquieren microorganismos que almacenan en el buche y luego expulsan sobre su siguiente snack. Según cuenta Stoffolano, los análisis previos de ADN del contenido del buche de las moscas han permitido identificar las especies de cuyas heridas, saliva, moco o heces se han alimentado. Y cuáles son los microbios que han ingerido con estas suculentas meriendas. Los estudios han encontrado bacterias, virus, hongos y parásitos, que pueden sobrevivir durante varios días en el aparato digestivo de la mosca. Aún peor, se ha documentado también que en el buche se produce transmisión de resistencias a antimicrobianos entre distintas bacterias.

Por todo esto y más allá del asco que pueda producirnos, Stoffolano advierte de que las moscas comunes «pueden ser incluso más importantes en la transmisión de enfermedades que las moscas chupadoras de sangre», pese a que siempre se pone el acento en los insectos que pican como posibles vectores de infecciones.

Todo esto no significa que debamos obsesionarnos con las moscas, ni muchísimo menos tirar los alimentos en los que se posen. Ni Stoffolano ni otros expertos consideran que generalmente, en condiciones normales, las moscas que rondan por nuestra comida representen un verdadero peligro para una persona sana.

Y por si alguien se pregunta qué demonios nos aporta la existencia de las moscas, lo cierto es que también tienen sus funciones, aparte, por supuesto, de servir de biomasa alimentaria a miríadas de otros animales; además ejercen un gran papel como polinizadoras que solo ha comenzado a apreciarse recientemente, ayudan a controlar las plagas gracias a sus larvas carnívoras… En fin, ocurre que en la naturaleza ningún bicho sobra, ni siquiera aquellos que preferimos tener lejos de nosotros.

Maravillosa naturaleza, hasta en lo repugnante

Hace ya muchos años, cuando aún vivía con mis padres, sucedió que al regreso de unas largas vacaciones nos topamos con una sorpresa aterradora: el frigorífico-congelador había fallado por motivos que ya no recuerdo. Pueden figurarse el panorama si alguna vez les ha ocurrido algo similar. Si no es así, tal vez no lleguen a imaginar lo que una incubadora, pues en eso se había transformado nuestra nevera, puede llegar a hacer con kilos y kilos de comida perecedera en pleno mes de agosto.

Voy a ahorrarles los detalles. La limpieza duró varios días, pero lo que más costó fue eliminar el intenso olor a cadáver que durante semanas siguió impregnando el frigorífico, la cocina, tal vez nuestras propias fosas nasales. Todavía hoy recuerdo perfectamente aquella peste de la descomposición (tal es el poder del olfato).

Pero si traigo hoy este recuerdo es porque en aquella ocasión comprendí perfectamente cómo un tipo tan listo como Aristóteles podía creer en algo tan conceptualmente absurdo como la generación espontánea, es decir, bichos que crecen de la nada; por ejemplo, pulgones que nacían de las gotas de rocío. Aunque otros científicos se anticiparon con intuiciones acertadas y observaciones pioneras, no fue hasta casi ayer mismo, siglo XIX, cuando Louis Pasteur dejó bien demostrado y sentado que todo ser vivo nace de otro ser vivo, incluso los microbios.

Sin embargo, reconozco que mi madre tenía motivos para dudar de Pasteur: carne envuelta en cajones dentro de un congelador cerrado, en un piso de Madrid aparentemente sellado a cal y canto para las vacaciones; ¿cómo demonios habían llegado allí todos aquellos gusanos?

He recordado el episodio a raíz de otro hecho reciente. Tal vez algún seguidor de este blog recuerde que hace varias semanas conté aquí dos experimentos caseros de microbiología que hicimos para la feria de ciencias del colegio de mis hijos. Creo recordar que entonces detallé cómo deshacerse de los cultivos una vez terminados los experimentos: un cubo con lejía a una concentración mínima del 10%, y dejar allí las placas abiertas durante un par de horas.

Pero en esto, como en otras cosas, soy un mal ejemplo. Por falta de tiempo, descuido y dejadez, dejé las placas almacenadas en dos cajas de zapatos en un rincón de la cocina. Hasta que un día mi hijo mayor me dijo: “papá, la cocina está llena de moscas”. “Bueno, llena, llena…”, pensé mientras iba a comprobarlo. Y sí. Llena. Aunque no llevé la cuenta, calculé que esa tarde debí de matar al menos 50 moscas.

Eran moscas negras, peludas, más grandes que las domésticas y más torpes, sin esa ágil capacidad evasiva de las intrusas más habituales en nuestros veranos. Al matarlas, algunas de ellas liberaron larvas. Es decir, que eran ovovivíparas: los huevos eclosionaban aún dentro de la madre, que deposita larvas vivas. Si mi guía de insectos no me falla, este detalle es típico de la familia de los sarcofágidos (Sarcophagidae), a diferencia de la Calliphora vomitoria, el típico moscardón azul de la carne que solemos ver más a menudo.

Las más comunes dentro de este grupo, la subfamilia sarcofaginas, suelen tener rayas blancas y negras en el tórax y un patrón ajedrezado en el abdomen. Por el contrario, las mías iban de luto riguroso, así que debían pertenecer a alguna de las otras dos subfamilias. Esto es todo lo que puedo afinar en mi esfuerzo taxonómico. Si hay algún entomólogo en la sala que pueda aportar alguna pista, será bienvenido.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

Una sarcofágida, mosca de la carne. Imagen de pixabay.com / dominio público.

De inmediato comprendí que la causa de aquella invasión eran las placas. En algunos de los medios de cultivo habíamos utilizado productos de origen animal, como caldo de carne y leche. Y aunque en la cocina no se notaba ningún olor evidente para los humanos que habitamos en esta casa, era obvio que las moscas sí habían detectado algo que las había llevado hasta allí. Pero ¿por dónde habían entrado? La ventana de la cocina prácticamente nunca se abre, pero hay una rejilla de ventilación que comunica con el exterior, además de las salidas de la caldera de gas y la campana extractora.

Me deshice de las placas al instante, pero en días sucesivos tuve que matar otras varias decenas de moscas, hasta que la infestación desapareció. Es decir, que incluso eliminada la fuente original, aún persistía en el aire un gradiente de concentración de esos compuestos atrayentes, suficiente como para marcarles a las moscas un camino invisible hasta la rejilla de nuestra cocina.

Y todo esto, por repugnante que pueda resultar, no deja de ser una maravilla. Cuando estamos vivos, invertimos una inmensa cantidad de nuestro dinero metabólico (energía que comemos) en el simple mantenimiento bioquímico del organismo. Es decir, en reparar las tuberías, cambiar las bombillas fundidas, arreglar los desconchones y demás tareas necesarias para mantener habitable nuestra casa. Cuando morimos, todo esto se interrumpe, y la casa queda abandonada a su suerte. Comienza entonces un proceso espontáneo de degradación, acelerado por huestes de vándalos (bacterias y hongos) que invaden lo que fue nuestra propiedad para expoliarla de su principal riqueza, las proteínas.

Fruto de toda esta decadencia aparecen compuestos como los adecuadamente llamados putrescina y cadaverina, algunos de los responsables del olor que se nos quedó metido en la nariz durante semanas cuando aquello de la nevera. Algunas de estas sustancias flotan en el aire, no como corrientes continuas, sino como simples penachos dispersados por el viento hasta kilómetros de distancia; ridículamente indetectables para alguien como un ser humano. Pero no para las moscas.

Las moscas poseen un olfato increíblemente fino en sus antenas, que les permite seguir ese rastro desde grandes distancias hasta localizar la fuente. En los últimos años se han llevado a cabo experimentos pasmosamente sofisticados para controlar y seguir el vuelo de las moscas en respuesta a estímulos olfativos, utilizando túneles de viento e inhibiendo selectivamente ciertas regiones del cerebro del insecto. Los investigadores han podido así comprobar que, una vez detectado el cebo olfativo, las moscas recurren a la vista para tratar de localizar la fuente de comida.

En el caso de mis cultivos microbianos, no podían, ya que la fuente del olor eran unas placas dentro de dos cajas de zapatos a las que las moscas no podían acceder. Y probablemente por este motivo se quedaban vagando sin rumbo por la casa o se pegaban a la ventana de la cocina sin saber muy bien qué hacer.

Y hay otro detalle curioso. Para nosotros, compuestos como la putrescina y la cadaverina tienen un olor muy desagradable. Este es un sistema natural que poseemos para la detección de alimentos en mal estado. Antes de que existiera la impresión de fechas de caducidad en los alimentos, la evolución nos dotó de un sensor capaz de alertarnos de que esa comida estropeada podría matarnos.

En el caso de las moscas, ocurre lo contrario: podemos pensar que, para ellas, la carne en descomposición de la que se alimentan y donde depositan a sus crías huele tan bien como para nosotros un plato de risotto con setas. Puede que sean feas, que todo va en gustos, y desde luego que son saquitos ambulantes de enfermedad. Pero recuerden, no caigan en esa falacia de hablar de seres más evolucionados o menos evolucionados: a ver quién de ustedes es capaz de oler desde casa lo que se está cocinando en un restaurante a kilómetros de distancia.