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Chad: el miedo que trae la desnutrición

Por Laura Rubio, UNICEF Comité Español, desde Chad

(Las huellas de Boko Haram, segunda parte).

En la zona del lago Chad, 8 de cada 10 personas desplazadas viven en comunidades de acogida, no en campos para desplazados. Sufren los que tienen que huir, pero también los que reciben el flujo constante de personas que llegan sin nada, a las que acogen por principios.

Una de estas comunidades es Tagal, una aldea de pescadores a orillas del lago, que ha visto cómo su población se ha duplicado debido a la llegada continua de quienes huyende la violencia de Boko Haram. Tagal era ya una aldea pobre, sin infraestructuras ni acceso a servicios básicos, y con recursos mínimos para subsistir. Pero aunque hay buenas intenciones, no llega para todos. Los locales y los desplazados comparten lo poco que tienen, hasta lo más básico: el agua, los alimentos, las esterillas, los enseres de cocina viejos y desgastados… y también las enfermedades y un estado de desnutrición crónica difícil de revertir.

Es en esa aldea de personas generosas donde a primera hora de la mañana recibimos otro golpe de realidad, muy difícil de encajar.
Sobre una esterilla de palma en la entrada de su vivienda (una choza levantada en la arena con hojas y cañas secas) nos encontramos con Akbáh y su padre.

Chad: el miedo que trae la desnutrición

Los niños son los más afectados por la violencia de Boko Haram / UNICEF Chad/2017/Bahaji

Akbáh, de tres años – aunque no aparentaba más de dos – estaba tumbado de lado sobre la esterilla, quietecito y tranquilo, ataviado solo con el hilo marrón atado a la cintura característico de los niños de su etnia (Kanembu). Su padre, sentado a su lado, nos relataba su historia mientras le acariciaba la cabeza.

Hacía meses que Akbáh estaba enfermo. Lo habían llevado al médico en varias ocasiones, pero no habían conseguido que mejorase. Tras semanas enganchando fiebres, tos, y sin poder retener nada en el estómago, Akbáh parecía demasiado cansado para seguir. La malaria y la desnutrición no daban tregua, y su presa ya no podía más.

No lo decía claramente porque su niño estaba delante, pero su relato dejaba entrever que ni su mujer ni él albergaban ninguna esperanza de que pudiera sobrevivir. Ya habían perdido dos hijos antes y reconocían bien las señales.

Los ojos grandes y serenos de Akbáh contrastaban con la crueldad de su suerte. No emitía ni un quejido, ni un llanto, solo una tos flemosa y débil salía de sus labios de cuando en cuando, como no queriendo molestar. La madre nos miraba desde la distancia mientras seguía con sus quehaceres.

“Es mejor no encariñarse demasiado con los hijos porque se te pueden morir en cualquier momento”, decía otra madre.

Deseé con todas mis fuerzas ver a Akbáh levantarse y salir corriendo a jugar con los otros niños, a tirar de ese camión fabricado con una lata oxidada atada a una caja con tapones … Pero nada de eso ocurrió. La realidad es que nos despedimos de Akbáh, que seguía apurando cada respiración en silencio junto a su padre.

Nos costó, los pies no querían irse. Sentí en mi interior esa mezcla de tristeza y rabia por la injusticia y la impotencia de todo aquello.

Cada vida cuenta. Cuando ves que se consigue salvar las vidas de miles de niños te sientes infinitamente feliz, e infinitamente triste cuando eres testigo de que la valiosísima vida de un niño como Akbáh se escapa.

Desde Tagal seguimos hacia la isla de Bouguirmi, en la zona central del Lago.

Las islas en el norte están deshabitadas. Algunas, debido a ataques de Boko Haram, otras evacuadas por las fuerzas militares como medida de protección. En esos movimientos de personas muchos han perdido la vida, y los que se han librado tienen que sobrevivir en medio de condiciones extremadamente duras. Este también es el caso de la gente de Bouguirmi.

Habían vuelto a la isla hacía dos meses, después de más de dos años de abandono forzoso. Tras recibir el aviso de que el grupo terrorista iba a atacar su aldea, escaparon dejando todo atrás. Salieron con lo puesto, ayudándose unos a otros. Lo siguiente que vieron fue su aldea en llamas.

Ahora vuelven a empezar de cero. ¿Por qué volver?

Nos decían que puestos a vivir con todo tipo de carencias, prefieren hacerlo en la tierra que les vio nacer. Han reconstruido sus hogares, y hasta han habilitado un puesto de salud y una pequeña escuela apoyados por UNICEF. Su capacidad de sobreponerse a la adversidad es indudable, y están más unidos que nunca, pero el hambre aprieta. Sin recursos ni tiempo para cultivar la tierra antes de que empiece la temporada de lluvias, sin ganado, y sin comercio con Nigeria, su supervivencia depende completamente del apoyo del gobierno y la ayuda humanitaria.

Chad: el miedo que trae la desnutrición

Muchas madres dejan de producir leche. Casi todos los niños presentan síntomas de desnutrición / UNICEF Chad/2017/Bahaji

El día que visitamos Bouguirmi era jornada de vacunación y de control de talla y peso de los niños. No hacía falta ser médico para ver que la mayoría de los niños tenía algún síntoma de desnutrición: los bracitos y las piernas muy finos o con la piel pegada a los huesos, vientres hinchados, talla por debajo de lo normal… Todo esto, nos explicaba mi compañero especialista en Salud, los hace aún más frágiles, y cuando vienen otras enfermedades prevalentes, como la malaria, la fiebre amarilla, o enfermedades transmitidas por el agua, es muy difícil la recuperación. De ahí que la prevención sea tan importante.

Muchas madres dejan de producir leche debido a la violencia y el terror. Ves a madres con los niños colgados al pecho, pero ellas están ausentes, con la mirada muy lejos. El apoyo psicosocial es clave también para la nutrición. Así nos lo contaba una compañera psicóloga que trabaja con los desplazados y refugiados en la frontera norte con Nigeria. Nos explicó el vínculo entre el trauma y el hambre, y de lo duro que es también para los trabajadores humanitarios llegar a esas zonas de difícil acceso en ese contexto de violencia e inseguridad.

Escuchando y viendo todo eso es fácil comprender que Alimé, de 40 años, embarazada por novena vez, esté preocupada. Se siente muy mayor para volver a dar a luz y ha perdido tres hijos. El último era su única niña, de la que estaba embarazada cuando huyó de la aldea con su familia. No sabe si fue el miedo que se le quedó metido en el cuerpo la causa directa de un embarazo que se volvió muy complicado, probablemente. Recuerda que ese día, por suerte, estaba a orillas del río lavando sus enseres de cocina con sus hijos pequeños cerca de ella. Los mayores estaban pescando con su padre. Cuando escuchó el estruendo que avisaba del ataque inminente de Boko Haram cogió a uno de sus hijos en brazos, su marido cogió a otros dos y los mayores (entonces de 10 y 13 años) les siguieron corriendo. Tuvieron que correr mucho y permanecer escondidos entre los matorrales toda la noche, sin nada, hasta que se sintieron a salvo para salir y continuar la huida hasta una aldea ‘segura’. Alimé recuerda que estuvo sangrando varios días. Su niña nació con problemas de salud y murió a los 40 días. Cuando le pregunté qué deseaba para el futuro de su familia y sus hijos, me dijo: “alimentos, ropa… utensilios de cocina, porque hasta eso es prestado”. Nada más. Sus palabras reflejan bien que la supervivencia es el día a día.

No obstante, Alimé nos despidió esperanzada. Sus hijos pueden ir a la escuela, por primera vez está recibiendo cuidado prenatal e información sobre cómo preparar los alimentos para que sean más seguros y nutritivos y, también por primera vez, tiene pensado dar a luz en un centro sanitario. Razones muy buenas para mantener la esperanza.

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