Cuando hace un par de días os hablaba de nuestras vacaciones podíais leer mucho sobre piscinas y paseos y muy poco sobre mar y arena.
A ninguno de mis hijos les gusta jugar con la arena. Ni en la playa ni en el parque. Es así para ambos desde la primera vez que les sentamos en la arena.
Cuando les hemos llevado a la playa han insistido en atrincherarse en la toalla, como si fuera la alfombra mágica de Aladino y poner un pie fuera supusiera precipitarse al vacío.
Y a ninguno de los dos les gusta el mar. Son muy acuáticos, la piscina les chifla. Pero el mar está salado, tiene olas imprevisibles que te salpican, cosas raras que flotan y a veces está un tanto frío.
Todos los años lo intentamos dos o tres veces y todos los años nos retiramos con ellos camino de la piscina.
Pero es que de padres poco playeros, tal vez niños poco playeros.
Tampoco Sergio y yo somos de mucha playa. No lo hemos sido nunca. Un ratito vale, para darse un buen baño, secarse agradecido al sol y listo para irse a un lugar más cómodo. En total como mucho una hora u hora y media.
Menos mal.
Como nos gusta la playa es para pasear cuando avanza la tarde y cae la noche, para pasear disfrutando de la puesta de sol y de la visión del mar. Eso sí que lo hemos hecho mucho y lo seguiremos haciendo.
Nos parece más agradable que cargar con sombrillas, tumbonas, palas, cubos, toallas y crema solar para después estar sacudiendo arena de todas partes durante días.
¿Seremos unos bichos raros?