¡Que paren las máquinas! ¡Que paren las máquinas!

¡Que paren las máquinas! El director de 20 minutos y de 20minutos.es cuenta, entre otras cosas, algunas interioridades del diario

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Mafalda, Mencía, Muniadona y otros nombres castellanos

La nación inventada. Una historia diferente de Castilla, el libro que he escrito con mi hijo Ignacio, ya está en librerías, desde hace una semana. El próximo viernes, 15 de octubre, a las 18 horas, lo presentaremos en Burgos en la Casa del Cordón, en un acto organizado por la Junta de Castilla y León. El sábado 16, estaremos durante la mañana firmando ejemplares en varias librerías del centro de Burgos.
Esta semana pasada, Toni Garrido nos entrevistó en su programa Asuntos propios, en RNE, puedes oírlo aquí; participamos en 20minutos.es en un encuentro digital; lavanguardia.es publicó un largo reportaje y la agencia Efe difundió una información que fue recogida por muchos otros medios. En los próximos días estaremos en muchos otros: el más cercano en el tiempo, un encuentro digital en rtve.es el miércoles 13 a partir de las 13 horas. Puedes enviarnos ahí tus preguntas.
Como ya os contamos, el libro tiene dos componentes fundamentales, es en realidad un ensayo y un reportaje. El primero recoge y explica de modo pormenorizado la tesis (no nuestra, de muchos historiadores recientes) de que son falsos o exagerados gran parte de los mitos fundacionales castellanos: los dos jueces, la independencia respecto a León, Fernán González, El Cid… El segundo, el reportaje, divulga la historia de Castilla para el gran público, desde la trayectoria de los principales reyes hasta la creación de las ciudades libres de la repoblación, desde el origen de nuestra lengua hasta el fenómeno de la Mesta. Os reproduzco aquí un capítulo creo que representativo de este último componente:

De nombres y lugares
Sancho, Alfonso, Fernando, Rodrigo, Beltrán, Munio, Pedro, Gutierre, Lope, Tello, Suero, Martín, Mendo, Gonzalo, García, Domingo, Ramiro, Nuño, Sancha, Elvira, Jimena, Leonor, Sol, Urraca, Lambra, Teresa, Dulce, Blanca, Berenguela… Todos ellos son nombres propios de persona que se repiten tanto en la Castilla medieval que hoy nos resultan familiares incluso aquellos que han dejado de usarse. Pero la variedad era mucho mayor. El castellano incorporó a su diccionario vocablos del más variado origen lingüístico: ibero, vasco, celta, griego, romano, gótico, árabe; y los castellanos también tomaron como propios muchos nombres de diferentes culturas o tradiciones. Cercanas y lejanas.
La madre de Fernán González se llamaba Muniadona; una de sus suegras, Toda, y una de sus hijas, Fronilde. Aquella Toda, que era reina de Navarra y mujer multicultural y transversal (además de reina navarra y suegra del conde castellano, era abuela del rey leonés Sancho I el Craso y tía del califa cordobés Abderramán III), era a su vez hija de Aznar y de Oneca, y nieta de Fortún, y tuvo entre sus hijos a una Velasquita, a una Orbita, a una Munia y a una Urraca, y entre sus nueras a una Andregoto, hija de Galindo.
Otra Muniadona, a la que además llamaban también Munia a secas y Mayor, se casó con Sancho III el Mayor de Navarra. Esta Muniadona era hija del conde castellano Sancho García, el de los Buenos Fueros, que a su vez era hijo de Ava de Ribagorza y padre de Trígida, que fue abadesa de San Salvador de Oña. En el panteón real de este monasterio tienen sus sepulturas tanto el citado Sancho García el de los Buenos Fueros y su esposa Urraca como Sancho III el Mayor de Navarra y su esposa Muniadona.
En Oña está también enterrado, entre otra gente muy principal, Sancho II el Fuerte de Castilla, el rey que murió en el cerco de Zamora a manos de Vellido Dolfos. Sancho estuvo casado con una noble inglesa, de nombre Alberta. De Vellido Dolfos dice el romancero que era «hijo de Dolfos Vellido», pero parece que se trataba de una licencia literaria para cuadrar el octosílabo y la rima, y que Dolfos no era nombre de persona, si acaso Adolfo.
De joven, Sancho II de Castilla se había enfrentado a Sancho Garcés IV de Navarra y a Sancho Ramírez de Aragón en la llamada Guerra de los Tres Sanchos. ¡Si sería frecuente el nombre que los tres monarcas de los tres reinos se llamaban igual y eran todos tres nietos de otro Sancho, Sancho III el Mayor de Navarra! Sancho Garcés IV de Navarra, por cierto, fue vilmente asesinado en el precipicio de Peñalén, en una conjura de sus hermanos Ramiro y Ermesinda, y dejó viuda y quizás desconsolada a su esposa Placencia de Normandía.
De Normandía era también Ágata, una princesa con la que estuvo prometido Alfonso VI, el hermano y sucesor de Sancho II. Alfonso se casó cinco veces, y todas ellas con mujeres de fuera de la península, por lo que probablemente incrementó el uso en la onomástica castellana de sus cinco nombres (Inés, Constanza, Berta, Zaida y Beatriz), si es que entonces, como ahora, la gente del común acostumbraba a poner a algunas de sus hijas los nombres que llevaban sus reinas.
A propósito de Ermesinda y de Placencia, que nos las dejábamos atrás. Hubo otra Ermesinda, a la que en algunos documentos se la llama Ormisenda y Ermisenda, que fue hija de don Pelayo y de Gaudiosa, hermana de Favila o Fáfila y madre de una hija, Adosinda, y de dos hijos que acabaron mal, Fruela y Vimarano. Fruela era el rey astur, pero tenía unos enormes celos de Vimarano, que era «omne mui fremoso, et buen caballero, et de grand cuenta, et amado de todos», y como temiera el monarca «quel tomarie el regno, matol con sus manos», o sea, que lo asesinó, tras acusarlo de conspirar contra él. Le sirvió de poco la medida. La nobleza se confabuló y dio muerte al asesino en Cangas de Onís, y pasó el rey difunto a la historia como Fruela I el Cruel.

Placencia, que viene del latín ‘ut placeat’ y significa «para placer, para agradar», en la Edad Media no sólo era nombre de persona, sino también de lugar, como en la Placencia de las Armas de la hoy Guipúzcoa o la Plasencia de Cáceres o en la Piacenza italiana o en la Plencia en la actual Vizcaya. Plencia fue fundada por Lope Díaz II, señor de Vizcaya y uno de los dirigentes cristianos en la crucial batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212. Este Lope tuvo un montón de hijos, entre ellos una Mencía, un Manrique, una Berenguela y un Álvaro. En Las Navas, donde el ejército cristiano era una coalición de castellanos, navarros y aragoneses, Lope combatió a las órdenes del rey Alfonso VIII de Castilla, que estaba casado con Leonor de Plantagenet, una princesa inglesa hermana de los reyes Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra. Alfonso y Leonor tuvieron al menos diez hijos, uno de ellos Mafalda, que nació, mira por dónde, en Plasencia (Cáceres).

Entre los otros hijos de Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet hubo dos reyes de Castilla, Enrique I, que estuvo prometido con otra Mafalda, princesa portuguesa, y Berenguela I, esposa de Alfonso IX de León y madre del rey Fernando III el Santo, y tres reinas consortes: Blanca, que se casó con Luis VIII de Francia; Urraca, que lo hizo con Alfonso II de Portugal, y Leonor, primera esposa de Jaime I de Aragón, quien tras anularse el matrimonio por razones de parentesco se casó después con Violante de Hungría.
Jaime I, el Jaime el Conquistador aragonés que expandió su reino hasta Baleares y Valencia, compitiendo en sus fronteras con Castilla, había nacido casi por casualidad, había llegado al mundo casi a remolque. Su padre, Pedro II el Católico, había celebrado un matrimonio de conveniencia con María de Montpellier, y no hacían vida marital, pero algunos nobles aragoneses, preocupados por la sucesión, le metieron en la cama a su propia esposa haciéndole creer que era una de sus amantes, y lograron que ella quedara embarazada. Cuando Pedro lo supo, rechazó al niño y se lo entregó a un noble, Simón de Monfort, para que lo casara algún día con su hija, de nombre Amicia, y lo tuviera recluido en el castillo de Carcasona hasta que tuviera dieciocho años de edad. Jaime no llegó a cumplir tan injusta y peculiar condena paterna, pues Pedro murió cuando tenía cinco años el niño, que al poco pasó a ser rey en minoría de edad y a vivir en el castillo de Monzón, bajo tutela de los templarios.
Fernando III de Castilla, consuegro de Jaime I porque su hijo Alfonso X el Sabio se casó con una hija del rey aragonés llamada Violante, como su madre, fue padre de quince hijos: diez con su primera esposa, Beatriz de Suabia, y cinco con la segunda, Juana de Sanmartín. Uno de ellos, el segundo, llevaba un nombre relativamente frecuente entonces y casi desaparecido hoy, Fadrique, que quizás procedía de Federico, su abuelo materno. Acabó mal el tal Fadrique, muerto en Burgos por orden de su hermano mayor, Alfonso X, que creía que conspiraba contra él.
Muniadona, Toda, Fronilde, Aznar, Oneca, Fortún, Velasquita, Orbita, Munia, Andregoto, Ava, Trígida, Vellido, Ermesinda, Ágata, Constanza, Zaida, Placencia, Favila, Fruela, Adosinda, Vimarano, Gaudiosa, Manrique, Mencía, Violante, Mafalda, Amicia o Fadrique eran, por tanto, nombres de aquella época, no sabemos si frecuentes o no, que hoy están casi desaparecidos. Había muchos más, sólo diremos un puñado de ellos para que se vea la variedad: Abolmondar, Aldonza, Armentero, Ansuro, Arnaldo, Arpidio, Arroncio, Asur, Atilio, Auria, Biato, Cardiel, Cíxila, Cresconio, Ebón, Eldonza, Elo, Enderquina, Ermegildo, Ermengarda, Esidero, Fabone, Godina, Gomel, Goto, Gudesteo, Guntroda, Ildaria, Iszán, Kíntila, Lebrín, Leodegundia, Lifardo, Moriel, Orenis, Orobio, Placia, Presenzo, Rapinato, Sendino, Simondo, Sona, Teoda, Tote, Ute, Vela, Velita, Vítulo, Zalama…
De entre los nombres más frecuentes en la Edad Media, al menos entre las familias reales, hay dos que hoy prácticamente no usa nadie: Sancho y Urraca. El primero, quizás porque para el imaginario colectivo español Sancho ha pasado a ser sinónimo de hombre obeso, simple, materialista y poco limpio, por el Sancho Panza del Quijote. ¿Y Urraca? Tal vez, por la mala prensa que tiene el pájaro llamado así, alborotador y ladrón, o quizás por la mala huella que dejaron en la historia nuestras dos Urraca más famosas: la de Toro, la «mujer de ánimo feroz» presunta alentadora del asesinato de su hermano el rey Sancho II para favorecer a su otro hermano, Alfonso VI, y la hija de éste, Urraca I, de tormentoso reinado, lleno de guerras civiles y de sobresaltos.
De los nombres medievales castellanos provienen muchos de nuestros apellidos, los patronímicos, los que recoge el nombre del padre. Las lenguas nórdicas lo hacen con sufijos en «-son» (Martinson, Jönsson, Samuelson), las eslavas con sufijos en «-ovich», «-evich», «-ov» o «-ev», entre otros (Petrovich, Pogorevich, Gorbachov, Nureyev), la irlandesa y la escocesa con el prefijo «O’» (O’Neil, O’Brian). La castellana, con el sufijo en «-ez» o directamente en «-z», y de ahí los muchos Sánchez, Fernández, Rodríguez, Muñoz, Pérez, Gutiérrez, López, Téllez, Martínez, Méndez, González, Domínguez, Ramírez o Núñez de nuestras guías telefónicas. Pero, por razones lingüísticas o sociales que se desconocen, algunos nombres medievales son hoy apellidos, y no nombres de pila. Es el caso de García, el apellido más común en España, o de Alonso.
De los nombres de personas de la vieja Castilla nacen también muchos de los topónimos de la zona: Villafruela, Bahabón (de Fabone), Gumiel (de Gomel), Villasandino (de Sandino), Villahizán (de Iszán), Villodrigo (de Rodrigo), Villadiego (de Diego)…
El prefijo «Villa-» o «Villo-» es tan frecuente en la toponimia castellana que ha dado nombre a miles de lugares, muchos de los cuales no tendrían en puridad derecho a llamarse así puesto que, en aquella época, ya lo dijimos, villas sólo eran aquellas poblaciones con capacidad y autonomía para administrar justicia, para detener, juzgar y ajusticiar a quien hubiera cometido un delito.
Compiten con «Villa-» / «Villo-», en número de retoños, otros cuatro prefijos muy frecuentes: «Torre-», «Cast-» o «Castr-», «Fuente-» y «Quintana-». Las tres primeras son obvias. La primera y la segunda indican que en el lugar había o hubo una fortaleza, por pequeña que fuera. La tercera, que había agua. ¿Y la cuarta?
Quintana es de origen romano. En los campamentos de las legiones, la «quinta vía» era aquella en que se instalaba el mercado. De ahí pasó, en los tiempos medievales, a denominarse así a la plaza del mercado, aunque no hubiera tropas a la vista, y luego a aquella plaza cerrada que iba adosada a una iglesia o a una casa de labor y, por fin, se llamó quintas o quintanas o quintanillas a las casas de labor en general. De ahí que Quintana del Pidio, en el sur de Burgos, probablemente fuera la casa de labor de un sujeto que se llamaba Arpidio; y Torrequinto, en Sevilla, un lugar donde había una fortaleza y una casa de labor; y Quintana Martín Galíndez, al norte de Burgos, en los territorios de la primitiva Castilla del abad Vitulo, la casa de labor de un tal Martín, hijo de Galindo.
En todas las culturas y civilizaciones, los apellidos, lógicamente, nacen para diferenciar a personas que llevan el mismo nombre. Muchos se forman con el nombre del padre: son los apellidos patronímicos que antes veíamos. Pero cuando se acentúan las migraciones y las personas abandonan el lugar donde nacieron y se mudan a otro, cosa muy frecuente en la Castilla medieval, que se dedicó durante siglos y siglos a repoblar los territorios que iba tomando a Al-Andalus, los apellidos patronímicos ya no funcionan, no sirven: al padre de un sujeto al que se quiere nombrar no lo conoce nadie, porque vive o ha vivido a muchos kilómetros de distancia. Muchos apellidos patronímicos, los formados con el nombre del padre, son sustituidos por otros que se forman de muy diferentes modos. Por rasgos personales del individuo al que se quiere nombrar: Blanco, Bueno, Calvo, Cano, Casado, Moreno, Rubio… Por el oficio que desempeña: Abad, Cantero, Carnicero, Carretero, Escribano, Herrero, Monje, Notario, Pastor, Sastre, Vaquero… O por el lugar de procedencia, lo que origina los Ávila, Álava, Aranda, Avilés, Bascones, Bilbao, Burgos, Castilla, Castellanos, Gallego, León, Lerma, Navarro, Roa, Santander, Zamora o Zamorano, tan frecuentes entre nosotros.
Las guías telefónicas de las ciudades del centro o del sur de España están llenas de apellidos patronímicos formados con nombres castellanos o leoneses y de apellidos formados a partir de los nombres de ciudades o pueblos del norte peninsular: vascos, cántabros, riojanos, aragoneses, navarros, gallegos, leoneses y castellanos. Fue otros de los rastros que dejó la repoblación en la Castilla la Novísima.

Quizás Mario y Gabo hagan ahora las paces

Me encontré a Mario Vargas Llosa hace pocas semanas una noche en Madrid, paseando por la plaza de Oriente. El desde hoy Premio Nobel es madrileño desde hace dos décadas, se instaló aquí en 1990, tras perder las elecciones presidenciales peruanas frente a Alberto Fujimori. Tiene incluso pasaporte español, desde 1993.
Confieso que sus últimas obras no me han seducido. Me encantó el Vargas Llosa de La ciudad y los perros, de Conversación en la catedral, de La casa verde (un descubriento cuando la leí, con tantas novedades de técnica narrativa), de La tía Julia y el escribidor, de Pantaleón y las visitadoras incluso (aun siendo una obra menor), de La guerra del fin del mundo… De los últimos 30 años, sólo me ha parecido muy interesante La fiesta del Chivo, que publicó en el 2000 y que es adictiva desde la primera página. Pero a lo mejor es un problema mío como lector el que ahora sus obras recientes no me digan casi nada, y no es que Vargas se haya hecho ya viejo y le quede, como a Gabriel García Marquez (su última novela, Memoria de mis putas tristes, me pareció horrorosa), poca cosa que contar.
El premio es justo, es muy merecido, como lo fue el de García Márquez. Muchas de las novelas de sus primeros años que enumeraba antes siguen siendo hoy excelentes, han envejecido bien, y la trayectoria de Vargas Llosa y su obra completa merecen sobradamente la distinción que le hace la Academia Sueca.
No sé si, ahora que ambos son Premio Nobel, van a hacer la paces definitivas Gabo y Mario, tan amigos de muy jóvenes en Barcelona y tan enemigos después, peleados (con puñetazo incluido, el 12 de frebrero de 1976), quizás tanto por celos profesionales como por una mujer…

La invención de Castilla

En agosto de 2008, pasé unos días de vacaciones en Creta y me llevé, entre otros libros, la Historia de los griegos, de Indro Montanelli, que ya había leído muchos años atrás, cuando estudiaba periodismo. Fue un redescubrimiento emocionante. Por la mañana visitaba Knossos, y por la tarde leía en la playa el capítulo sobre la civilización minoica escrito por Montanelli.

A mi vuelta a Madrid, releí otro Montanelli, la Historia de Roma, y le propuse a mi hijo Ignacio, burgalés y periodista como yo, que hiciéramos juntos con la historia de Castilla algo parecido a lo que había hecho el gran periodista italiano con su historia y con la griega: contar el pasado remoto para el gran público, sin aire profesoral, con afán divulgador, con anécdotas, de modo a ser posible nada plúmbeo y con técnicas más periodísticas que de historiador. Contar la Castilla medieval como un conjunto de grandes reportajes, y aplicando aquel consejo que al propio Montanelli le dio el director de un diario de Estados Unidos en el que se inició el joven Indro en el oficio: «Hacer que cada artículo pueda ser leído y entendido por cualquiera, incluso por un lechero de Ohio».

El proyecto nos motivaba a ambos, era la primera vez que íbamos a trabajar juntos, pero requería un gran esfuerzo. Había que documentarse mucho, leerse o releerse muchos textos antes de ponerse a escribir una sola línea, visitar algunos lugares relevantes de la historia castellana, buscarle un tono al relato… y ambos disponíamos de tan poco tiempo que la idea languidecía y llevaba camino de convertirse sólo en un tema de conversación recurrente en nuestras reuniones familiares. Pero un día, inopinadamente, nos llamó un editor a quien no conocíamos proponiéndonos que hiciéramos para él ese libro sobre Castilla que había oído que estábamos maquinando. El editor era Manuel Fernández-Cuesta, de Península. Seguíamos ambos con mucho trabajo, pero no supimos negarnos.

Nos ha costado mucho más tiempo y esfuerzo del que preveíamos, hemos incumplido algunos plazos de entrega con Manuel… pero finalmente hemos escrito el libro y Manuel lo ha editado. Se titula La nación inventada. Una historia diferente de Castilla, y el próximo jueves, 30 de septiembre, estará ya en las librerías.

Aunque inspirado en origen en la Historia de Roma y la Historia de los griegos, nuestro libro es bastante diferente, bastante alejado de la fórmula ‘a lo Montanelli’ que barajamos al principio. Nos ha salido un mixto, un texto de divulgación en forma de gran reportaje que además es un ensayo, una tesis. Quizás la suma del Escolar más reportero que soy yo y el Escolar más columnista que es Ignacio. Pero no hay capítulos de un autor y capítulos de otro, ambos hemos intervenido en todos, a cuatro manos.

La tesis básica no es nuestra, es la de varios historiadores recientes que han demostrado que muchos de los mitos fundacionales castellanos (el origen y el momento de la independencia de Castilla, los jueces Laín Calvo y Nuño Rasura, Fernán González, el Cid…) son falsos o fueron manipulados o recreados. Se los inventaron, por razones políticas y económicas muy concretas, una serie de cronistas y de poetas de finales del siglo XII y de la primera mitad del siglo XIII.

Os reproduzco aquí un extracto del libro, del capítulo titulado Los creadores de los mitos.

Los años le dieron mucho de sí a Alfonso X. Los sesenta y dos y medio de vida y los casi treinta y dos de reinado. Hizo de todo, le pasó de todo. Tomó, como sobre él dijo el Papa InocencioIV, «el signo de la cruz contra los sarracenos» y continuó las campañas de conquista militar de Al-Andalus. Afrontó una rebelión mudéjar y otra de sus propios nobles, y un descomunal lío sucesorio entre uno de sus hijos y algunos de sus nietos. Ordenó ajusticiar a su hermano Fadrique y quitó a su hermano Enrique los donadíos que le había dejado el padre de ambos, Fernando III. Repobló no sólo zonas del sur peninsular, sino también gallegas, asturianas y vascas. Intentó, sin éxito, ser emperador. Limitó mucho la autonomía de las ciudades. Legisló sobre las más variadas materias: la Mesta, los precios y los salarios, los pesos y las medidas… Creó nuevos impuestos, lanzó monedas nuevas, saneó la hacienda real. Autorizó la creación de nuevas ferias en veinticinco villas y ciudades. Celebró Cortes con gran frecuencia. Impulsó el uso del castellano, creó poesía en gallego. Fue un mecenas cultural, pero también un autor: escribió sobre las más variadas materias, desde el derecho y la historia hasta la astronomía, desde la medicina hasta el ajedrez o los dados…

Fue «un precedente de la modernidad», el rey que forja la España moderna, dice sobre Alfonso X el historiador Julio Valdeón. Y el que contribuye a la forja de la leyenda de Castilla, podría perfectamente añadirse: fue el último responsable de que toda una serie de invenciones y tergiversaciones sobre los orígenes de Castilla y sus mitos fundacionales entraran como hechos ciertos y contrastados en los libros de historia, en algunos casos hasta hoy mismo.

Desde finales del siglo XII y hasta mediados del siglo XIII, como hemos ido viendo a lo largo de este libro, un puñado de historiadores y de poetas se inventan una patria, una nación, que en realidad nunca había sido exactamente así. Crean una serie de mitos sobre los orígenes de Castilla y rodean de tintes legendarios falsos a algunos personajes reales del pasado. Se inventan las figuras de los jueces de Castilla. Presentan al pueblo castellano originario con un grado mayor de singularidad del que probablemente tuvo. Falsean la antigüedad de la independencia castellana, hasta el punto de que, de hacer caso a alguno de ellos, Castilla existiría como entidad política casi al mismo tiempo que la Asturias de don Pelayo. Nos cuentan la guerra que en los siglos X y XI se libraba contra los musulmanes como si fuera únicamente una guerra de religión, una cruzada, pese aque realmente no fue así hasta finales del siglo XII. A Fernán González, un dirigente político y militar que durante varios siglos después de muerto no fue considerado estelar, lo convierten los panegiristas castellanos en el padre de aquella patria soñada, en el líder carismático que sublima el afán de identidad y de libertad de todo un pueblo, y además lo hacen nieto de Nuño Rasura, uno de los inventados jueces de Castilla. Adjudican a Fernán González la creación del gran condado de Castilla, cuando verdaderamente se creó por iniciativa del rey leonés Ramiro II. Cuentan incluso que Fernán González venció en el campo de batalla al temible Almanzor, el principal caudillo militar del islam peninsular en toda la Edad Media, pese a que cuando Almanzor realizó su primera incursión de guerra en tierras castellanas el conde Fernán González llevaba ya nueve años muerto. Y, en fin, convierten al Cid, que en realidad fue un señor de la guerra lleno de claroscuros, en el ejemplo de la nobleza caballeresca, del vasallo leal, del hombre honrado, del buen cristiano, casi un santo. En la sublimación de todas las virtudes castellanas, en el héroe nacional por antonomasia, casi en un dios. En alguien capaz de pedir explicaciones al rey Alfonso sobre la muerte violenta del anterior rey, Sancho, y capaz también de ganar batallas después de muerto. Y en descendiente, por si todo fuera poco, del otro juez mítico, Laín Calvo.

Los creadores de esa Castilla mítica no fueron muchos, aunque de la mayoría de ellos se desconocen sus nombres. El edificio mítico castellano probablemente comenzaron a levantarlo los juglares del siglo XII y lo remataron los anónimos autores de los romances del XIV y el XV. Es muy posible que los primeros bebieran de los anónimos autores de los cantares de gesta, y especialmente del Cantar de Mío Cid. Pero tanto éstos como los posteriores pusieron ya en el edificio muchas piedras de su cosecha, muchos adornos de su invención: los autores, de nombre desconocido, de la Historia Roderici, del Liber Regum, de Linage de Rodrigo o de las Crónicas Navarras; el monje que escribe la Crónica Najerense; los obispos Lucas deTuy con su Chronicon Mundi y, sobre todo, Jiménez de Rada con su De Rebus Hispaniae; Gonzalo de Berceo y sus hagiografías en verso de distintos santos castellanos; el monje que trazó el Poema de Fernán González y el que hizo la Leyenda de Cardeña…

¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué en muy pocos años, desde finales del siglo XII y hasta la mitad del XIII, un grupo disperso de autores reescribe la historia de Castilla? En resumen, por dos motivos muy simples: la política y el dinero. Las razones económicas son las que de modo prioritario mueven a quienes escriben en un monasterio. Berceo y el monje de San Pedro de Arlanza que crea el Poema de Fernán González, y el de San Pedro de Cardeña que pergeña la Leyenda de Cardeña para vincular su cenobio a la historia del Cid, tienen algo en común: hacen propaganda de sus respectivos monasterios, que han entrado en decadencia y necesitan nuevos estímulos que atraigan peregrinos y generen dinero. Pero a otro monje, el de la Crónica Najerense, probablemente no lo lleva a las invenciones el mismo motivo económico, sino otro político.

Navarra había desaparecido como reino independiente en 1076, tras el asesinato en el precipicio de Peñalén del rey Sancho Garcés IV. Una parte de la zona occidental se la quedó Alfonso VI de Castilla, y la mayoría del territorio y el propio trono fueron para el rey de Aragón, Sancho Ramírez. Unos años después, en 1134, tras la muerte sin descendencia de Alfonso I el Batallador, Navarra vuelve a ser independiente con un monarca de una nueva dinastía, García Ramírez el Restaurador. Pues bien: este rey era nieto del Cid, su madre era Cristina, una de las dos hijas de Rodrigo Díaz de Vivar. Quizás es ésta la razón por la que unos cuantos escritores navarros y riojanos (los de Crónica Najerense, Linage de Rodrigo, Crónicas Navarras y Liber Regum e incluso la Historia Roderici, que probablemente se escribió en Nájera) son los primeros que hablan de los primitivos jueces de Castilla y de que uno de ellos, Laín Calvo, era antepasado del Cid, y el otro, Nuño Rasura, era abuelo de Fernán González. Los navarros estaban dándole pedigrí y pasado histórico a su nueva dinastía, la del Restaurador, y trataban de exhibir un pasado glorioso lo más antiguo posible. Si la sangre del rey García Ramírez proviene, por vía del Cid, del juez castellano Laín Calvo, Navarra tiene tanta legitimidad histórica como Castilla, que desciende del otro juez, y mucha más que Aragón, que en aquellos tiempos remotos de los jueces castellanos ni siquiera existía. De ese modo, Navarra busca su propia supervivencia política: inventa argumentos para reforzar su independencia y su legitimidad frente a sus dos grandes vecinos peninsulares. Adorna el pasado castellano para, de ese modo, reivindicar su propio presente y asegurar su futuro.

En Castilla, las cosas son muy diferentes. A los creadores castellanos de los mitos les van a venir muy bien los avances en la invención que han promovido los navarros, pero los fines aquí son otros. En el siglo XIII, con la victoria en Las Navas de Tolosa de Alfonso VIII y las conquistas en el sur de Fernando III, Castilla era ya la potencia hegemónica peninsular, incluso una de las potencias europeas, pero su pasado no estaba a la altura de su presente. Los primeros héroes de la luego llamada reconquista eran asturianos, no castellanos. Asturias existía desde tres siglos antes que Castilla. León también había entrado en la historia más de un siglo antes. Hasta el reino original de Pamplona-Navarra podía presumir de un pasado más antiguo. «La consigna es clara: a Castilla, potencia hegemónica peninsular incuestionable, ha de corresponderle también un pasado no menos glorioso», escribe el historiador F. Javier Peña Pérez, uno de los que más ha estudiado la creación y divulgación de los mitos fundacionales castellanos.

Peña Pérez habla de «la consigna» porque apunta que hubo un plan, que nada fue casual. Que a Fernando III no le habría gustado el Chronicon mundi, la historia escrita en 1236 por el leonés Lucas de Tuy por encargo de Berenguela, la madre del rey; un libro en el que se toma de los autores navarros y riojanos lo de los jueces de Castilla, pero se cuenta como una rebelión tiránica contra un poder legítimo, el de León. Y que, para darle réplica al de Tuy, al Tudense, el rey Fernando decide encargar otra historia donde las cosas se relaten como él las ve y las ha vivido. «Fernando III se pone manos a la obra con esa intención y comienza el proyecto repasando la lista de candidatos a la autoría de la nueva historia de España que él tenía perfectamente diseñada en su mente -escribe Peña Pérez-. «Repara en Rodrigo Jiménez de Rada, flamante arzobispo de Toledo, titulado en Bolonia y en París. Es un hábil diplomático y hombre de consenso, bien relacionado con la Santa Sede y asiduo acompañante de los monarcas castellanos en las campañas militares desde la batalla de Las Navas. Su perfil personal parece adecuado para plasmar en el pergamino las difusas impresiones del monarca».

Así habría nacido en 1243, como un encargo del rey Fernando III, el De Rebus Hispaniae de Jiménez de Rada. La obra da la vuelta a la versión de los jueces de Lucas de Tuy: la tiranía era la que ejercía León, ante la que los castellanos responden de forma prudente con sus dos jueces. Y va más allá el obispo toledano: además incluye muchos de los otros mitos fundacionales castellanos que se habían ido generando de modo disperso en las décadas anteriores. El último paso lo da el hijo de Fernando III, el rey Alfonso X, al incluir esos materiales averiados, recopilados por Jiménez de Rada, en su Primera Crónica General, también conocida como Estoria de España, de la que se han nutrido docenas de generaciones de historiadores hasta casi hoy mismo. (…)

Espero que os interese el libro, incluso que os guste. En unos días podremos hablar aquí sobre él.

Nueve libros y un juego

Me he traído a mis vacaciones muchos libros, como siempre. Leer libros reales, no virtuales, libros hechos de papel y tinta, sigue siendo una de las cosas más placenteras que conozco. En vacaciones, dedico muchísimo más tiempo a los libros que a los periódicos o al ordenador, por ejemplo.
Leo varios libros a la vez, cojo uno u otro en función del momento del día, del tiempo que tenga por delante, de si estoy en una playa o en mi terraza, del estado de ánimo… Estos días estoy con estos libros: Delicioso suicidio en grupo, de Arto Paasilinna (Anagrama), autor al que como sabéis bien frecuento mucho; El caso Kurílov, de Irène Némirovsky (Salamandra), a la que también tengo gran devoción; Principiantes, de Raymond Carver (Anagrama), que es la versión original de De qué hablamos cuando hablamos de amor, tan celebrado; Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales (Libros del Asteroide), al que he descubierto hace poco; El hombre más buscado, de John Le Carré (Debolsillo); El viajero sin propósito, de Charles Dickens (Gadir), un Dickens casi periodista, reportero; ¿Qué es el Islam?, de Chris Horrie y Peter Chippindale (Alianza Editorial); A Little History of the World, de E.H. Gombrich (Yale University Press), y The New Spaniards, de John Hooper (Penguin), estos dos últimos armado de diccionario y gramática porque mi inglés da para poco.
Me ha sorprendido en muchos de estos libros el vigoroso arranque que tienen, la habilidad de los autores para engancharnos con los primeros párrafos. ¿Recordáis cuando debatíamos aquí sobre los mejores arranques de novela? Os propongo un juego muy sencillo. Voy a reproducir el arranque de seis de los nueve libros que he mencionado. Tratad de averiguar a quién pertenece cada uno:
1.

«Atraídos por la llama de un pequeño brasero rojo, dos hombres se habían sentado en la terraza desierta de un café de Niza.
Era un atardecer de otoño que parecía demasiado frío para aquellas latitudes.
-Un cielo típico de París… -comentó una mujer al pasar, señalando las amarillentas nubes perseguidas por el viento.
Instantes después empezó a llover y la calle vacía, donde aún no habían encendido las farolas, se oscureció todavía más. Saturado de agua, el toldo de la terraza empezó a gotear aquí y allá.
Los dos hombres, León M. y el individuo que lo había seguido, quien se había sentado cerca de él y lo miraba con disimulo como tratando de identificarlo, se inclinaron hacia el brasero al mismo tiempo».

2.

«El enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin. La melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza, que el alma de éste ha terminado por volverse tenebrosa y grave. Tal es el peso de la congoja, que muchos finlandeses ven la muerte como única salida de su angustia. Una mente taciturna es un enemigo aún más encarnizado y temible que la Unión Soviética».

3.

«Se sirvió otra copa en la cocina y miró los muebles del dormitorio que estaban en la parte delantera del jardín. El colchón estaba desnudo, y las sábanas de franjas color pastel yacían al lado de dos almohadas que había sobre el chifonier. Salvo en eso, las cosas tenían un aspecto muy parecido al que habían tenido en el dormitorio: mesilla de noche y lámpara de lectura en su lado de la cama; mesilla de noche y lámpara de lectura en el lado de ella. Su lado, el lado de ella».

4.

«Permítanme presentarme; en primer lugar, en sentido negativo.
Ningún director de hotel es amigo ni hermano mío, no conozco a ninguna ama de llaves que me ame, camarero que me adore o limpiabotas que me admire o envidie. No tengo el gusto de que nadie cocine expresamente para mí un guiso de carne, lengua o jamón; mucho menos un pastel de pichón. En los hoteles no veo ningún cartel expresamente dirigido a mí, ni se reservan a mi nombre habitaciones donde se haya dispuesto un juego de sobrecubiertas como las que suelen emplearse en los ferrocarriles».

5

«Huelga decir que no podemos culpar a un boxeador turco, campeón de los pesos pesados, de no advertir, mientras pasea tranquilamente por una calle de Hamburgo con su madre del brazo, que le sigue los pasos un muchacho flaco envuelto en un abrigo negro».

Y 6.

«Juan es un niño atónito, que cuando asoma por las tardes al portal de su casa con el babadero recosido y limpio, llevando en las manecitas la onza de chocolate y el canto de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar al arroyo. Cuando, al fin, se lanza a la aventura de la calle, lo hace tímidamente, pegándose a las paredes, con la cabeza gacha, la mirada al sesgo, callado, paradito, atónito».

Hay muchas pistas, os será fácil.

Saramago, bien vivo

Saramago ha muerto como vivió: polémico, controvertido, sin unanimidades. En su Portugal natal -e incluso en España, a la que él también consideraba su país-, despierta amores y odios extremos, incluso hoy, cuando el Ayuntamiento de Lisboa va a acoger su capilla ardiente.
Cuando un intelectual muere así, sin fervores unánimes, sólo se debe a una razón: su creación está viva; como autor, aún está bien vivo. Pese a sus 87 años, pese a su muerte física.
Para muchos lectores jóvenes españoles, Saramago es sólo el autor de Ensayo sobre la ceguera o de El Evangelio según Jesucristo, que aquí han sido casi best seller. Os recomiendo que completéis su conocimiento con obras muy anteriores, por las que hace ya muchos años comenzamos a conocerlo en España, como Memorial del convento o El año de la muerte de Ricardo Reis. En esta última, os encontraréis a Saramago unido a otro gran escritor portugués, el poeta Fernando Pessoa. El cóctel os hará amar aún más los libros.

Nos toca ya otro premio Nobel

«El Nobel que no pudo ser», titularon ayer algunos periódicos sus obituarios sobre Miguel Delibes. No, ya no será premio Nobel, nunca se da el premio a autores fallecidos.

Delibes fue un eterno candidato al Nobel. La última, hace apenas dos meses, cuando la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) se lo propuso a la Academia Sueca junto al argentino Ernesto Sábato y al nicaragüense Ernesto Cardenal.

El Nobel, la verdad, no ha hecho mucha justicia a la literatura española. Nos ha dado cinco, en 110 años de historia del premio: José Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez (1956), Vicente Aleixandre (1977) y Camilo José Cela (1989). ¿Son éstos los cinco escritores más importantes de la literatura española en el último 110 años? Yo quitaría de la lista a tres, Echegaray, Benavente y Cela, y añadiría a Galdós, a Valle Inclán, a Baroja, a Antonio Machado, a Lorca, a Cernuda, al propio Delibes…

Lo de Echegaray fue un escándalo en su tiempo. No es un literato ni de segunda fila, quizás de tercera o de cuarta. Fue más importante como científico o como político que como escritor. Cuando le dieron el Nobel, los entonces jóvenes de la Generación del 98 protestaron con una cacelorada creo que a la puerta de su propia casa. Uno de los más críticos con él era Valle Inclán. Dicen que, años después, cuando Echegaray ya tenía una calle con su nombre en Madrid, Valle escribió desde Galicia una carta a un amigo suyo que vivía en ella y puso en el sobre, en la dirección: «Calle del Viejo Idiota, número tal». La carta llegó a su destino, y Valle lo contó diciendo que de ahí se deducía el buen criterio literario que tenían los carteros madrileños, muy superior al de los miembros de la Academia Sueca.

Si a Galdós le hubieran dado el Nobel (pudo ganarlo, los suecos pidieron un año un nombre al Gobierno español, y el Gobierno, insensato, preferió dar el de Menéndez Pelayo), probablemente los del 98 también hubieran protestado. Sobre todo Valle, que a Galdós le llamaba «Don Benito el Garbancero». Pero Galdós, aunque le doliera a Valle, era un escritor de primerísima fila, nuestro Balzac, nuestro Eça de Queiroz, nuestro Dostoievski, nuestro Dickens.

Benavente fue de gloria efímera. No ha perdurado gran cosa. Supuso un revulsivo al teatro de su tiempo, pero visto en la distancia muy inferior al que fue Valle con sus Luces de bohemia o sus Divinas palabras.

Cela, en mi opinión, mereció el Nobel por sus obras de los años cuarenta, sus primeras obras, y mereció que se lo quitaran por todo lo que escribió después.

Juan Ramón Jiménez y Aleixandre son incontestables, son dos grandes de la poesía. Quizás la Academia Sueca premió también con ellos a otros dos grandes que no tuvieron galardón porque murieron demasiado pronto, Machado y Lorca, sobre todo el segundo.

El último Nobel de literatura que le dieron a un español fue en 1989. Ya tocaría otro, esta década quizás. Pero muertos Torrente y Delibes, nos quedan pocos nombres con trayectoria y prestigio suficiente para alcanzarlo: Ferlosio, Matute, Gamoneda…

Las mujeres de Galdós

Moviendo libros y revistas viejos en un desván, encontré hace unos días un ejemplar del semanario Cambio 16 del 30 de enero de 1989, con un artículo que escribí sobre Galdós y sus mujeres. Es muy largo, pero creo que aún hoy puede resultar interesante para los seguidores del escritor.

Galdós, la biografía de un escritor mujeriego y seductor

Aquel amigo suyo, Navarro Ledesma, fue muy claro. «Le gustan las mujeres… lo que nadie puede imaginarse, pero todo se lo calla y de estas cosas ni Dios le saca una palabra».

Así ha sido durante muchos años. Los historiadores de la literatura apenas habían podido ilustrar la vida privada de Benito Pérez Galdós, uno de los solteros de oro de las letras españolas. La publicación en 1975 de la correspondencia íntima de Emilia Pardo Bazán con el autor de ‘Fortunata y Jacinta’ abrió la veda. Y ahora, una biografía escrita por Carmen Bravo Villasante y editada en septiembre pasado por Mondadori y un libro de Matilde Camus que está a punto de ver la luz editado por la editorial Tintín, de Santander, desvelan muchos más datos sobre la vida amorosa del más importante novelista español del siglo XIX.

El asunto no es baladí. La tormentosa y secreta vida privada de don Benito se está revelando para los especialistas como de vital importancia para estudiar su obra. «Era muy faldero, y gracias a eso escribió tanto», afirma otro de sus biógrafos, Benito Madariaga. «Los prestamistas y las mujeres le obligaron a escribir mucho y publicar mucho».

«Era muy enamoradizo y muy mudable en sus sentimientos», dice Carmen Bravo. “Que yo sepa, tuvo por lo menos seis relaciones largas y muchas otras ocasionales.”

La propia Bravo Villasante publicó en 1975 una treintena de cartas de amor de Emilia Pardo Bazán a Pérez Galdós. La relación, volcánica por parte de la autora de ‘Los pazos de Ulloa’, pudo comenzar hacia 1889. Don Benito tenía entonces 46 años. Doña Emilia andaba en los 38 y acababa de separarse de su marido. «Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria, y si no, también muy bien, siempre será una felicidad inmensa, que contigo y sólo contigo se pueda saborear, porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro», le escribía en una de sus cartas la condesa.

Mujer de “desatadas pasiones”, como ella misma se define, doña Emilia fatiga el diccionario en busca de vocativos con que dirigirse a su amante. «Dulce vidiña», «amado compañero», «miquiño adorado», «ratonciño del alma», «mi ratón», «amado roedor mío». Son algunos de los apelativos con que Porcia y Matilde –que así firma sus secretas cartas Emilia Pardo Bazán- se dirige a Benito Pérez Galdós. Otras veces, la pasión hace que la escritora agreda la gramática. «En cuantique te vea te como», despide una de sus misivas.

«¿Quieres que te diga la verdad?», escribe un día ella. «Siempre me he reprimido algo contigo por miedo a causarte daño físico; a alterar tu querida salud. Siempre te he mirado (no te rías ni me pegues) como los maridos robustos a las mujeres delicaditas y tiernamente amadas, que tienen con ellas ménagements». Pero no siempre se sujeta la fementida Porcia. «Adiós, o mejor hasta luego, que ciña con mis mórbidos brazos tu elegante cintura y te coma», se despide un día.

Carmen Bravo no quiere aún hoy revelar el lugar donde encontró esta apasionada correspondencia. Pero sí confiesa que muy probablemente se hayan perdido cartas mucho más encendidas, que reposaban en el Pazo de Meirás, propiedad de la Pardo Bazán que fue después cedido a Francisco Franco. «Al parecer se destruyeron algunos cajoncitos con papeles privados de la condesa».

La relación de don Benito con doña Emilia pasó por momentos delicados cuando ella se permitió una aventura con Lázaro Galdiano, «un error momentáneo de los sentidos, fruto de las circunstancias imprevistas», según lo calificó ella. Al escritor le dolió profundamente la infidelidad, que, debidamente disfrazada, quedó reflejada en dos novelas de él –’La incógnita’ y ‘Realidad’- y en una de ella -‘Insolación’-.

El lector curioso advertirá, como ha advertido Carmen Bravo Villasante, que el mismo hecho resultaba dramático y doloroso para él y simplemente anecdótico para ella. Doña Emilia, posiblemente llevada por su natural concupiscente, tenía un pensamiento más abierto en temas de infidelidades, y acostumbraba a hablar de ellas entre chanzas. «Te quiero, te abrazo, y pido a Dios que estés hecho una torre de fuerte, aunque sitíen esa torre dueñas libertinas y suspironas doncellas», le dice en una ocasión.

Torre sitiada y tomada era Galdós. Algunos de sus biógrafos creen que su relación con Emilia Pardo Bazán es simultánea a las que mantiene con Lorenza Cobián y con Concha Ruth Morell.

Lorenza era una mujer del pueblo, casi analfabeta, con la que don Benito tuvo su única hija conocida y reconocida, María, que nació en 1891. Quince años después de aquel nacimiento, la madre acabó sus días de forma trágica, colgándose con un pañuelo en los calabozos del Gobierno Civil de Madrid, a los que había sido trasladada después de que intentara arrojarse sobre una vía al paso de un tren. En la obra del escritor sólo queda un rastro de esta mujer, el nombre de la protagonista de la novela ‘Ángel Guerra’.

Las relaciones de Galdós con Concha Morell –una feminista radical y actriz fracasada que adoptó el nombre de Ruth tras convertirse al judaísmo- eran hasta ahora poco conocidas. El reciente libro de Carmen Bravo Villasante y el que está apunto de aparecer de Matilde Camus -‘Efemérides de Monte, editorial Tintín- van a aclarar muchos misterios.

Bravo Villasante ha encontrado una descripción de la judía hecha en 1902 por un director de aduanas a un amigo del escritor, Narcís Oller. «Era Concha una hermosa mujer de facciones correctas y delicadas, rubia , fresca, blanca, bien formada, esbelta, elegante, agradable y simpática. En una palabra, una criatura encantadora». Matilde Camus ha encontrado otro testimonio, mucho más reciente, en el que se advierte en el lenguaje el paso de los tiempos. «Era una real hembra», dijo de Concha un vecino suyo, Ángel Fernández, un hombre que falleció el pasado año, con 98 cumplidos, y fue testigo en su infancia de las visitas de don Benito a la casa de Monte, cerca de Santander, donde residía la judía.

Al parecer, Galdós conoció a Concha en 1881. Unos años más tarde, en 1889, ya debían de estar unidos sentimentalmente, pues en el estreno de ‘Realidad’ el escritor hizo que le dieran a ella un pequeño papel, el de Clotilde. Y algo debía de sospechar por entonces de ello la Pardo Bazán, que en una carta al escritor se despide: “Sé José para la judía Academia, ya que no piensas serlo para mi odiosa rival.”

Hija de un ebanista catalán y de una mujer cordobesa, fracasada como actriz y rechazada en algunos ámbitos por su conversión al judaísmo, que se materializó en un acto en la sinagoga de Bayona, Concha acabó instalándose en Monte, un pequeño pueblo cerca de Santander, junto al cabo Mayor. Allí la visitaba don Benito, que desde 1872 veraneaba en la capital cántabra y desde 1892 tenía una casa propia cerca del Sardinero, la villa San Quintín, en la que pasaba gran parte del año.

Según Matilde Camus, las largas estancias en Cantabria del autor de los ‘Episodios Nacionales’ no se debieron tanto a su amistad con los también escritores José Mª Pereda y Amós de Escalante cuanto a la apasionada relación con Concha Ruth Morell. «Se aproxima la época feliz de las canas al aire», escribía Galdós a Pereda en junio de 1977, «y yo, si no las echo en Santander me parece que me falta algo en la vida».

A lo largo de sus investigaciones, Matilde Camus ha acabado conociendo muy bien a Concha Morell. «Ella era una mujer muy caprichosa y algo neurasténica. Vestía muy bien y, pese a que se declaraba anarquista y feminista radical, siempre aceptó la ayuda económica de don Benito».

Carmen Bravo ha recogido en su reciente libro una anécdota que informa de la ayuda económica que Galdós pasaba a su amante. Fermín Berquín Carral, un prestamista muy conocido en Santander, salió un día al paso de los comentarios que hablaban de Galdós como de un avaro que no pagaba ni a las mujeres. «¿Avaro Galdós? Eso no es verdad, precisamente yo lo sé de buena tinta que no lo era, porque yo tuve el encargo de pagar a la hebrea quinientas pesetas mensuales, cuando él no estaba aquí». Las quinientas pesetas de finales de siglo pasado debían de ser cantidad considerable.

«Me siento anarquista por mi rebeldía, por mi aversión a la autoridad», escribió Concha Morell en un artículo periodístico hallado ahora por Matilde Camus. Mujer rebelde, avanzada para su tiempo, quizás Galdós tomó de Concha algunas cartas de ‘Tristana’ y algunos de los rasgos que le puso a su Electra, el personaje galdosiano que mayor impacto provocó en la opinión pública, hasta el punto de que hay quien mantiene que en el estreno de la obra teatral que toma el nombre del personaje está el origen de la caída del gobierno Azcárraga, en 1901.

La amante judía de Galdós murió de tuberculosis en 1906. Tenían entonces 42 años, veintiuno menos que el escritor. De Concha queda, además de su huella en la obra del novelista, un rizo de su cabello que se guarda en la Casa-Museo Pérez Galdós de Las Palmas, un rizo sospechoso, como algunas reliquias, ya que es de pelo castaño, y si hemos de dar crédito al informante de Narcís Oller, la amante judía de Galdós era rubia.

Sesentón, con los ojos casi cegados por las cataratas y el público lector alejándose poco a poco de su devoción, don Benito aún tuvo tiempo de una relación amorosa crepuscular. Ella se llamaba Teodosia Gandarias y era una maestra muy culta que leía a Maquiavelo y estudiaba inglés. Con ella debió de departir largamente Galdós sobre cuestiones literarias. Ella fue sus manos copiando escritos y sus ojos corrigiendo galeradas, antes de que la absoluta ceguera obligara al escritor a tomar un secretario.

Bravo Villasante publica en su obra algunas de las cartas que se cruzaron. El 31 de julio de 1908, don Benito le envió desde Santander unas cortas y apasionadas líneas. «Mujer inteligentísima y guapísima, te mando una postal de las vendedoras de langosta en la pescadería, para que te rías… Adiós, mi cielito, mi paz, mi alegría, mi ensueño, mi realidad, mi quitapenas, mi zozobra…, mi consuelo, mi norma, mi consultora, mi guía, mi maestra, mi goce, mi estudio, mi bien muy amado y mi centro magnético…».

¿Así las seducía? Escribe Carmen Bravo. «Gran tipo, alto, varonil, esbelto, un poco misterioso porque no era locuaz a la manera común, con una mirada algo chispeante y ademanes lentos, el hombre mira de soslayo a la mujer, inicia una leve sonrisa y es suya».

Doña Emilia supo muy bien de la capacidad seductora de su amante y colega. Le escribe en una de sus cartas: «Eres digno del amor de la misma Santa Teresa que resucitase».

Arsenio Escolar

Vuelve el comisario Adamsberg

Me enteré hace unos días en Fuentetaja (una de mis tres librerías madrileñas favoritas, junto a la Casa del Libro de Gran Vía y a la Marcial Pons de la plaza del Conde del Valle del Suchil) de que el lunes 15, pasado mañana, sale a la venta en España una nueva novela de Fred Vargas, Un lugar incierto.

Creo que he leído todo lo que ha publicado en castellano Fred Vargas, tengo adicción por esta autora francesa de novelas policiacas tan ingeniosa, divertida, innovadora y diferente. Su capacidad para crear tramas inverosímiles que al final encajan como un reloj suizo no tiene parangón entre sus colegas de oficio. Su comisario Adamsberg es el último que se ha incorporado a mi olimpo particular de protagonistas de novela negra, pero lo ha hecho con mucha fuerza, en posiciones relevantes. En mi olimpo estaban el comisario veneciano Guido Brunetti de la estadounidense Donna Leon, el inspector Kurt Wallander del sueco Henning Mankell, el abogado Mandrake del brasileño Rubem Fonseca, el jefe de la Policía Local de Tomelloso conocido como Plinio del español Francisco García Pavón, el comisario Salvo Montalbano del italiano Andrea Camilleri y, sobre todo, el detective mexicano Héctor Belascoarán Shayne de Paco Ignacio Taibo II, poco conocido en España y en mi opinion espléndido.

Veo en la página de Siruela, que edita en España a Fred Vargas, la sinopsis de Un lugar incierto. Dice así:

El comisario Adamsberg se halla en Londres, invitado por Scotland Yard, para asistir a un congreso de tres días. Todo debería transcurrir de manera tranquila, distendida, pero un macabro suceso alerta a su colega inglés: en la entrada del antiguo cementerio de Highgate han aparecido diecisiete zapatos… con sus respectivos pies dentro, cercenados. Mientras comienza la investigación, la delegación francesa al día siguiente regresa a su país. Allí descubren un horrible crimen en un chalet en las afueras de París: un anciano periodista especializado en temas judiciales ha sido, a primera vista, triturado. El comisario, con la ayuda de Danglard, relacionará los dos casos, que le harán seguir una pista de vampiros y cazadores de vampiros que lo conducirá hasta un pequeño pueblo de Serbia…

¡Puro Fred Vargas! Creo que me la llevaré para el avión a un viaje transoceánico que tengo en breve.

Larra, antitaurino y antitabaco

En unas días es el aniversario de Larra, patrón laico de los periodistas. Os recomiendo la exposición sobre él que está colgada hasta el 14 de febrero en la Biblioteca Nacional de Madrid. Yo la vi hace unos días y me encontré con dos paneles que me llamaron mucho la atención. En uno de ellos, Larra se mostraba crítico con la fiesta de los toros, cosa insólita en sus tiempo. Era un párrafo de su artículo Corridas de toros, y decía esto:

«Así es que amanece el lunes, y parece que los habitantes de Madrid no han vivido los siete días de la semana sino para el día en que deben precipitarse tumultuosamente en coches, caballos, calesas y calesines, fuera de las puertas, y en que creen que todo el tiempo es corto para llegar al circo, adonde van a ver a un animal tan bueno como hostigado, que lidia con dos docenas de fieras disfrazadas de hombres, unas a pie y otras a caballo, que se van a disputar el honor de ver volar sus tripas por el viento a la faz de un pueblo que tan bien sabe apreciar este heroísmo mercenario. Allí parece que todos acuden orgullosos de manifestar que no tienen entrañas, y que su recreo es pasear sus ojos en sangre, y ríen y aplauden al ver los destrozos de la corrida».

En otro panel, otra cita de Larra, criticando ahora con su estilo socarrón a los fumadores empedernidos que ya por entonces atufaban los lugares públicos. Pertenece al artículo El café, y dice así:

«Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en cierto café de esta corte donde suelen acogerse a matar el tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían hablar sin sus anteojos puestos, un médico que no podría curar sin su bastón en la mano, cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana…»

(Las negritas son mías).

Larra es tan moderno que lo que escribió hace casi 200 años se puede leer como si lo hubiera escrito ayer. No sólo esas citas, casi todos sus artículos al completo.

El oso rezador

Os hablé aquí hace ya un año del escritor finlandés Arto Paasilinna. Me gustó mucho lo primero que leí de él, El molinero aullador; me gustó menos La dulce envenenadora, y ahora me ha entusiasmado El mejor amigo del oso, una novela hilarante -como las antes citadas, publicada por Anagrama- con la que he pasado muy buenos momentos estos días festivos.

La trama es tan original como otras de este autor: a Oskari Huuskonen, un pastor luterano de un pueblo perdido del interior de Finlandia, le regalan en su 50 cumpleaños un osezno huérfano que le cambiará la vida. Perderá su fe, hibernará con su oso (y con una joven etóloga entrada en carnes) en una improvisada osera, se romperá su matrimonio, se peleará con su obispo y recorrerá varios mares (el Báltico, el Blanco, el Negro, el Mediterráneo…) con su plantígrado, animando cruceros de jubilados. El oso, Lucifer y Belcebú de nombre, es una gran hallazgo literario. Me recuerda a Firmin, el ratón de Sam Savage que nació en una librería, comía páginas de libros y acabó teniendo un excelente criterio literario.

El oso Lucifer/Belcebú adquiere también las habilidades de su entorno, desde planchar camisas a servir cervezas, y acaba rezando con más devoción que el pastor luterano, y además en varios credos, hasta el sintoísta.

La novela no es sólo un divertimento jocoso, es también una reflexión sobre la religión, el más allá o lo sobrenatural.