Después de una semana intensa no hay nada como ir a la playa para que todos esos sentimientos que me hacen estar en ebullición vuelvan a la calma. Es algo mágico, que solo la arena, el olor y el color azul del mar consiguen de una manera tan rápida que hasta a mí, me sorprende.
La casa donde vivo, también conocida como «la casa del buen rollito» ha sido mi refugio desde el principio. Muchos fines de semana me escapaba a Laredo para comprobar que Paula, la de siempre, seguía estando ahí, en alguna parte. Volvía con fuerza y con ganas, aunque a los pocos días volvía a caer. No sé cómo lo hacía, pero este lugar conseguía que me olvidase de todo y que me relajase. Era mi antídoto contra la tristeza.
Decidí venir a vivir aquí mientras me recuperaba de un brote. Siempre me han gustado las ciudades pequeñas, donde tengo todo cerca. Soy de las que piensa que, en la calidad de vida influye mucho la ciudad donde vivas (dedicaré próximamente una entrada a esto), y en ese momento pensé que en «la casa del buen rollito» todo podía mejorar. Tuve un pálpito, algo que me decía que iba a estar mejor en Laredo. Solo quería estar bien y merecía la pena intentarlo.
Este pasado fin de semana, he recordado esta historia porque he vuelto a sentir ese empujón que me da este lugar para estar bien, ser positiva y olvidarme de todo lo malo. Me encanta haber encontrado un sitio que consiga que ponga todo de mi parte para superar esos pequeños bajones que me dan de vez en cuando. Porque el viernes, cuando llegué a casa después de trabajar solo tenía ganas de llorar. La culpa la tiene el estrés y esa obsesión por pensar que no doy más de sí. Pero, el sábado por la mañana con un sol espléndido, me fui a relajarme a la playa y me volví a sentir como nueva y ¡con ganas de comerme el mundo!
1decada1000.