Archivo de abril, 2017

El machista código de vestimenta de mi colegio de monjas

Durante una larga época de mi vida no tuve necesidad alguna de preocuparme por lo que llevaba puesto (oh…días felices. Qué poco lo apreciaba en su momento). «Bendito uniforme«, pienso ahora con melancolía y algo de humedad en el lacrimal, pese a que en ese momento lo habría echado a una pira ardiendo junto a los libros de filosofía.

Porque para muchos, el uniforme nos acompaña desde que empezamos el colegio en nuestra tierna infancia hasta que cumplimos los 16 años, que es cuando empiezas bachillerato y ya puedes vestir «de calle».

Sin embargo esa libertad, que era casi abrumadora al principio, no era tan amplia como pensábamos. No todo estaba permitido.

En nuestro primer día de clase, ese en el que llevábamos nuestra camiseta favorita o el pantalón que nos habíamos comprado ese verano (porque ya que ibas «de calle» desde el primer día había que posturear), nos enumeraron las normas de vestimenta que tendríamos que cumplir durante esos dos años.

Al ser un colegio católico, algo en lo que insistieron, toda camiseta con escote o sin manga que te cubriera el hombro estaba prohibida. Además las piernas tendrían que ir siempre cubiertas con pantalones largos (adiós vestidos y adiós faldas). Sin excepción y todos los días del curso, incluidos aquellos de junio en los que tuve que hacer algún examen totalmente bañada en sudor fantaseando con unos pantalones cortos y algún compañero de clase (para qué mentir) .

El motivo que nos dieron fue, y cito literalmente, «para no distraer a los niños». Es decir, te encuentras ante un grupo de chicas de 16 años a las que estás obligando a taparse, lo que da a entender el mensaje de que su cuerpo es el culpable de que unos adolescentes pajilleros anden más salidos que el pico de una mesa. Esto lleva a pensar que si te sucede algo en algún momento es porque ibas destapada, ya que si sigues las normas de vestimenta, si no provocas, si no destacas, es algo que no te pasa.

(Luego les resultará extraño que los jóvenes no nos interesemos por la religión.)

Lo más gracioso es que, cuando quisimos saber si ellos podían llevar algo corto, rápidamente nos aclaraban que tampoco podían llevar pantalones cortos «por los pelos de las piernas«. Muy lógico.

Sea un colegio católico o no, os estoy hablando de unas normas de vestimenta que me dijeron en 2008 o 2009 (vaya, que no fue hace 50 años), unas prohibiciones que sostienen la ideología machista de que ellos no pueden controlarse y por tanto somos nosotras las que tenemos que taparnos, culpabilizando una vez más al cuerpo de la mujer. ¿No os resulta injusto?

En mi colegio deberían haber hecho hincapié desde que entramos en educación infantil de que «No» significa «No», de que la ropa que las mujeres llevemos puesta no da derecho a nada y de que merecemos el mismo respeto, en vez de dedicar el tiempo a la creación de normas machistas referentes al vestuario.

La primavera de las camisas deconstruidas

Cuando yo era joven, las cosas eran más sencillas: las camisas se llevaban abrochadas hasta el cuello, el pelo solo estaba en las bufandas y no dentro de unas zapatillas… Sin embargo ahora la moda está viviendo una deconstrucción de las prendas que se ve reflejada, por ejemplo, en la tendencia que siguen las camisas esta temporada.

Desabrochadas, caídas, una manga alta y otra baja, lazadas, aperturas extravagantes… Pueden parecer salidas de una performance dadaísta, pero lo cierto es que, al igual que la tortilla que sirven ahora en los restaurantes modernos, con la patata por un lado y el huevo por otra, la camisa se ha modernizado.

Según Paolo Santangelo, diseñador y compañero del máster de Fashion Communication and Styling del IED, Milán, esta deconstrucción de la camisa se debe a que «estamos inmersos en un contexto social en el que la gente quiere mostrar su individualidad. Tenemos la necesidad de diferenciarnos».

Llamadme clásica, chapada a la antigua, retro o casposa, pero me gustaba más cuando las camisas eran simples y no como las de ahora, que casi deberían incluir manual de instrucciones que explique cómo llevarla correctamente.

ASOS

H&M

TOPSHOP

FOREVER21

Cambiando de temporada y de peinado

Las ganas de meterse la tijera en el pelo cuando llega el calor son inevitables. Empiezan esos días en los que te asas de calor en el metro, en clase o en la oficina y terminas con la nuca más pegajosa que el papel de moscas.

Por ello, y porque eres una adicta a las tendencias (sino no estarías leyendo ese post) aquí tienes los que serán los cortes de pelo estrella de esta primavera:

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El shag, corto y desfilado con capas perfecto para darle dinamismo a un pelo liso. Te sonará de Winona Ryder en Stranger Things.

Rockstar #shag for this badass beauty 🔥🎸🌺 #shtrnomad #sallyhershberger24k #MAJOR #hair #cutbylevi

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El loobque viene a ser un bob de longitud media (long bob). Si quieres sanear el pelo pero no perder la forma, este es tu corte.

Las mechas tigereye están inspiradas en la piedra Ojo de tigre, piedra marrón con rayas amarillas. Se hacen a mano alzada a lo largo de la melena en tonos nuez, avellana, cobre y miel y es ideal para melenas castañas o rubias oscuras.

👳🏻‍♀️👱🏻‍♀️Capelli spenti? Scegli il tuo stile da #rhdparrucchieri 👳🏻‍♀️👱🏻‍♀️

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El gringe es el flequillo del ranking (porque no podía haber una temporada sin flequillo), que aunque no es muy deseado en verano te gustará por su comodidad a la hora de mantenerlo. Desfilado y despeinado, está inspirado en Brigitte Bardot.

Luces y sombras (estilísticas) de Paula Echevarría

Si me preguntas por una fashion blogger a nivel internacional en seguida te diré Chiara Ferragni u Olivia Palermo. Pero si me preguntas por una bloguera famosa por su estilo barriendo para casa, sin duda debo hablar de Paula Echevarría.

La actriz oriunda de Asturias es fiel seguidora de las tendencias como lleva demostrando en su blog Tras la pista de Paula desde el año 2010 en la revista Elle.

Un estilo cómodo y desenfadado para el día y otro elegante y atrevido para la noche (o para las alfombras rojas en su caso): desde tejidos denim, zapatillas de cordones y chaquetas de cuero hasta stilettos con escote palabra de honor.

Estar bajo el foco mediático no hace que la actriz desentone con elecciones estridentes, su armario da una importante lección de cómo la sencillez y la discreción no pasan desapercibidas:

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Esto es lo que realmente cuesta tu ropa

Soy la primera que cuando ve ropa barata, los típicos carteles rojos de las rebajas o «Todo a 9,99€», se emociona y compra sin pensar. Y ya no hablemos de cuando entro a Primark o a Lefties y me llevo una bolsa a rebosar por 60€.

Sin embargo, la felicidad que nos produce ver algo barato debería ser directamente proporcional a lo que cuesta: a menor precio, menor felicidad, y os diré por qué.

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Para que tú, yo, mi madre o tu amigo se compren una camiseta en Zara por 15€ hay una fábrica en Bangladesh que lo confecciona por 3€ mientras que Inditex se lo compra por 4. Y no solo eso. Para que esa fábrica obtenga beneficios, cuenta con una plantilla de trabajadores que dedican una jornada interminable entre químicos peligrosos, e incluso recibiendo agresiones de sus superiores, para mantener la productividad.

En ocasiones, y una vez más, para ahorrar costes, las empresas eligen edificios baratos que igual ni han pasado las regulaciones de seguridad pese a que los trabajadores denuncian las condiciones. El ejemplo del edificio que se derrumbó en Rana Plaza en Bangladesh, dejando más de mil fallecidos, fue solo uno de los ejemplos más sonados. Mango y Primark son algunas empresas que tenían trabajadores en ellas.

Inditex, según las declaraciones de Jesús Echevarría, Director General de Comunicación y Relaciones Institucionales de la empresa, no tenían trabajadores en el edificio derrumbado. Sin embargo, no quita que sea una empresa que también se beneficia del sistema de subcontratas en Bangladesh, empresa que, además, fue relacionada en 2013 con el incendio de una de las fábricas de la zona en el que fallecieron siete personas (pese a que se escudaron en que las etiquetas eran falsificaciones. Algo que puede tener sentido si hablamos de Chanel, Prada o cualquier marca de lujo pero difícilmente creíble si hablamos de los casos de Bershka y Lefties, las etiquetas que encontraron tras el incendio).

Estoy hablando de personas que viven por menos de 20€ al mes. ¿Entonces por qué lo hacen? Porque precisamente las empresas eligen países en vías de desarrollo cuya única alternativa a convertirse en mano de obra explotada es la pobreza. ¿Entre llevar a tu casa 20 y 0€ con qué cifra te quedas? Pues eso. Las empresas argumentan que están dando oportunidad a quien no la tiene, pero es una oportunidad desigual y beneficiosa solo para una de las partes.

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Volvamos a tu camiseta de 15€. Ahora te encanta, es la estrella de tu armario. Te la pondrás este año sin parar y posiblemente el próximo. Al siguiente empezaras a ponerla menos y terminarás por deshacerte de ella. Puede que te sientas eco-friendly dándola a la beneficiencia, pero, ¿sabías que solo el 10% de la ropa que donamos llega a quien la necesita? El resto termina en mafias de reventa o sencillamente en la basura. Pero esa ropa, compuesta de fibras, de algodones cada vez menos naturales, no es desechable así que se envía a otros lugares, entre ellos, a ese sitio que la vio nacer, Bangladesh.

Las toneladas de ropa que al sol desprenden gases, se descomponen en parte y contaminan el agua de una población que ve crecer a sus hijos con problemas de locomoción o de desarrollo cerebral. «Esta madre está esperando a que su hijo muera» dice el periodista señalando a una mujer que trata de mantener a su hijo erguido sin que el pequeño sepa que está saliendo en un documental acerca del coste tras la ropa.

¿Y por qué consumir prendas confeccionadas con este tipo de algodón si resulta tan nocivo? Antes solo había dos colecciones: la de verano y la de invierno. Pensad en la moda de ahora. ¿Cada cuánto entráis en una tienda y veis cosas nuevas? ¿Cada semana? Dos a lo máximo.

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Hemos entrado en un ritmo de consumo que difícilmente puede sostener un cultivo natural de algodón, lo que hace que se utilice producto alterado genéticamente para satisfacer la demanda. Los agricultores de algodón no pueden permitirse perder las cosechas por lo que usan pesticidas cada vez mas intrusivos llegando incluso a arruinar el suelo. Si a eso le sumas que muchos ya estaban adeudados al comprar las semillas, te encuentras ante una situación insostenible que suele tener un trágico desenlace para muchos de ellos.

Después de todo esto, de más de una hora de historias tristes que presenta el documental The True Cost, de incontables nudos en el estomago por formar parte de esto, ¿cual es la conclusión que podemos sacar al respecto?

Informarnos como comienzo. Saber de dónde viene nuestra ropa y las condiciones en las que esta hecha. Una vez sabiéndolo, como consumidores, comprar productos de aquellas empresas que si que dan un trato digno a sus trabajadores y que ademas ofrecen un bien que ha sido creado de manera sostenible con tejidos ecológicos. Puede que sea un poco más caro, pero a nivel humanitario, ecológico y ético nos sale a cuenta. El sistema de fast fashion, insostenible y consumista basado en una felicidad efímera, tiene que llegar a su fin.

Reventando la talla 36

Recuerdo la revisión médica que nos hacían en el colegio, poco más que controlarnos la vista, auscultarnos, y, lo más importante, pesarnos. Ese era el momento en el que nos subíamos a la báscula y esperábamos el veredicto aguantando la respiración (que por aquel entonces la cifra no solía superar los 40 kilos). Recuerdo que compartíamos los pesos con orgullo o con recelo y que incluso había compañeras delgadas que pedían al médico que no lo dijera en alto. Porque a nuestros 8, 9, 10 u 11 años los kilos ya eran una cuestión de peso.

Salían los números y enseguida eras tachada por los típicos cabrones (y cabronas) que se apresuraban a señalar aquello que se convertiría en tu mote hasta el fin de los tiempos ya fuera por peso, pelos, granos, gafas o no tener pecho.

Más adelante, en la adolescencia, no era el número de la báscula que nos arrojaba el médico, sino el de la etiqueta del pantalón el que nos importaba. ¿Adivináis cuál? El mismo que es para muchos una frontera, el 36.

La talla 36 se ha convertido en una especie de nota de corte a la hora de pensar en la belleza: o lo tienes y perteneces al club, o no lo tienes y estás fuera. Directamente fuera. Hemos convertido el número en una referencia universal para todo.

Yo, que hasta hace unos años usaba la talla 36, también sentía la presión de encajar en esa medida que parecía la apropiada, la correcta. Además del cambio de madurez que todos experimentamos desde que entramos hasta que salimos de la universidad, empecé a aficionarme por el fitness, por un estilo de vida saludable, por correr, por cargar peso y tener que soltarlo exhausta, por las agujetas de los dos días siguientes. Mi cuerpo cambió conmigo: crecieron partes como los brazos, el culo y las piernas y encogieron otras, como las tetas. Pasé de llevar una vida de persona adicta a ver series tirada en la cama a persona que ve series, sale a correr o entrena una hora al día.

Esta semana, probándome los últimos vaqueros que me quedan de la talla 36 (los otros han ido quedándose atascados a la mitad de los muslos cada vez que intentaba ponérmelos), en un giro reventaron, estallaron, se rindieron, colapsaron. Confirmaron que no estoy hecha ya para la talla 36, y os diré algo, nunca me ha importado menos el número que visto y nunca me he visto mejor con una talla 40 italiana.

De hecho prefiero preocuparme por otros números como la nota de mis ejercicios de clase, la de veces que mi pareja me dice «te quiero», los años que estoy a una decena de días de cumplir, los kilómetros que me separan de darle un abrazo a mi hermano, el precio de los libros en inglés de la tienda que está cerca del Duomo, el peso que levanto o los minutos que tardo en derretir chocolate en el microondas por poner unos ejemplos.