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Nueva moda: adiós transparencias; hola vestir como una monja

La película de La Monja ha tenido un gran impacto en nuestras vidas. Si tú también lo pasaste mal cuando en Youtube te saltaba el anuncio antes de ver el vídeo que realmente estabas buscando o si retirabas la vista de los carteles del metro, te entiendo. Yo también he estado ahí.

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Aunque no todas son tan terroríficas como la de la película, doy fe de que las de mi colegio eran un encanto (o casi todas), las monjas se han convertido en fuente de inspiración para la moda.

Después de los cortes en los vaqueros que dejaban parte de las nalgas a la vista, las transparencias estratégicas de Beyoncé o el escote underboob, la moda se recata, se tapa entera y se pone una toca en la cabeza.

Como en el arte, las tendencias estilísticas se van sucediendo pasando de un extremo a otro, por lo que pasar de una desnudez máxima a un estilo más pudoroso, cuadra bastante.

Ya seamos católicos o no (decir «¡Oh Dios mío!» cuando ves que te ha llegado el mail de que están las notas del examen subidas en la plataforma no cuenta) los desfiles de Max Mara o J.W. Anderson vienen con la moda novicia-de-convento-de-clausura Primavera/verano 2019.

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Perfecta tanto para darle la bienvenida al calor el año que viene así como para encomendar tu alma a un ente superior: diseños de vestidos anchos, siluetas rectas, largos por debajo de la rodilla y, sobre todo, tocas.

Tocas que son perfectas para esconder el pelo en los días en los que te levantas con la melena tan despeinada que parece que en vez de apoyar la cabeza en la almohada lo haces en una centrifugadora.

Así que el año que viene, cuando vayas por la calle y veas a una monja, fíjate bien. Si va de blanco, negro, azul o marrón con zapato plano es probable que sea auténtica.

Si en cambio va de color naranja, mezcla diferentes estampados o le cuelga un bolso tan pequeño en el que no cabe ni el Nuevo Testamento, tienes, ante ti a una fashion victim que ha sentido La Llamada. La de la moda, claro.

El machista código de vestimenta de mi colegio de monjas

Durante una larga época de mi vida no tuve necesidad alguna de preocuparme por lo que llevaba puesto (oh…días felices. Qué poco lo apreciaba en su momento). «Bendito uniforme«, pienso ahora con melancolía y algo de humedad en el lacrimal, pese a que en ese momento lo habría echado a una pira ardiendo junto a los libros de filosofía.

Porque para muchos, el uniforme nos acompaña desde que empezamos el colegio en nuestra tierna infancia hasta que cumplimos los 16 años, que es cuando empiezas bachillerato y ya puedes vestir «de calle».

Sin embargo esa libertad, que era casi abrumadora al principio, no era tan amplia como pensábamos. No todo estaba permitido.

En nuestro primer día de clase, ese en el que llevábamos nuestra camiseta favorita o el pantalón que nos habíamos comprado ese verano (porque ya que ibas «de calle» desde el primer día había que posturear), nos enumeraron las normas de vestimenta que tendríamos que cumplir durante esos dos años.

Al ser un colegio católico, algo en lo que insistieron, toda camiseta con escote o sin manga que te cubriera el hombro estaba prohibida. Además las piernas tendrían que ir siempre cubiertas con pantalones largos (adiós vestidos y adiós faldas). Sin excepción y todos los días del curso, incluidos aquellos de junio en los que tuve que hacer algún examen totalmente bañada en sudor fantaseando con unos pantalones cortos y algún compañero de clase (para qué mentir) .

El motivo que nos dieron fue, y cito literalmente, «para no distraer a los niños». Es decir, te encuentras ante un grupo de chicas de 16 años a las que estás obligando a taparse, lo que da a entender el mensaje de que su cuerpo es el culpable de que unos adolescentes pajilleros anden más salidos que el pico de una mesa. Esto lleva a pensar que si te sucede algo en algún momento es porque ibas destapada, ya que si sigues las normas de vestimenta, si no provocas, si no destacas, es algo que no te pasa.

(Luego les resultará extraño que los jóvenes no nos interesemos por la religión.)

Lo más gracioso es que, cuando quisimos saber si ellos podían llevar algo corto, rápidamente nos aclaraban que tampoco podían llevar pantalones cortos «por los pelos de las piernas«. Muy lógico.

Sea un colegio católico o no, os estoy hablando de unas normas de vestimenta que me dijeron en 2008 o 2009 (vaya, que no fue hace 50 años), unas prohibiciones que sostienen la ideología machista de que ellos no pueden controlarse y por tanto somos nosotras las que tenemos que taparnos, culpabilizando una vez más al cuerpo de la mujer. ¿No os resulta injusto?

En mi colegio deberían haber hecho hincapié desde que entramos en educación infantil de que «No» significa «No», de que la ropa que las mujeres llevemos puesta no da derecho a nada y de que merecemos el mismo respeto, en vez de dedicar el tiempo a la creación de normas machistas referentes al vestuario.