Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La androide Esmeralda

Gerhard Uhlhorn

Gerhard Uhlhorn

Después de leer mi último relato en el programa Hablar por Hablar de la Cadena SER, salí de la radio en dirección al parking para coger mi taxi, y entonces alguien comenzó a seguirme. De hecho, la mujer en cuestión estaba esperándome apoyada justo en la pared contigua a la radio, y al verme salir, se incorporó y comenzó a caminar detrás de mí. Yo escuché sus tacones a mi espalda, y aceleré el paso hasta entrar deprisa por las escaleras de acceso al parking. Pagué el ticket, bajé otro tramo de escaleras, y ahí pude ver que la mujer ya no estaba. Luego salí del parking dirección Gran Vía con la idea de dar un par de vueltas en busca de clientes, o de historias. Pero justo al incorporarme a la calle me topé con esa misma mujer esperando en el borde de la acera. Y nada más ver mi taxi libre, alzó su brazo. Nervioso, paré a su lado y ella abrió la puerta trasera del taxi, como una usuaria más, y al tomar asiento me dijo:

-Gire por Gran Vía dirección Princesa.

Accioné el taxímetro y allá que fuimos, en completo silencio. Ella me miraba fijamente a través del espejo y yo desconocía su intención, así que, aprovechando un semáforo, me armé de valor y le dije:

-Sé que me has estado siguiendo. Dime quién eres. Dime qué quieres.

-Me llamo Esmeralda y llevo años leyendo y escuchando tus historias, me dijo. Tenía curiosidad por saber de qué modo me describirías si yo montara en tu taxi. Hace un rato escuché a Macarena Berlín anunciarte por la radio, así que vine con la esperanza de encontrarte. Espero que me entiendas y que aceptes mis disculpas. Estoy pasando por un mal momento; ando un tanto descolocada y necesitaba, no sé, leerme a través de tus palabras, o escucharme a través de una voz que no es la mía. O saber cómo soy desde otros ojos.

-Lo siento -dije. -No me gusta escribir condicionado. No puedo hacerlo.

Pero en esto se abrió el semáforo y el verde de la luz volvió verde su piel, y verdes sus labios como balsas varadas, y verde su nariz rompehielos, y pardos sus ojos por la suma del verde y el azul; un azul mar calmo aunque quebrado por un flequillo en forma de cascada. Y ese reflejo verde del semáforo en su rostro se me antojó de otro planeta, como si ella, la verde Esmeralda, estuviera de paso en este preciso mundo sin llegar a entenderlo del todo. La androide Esmeralda viajando por su universo y mientras yo, imaginando que mi taxi era un OVNI en misión especial por la Gran Vía.

Olvido y el ramo de flores

Estando yo en la parada de taxis de Ortega y Gasset aparcó a mi lado una furgoneta de floristería y salió el repartidor con un enorme ramo de rosas en dirección al bloque de oficinas contiguo. Luego entró por la puerta de acceso, habló con el vigilante, pero éste le denegó la entrada y le pidió que se quedara en la calle. Le hice una foto desde mi taxi:

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No entendía por qué no le habían dejado entrar hasta que, instantes después, comenzó a salir en tropel todo el personal de la oficina. Según parecía, en ese mismo instante estaban evacuando el edificio quizá por un aviso de bomba o un simulacro. Salieron decenas de personas y el repartidor miró a un lado y al otro sin saber a quién entregarle el ramo: sólo tenía un nombre y unas señas. Minutos después, una vez evacuado todo el edificio, el hombre  se acercó a un pequeño grupo y preguntó si alguno de ellos conocía a la receptora en cuestión, una tal Olvido. De entre todos ellos salió una mujer y alzó la mano:

– ¡YO LA CONOZCO!, ¡ES MI COMPAÑERA DE MESA! No está por aquí. Vendrá en una media hora. Ahora está con un cliente.

El repartidor le entregó el ramo y le pidió que, por favor, se lo diera ella misma. La mujer lo agarró sin pensarlo, firmó el albarán y así se quedó: sujetando unas flores que no eran, en fin, para ella:

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El resto del grupo continuó charlando mientras ella no podía evitar mirar el ramo que sostenía con ojos de envidia, acercando la nariz disimuladamente para olerlo. De vez en cuando lanzaba miradas fugaces a los otros grupos de su oficina tal vez para que pensaran que ese ramo era suyo, que había llegado un repartidor para entregárselo precisamente a ella de parte de su marido o de un novio nuevo y secreto.

Minutos más tarde salió el vigilante del edificio, y dijo en alto que ya se podía entrar: falsa alarma. Los grupos apuraron sus cigarros y fueron entrando lentamente en la oficina. La mujer del ramo, sin embargo, simuló de repente atender una llamada en su móvil (que no sonó), y se quedó remoloneando hasta que todos se marcharon.

Y cuando ya no quedaba nadie, se acercó a un contenedor de basura, abrió la tapa, y tiró el ramo.

Amor a destiempo

FOTO: Un homme et une femme

FOTO: Un homme et une femme

Él parecía extrañamente enamorado de aquella mujer de unos cincuenta, veinte o veinticinco años mayor, o al menos la miraba con ojos distintos. La mujer, seguramente, había encontrado en el chico una suerte de divertimento revitalizante: se sentía más liviana, fugaz y más joven a su lado.  Él, sin embargo, se veía fascinado pero no por la mujer en sí, sino por la joven que antes fue. Quiero decir que parecía enamorado a destiempo de la imagen que la mujer sugería de cuando ella tenía la edad de él. La miraba como forzándose a imaginarla sin arrugas, sin sus rasgos endurecidos por los años o sin toda esa experiencia acumulada. Incluso en sus palabras, en su forma de tratarla, se intuía una intención de compensar la edad de ella con la suya en un desesperado intento por quitarle años de encima. Hablaron de ir a un bar de copas. Ninguno de los dos creía, o no les importaba que yo, como taxista, estuviera escuchando.

La charla cambió de tono cuando ella confesó que prefería tomar las copas en su casa. Tenía ganas de hacer el amor sin más preámbulos, pero él parecía resistirse y yo creí entender por qué. Imaginé a mi pareja de repente envejecida treinta años y yo con mi edad de ahora, acariciando el desfase temporal de su cuerpo junto al mío, negando sus arrugas con mis dedos, con mis ojos, o cerrando los ojos forzado a imaginar su rostro cuando ella representaba mi misma edad. O pensar que nuestras vidas ya no van sincronizadas: hubo un salto en el tiempo inevitable, una experiencia dispar prolongada en ella: ¿cuántas cosas vivió que a mí aún me faltan? ¿cuándo alcanzaré su madurez o sus costuras? ¿cómo compensar sus labios gastados por el uso con mis ganas de besar su presente?

Yo me hice el sordo cuando ella le propuso cambiar el destino a su casa, y al final les dejé en la zona de copas que él había dicho. Pagó el chico, aliviado, y ella me lanzó una mirada que no entendí. Tal vez la entienda dentro de treinta años.

Borracho. Otra vez

FOTO: @pilurubio

FOTO: @pilurubio

Estoy borracho, otra vez, y no me apetece volver a casa, al menos no a esa casa contigo dentro, esperándome, como el lunes pasado y el miércoles pasado y el domingo. No quiero volver a verme reflejado en tus ojeras.

Reconozco que eres una santa. No entiendo qué pudiste ver en mí, o cómo puedes mantener intacto eso que viste al principio. Hoy he vuelto a gastarme la recaudación del taxi en cervezas y en cubatas. También compré la revista Qué Leer sólo por buscar alguna reseña del libro que aún no he publicado. Ni he escrito. Es la historia de mi vida: doy por hecho el futuro que tengo planteado pero apenas hago nada por conseguirlo. Soy como un viajero que espera en el andén equivocado a que llegue un tren que no me corresponde. Sentado en el andén, sintiéndome culpable, además, por estar fumando justo debajo de un cartel de PROHIBIDO FUMAR. Entiendo que no se permita fumar en un andén, quiero decir. Lo que no entiendo es a mí.

¿Rebelde?, no creo. Tengo 36 años, si este dato añade algo al asunto. También es cierto que nunca nadie me ha dado una buena hostia a tiempo. Soy rápido sorteando hostias, y bastante ágil persuadiendo al contrario. Y beso bien, o al menos doy la impresión de besar bien, sin maldad. Y me gustan, me apasionan, los escotes. Observar o intuir o imaginar pechos. No tengo la culpa de esto. Es innato.

Estoy en un bar de la calle Zurbano, dándole a la tecla en una mesa que dejó de cojear después de calzar la pata díscola con un hueso de aceituna. A veces tengo buenas ideas. En mi infancia aprendí más con MacGyver que en catequesis con el padre Mauro.

A mi lado, junto a la barra, dos parroquianos discuten sobre el derecho a la reinserción de los presos después de haber cumplido su condena. Están hablando de la conveniencia de publicar fotos recientes de exconvictos con la intención de persuadir o alertar a la población ante futuros, presuntos, posibles delitos. ¿Volverá un asesino a matar después de haberse tirado veinte años entre rejas? Uno de los dos dice que sí. El otro dice que no, que no siempre. Que todos, en fin, merecemos una segunda oportunidad.

Tú te sabes mi rostro de memoria, y a la vista queda que contigo he vuelto a incumplir las normas básicas de cualquier convivencia al uso. ¿Cuántas veces me has perdonado? ¿Cuántas veces seguirás perdonándome? ¿Cuál es tu límite? ¿Cuál es el mío? ¿Cuántas veces he asumido, penitente, tus venganzas?¿Acaso alguien ajeno a ti o a mí tiene derecho a juzgarnos sin conocer los detalles?

¿Qué pesa más, un kilo de cebada o un kilo de lo nuestro?

Las arrugas son costuras del envés del alma

Instagram (mariam_otea)

Instagram (mariam_otea)

Todo pasa. El tiempo pasa. El tiempo pasa de todo. De todos. Los niños se mofan del anciano porque es lento, es torpe, arrugado, come blando y no pelea. Pero los niños no saben que el tiempo se mide en artritis. Desconocen que el corazón es un reloj de arena incapaz de voltearse ni aun haciendo el pino, y esa fina arena siempre cae hacia abajo y se amontona en el riñón y forma piedras que llaman cálculos por eso mismo: porque su peso calcula el paso del tiempo. Los niños no saben de esas cosas porque no les duele la minga al orinar. Y dicen que son sinceros, dicen que los niños y los borrachos nunca mienten, pero su sinceridad se debe a que no saben, no son conscientes, del paso del tiempo. Los niños y los borrachos pasan por encima del tiempo con la misma frialdad que un sicario pasa por encima de un cadáver.

Un anciano en mi taxi, mirándome a través del espejo, es la viva imagen del abismo que me queda por vivir. Las canas, la experiencia y el olvido. La estampa del amor desmesurado. Ese dolor calmo mitigado por la anestesia de la resignación. Esa tierna mirada de quien se encuentra de vuelta de todo, ese último intento por dejar el mundo atado y bien atado. Y la distancia de saberse que, detrás del próximo GAME OVER, ya no habrá un INSERT COIN.

Las arrugas son costuras del envés del alma. Y detrás de ese anciano, dentro de ese anciano, hubo un niño. No lo olvides.

Siete citas siete

siete citas

Un hombre de mirada triste me contó en mi taxi su plan fallido de esta noche. Venía de una suerte de cita a ciegas grupal, organizada por un café del centro. La cita consistía en lo siguiente: siete hombres solos, siete mujeres solas y siete mesas. Cada hombre tenía un total de siete minutos para charlar en una mesa, frente a frente, con cada una de las siete mujeres. Pasados los siete minutos, sonaba un gong y entonces rotaban a la siguiente mesa. La idea era que todos acabaran hablando con todas en dos rondas de siete minutos. Después de esto, anotaban en secreto en un papel con quién habían sentido mayor afinidad, y si el nombre escrito por ella coincidía con el nombre escrito por él, podían seguir charlando durante un tiempo indefinido (y lo que después surgiera). Los demás, los no afines, habrían de marcharse del café cada cual por su camino.

El usuario de mi taxi, como digo, venía de una de esas citas. Y venía solo. Me confesó que era demasiado tímido y no podía evitar comportarse torpe y tenso. No era fácil romper el hielo con mujeres que buscaban, como él, la misma chispa forzada a prenderse en apenas catorce minutos, siete en cada turno. Para él los primeros minutos eran clave: ¿De qué hablar sin parecer demasiado obvio? ¿Qué será mejor, tomar la iniciativa o dejar que empiece ella? ¿Mirar a los ojos, a las manos, o a la boca? Lo curioso, y ahí su fallo, fue que acabó sintiendo mayor afinidad por la mujer, a priori, menos atractiva de las siete congregadas. De hecho, a medida que hablaba con ella, le iba pareciendo más y más interesante, y fue la única con la que verdaderamente llegó a sentirse cómodo. Sin embargo acabó escribiendo el nombre de la más atractiva pero menos afín de las siete, una tal Teresa de preciosos ojos verdes y labios sensuales aunque parca en palabras, tirando a seca. La menos atractiva pero mucho más afín, por su parte, había escrito el nombre de él, y la guapa escribió el nombre de otro, así que al final, los dos más bien feuchos pero afines cien por cien se marcharon cabizbajos hasta perderse de vista. Y ahora aquel hombre se arrepentía, en fin, de haber pensado sólo con los ojos. Si hubiera escrito el nombre de Lucía, la afín e interesante Lucía, ahora seguirían charlando y no habría tomado mi taxi solo en su viaje de vuelta a casa. El mismo taxi en soledad que la semana pasada. El mismo taxi en soledad que la anterior.

Al otro lado

corbata soga

Escribes por la mañana, por la tarde y alguna noche de insomnio. Escribes porque no te puedes creer que la vida sólo consista en eso: en pasar las mañanas, las tardes y las noches. Comida, desayuno y cena. Inviernos y veranos. Echar un polvo de vez en cuando, llenar el depósito del taxi, mear en los aseos de la Fnac, usar crema exfoliante o insultar a Montoro. Escribes porque estás seguro de que hay algo mucho más profundo detrás de todo aquello. Detrás del edredón de tu cama, detrás de la tele del salón, detrás de tu propio páncreas. Pasión por lo inmaterial, te gusta llamarlo. Buscas palabras en el fondo de tu alma para no parecerte a todos esos gilipollas que suben, cada día, en tu mismo taxi. Los master en administración y dirección de empresas. Los economistas que no aciertan una pero se lo llevan muerto. Las jóvenes promesas de la banca. Los que invierten ingentes cantidades de dinero en productos tóxicos. Los que sólo se dedican a mover dinero para convertirlo en más dinero sin importarles cómo, ni a cambio de cuántos despidos o de cuántas reducciones del sueldo de otros. Los que aumentan beneficios a base de abrir con forceps la brecha salarial. Los que menosprecian al que fabrica los productos que ellos venden aun sin saber lo que venden. Hay que aprender a sentir desprecio por esos cortes de pelo de cien euros, esos Rolex de oro y esas corbatas de seda. Por eso te fijas en ellos con tu disfraz de taxista: para hacer todo lo contrario. Por eso escribes. Para no ser nunca ni querer ser nunca como ellos. Para ganarte la vida honradamente mientras creces por dentro.

Por cierto: Ser honrado, crecer como persona, compartir. Tres palabras en desuso.

Los sueños sólo brillan en la TV

tv duerme

No suelo soñar cuando duermo, pero llevo un par de semanas soñando tramas donde aparecen los mismos personajes de la tele que veo para conciliar el sueño. Son algo así como continuaciones inconscientes de esos programas que, al colarse en el mundo de mis sueños, consigo manejaros a mi antojo. Un día, por ejemplo, me dormí viendo a Sandro Rey y acabé soñando con Sandro Rey. En mi sueño el futurólogo montaba en mi taxi y en pleno trayecto me decía: «Te auguro una larga vida» y yo, solo por joder su predicción, daba un volantazo y nos chocábamos frontalmente contra un camión de siete ejes para acabar muriendo tras una rápida aunque triunfal agonía, levantando a Sandro mi dedo índice justo antes de estirar la pata. Otro día soñé que Bisbal montaba en mi taxi y su camiseta de Batman desprendía tal olor que tuve que bajar la ventanilla, y con la fuerza del viento se le tensaron los rizos hasta el punto de reventar la luna trasera del taxi y yo frené, le di una hostia y entonces él, con la nariz ensangrentada, me dijo: «Qué grande eres, quillo. Te quiero en mi grupo».

Atento al potencial que suponía soñar cada noche con aquello que veía por la tele justo antes de dormirme, me acordé de aquel vídeo que grabamos tú y yo en Ibiza, en el verano del 2005. Y se me ocurrió ponerlo acompañado de un par de somníferos. En el vídeo aparecíamos felices; borrachos de amor. Aún no sabíamos que meses después acabarías rompiendo conmigo. Pero los somníferos hicieron su efecto: me dormí y tú entraste en mi sueño. Entraste en mi taxi y yo cerré los seguros de las puertas y te dije que no volvería a pasar, que aquel desliz que tuve fue sin duda el mayor error de mi vida.

Entonces te acercaste a mí y, cuando parecía que ibas a besarme, se interrumpió mi sueño para dar paso a un corte publicitario.

Los ojos del escritor

ojos escritor

No entiendo por qué cuando admiras a alguien tiendes también a querer saber acerca de su vida privada: Qué come, cuántas horas duerme, quién es su pareja, o sus excentricidades con el sexo, o si coquetea con las drogas. Si el sujeto a admirar es un artista, en cierto modo tiene su lógica que intentemos descifrar su engranaje interno uniendo las piezas de su vida y su pasado (traumas, fuentes de inspiración). ¿Pero a quién coño le importa, sin embargo, con quién folla Gerard Piqué, o las rayas de coca que se mete Kate Moss? ¿Acaso los gustos sexuales del primero influyen en su juego, o los hábitos de la modelo afectan a la firmeza de sus tetas?

Ayer tuve el honor de llevar en mi taxi a uno de mis escritores de referencia. Estuvimos más de la mitad del trayecto charlando de libros (me recomendó un par de ellos que anoté y nada más bajarse fui a comprarlos). Pero más allá de la charla o la evidente sabiduría que destilaban sus palabras, me fijé en sus ojos. De hecho, al principio del trayecto quise evitar decirle nada sólo por el placer de observarle observando en silencio.

¿En qué se fija un escritor cuando circula en taxi por la Gran Vía? Él, en este caso, centró la vista en un mendigo. También en una pared forrada con carteles de conciertos. Otros, la mayoría, se habrían fijado en el culo de alguna viandante o en el Ferrari que nos rebasó por la izquierda. Por otra parte se mostraba ensimismado, como si en lugar de observar al mendigo sin más, lo estuviera envolviendo en palabras, o tirando del hilo del mendigo imaginando escenas de su pasado, o la secuencia de escenas que le condujo a ese extremo. Y luego, cuando clavó su vista en aquella pared con carteles de conciertos, tal vez asociara ambos conceptos e imaginara una historia. La de la estrella de rock que acabó mendigando por las calles de Madrid.

Todo, en fin, está lleno de estímulos. Lo vi en sus ojos y en mis ojos clavados en sus ojos a través de un espejo que invertía su imagen. El taxista que escribe observando a un escritor que a su vez observa historias. Metaliteratura taxial en estado puro.

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Nota: Omito el nombre del escritor por motivos obvios. Me pidió que le llevara a un burdel discreto. Y creo recordar que está casado.

El amor es ciego

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Me fijé en ella de forma casual, circulando con mi taxi libre por la calle Ayala. Simplemente alcé la vista y ahí estaba, al otro lado del balcón de un tercer piso, con su gorro marrón y su abrigo rojo entallado. Me hizo gracia verla ahí, tan quieta, observando la calle a través de la ventana, aunque el reflejo del cristal (y que veo mal de lejos) me impedía distinguir su rostro. Frené para fijarme mejor pero los coches de atrás comenzaron a pitarme. Así que no dudé en dar otra vuelta a la manzana, sólo por comprobar si aún seguía ahí. Y en efecto, ahí estaba. Observando la calle. Impasible.

Pasaron los días y el azar de mi taxi me llevó a cruzar de nuevo esa misma calle. El caso es que volví a asomarme y me quedé atónito: la mujer continuaba erguida en ese mismo balcón, al otro lado de la misma ventana, esta vez con un sombrero beige y una chaqueta verde anudada a la cintura. Seguía sin poder ver su cara, demasiado lejos, pero al menos conseguí intuir en ella unas curvas perfectas.

Desde aquel momento no dejé de pasar ni un sólo día por ese balcón, y ella siempre estaba ahí, cada vez con distinta ropa, gorros distintos y blusas, o chaquetas, o abrigos distintos, siempre quieta y siempre mirando en dirección a la calle. Al quinto o sexto día, cuando al acercarme comencé a notar que sin querer mi corazón se aceleraba, comprendí que, irremediablemente, me había enamorado. Me había enamorado de su estilo y de sus curvas pero, sobre todo, me enamoré del misterio que escondía: ¿Por qué siempre estaba ahí, observando la calle? ¿Qué miraba o buscaba exactamente? ¿Por qué esa obsesión?

Y con el amor llegó también la fantasía. Me imaginé entrando en esa casa de puntillas, acercándome a su espalda, oliendo su perfume, besando su cuello, desabrochando uno a uno los botones de su abrigo, lentamente, y ella mientras dejándose llevar hasta plantar sus manos en un cristal cada vez más empañado por su aliento.

Aquella imagen me obsesionó tanto que al final decidí dar el paso y llamar su atención de algún modo. Pero seguía sin conocer su rostro, en parte por culpa del reflejo del cristal, pero también por mi mala vista (necesito gafas, lo sé, pero siempre me resisto a llevarlas). Así que primero compré unos prismáticos y aparqué mi taxi para observarla a través de ellos desde el otro lado de la calle. Y eso hice: me planté justo en frente, alcé los prismáticos en dirección a su balcón, y entonces, justo entonces, se hundió todo.

La mujer de mis sueños, aquella que sin querer había conseguido robarme el corazón, no era tal, sino un perchero.

Y de ahí me fui, cabizbajo, al oculista.