En la acera de la izquierda de Gran Vía, el agua. Y en la derecha, el aceite. Yo me encontraba en el centro, dentro del salero de mi taxi, frenando a la señal del semáforo. Paré en primera fila, se encendió el muñeco verde, y justo entonces, a ambos lados, como dos presas abriendo sus exclusas, o encontrando la exclusa perfecta para invadir el asfalto, se desbocó el agua de la izquierda buscando la otra orilla y el aceite hizo lo propio en dirección contraria. Ríos de gente fluyendo que, dada su particular consistencia, acabarían cruzándose sin mezclarse hasta alcanzar intactos la acera opuesta. El agua acabaría en el lado del aceite y viceversa. Las mismas gotas de agua, las mismas gotas de aceite.
Todas, excepto dos. Desafiando la ley de los fluidos, una gota de agua y otra de aceite se detuvieron justo en mitad de la calle, se miraron absortos, como eclipsados por la densidad del otro, y sin mediar palabra, se besaron. Seguían corriendo mares de agua hacia un lado, y océanos de aceite hacia el otro, pero esa exacta gota de agua y esa precisa gota de aceite se fundieron en una sola formando un nuevo elemento ajeno al fluir de los cuerpos, o a los tratados de química. Quiero pensar que esas dos gotas no se conocían de antes, que por sí mismas crearon una nueva reacción hasta hoy desconocida por la ciencia, y que no habrá lumbreras capaz de explicar tal fenómeno. Quiero creer que aún hay leyes de la naturaleza por descubrir, que el agua y el aceite no se mezclan porque simplemente ambas creen que no hay química, pero cuando surge por azar, dos gotas entre mil millones, el agua enamorada se olvida de densidades y se convierte en lo que el aceite quiera. Claro ejemplo es este, que aunque se abrió el semáforo, ahí siguieron ingrávidos, besándose en el centro de la calle. A pesar de los cláxones, a pesar de las demás gotas de agua y de aceite observándoles atónitos a ambos lados de la calle, diluidas por la envidia.