Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La verdad sobre el agua y el aceite

Fotograma del film 'Darling Lilli'

Fotograma del film ‘Darling Lilli’

En la acera de la izquierda de Gran Vía, el agua. Y en la derecha, el aceite. Yo me encontraba en el centro, dentro del salero de mi taxi, frenando a la señal del semáforo. Paré en primera fila, se encendió el muñeco verde, y justo entonces, a ambos lados, como dos presas abriendo sus exclusas, o encontrando la exclusa perfecta para invadir el asfalto, se desbocó el agua de la izquierda buscando la otra orilla y el aceite hizo lo propio en dirección contraria. Ríos de gente fluyendo que, dada su particular consistencia, acabarían cruzándose sin mezclarse hasta alcanzar intactos la acera opuesta. El agua acabaría en el lado del aceite y viceversa. Las mismas gotas de agua, las mismas gotas de aceite.

Todas, excepto dos. Desafiando la ley de los fluidos, una gota de agua y otra de aceite se detuvieron justo en mitad de la calle, se miraron absortos, como eclipsados por la densidad del otro, y sin mediar palabra, se besaron. Seguían corriendo mares de agua hacia un lado, y océanos de aceite hacia el otro, pero esa exacta gota de agua y esa precisa gota de aceite se fundieron en una sola formando un nuevo elemento ajeno al fluir de los cuerpos, o a los tratados de química. Quiero pensar que esas dos gotas no se conocían de antes, que por sí mismas crearon una nueva reacción hasta hoy desconocida por la ciencia, y que no habrá lumbreras capaz de explicar tal fenómeno. Quiero creer que aún hay leyes de la naturaleza por descubrir, que el agua y el aceite no se mezclan porque simplemente ambas creen que no hay química, pero cuando surge por azar, dos gotas entre mil millones, el agua enamorada se olvida de densidades y se convierte en lo que el aceite quiera. Claro ejemplo es este, que aunque se abrió el semáforo, ahí siguieron ingrávidos, besándose en el centro de la calle. A pesar de los cláxones, a pesar de las demás gotas de agua y de aceite observándoles atónitos a ambos lados de la calle, diluidas por la envidia.

Volarte la tapa de los besos

FOTO: Argentum Luna

FOTO: Argentum Luna

Eran dos chavales de apenas trece años y los dos, ella y él, portaban ese gesto, justo ese, una mezcla de miedo y control forzado y ganas y nervios, como a punto de dar un paso importante y no ver el momento, o haber planeado el momento pero no la reacción del otro, o su propia e intransferible sensación al dar el paso y, sin embargo, sabiéndose los dos que tendría que ser hoy a más tardar y el mundo de él y el mundo de ella giraran exclusivamente en torno a ello. No se habían besado nunca, tampoco a otras personas, pero habían visto tantos besos, habían oído y pensado y soñado tantos besos, que el trámite de hacerlo ya apenas consistía en aplicar la teoría a una práctica segura y continuada en el tiempo, desde hoy hasta el final de sus días como punto de inflexión al universo adulto. Supongo que los dos, la una y el otro, ya habrían planeado mentalmente en qué momento exacto hacerlo. Sería al despedirse, después de una tarde de compras (ella llevaba dos bolsas grandes y él una, más pequeña). Sería al bajarse los dos de mi taxi y acompañarle él a ella al portal de su casa y decirse temblando: «Tengo que irme ya» y acercarse mutuamente, los dos, a la vez, con los labios muertos de miedo, tomándose tal vez de las manos (porque algo hay que hacer con las manos) o puede que posándolas torpes en la cintura del otro cuerpo, y entreabrir la boca y no saber cuándo parar, o separarse un momento y repetir, o quedarse así pegados hasta 3º de la ESO o mejor: más allá de bachiller.

Y después de aquel primer beso de despedida, cada cual se iría a su casa, y ella ensayaría rápido, en apenas cuatro pisos frente al espejo del ascensor, distintas caras de poker que ofrecer a sus padres (aunque los ojos y las mejillas del recién besado siempre delaten), y él caminaría por la acera reconvertida en nube blanda, diciéndose a sí mismo wala, wala, wala, rememorando en bucle aquel momento exacto de acercarse a ella y tocar la superficie de sus labios tersos, y comprobar que ella cerraba los ojos, y cerrarlos él también, dejándose llevar hacia un terreno que ninguno de los dos conocía. Y de este modo acabaría el día más importante del resto de sus días importantes. Aunque obviaran que, a partir de ese instante, una vez destapada la caja de los besos, ya nada sería igual.

El amor y los números

FOTO: Mr Hicks46

FOTO: Mr Hicks46

Un hombre y una mujer, los dos disfrazados de ejecutivos, ultimaban en mi taxi su balance de resultados para el consejo de accionistas de una empresa o algo así, no estuve atento. Sólo me fijé en el amor que se colaba. Quiero decir que intentaban ocuparse del trabajo, pero no podían evitar filtrar las ganas de él hacia ella y viceversa entre los números, las gráficas, y el decoro de mis ojos observándoles de cerca. Les era sin duda imposible separar lo laboral de sus dos cuerpos, ella y él cuadrando cifras aunque hubieran preferido cuadrar el balance de sus cuellos buscándose la boca. De hecho, no podían evitar alternar números, piropos y gráficos.

– Aquí en el balance del primer trimestre no me cuadra esta curva -decía ella.

-Tus curvas sí que cuadran en mis manos -decía él.

-Centrémonos en esto, por favor -volvía ella.

-Vale, perdón. Veamos… Tienes que sumar la cuota variable de febrero al pasivo de marzo -volvió él.

-Hablando de pasivo. -volvía ella-. Un día, con calma, tenemos que jugar a…

-¡Para! -volvía él. -Después de la Junta… nos juntaremos.

Era cosa de dos, pensé observándoles con disimulo. Ninguno de los dos podía evitarlo. Siempre acababan encajando palabras técnicas en su mundo privado. En cierto modo humanizaban los números. Dotaban a los números de vida y sentimientos. Ojalá eso mismo en el Fondo Monetario Internacional, o en el Banco de España. Créditos blandos al máximo interés de abrazar otros cuerpos. O que los tipos de interés busquen a otras tipas de interés. O que los números se vuelvan rojos carmín de tanto besarlos. Ojalá.

Aislada en su misma voz

FOTO: Katie Tegtmeyer

FOTO: Katie Tegtmeyer

Hablaba todo el rato. Me habló de un casting, de sus buenas vibraciones con el director del casting. Hoy tenía otra audición. «¿Ves esto? Pues no lo necesito» dijo bajando la ventanilla y lanzando una pastilla a la calle. Parecía un valium. Ella no se dio ni cuenta, pero al lanzar la pastilla asustó a un motorista que acabó frenando en seco y a punto estuvo de chocarse contra otro coche. Después vi por el espejo cómo el motorista intentaba acercarse al taxi pero justo le cerró otro coche y le pilló un semáforo. Ella seguía: «Confianza. Esa es la clave. Pensar que los demás no son tan buenos como tú. Yo siempre que voy a una audición lo primero que hago es fulminar con la mirada a los otros candidatos. Lo hice en los últimos dos castings de La Voz, porque también canto, ¿sabes?, y conseguí que un par de ellos se encogieran en su silla. Los puse nerviosos. Hay que presentarse ahí pensando que los demás son rivales a batir. No pasé esa criba, ni tampoco la del año pasado, pero al año que viene ahí estaré de nuevo. Porque soy buena, ¿sabes? aunque aún, en fin, no haya llegado mi oportunidad. Con el casting al que voy ahora es diferente. Veo muchas posibilidades. Es para una peli, un papel secundario, pero algo me dice que ese personaje ha sido escrito para mí. Es una choni de barrio, y yo bordo el rollo choni, ¿sabes? Lo estuve ensayando, y mi novio dice que lo bordo: él tiene mucho ojo para eso. Me anima mucho. Confía en mí. Sí, aquí es. El número 32. Ese portal. ¿Podrías esperarme y llevarme después a casa? No creo que tarde más de quince minutos. ¿Hace?».

Esperé con mi taxi en la puerta y apenas diez minutos después volvió cabizbaja. Entró en el taxi, cerró con un portazo y me dijo: «Mira, que les jodan, ¿sabes? Resulta que ya le habían dado el papel a una puta con las tetas caídas que ni vocalizar sabía, ¿te lo puedes creer? Pero bah, la semana que viene tengo otro y esa sí que será una buena oportunidad, y no la peli de mierda esta. Es más, me alegro de que no me hayan cogido. Yo creo que merezco algo más que trabajar con un director de segunda… Joder, y tiré el valium. ¿Tienes un valium? O no, mejor. Me vendría mejor una copa. Te invito a tomar algo. ¿Quieres? Venga, aparca el taxi ahí mismo. Conozco un sitio justo enfrente».

Y nos tomamos no uno, sino tres gintonics. Ella sólo dejaba de hablar entre sorbo y sorbo (yo apenas abrí la boca). Su truco era ese, supongo: Tejer las paredes de su bunker con el hilo de su propia voz. En realidad nunca había conseguido nada y tal vez nunca lo consiguiera, pero no daba muestras de flaqueza o había optado por no pensar usando el método de la verborrea fácil: hablar por hablar sin pasar por el filtro de la conciencia. Agotarse, tal vez, con el ruido de sus propias palabras hasta acabar rendida al final de cada día. Y actuar, además, por impulsos: en una de estas, se levantó del taburete con la excusa de ir al baño, se acercó a mí y sin mediar palabra, tal vez víctima del achispamiento, se le cruzó el cable y me besó.

Fue un beso largo, con lengua, y en cierto modo suave. Después de un buen rato auscultándonos se despegó de mí y no fue al baño: salió del bar directamente y no volví a saber de ella. Como si aquel beso le hubiera servido para ordenar al fin sus pensamientos y actuar con cordura por primera vez. O tal vez el silencio en bucle entre dos bocas resultara insoportable para ella. Supongo que el beso le gustó, o al menos lo mantuvo ingrávido con la punta de su lengua. Así que no sé. Prefiero no darle más vueltas.

La boca

Era una boca perfecta, lo juro. Habría dado vida y media por someterla a un examen labiológico. ¿Puede una mínima parte eclipsarlo todo? Sin duda. O al menos, en este caso, no subió a mi taxi una mujer con su cuerpo, su abrigo, su bolso y su biografía. Subió una boca, me habló esa boca a través del espejo y, de súbito, todos los satélites se orientaron hacia ella, un avión chocó en Nairobi y las acciones de Tomtom se desplomaron. Y es que no era una boca de foto. Era perfecta, sí, pero aún lo era más en movimiento. De hecho, nunca estaba quieta. Parecía independiente de su dueña. O se mordía el borde del labio, o se pasaba la punta de la lengua como un escáner radiografía un cuadro, o jugaba su comisura al escondite.

Yo conducía mi taxi con un ojo en el espejo de su boca. Quise hacerla reír y solté algo tonto, la típica broma neutral. Y en esto su boca se abrió como un telón, y surgió el coro de sus dientes cantando en crescendo Carmina Burana, y por un momento soñé con ser ese espontáneo que se lanza al escenario para besar a la solista como sólo saben besar los ciegos de nacimiento.

Ella soltó una tontería, pero con el filtro de su boca me pareció algo solemne, como Michael Jackson bailando una jota aragonesa, o Benedetti leyendo el BOE. Y eso me asustó. Me asustó mucho. Habría sido capaz de hacer cualquier cosa que saliera de esa boca. Si llegara a decirme «Mata a mi marido» ahora estaría entre rejas. Y me asusté tanto que hice lo posible por no volver a escuchar nada de ella.

Así que me eché a la cuneta, frené el taxi en seco, me tapé los oídos con las palmas de las manos, y grité fuerte: ¡¡¡AAAAAAAAAAAAH!!!

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Nota: Su boca de sorpresa también era perfecta. Sus piernas, huyendo del taxi, no tanto.

La importancia del detalle

Fijaos en la importancia del detalle. Aquel fue un trayecto en apariencia normal. Un hombre de unos cincuenta años, traje de chaqueta, corbata aflojada y cierto olor a whisky, tomó mi taxi en una callecita del centro. Dado su aspecto y las horas, once y pico de la noche, pensé que se habría liado con las copas después del trabajo. Ya sabes, el típico “tómate algo” al salir de la oficina, el típico bar improvisado con algún compañero, las típicas confesiones copa en mano: que si Peláez es un pelota, que si yo creo que el de recursos humanos es gay porque no se le conoce novia y me mira con ojos tiernos, que si tal vez me despidan pero entonces liaré la de Dios y soltaré los trapos sucios de la empresa, en fin. Es fácil calentarse, invitar a otra copa y perder la noción del tiempo. Pero entonces llama tu mujer o te acuerdas de ella, de la cena esperando en casa, te haces cargo y pagas la última ronda y te marchas.

Esto fue lo que pensé de aquel hombre. De hecho, a mitad de trayecto le llamó su mujer por teléfono y con voz sumisa dijo que había salido tarde por lo de la fusión, pero que ya estaba en camino. Que llegaría en unos diez minutos.

En verdad llegamos en siete. No había tráfico. Pero justo en ese último instante me di cuenta del detalle del que os hablo. El caso es que al pagarme los 7,35€ que marcaba el taxímetro, sacó del bolsillo un puñado de monedas y entre ellas encontró su anillo de casado. Al verlo se le cambió la cara a otra más triste, más gris. Me tendió las monedas y se puso el anillo en el dedo, y este gesto creó en él un efecto inverso al de la magia. Entonces me miró como con culpa, lanzó un suspiro olor a whisky y salió del taxi.

Aquel hombre se había liado después del trabajo, sí, pero con otra. Parece mentira que un objeto tan pequeño diga o desmienta tanto: anillo que no ves, corazón que no siente. Parece mentira que el simple gesto de esconderlo anule de un plumazo la noción del compromiso y te permita, aquí el ejemplo, inventar otras vidas.

Por cierto, se me olvidaba. Justo antes de bajarse del taxi saqué de la guantera un caramelo de menta, le tendí el caramelo y le dije:

-El aliento, cuidado.

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Aquí el audio del post en mi sección del programa Hablar por Hablar de la Cadena SER.

 

Ojos color aceituna

Tomó mi taxi y al instante sus ojos aparecieron perfectamente encuadrados en mi espejo retrovisor. Eran unos ojos verde aceituna, brillantes como aceitunas, blandos como aceitunas sin hueso, salados por su barniz lacrimal como aceitunas sin hueso rellenas de anchoa. Me entró hambre, claro, y en un lapsus alcé mis dedos hacia el espejo retrovisor para tomar uno de esos ojos (su aceituna izquierda, para más señas). Aunque era un ojo reflejado conseguí sacarlo del espejo, de sus dos dimensiones a una perfecta y redonda tercera dimensión. Después me lo metí en la boca. Me dio miedo masticar su ojo sabor aceituna sin hueso rellena de anchoa, así que lo tragué tal cual.    

La mujer quedó tuerta. Sin embargo, con voz calmada, me dijo:

-¿Me lleva al oftalmólogo más cercano, por favor?

Accioné el taxímetro y comencé a conducir con un ojo suyo en mi estómago. Por supuesto me sentí observado por dentro, pero la suya era una mirada cálida, de sosiego, que a su vez alternaba con su otro ojo aún encajado en la cuenca de su rostro. También debió de ser extraño para ella aquella visión dual, obtener a la vez dos imágenes: ver el taxi y la calle con un ojo y, con el otro, mis adentros.

Y así continuamos, los dos en silencio. Yo notaba un leve cosquilleo en el estómago: sin duda, mis jugos gástricos habían comenzado a actuar, desintegrando el ojo de ella, disociando las proteínas de su mirada hasta filtrarse a mi torrente sanguíneo. Poco a poco noté cómo su vista comenzaba a fluir por mis venas, poblando su campo de visión a lo largo y ancho de mi mismo cuerpo.

Comencé a sentir un fuerte tirón en mi brazo izquierdo. Identifiqué el dolor en seguida: era un amago de un infarto. Tal vez el ojo, infiltrado en mi sangre, en su intento por acceder al corazón,  me estuviera provocado un trombo. Por suerte conseguí frenar el taxi en seco. Luego se nubló todo. Perdí la conciencia.

Desperté en el suelo, sobre el asfalto, con los labios de ella encajados en los míos soplando mi boca y mirándome a su vez con su único ojo. Estaba intentando reanimarme. Yo comencé a toser y en esto escupí su otro ojo, que acabó rodando hasta caer y desaparecer por una alcantarilla. Y entonces nos miramos de nuevo.

-Lo siento- le dije.

-Te quiero- me dijo.

El beso del ahorcado

No te acerques a un taxista frágil. Me duele la luz de los semáforos y contigo estoy tan mal como sin mí.  No te fíes de un ni libre ni ocupado, del que besa como besan los ahorcados, de un bufón en la cola del INEM. Dame tiempo. Sólo busco subtitular mis sueños, retractilar mis penas y venderlas por entregas al peor postor. Sabes bien que caminar como un cangrejo me ayuda a tomar distancia. Lo malo es el retroceso. 

Ya me conoces: soy el típico taxista suicida que nunca olvida ponerse el cinturón. Y lo que aún no sabes: Finjo orgasmos con muñecas hinchables, colecciono parches y disecciono cadáveres de dudas bañadas en formol. Pero yo, amor, no me conozco tanto. La máscara es reverso del espejo del alma. Invento piedras para tropezar y romperme el cráneo. Y luego lloro como un huérfano en una piscina de bolas.

Es la hora de los muertos de miedo:

No te acerques a mí, pero duerme conmigo.

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El laberinto de los sentidos

La sordomuda me tendió un papel con su destino escrito: Calle Hilarión Eslava, número 13. Accioné el taxímetro y nada más iniciar la marcha ella se giró hacia su acompañante y comenzaron los dos a conversar en silencio.

Primero él escuchaba con los ojos mientras ella le hablaba con las manos. Luego él contestó, también con las manos, pero entonces ella le interrumpió y antepuso las suyas a las manos de él y comenzó a moverlas por encima en una suerte de batalla dialéctica sorda pero de lo más visual: si el nivel de las manos de cada uno correspondía al volumen de su voz, ella ahora gritaba más alto.

Al verse silenciado, el chico atrapó con sus manos las manos de ella, como tratando de amordazar sus palabras. Aunque, si tenemos en cuenta que los sordomudos hablan con las manos (y que, por consiguiente, sus manos son su boca), también podría tratarse de un beso apasionado y a traición. Un beso sin lengua, o tal vez con veinte lenguas (o veinte dientes), según se mire. 

(En cualquier caso, aquella imagen me excitó.)

Luego él apartó sus manos y le dio un manotazo a ella en el cuello.

–  Tremendo beso en el cuello – me dije con los ojos clavados en el espejo.

Después del manotazo, o del beso brusco, ella cruzó los brazos y se giró hacia su ventanilla. Él se acercó, meloso, a ella y le acarició la mejilla. Entonces ella se giró y le besó esta vez en los labios, juntando a su vez sus manos con las de él. Y entre medias de esta orgía de sentidos (para mis ojos) comenzó a sonar por la radio del taxi Love is Blindness, de U2.

Parpadeé un segundo y, durante esa misma fracción, la música se silenció. Volví a parpadear y la música volvió a entrecortarse, como si mis ojos se hubieran convertido en mis oídos (y mis párpados en sendos tapones).

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Nota: Con la siguiente canción mis sentidos volvieron a recuperar su compostura. Minutos después llegamos al portal de marras, detuve el taxímetro y ella me tendió un billete de 10€. Al tomarlo rocé las yemas de sus dedos, o de sus labios, y ella se ruborizó y yo volví a excitarme. Pensé que me besaba a cambio de dinero. En fin…

Una buhardilla con vistas

Cinco días después de aquel flechazo casual en mi taxi, cuatro días después de aquel primer beso, Paula me invitó a cenar en su casa.

A las 21.53 toqué su timbre. Al otro lado de la puerta escuché ladridos y la voz de Paula gritando: «¡Calla, Sauron! ¡A la cocina!». Luego abrió y se acercó para darme un beso. Llevaba unas botas Camper, un kimono rojo hasta los tobillos y dos coletas.  

– No sabía que tuvieras perro – dije, asustado.

– Na. Era broma. Sólo quería ver qué cara ponías.

– Ahhh. Mmmm… Pues… Ladras… muy… bien.

– ¡Gracias! Anda, pasa.     

Entré en un salón abuhardillado. Lo primero que llamó mi atención fue su telescopio, dispuesto sobre un trípode y enfocado en dirección a una enorme foto de la luna colgada en la pared. Me acerqué a la lente y a través de ella vi la ampliación de un cráter sumamente pixelado.  

– Todo es mentira – me dijo. – ¿Una copa de vino?

– Vale. ¿Y esa flecha? – pregunté refiriéndome a una flecha blanca en diagonal pegada en el centro de la ventana.

– Es el puntero de Windows. Cada vez que el sol coincide justo detrás del puntero, clicko, y se abre una ventana nueva.

Había libros por todas partes, incluso en los lugares más insospechados. Ayudando a Paula en la cocina encontré la Biblia y el Corán dentro del horno. En la nevera, Las Edades de Lulú, La Flaqueza del Bolchevique y Lolita (metidos, los tres, en un tupper). Más tarde, en el cuarto de baño, me topé con decenas de volúmenes (Moby Dick, El Lobo de Mar, Veinte mil leguas de viaje submarino, entre otros) apilados en el bidé.  

La cisterna del retrete no tenía tapa. Me asomé. Lo que vi en su interior me dejó atónito. Era un pato de goma flotando en la superficie. Tiré de la cadena y entonces el pato comenzó a descender con el agua hasta quedarse varado al fondo de la cisterna. Luego volvió a salir agua y el pato ascendió hasta alcanzar su nivel inicial. Ahí lo grité por primera vez:

– ¡Te quiero!

– ¿Cómo? – gritó ella desde la cocina.

Entró en el baño y me encontró con los ojos clavados en el pato, tirando una y otra vez de la cadena.

– Que… te… quie… ro.

– ¿Mi pato? Es el Príncipe de las Mareas.

Esa noche comí sushi en su vientre (y ella sashimi en mi boca), bailamos compartiendo, en orejas opuestas, dos pequeños auriculares enganchados a su iPod («así es más romántico», me dijo), jugamos a adivinar los lunares del otro y acabamos haciendo el amor sobre un mar de cojines. 

Varios orgasmos después, compartiendo un último cigarro, me dio por preguntar:

– ¿Por qué yo?

– Antes de conocerte me dejaba medio sueldo en taxis.

Dicho esto me dio la espalda, apagué el cigarro y dormí como un koala en un zoo para ciegos.