No, no mires. O mira, pero no sientas. O siente, pero no sucumbas. No. Mejor no mires. No mires ni digas nada, que te conozco. Concéntrate en el tráfico. Conduce. Cíñete a eso. Y evita el espejo retrovisor. Usa los espejos laterales pero no el de dentro. Sobre todo, no te cruces con sus ojos, que te pierdes.
Venga, va. Sólo un momento. Un último vistazo y ya: Mirada límpida, joder. Y esa cara hinchada que es de helio. Y mira qué cejas, qué pómulos, qué labios. Y ese lunar bajo el labio como un punto y final de sus besoSTOP. Conduce, coño. Céntrate. No mires. Amordaza a Cupido. Son las normas: jamás te enamores de una embarazada.
¿De cuánto estará? ¿de siete, ocho meses? ¿Y quién será él? ¿se puede odiar a quien no conoces? Imagina la escena: acariciar su vientre, sentir las pataditas en tus manos, hacer el amor con alguien cuyo interior es de otro. Imagina. Besar unos pechos que serán el alimento de algo ajeno. Eyacular dentro de ella. Intentar dormir abrazado a ella pero llorando. Imagina la escena.
Asistir al parto. Tomar al bebé entre tus manos. Sentir entre tus manos un calor extranjero. Imagina la escena.
Luego estás tú: ¿por qué tuviste que fijarte en una embarazada? ¿qué razón oculta te atrajo de ella? Piensa en ello: todo se rige por conexiones internas, asociaciones inconscientes de ideas. Tal vez un complejo de Edipo mal resuelto, el delirio de sentirte hijo y padre al mismo tiempo (pero no un padre real, sino inventado). O tener hijos sin tenerlos. Seguir las tradiciones en la sombra, fingir destellos de responsabilidad. O enseñarle el dedo a Freud, sólo eso.
No mires a través del espejo. Déjala en su destino, que te pague la carrera y se baje de tu taxi. Pero apunta su dirección por si acaso. Nunca se sabe.