Reina el pánico en un café de Sídney —la vida de decenas de rehenes penden del criterio loco de un presunto yihadista armado hasta los dientes— y paralelamente a esto, un puñado de oportunistas 2.0 se aproximan al lugar con la sola intención de hacerse selfies y colgarlos en la red. Un cristal separa el terror de la guasa: los unos, con las manos en la nuca presas del pánico y los otros, mientras tanto, al otro lado del escaparate, poniendo morritos en pose sexy delante del ojo de su smartphone. Es la rara distancia abisal del nuevo siglo, la estrecha línea que separa la ficción tecnológica del realismo en alta definición. Las sensaciones han mutado en píxeles sedados por el colapso de miles de frames por segundo. Cierto es que todos hemos visto y criticado alguna vez la crueldad medieval que se gasta el ala irracional del islamismo; pero acá, en la cultura occidental supuestamente culta y abierta, cuesta pensar que seamos mejores.
Un primer mundo capaz de llorar con la ficción de un anuncio de lotería de Navidad mientras se muestra indiferente ante las más crueles imágenes del telediario. Un primer mundo que frena su coche para observar mejor el accidente múltiple que acaba de producirse, y sin embargo sin tiempo para pensar en la frugalidad de la vida, o que el próximo puré de cadáver podrías ser tú. Un primer mundo de vuelta de todo que busca adrede vídeos de de gatitos para demostrarse que es posible gestionar cada dosis de ternura y por tanto no creernos monstruos deshumanizados. Aunque lo somos. Poco a poco la cultura del consumo masivo nos está devorando el juicio como un virus letal, silencioso, invisible. Pero sobre todo, irreversible. Como ejemplo, lo de Uber, que ante la creciente demanda por acercarse a ver in situ el secuestro de Sídney, es decir, al olor del negocio de la sangre, aprovecharon para cuadruplicar sus tarifas.