Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Contenedores de rabia

Si hubiera un artilugio capaz de acumular y transformar en energía la creciente indignación de los usuarios de mi taxi, algo así como un sensor pegado a la vena del cuello del usuario y unido por cables a un transformador rabia/voltios conectada, a su vez, al motor del coche, me ahorraría un pasta en gasoil (con el consiguiente beneficio medioambiental). Y tal vez sobraría también para iluminar mi casa. Es posible que el invento ya pudiera estar funcionando de no ser por los brutales recortes en I+D. O tal vez por eso decidieron aplicar la tijera precisamente ahí, presionados también por el lobby energético: para evitar que alguien inventara algo capaz de sacarle partido a la rabia. ¿Te imaginas? Un mecagoensuputamadre muy fuerte podría equivaler al gasto energético de una bombilla LED durante una hora. Un pandachorizos, calentar la sopa en el microondas.

En mi taxi he visto venas hinchadas como un boli de ocho colores. En algunos casos he llegado a taparme la cara con el brazo, en instintiva pose, por miedo a que pudiera explotar en cualquier momento. Ayer un usuario incluso tuvo que tirar de Ventolín. Tuve que parar el taxi y bajar las ventanillas. El día no fue para menos: Los 22 millones que Bárcenas se llevó a Suiza, los 11 años de cárcel para una exconsejera de Camps, el ático de lujo de Ignacio González, el indulto a un conductor kamikaze y su presunta relación con el hijo del Ministro de Justicia, los cochazos de Oriol Pujoy…, y todo esto en menos de 24 horas.

Entiendo que expresar la rabia en un taxi libere. Sin embargo, como digo, aún no se ha inventado ningún aparato que transforme esa rabia en algo productivo.

Así que menos ladrar y más morder.

Las heridas del boli Bic

En la parada de taxis de General Perón paro el motor, subo las ventanillas, apago «No Surprises» de Radiohead y saco mi taxi-libre-ta de la guantera con la intención de escribir algo, lo que sea.

Pasa el tiempo, invierto los ojos, pero nada. No me sale nada.

– Blanco. Estoy en blanco. Nunca antes me había pasado – me digo acercándome la punta del boli Bic negro a los ojos, como si la culpa fuera suya.

Pero el boli escribe perfectamente. Un par de garabatos sobre el papel lo atestiguan. No puede ser culpa suya. Juan Francisco Casas dibuja auténticas obras maestras (la imagen de arriba, por ejemplo) con un simple y llano boli Bic.

Entonces me viene a la mente aquel discurso que dio Juan José Millás al recibir el premio Cerecero de periodismo, cuando comparó el bisturí eléctrico que inventó su padre (que «cauterizaba la herida en el momento mismo de producirla») con el arte de escribir:

«Cuando escribo a mano, me parezco un poco a mi padre en el acto de probar aquel bisturí eléctrico. De hecho, suelo trabajar con un Bic negro, punta fina, cuya bola abre en la superficie de la página pequeñas llagas con las formas del alfabeto. (…). Sueño con una escritura que me hiera y me cure al mismo tiempo.».

Como Millás pienso que la escritura te hiere y te cura al mismo tiempo. Pero, en casos de sequía creativa como este, si no hay herida que curar, ¿qué me queda? ¿qué me pasa? ¿habré muerto desangrado?

Cierro el cuaderno, arranco y me salgo de la fila de taxis buscando una autopista que me saque de Madrid.

Dos horas después me detengo en un pueblecito a escasos 20 Kms de Burgos. He pillado una habitación en un hotelucho de mierda. Me quedaré aquí hasta que me salga algo. Lo que sea. Por mis santos coágulos.

¿Volveré a escribir el lunes?

Ultraviolencia

Acabo de atropellar (sin querer) a otra paloma. Y van tres. Me enteré porque se activó el control de tracción de mi taxi. Ese puto testigo sólo se enciende cuando atropello palomas. Nunca se enciende con los baches, ni con los bordillos, ni con los pies de los Agentes de Movilidad. Sólo con las palomas.

A través del espejo sigo con la mirada su cuerpo tendido sobre el asfalto: Ni siquiera ha muerto con las alas abiertas, como mueren los hombres. Tampoco hay rastro de sangre. Las palomas no tienen sangre, sino maíz.

– ¿Símbolo de la paz? ¿Una rata con alas? Ahora lo entiendo todo… – digo en alto sin que nadie me escuche.

Ahora alguien acaba de tirar una colilla, también sin querer, sobre el cadáver de la paloma. En las grandes ciudades se hace todo sin querer. Se mata sin querer, se ama sin querer y se vive sin querer.

– Nos acojona ser habitantes. Nos relaja ser víctimas – digo en alto sin que nadie me escuche.

Cuando matas a una paloma, aunque sea sin querer y sólo se trate de una puta rata con alas, no puedes evitar sentirte sucio. Te sientes malo. Y no hay esponja que te limpie ni cura que te salve. Llevas la marca del díscolo en la frente y la gente lo nota: Los hombres te miran raro y las mujeres agarran su bolso. Todos desconfían de ti y eso te hace desconfiar de todos y de ti también. Pones cara de bueno pero al estornudar, también sin querer, escupes una pluma de paloma que te delata. Y de ese bucle es muy difícil escapar.

– Por eso las cárceles están llenas. Empezaron todos a delinquir cuando se encendió el testigo del control de tracción de su coche. Aunque fuera robado – digo en alto sin que nadie me escuche.

El milagro de la personalidad

Buscando respuestas me acordé de un pasaje del Trópico de Cáncer de Henry Miller que hace años me mantuvo obsesionado. Buscando reacciones, fotocopié el fragmento del libro en cuestión y dejé la fotocopia sobre el asiento trasero de mi taxi. La curiosidad del usuario hizo el resto:

Lo leyeron cinco usuarios (de nueve). Tres arquearon las cejas en el transcurso de su lectura y luego lo dejaron en el mismo sitio, pensativos pero sin decir nada.

El cuarto, después de leerlo detenidamente, soltó:

– Demasiado profundo para un atasco. Da qué pensar. No sé el qué, pero da qué pensar. ¿De quién es?

– De Henry Miller – dije.

– Ese era un borracho y un putero, ¿verdad?

Y la quinta me dijo:

– ¿Me puedo llevar la hoja? Me gustaría enseñársela a mi ex. Cuando nos conocimos me escribía muchas cartas. Se creía bueno escribiendo. Bueno de verdad. Pero a mí su estilo siempre me resultó… ¿cómo decirte…? ¿Hortera? ¿Baboso? ¿Naïf? A ver si con esto capta la indirecta.

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Aquí el texto en cuestión. Aquí una patada literaria en los huevos del alma:

«Si de vez en cuando encontramos páginas que explotan, páginas que hieren y estigmatizan, que arrancan gemidos y lágrimas y maldiciones, sabed que proceden de un hombre arrinconado, un hombre al que las únicas defensas que le quedan son sus palabras y sus palabras son siempre más resistentes que el peso yacente y aplastante del mundo, más resistentes que todos los potros y ruedas de tormento que los cobardes inventan para machacar el milagro de la personalidad. Si algún hombre se atreviera alguna vez a expresar todo lo que lleva en el corazón, a consignar lo que es realmente experiencia, lo que es verdaderamente su verdad, creo que entonces el mundo se haría añicos, que volaría en pedazos, y ningún dios, ningún accidente, ninguna voluntad podría volver a juntar los trozos, los átomos, los elementos indestructibles que han intervenido en la construcción del mundo.»

-Henry Miller-

Valió la pena

Beatriz ya lleva una semana en mi casa, en mi cama y en mi cabeza. El lunes llegó parte de su equipaje, por SEUR, desde Alicante. El martes se puso a buscar trabajo de camarera y ese mismo día lo encontró: el miércoles ya estaba sirviendo copas en un garito pijo del Barrio de Salamanca (de miércoles a domingo, de 21 a 3 y media de la madrugada, por 1.400 al mes). Las chicas guapas a rabiar y con don de gentes encuentran trabajo en seguida. ¿Injusto? ¿Discriminatorio? No entraré a valorar esto. Hoy no.

El caso es que me encuentro extrañamente feliz. Beatriz no tiene a nadie excepto a mí. Ha decidido empezar de cero y a mi lado, los dos solos y en nuestro particular microcosmos. Parece volcada en su nueva vida, radiante como una adolescente con tetas nuevas. Poco importa que ahora me vea obligado a cambiar mis horarios: Nos despertamos juntos (tarde), comemos juntos y luego saco mi taxi (con ella a mi lado) hasta que llegan las nueve. Entonces la dejo en su curro y me pongo a escribir hasta su hora de cierre. La recojo, volvemos a casa, hablamos de la parte del día que no hemos vivido juntos, cenamos besos y luego hacemos el amor (en Alicante simplemente follábamos) hasta que cualquiera de los dos cae rendido sobre el regazo del otro.

Ayer me llamó a media noche y me pidió que me pasara por su garito a tomar algo, «como en los viejos tiempos». Al llegar me tenía preparada una sorpresa: Le pidió al Dj un tema, salió de la barra y entonces comenzó a a bailarlo ante mí y sólo para mí. El resto de los parroquianos se quedaron mirando la escena con ojos de babosos degollados. En su primer día de trabajo (y entre yupies engominados de ego proporcional a su VISA ORO) Beatriz había decidido marcar su propio territorio.

Era un tema de salsa que cantó y bailó sin despegar ni por un momento sus ojos de los míos. Se acercaba y se alejaba, moviendo las caderas y los labios (borrachos de dulce saliva) sólo para mí, acercándose a mi oreja en cada estrofa clave:

«Te veo y me convenzo que tenías que llegar, después de la tormenta aquí en tu pecho puedo anclar. Y ser más yo, de nuevo yo, y por bandera mi ilusión. Y mira si te quiero que por amor me entrego. Que vivan los momentos en tu boca y en tu cuerpo…»

Y yo, por primera vez en mi vida, me sentí koala en un bosque llenito de eucaliptus.

Paraísos artificiales

Gelocatil para el dolor de cabeza. Orfidal para los atascos. Prozac cuando no hay trabajo. Redbull para el sueño. Viagra para vasodilatar los tiempos de crisis…

Xanax, Risperdal, Trankimazin, Seroxat, Lexatin, visto queda: No hace falta rozar la ilegalidad para andar todo el día colocado. Puedes incluso llevarlas en la guantera de tu taxi y a la vista de todos: No pasa nada. Serás un yonky socialmente aceptado, un adicto de salón, una víctima más del estrés urbano.

Sólo tienes que acudir a tu médico de cabecera, decirle que sufres de ansiedad, que te encuentras un tanto apagado y apático, y a vivir. Su receta será el billete que te lleve a tu propio paraíso artificial. Te sentirás bien siempre que quieras y tranquilo cuando lo necesites. Sin sentimiento de culpa: Cada viaje cuenta con el aval de un profesional de la medicina.

Y con el tiempo buscarás el atasco como excusa para meterte otra pasti redonda bajo la lengua. Buscarás problemas por doquier para justificar cada nueva ingesta de cápsulas blancas y rojas. Y a tu creciente adicción le llamarás supervivencia. Y sólo así te sentirás el hombre más feliz del mundo. De eso se trata, ¿no?

La encontré…

La encontré. Era ella, sin duda. Conducía un Peugeot 206 azul oscuro casi negro por Cea Bermudez. Era ella. Lo supe enseguida.

Me salté el semáforo de Hilarión Eslava y aceleré siguiendo su estela. Un par de maniobras prohibidas después (hice frenar a un Golf, y casi me choco con otro) conseguí ponerme a su lado. Más adelante, un destino disfrazado de semáforo en rojo nos detuvo a los dos.

Era ella. Tenía que serlo. Me lo dijo el obsceno ritmo de mi pulso y el triple nudo con tirabuzón en la boca de mi estómago. Abrí tanto los ojos que mis párpados bien podrían haberme cubierto el cráneo. Sin duda, era ella.

En lo que duró el semáforo no paré de observarla. Ella seguía absorta en su música, cantando algo que no pude ni supe adivinar. Sus labios parecían pinceles de Munch dibujando Gritos en el aire.

Sus ojos eran dunas caleidoscópicas en el desierto de su piel. Su flequillo, el telón de su mente blanca de tipp-ex. Sus hombros, mi hogar okupado.

Se abrió el semáforo y aceleró.

– Esto no puede quedar aquí – pensé.

Pisé el acelerador con la furia de un Ñu. Cien metros después conseguí embestirla por detrás con el morro de mi taxi: Su paragolpes se hizo trizas bajo mis ruedas. Entonces frenó (¿asustada?) y se bajó del coche muy pálida y temblando, como en mis sueños.

Bajándome del taxi me acerqué a ella y, guiado por el anverso un corazón pasado de vueltas, tomé su cara con las manos y la besé. Sus labios no supieron reaccionar:

Tiempo al tiempo.

Volví a mi taxi y ahí la dejé. Por el espejo pude ver cómo apuntaba con un boli mi matrícula (o el rótulo de ‘nilibreniocupado’) en su mano. Espero que su Compañía de Seguros se ponga en contacto conmigo lo antes posible.

O que me busque en Google y lea este post. La echo de menos.

Las niñas ya no quieren ser princesas

– Esta noche, a muerte – me dijo apenas un par de horas después del 2009.

En el bolsillo interior de su chaqueta (la misma que le había prestado su padre) llevaba cinco pastillas de éxtasis, un botecito de ketamina líquida y tres gramos de coca.

– Hay que empezar el año a saco – añadió.

Quería salir de casa en taxi y volver en ambulancia. Pasar de las pibas. Iniciar el año como si fuera el último. Llenar de barro sus huecos. Buscar trozos de cielo por doquier.

Esto me suena, pensé:

Las niñas ya no quieren ser princesas

y a los niños les da por perseguir

el mar dentro de un vaso de ginebra

No tenía más de veinte años y rastros de acné en la frente, quiero decir. Recuerdo que, con su edad, yo quería comerme el mundo (cuando el mundo no tenía forma de pastilla, y las piedras se podían comer).

Con su edad yo quería iniciar el año con buen pie, conocer a la mujer más bella del garito y enamorarme una y mil veces de ella, o de ellas, o de todas. Mirarla y que me mirara. Quería fantasear, eyacular y escribir los versos más tristes esta noche. Quería comprarme un libro de Henry Miller con mi paga semanal, y un disco de los Smiths con la siguiente. Quería llegar a casa cuanto antes para tumbarme en la cama, mirar al techo (haciendo censo de gotelé) mientras pensaba en los ojos y en las piernas interminables de la chica más guapa de aquel último garito. Quería ser taxista a tiempo parcial y escritor a jornada completa. Y al llegar a viejo conservar el mismo porte que Sean Connery y el coco de Saramago.

En esto, tras mi particular remake taxial, volví a mirar a aquel joven de ojos rojos y mandíbula desencajada y pensé:

– Joder cómo ha cambiado el cuento…

Análisis de Texto

Copio (en voz) y pego (en texto) la definición de ‘drogadicto’ según una usuaria mediana (que no Hobbit) de lóbulos perlados, abrigo en piel y bolso de mano Loewe durante el trayecto comprendido entre la T-4 de Barajas y un número cualquiera de la calle Velázquez:

«Los drogadictos, o al menos la mayoría de ellos, lo son por culpa de un curioso Complejo de Edipo: Cada jeringuilla representa la prolongación del pene de su padre con la que penetrar en su propia piel esa heroína que, evidentemente, es su madre»

Analicemos el Texto:

Cirugía urbana

Abriendo heridas, me paso el día abriendo heridas.

Abriendo la arteria aorta del Paseo de la Castellana, la vena cava de Gran Vía (directo a la yugular de Cibeles) o cada vaso capilar de doble sentido, sentido único o sin salida de este gran cuerpo de mujer encinta que es Madrid. Adentrándome en esos esfínteres iluminados que son sus túneles, o bordeando unos pezones que alguien dio en llamar Santiago Barnabeu y Vicente Calderón.

Mi taxi blanco (cual globo ocular) y rojo (de la sangre que salpica) es un bisturí que abre heridas y transporta virus, glóbulos, plasma o plaquetas de un lugar del cuerpo a otro:

Del pulmón del parque del Retiro a la vejiga urinaria del Canal de Isabel II. Del cerebro amnésico del Congreso de los Diputados al hígado cirrótico de cualquier oficina del INEM. Del corazón de Atocha (que bombea viajeros y se acelera de ansiedad en las horas punta), a las uñas sin queratina que es Coslada, o a los párpados entornados de Getafe.

Soy taxista porque necesito que la sangre fluya.

Soy taxista porque no soporto los coágulos.

…y me cago en los alcaldes vasoconstrictores.