Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La extraña vida de los Gómez-Parker (IX)

– EL TAXISTA GILIPOLLAS –

Cargué las maletas en mi taxi y después montaron Franco y Alba. No les vi siquiera despedirse de sus padres. Por el camino Alba me dijo que no sólo había discutido con ellos; también les había bloqueado las cuentas, despedido a las tres asistentas y cancelado el alquiler de la mansión. Y todo por culpa de la reacción de Helga cuando Alba les dijo que estaba embarazada de su hermanastro. Ahí supo que Helga nunca había querido a su padre, que sólo le importaba el dinero y que el hijo que esperaba de Franco sólo suponía para ella el aval perfecto para seguir viviendo del cuento durante el resto de su vida.

Por eso Alba le preguntó a su padre: «O Helga, o yo». Alba tenía previsto llevarle con ella y Franco a Nueva York, ciudad donde nunca le faltaría de nada. Sin embargo el señor Smith optó por Helga. Prefirió renunciar a su propia hija (y al dinero) y quedarse en Madrid con su esposa y empezar de cero. «Trabajaré en lo que sea para mantener a mi mujercita», añadió desafiante. Y ahí fue cuando la familia Gómez-Parker se rompió en dos.

Dejé a Alba y a Franco en el aeropuerto. Saqué las maletas y me despedí primero de Alba (con dos besos) y luego de Franco (le di un abrazo y él me correspondió con un besó en la boca; luego me tendió una flor de papel, como las que regalaba a su psiquiatra, su falso amor). 

Luego regresé de nuevo a la mansión con la intención de cobrar lo mío y despedirme. Desde el segundo o tercer trayecto (que me pagaron en el momento) acordé con Helga apuntar cada importe de taxímetro con la intención de cobrarlo todo junto al final de la semana. Según mis cálculos, Helga tendría que pagarme 857,35€.

Pero al llegar y tocar el timbre, no me abrió nadie. Llamé al móvil de Helga y una voz metálica me dijo que el número marcado no existía (supuse que estaría a nombre de Alba y lo habría dado también de baja).

A la tarde volví a pasarme por la casa y en una de las puertas vi colgado un cartel de SE VENDE O ALQUILA con un número de teléfono. En ese número (era una inmobiliaria) me dijeron que no podían facilitarme ningún dato de los anteriores inquilinos y que ahí ya no vivía nadie.

Y de ahí fui directo a la comisaría de Alcobendas. Les conté lo ocurrido y presenté una denuncia contra Helga por el impago de 857,35€ en servicios de taxi. Al comprobar los datos en el ordenador el policía me dijo:

-Disculpe, caballero. No existe nadie que atienda al nombre de Helga Gómez-Parker.

Claro, pensé. Y así quedó todo.

– FIN –

La extraña vida de los Gómez-Parker (VIII)

– EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE SKYPE –

No pude evitar sonreír cuando me enteré de quién era el padre del bebé que esperaba Alba. Fue la típica sonrisa que lanzas sin querer cuando todo te encaja de repente. Ahí comprendí que Franco, en realidad, no estaba enamorado de su psiquiatra, sino que fingía estarlo para desviar la atención y no levantar sospechas. Era consciente del revuelo que podría organizarse. Imagina que Helga y el señor Smith se enteran de que Franco mantiene desde hace años una relación con su propia hermanastra. Una hermanastra sin lazos sanguíneos, de acuerdo; pero hermanastra al fin y al cabo. 

En cualquier caso, su historia me resultó insólita teniendo en cuenta que Franco consiguió enamorar a Alba, su hermanastra, sin emitir ni una sola palabra (os recuerdo que Franco dejó de hablar hace cinco años), y a 6.000 kilómetros de distancia. Ella en Nueva York y él en Madrid. Cuando Helga me dijo que Franco enamoró a Alba a través de Skype (videoconferencias), conociendo como llegué a conocer la cautivadora personalidad de Franco, imaginé mil escenas: Franco acariciando en la pantalla los píxeles de Alba, o ampliando su boca a máxima resolución, o desplegando todo su ingenio para que ella alcanzara a entender y compartir sus sentimientos. Imaginé a Franco dibujando símbolos en la misma pantalla sobre la cara de Alba, dibujando rayos de sol en sus pestañas, o dunas prolongando la silueta de sus labios, bajo la palmera de su nariz, y direccionando después su webcam a la pantalla para que ella se viera a sí misma, como formando un bucle, según la ve él: un sol que lo ilumina todo sobre un oasis que es su rostro en el desierto de la distancia. Y mientras, ella hablándole. Hablando a la imagen y al silencio de Franco.

A partir de ese enamoramiento, Alba comenzó a viajar con más frecuencia a Madrid. Y con sus visitas a la residencia familiar comenzaron también los contactos carnales. Y en el último de esos contactos, Alba se quedó embarazada. Y nadie supo nada hasta ahora.

El caso es que la desdicha que advertí en Alba cuando fui a recogerla al aeropuerto no era tal, sino un miedo atroz a la reacción de sus respectivos padres. Pensaba que los perdería para siempre, y en cierto modo así fue. La familia Gómez-Parker se rompió en dos pedazos no por la mala reacción de sus padres al enterarse de la noticia, sino al contrario. Se rompió porque Helga, para sorpresa de todos, reaccionó demasiado bien.

Mañana os cuento el porqué.

(Continuará…)  

La extraña vida de los Gómez-Parker (VII)

– NADIE ES SU VERDADERO NOMBRE –

Fue lo primero que me contó Helga tras el bombazo de ayer: que Alba y Franco no eran hermanos, sino hermanastros. Franco, en realidad, era hijo de Helga y Alba la hija del señor Smith. Yo sabía que Helga siempre había sido una vividora cazafortunas. De hecho, llegó a reconocerme dos maridos anteriores al señor Smith: un empresario taurino del cual se separó apenas unos meses después de contraer matrimonio, y un excéntrico coleccionista inglés que falleció, según me dijo, «de un paro cardiaco mientras buceaba en las islas Fiyi». Del primer matrimonio apenas pudo sacar tajada (resultó no tener más que deudas), pero el segundo dejó a Helga una suculenta herencia y un hijo en común: Franco. Tras la muerte de su segundo marido, Helga, que no había trabajado en su vida ni pensaba hacerlo, invirtió casi toda la fortuna que le dejó con la intención de vivir de las rentas por una buena temporada. Invirtió en un producto que, según decían, ofrecía una altísima rentabilidad a corto plazo. Invirtió en sellos. En el Forum Filatélico, para más datos.

Por supuesto, se arruinó. Pero después de esto, lejos de venirse abajo y con un hijo a su cargo, Helga volvió a probar suerte. Y ojeando el Wall Street Journal leyó un artículo sobre una jovencísima economista española que empezaba a dar mucho que hablar entre los círculos financieros «por sus predicciones certeras en inversiones de deuda». Así fue como supo de Alba y así fue como también, con no demasiado esfuerzo, consiguió dar con su padre, el señor Smith, un tipo de aire bobalicón y además viudo, al cual fue fácil conquistar y enamorar.

Y así se conocieron y casaron Helga y el señor Smith. Y así se conocieron Alba y Franco.

Otra parte curiosa de esta historia se encuentra, precisamente, en los apellidos de ambos. Ni el señor Smith en realidad se apellida Smith, ni Helga se apellida Gómez-Parker. Lo de Smith se lo puso él mismo fascinado y abrumado por el éxito de su hija en Wall Street. Le daba vergüenza que Alma le presentara a sus inversores (en esas fiestas de gala donde a veces les invitaban) con su verdadero nombre: Bernardo Villaespesa (nombre imposible, por otra parte, de pronunciar en inglés). Sin embargo nunca llegó a dar con un nombre apropiado, por eso se quedó simplemente con «señor Smith», a secas. Pero más curioso es lo de Helga. En realidad Gómez era el apellido de su primer marido y Parker el apellido del segundo. Aquella forma de mantenerlos no era más que su particular (a la par que irónico) homenaje a los hombres que habían dejado huella en su vida (o en su cuenta corriente). De hecho, en la actualidad, su nombre completo es Helga Gómez-Parker-Smith («Villaespesa no, ni cracy», llegó a decirme).

Helga también me contó el embarazo de su hijastra Alba y por qué aquello cayó como un jarro de agua fría entre los Gómez-Parker. Pero es demasiado fuerte para un solo post. Mejor os lo cuento mañana.

(Continuará…)

La extraña vida de los Gómez-Parker (VI)

– EL SECRETO DE ALBA –

No te imaginas la rareza de aquel viaje, desde la residencia de los Gómez-Parker hasta el Asador Donostiarra, los cuatro miembros de la familia juntos, por primera vez, y en mi taxi. Franco a mi lado, con su mano sobre la mía en la palanca de cambios y la otra mano jugando a mover un volante imaginario, imitándome. De hecho, viéndole cómo me imitaba, me di cuenta de que yo frunzo mucho las cejas o que tiendo a morderme el labio inferior.

Y en las plazas traseras, el complaciente y sumiso señor Smith luciendo otra de sus habituales pajaritas, mirando por la ventanilla con cara de bobo; en el centro Alba, con los ojos todavía rojos (mirando al infinito de mi espejo retrovisor), y a su derecha, Helga Gómez-Parker, que no paró de hablar en todo el trayecto. Me hablaba a mí, de hecho. Al único que no era miembro de su familia.

-Hoy el cielo es blue, blue, pero con stupid clouds, Daniel. Cielo limpio or clouds, luz or blindness. Tú decides.   

En los últimos días, Helga y yo habíamos intimado bastante (o más bien era ella quien había intimado conmigo). Me contaba su vida y la vida del resto de su familia porque, en realidad, no tenía a nadie con quien hablar. Su marido era demasiado soso y complaciente, imposible hablar con él sin aburrirse, su hija Alba vivía casi todo el año en Nueva York y su hijo, directamente, no hablaba. Tampoco tenía relación con sus vecinos (en la Moraleja no hay más que enormes chalets incomunicados, y Helga detestaba los clubs sociales). Y digo que era ella quien había intimado conmigo porque apenas sabía nada de mí. Sólo hablaba de lo suyo: de su colección de vestidos, de las rarezas de su hijo y de los logros de su hija (nunca me habló de su marido). Pero aún me faltaba por conocer el motivo de la tristeza de Alba, y por sus caras cuando salieron del restaurante y volvieron a mi taxi, supe que en ese preciso intervalo ella les había contado el motivo de su desdicha. Y habría de ser un motivo que afectara al resto, pues ahora eran todos menos ella, Franco incluIdo, los que se mostraban claramente preocupados.  Alba, sin embargo, parecía aliviada. Sonriente incluso.  

Llegamos de nuevo a su casa y se bajaron todos excepto Alba, que me pidió acercarla al centro comercial La Moraleja Green: tenía antojo de helado. Me dijo esto mientras se recostaba en su asiento y se acariciaba satisfecha, con ambas manos, la ligera curva de su vientre. Una curva que me pasó inadvertida (y tal vez al resto también) por la ropa ancha que siempre lucía (jersÉis gruesos, abrigos holgados) y sin embargo ahora emergía satisfecha, ya sin miedo. Ahí descubrí que Alba estaba embarazada, que por primera vez no lo ocultaba y que aquel era, sin duda, el motivo de la reciente desdicha del resto de su familia.

(Continuará…)

La extraña vida de los Gómez-Parker (V)

– DISTORSIÓN – 

Helga me habló mucho de su hija Alba pero no de su rostro. Cuando te hablan de alguien a quien nunca has visto, no puedes evitar imaginar sus rasgos: su estatura, su cuerpo, su peinado, el color de sus ojos. Todos necesitamos ponerle cara al protagonista de cada relato, y esa cara suele volverse más nítida a medida que avanza la historia. Si te cuentan al detalle, por ejemplo, aquella vez que Alba se cortó el labio superior con un vaso roto, tú te imaginas unos labios carnosos, rosados, bien definidos. Nunca imaginas un rostro feo a no ser que el narrador te lo advierta. En este caso, en el caso de Alba, yo sabía muchos datos acerca de ella y en cierto modo me creé una imagen mental que retuve obcecado hasta el instante mismo de conocernos.

Yo sostenía un cartel con su nombre, Alba Gómez-Parker, en la puerta de salidas del aeropuerto. Yo era su chofer, el taxista de la familia, y por eso yo buscaba a Alba en cada rostro, los comparaba todos con mi imagen mental de ella, tal y como yo la imaginaba: labios carnosos con una graciosa cicatriz, ojos color miel, cabello ondulado.

Pero no conseguí distinguirla. Fue ella la que, gracias al cartel, se acercó a mí. Y el primer impacto fue un shock. Jamás la hubiera imaginado de ese modo: Alba venía llorando.

Las lágrimas lo distorsionan todo. Enrojecen la mirada, difuminan la línea de los ojos. Tensan los labios, las comisuras. En este caso las lágrimas hacían de Alba la sombra tierna y frágil de esa genio implacable de las finanzas que me había pintado su madre, una suerte de muñeco roto de sí misma. Días atrás, Helga me había contado que su hija Alba, en realidad, era el epicentro de la familia, la única fuente de ingresos de su fortuna millonaria, la gallina de los huevos de oro. A sus 32 años Alba era una de las más cotizadas agentes bursátiles de Wall Street. Algunas de las mayores fortunas del mundo confiaban su dinero en sus predicciones, hacía ganar millones a base de comprar y vender paquetes de acciones en el momento exacto. Tenía un don para las finanzas, y ese don costaba dinero. Mucho dinero. Tanto como para mantener su tren de vida en Nueva York (duplex en la Quinta Avenida, joyas y ropa de las mejores firmas) y también para mantener a su familia en una de las urbanizaciones más lujosas del país durante el resto de sus vidas.

Por eso me costaba entender que una auténtica depredadora como ella apareciera derrumbada en la terminal del aeropuerto, me tendiera su maleta sin saludarme siquiera, y caminara tras de mí como alma en pena hasta mi taxi, y de ahí viajáramos hasta la residencia de los Gómez-Parker, siempre llorando o sollozando o suspirando.

No me preguntes por qué.

(Continuará…)

La extraña vida de los Gómez-Parker (IV)

– EL AMOR EN SILENCIO –

Imagina que tomas la firme decisión de no volver a hablar durante el resto de tu vida. Imagina que vives en un entorno donde nunca te faltará de nada, que no trabajas ni tendrás nunca la necesidad de hacerlo. Imagina que llevas siete largos años sin hablar y que todo tu entorno ya se ha terminado acostumbrado. Todos saben que sólo empleas símbolos o expresiones artísticas como único nexo de unión con el mundo. Y quien se atreva a conocerte de cero, sabe que habrá de interpretar tus gestos, tus metáforas y sacar sus propias conclusiones. Imagina también que una madre preocupada por tus votos de silencio te lleva a un psiquiatra. Imagina que la psiquiatra en cuestión resulta ser la mujer más hermosa e interesante que has visto en tu vida. Imagina que acabas enamorándote de ella, que el amor que comienzas a sentir por ella es el único motivo que te lleva a seguir con tu terapia, que sólo te perfumas y te peinas para ella, tres veces por semana, lunes, miércoles y viernes y así a lo largo de más de cinco años. Imagina lo que tiene que ser darte cuenta de que tu decisión de no volver a hablar te llevó a ella. Imagina lo que es asociar el amor con el silencio.

Ese es Franco. El mismo al que me tocó llevar ayer a su cita con ese amor no correspondido: su psiquiatra. Y el mismo al que me tocará llevar también mañana. Franco es un chico de 25 años, alto y bien parecido: ojos azules, cabello claro y rizado y sonrisa perfecta. Cuando entró en mi taxi por primera vez (se montó delante, a mi lado) primero me tendió la mano y se quedó pendiente de mi mano. Luego alzó su vista y clavó sus ojos en los míos. Era una mirada sin miedo. La mirada más desprovista de miedo que he conocido nunca. Y sin apartar sus ojos, mientras aún me tenía cogida la mano, con la otra mano me enseñó un CD. Esto indicaba que quería que pusiera ese CD durante el trayecto. No hizo falta hablar para conocer sus intenciones. Como, si lo piensas, casi siempre. 

Era una ópera preciosa (no sé cuál; no soy ningún experto en la materia). Mientras, él lo miraba todo como con hambre: los edificios, los coches, la gente. En un momento del trayecto, hice un giro y obligué sin querer a frenar a otro coche. Pedí perdón con la mano (otro gesto sin palabras) pero el otro conductor aceleró y me pitó y comenzó a chillarme y a insultarme (gesticulaba con la boca: hablaba). Franco le miró con ojos de asombro y soltó una carcajada. Franco vivía en otro mundo. Un mundo más plácido que el de cualquiera.     

Cuando le dejé en la dirección de la consulta, sacó de su chaqueta una flor de papel, me miró de nuevo, me dio un beso en la mejilla (esto me dejó helado) y salió del taxi. Una hora después le recogí. Ya sin la flor.

 Luego le dejé en casa y ahí Helga me propuso otro trayecto. Su hija Alba regresaba a España, una semana antes de lo previsto, por una urgencia que no llegó a contarme. Tendría que ir a buscarla al aeropuerto con un cartel: Alba Gómez-Parker. El cuarto miembro que cerraba el círculo.

(Continuará…)

La extraña vida de los Gómez-Parker (III)

– FRANCO –

El 17 de abril de 2007 a las 19:35, fecha y hora exactas de su 18 cumpleaños, Franco dedició no volver a hablar durante el resto de su vida. Fue en ese día y a esa hora exactas cuando se subió a una silla en el jardín de su casa, y tras llamar la atención de todos los invitados a su fiesta, les dijo: «Gracias a todos por asistir a mi mayoría de edad. Disculpad, pero estoy cansado. Me marcho arriba». Dicho esto se bajó de silla, arrancó con la mano un puñado de césped y entró en la casa. Los asistentes interpretaron sus palabras de un modo literal (subiría a su cuarto a descansar tras un largo día de celebraciones), y su gesto de arrancar un puñado de cesped como metáfora (unos decían que quiso representar la niñez arrebatada de esa tierra que es la madre, y otros que tal vez pretendía guardar el cesped arrancado como recuerdo por su mayoría de edad).

Pero todos lo entendieron al revés. En realidad Franco usó la mancha verde que deja el césped para escribir con él, en una de las paredes de su cuarto, el siguiente escrito:

No hay palabra que defina lo que intento decir / Imperfectas / Limitadas / Las palabras

Al contrario, como digo, de lo que pensaron todos, la literalidad de Franco se encontraba en el césped y la metáfora en su discurso de despedida. Cuando dijo «Disculpad, pero estoy cansado», no se refería a aquel día de fiesta, sino al cansancio que le producían las mismas palabras, al sonido propio de cualquier palabra y a sus posibles nefastas consecuencias. Para Franco las palabras pueden esconder engaños, mentiras o interpretaciones erróneas por un simple motivo: quien las pronuncia nunca es el mismo que las escucha. Y cuando pronunció su última frase, «Me marcho arriba», tampoco se refería a su habitación de la segunda planta, sino a otro mundo o estado superior, aquel que decidió iniciar en ese mismo momento.

A partir de aquel día Franco sustituyó su voz por su propio lenguaje. Comenzó a llenar toda la casa de raras esculturas creadas por él (en su taller de la caseta, al fondo de la finca), así como de mensajes irónicos dirigidos, sobre todo, a su madre Helga. Por ejemplo, la enorme bandera de Cuba que cubría la piscina en invierno, confeccionada por él mismo a base de retales, le servía para contrarrestar su particular resentimiento hacia su madre por haberle bautizado con el nombre de Franco. O el tiovivo dispuesto en el jardín, con tantos caballitos como miembros tiene la familia Gómez-Parker, era su excusa para reunirlos y montarlos a todos cada domingo por la tarde, pero también era otra de sus irónicas metáforas: las familia empeñada en seguir las tradiciones, avanza en círculos para dirigirse a ninguna parte.

En ese punto, por cierto, supe que me faltaba un miembro de la familia Gómez-Parker por conocer: el tiovivo contaba con cuatro caballitos.

……………………………………………………………………………………………………

Nota: Fue Helga quien me contó todo esto aprovechando el trayecto en mi taxi a su clase de esgrima. Aquella tarde yo tendría que llevar por vez primera al famoso Franco a su cita con el psiquiatra. Me puso en precedentes para darme después una serie de exhaustivas recomendaciones para aquel trayecto. Él y yo solos. En mi taxi.

(Continuará…)

La extraña vida de los Gómez-Parker (II)

– VIAJE FUGAZ AL CASINO –

A las siete y media en punto pulsé el timbre en la residencia de los Gómez-Parker. Al instante salió la señora. Llevaba un vestido largo con «El Grito» de Munch estampado a base de lentejuelas. Me sonrió, me pellizcó la mejilla y subió al taxi. Luego apareció quien supuse sería su marido. Era un hombre de unos cincuenta años, no muy alto y gordito. Su bigote y su pajarita torcida, de lunares, le daban un aspecto ridículo. Me acerqué a él y le di la mano:

-Señor Gómez, supongo.

-No. Gómez-Parker es mi esposa. A mí me puedes llamar señor Smith, si no es molestia- me dijo con una voz fina, aguda, bastante acorde con su aspecto y en perfecto castellano (más que inglés parecía de Burgos). En ningún momento me miró a los ojos y, al tenderle mi mano, la suya me pareció de mantequilla.

Llamó mi atención que los apellidos de la familia, Gómez-Parker, correspondieran a la mujer: ella era Gómez y ella era Parker. Luego, ya en el taxi y de camino al Casino, comprendí que el señor Smith no sólo había perdido su apellido al casarse. Su comportamiento exageradamente sumiso a todo cuanto decía ella rozaba lo infantil.

-Cambiaré 5.000€  en fichas for me and 1.000 for you. No me pidas más, all right?

-Sí, Helga. Te lo prometo- decía él una y otra vez.

Ahí también supe que ella se llamaba Helga.

Cuando llegamos al Casino, Helga me pidió esperar un par de horas o tres «with the taxímetro en marcha, if you want» y bajarles de nuevo a casa. También me tendió un billete de 100€ en concepto de adelanto por los servicios prestados.

Marché a cenar a Torrelodones y apenas una hora después me llamó al móvil para que pasara a buscarles. Lo habían perdido todo mucho antes de lo previsto. Los 6.000 euros.

Ya en el camino de vuelta (el señor Smith no abrió la boca en todo el trayecto), Helma me propuso algo: ser el taxista particular de la familia al menos hasta que encontrar un nuevo chofer «para sus coches» (ninguno de los dos conducía). Mañana a mediodía tendría que llevar al señor Smith a Majadahonda, a sus clases de canto (¿?), esperarle y traerle de nuevo. Luego a ella, a su clase de esgrima.

Y por la tarde tendría que llevar a su hijo Franco a su cita con el psiquiatra.

Yo, por supuesto, acepté.

(Continuará…)

La extraña vida de los Gómez-Parker (I)

-¿Dónde maldiciones estar Germán? Su telephone tu-tu-tú all the time (…) ¿Despedido? Oh my god… (…) Well… Yo ahora en taxi. (…)  Wow, wow, wow, listen: forget that tema, forget Germán. Yo coger toro por cuernos. Estoy in ten minutes.- La mujer colgó y lanzó el móvil al interior de su bolso. Se hizo el silencio.

Subí la música con la intención de llenarlo. Por la radio sonaba un viejo tema de Roxy Music.

Viajábamos del aeropuerto a la urbanización «La Moraleja».  Era una mujer de aspecto extraño: alta, muy delgada, muy pintada, con un vestido rojo dos tallas más grande y gafas wayfarer. Desde mi asiento, a través del espejo, me resultó imposible determinar su edad: entre 50 mal llevados y 65 bien cuidados. Ahora había comenzado a tararear la canción de la radio. 

-Excuse me, joven- me dijo mirándome por primera vez a través del espejo. Bajé el volumen.

-Esta canción me trae good memories. Whatever… trabaja usted taxi tonight?

-Depende.

-Buen respuesta. Emm… Well. Hubo a problem with my chofer y yo tengo cita importante. I need a taxi. ¿Podría llevarme? Su música es bien y el olor del taxi es bien. Good vibrations, you know.

-¿A qué hora?

-Seven y media. From Moraleja to Casino de Torrelodones.

Acepté y además le tendí una tarjeta con mi número de teléfono. Ella me dictó el suyo. Lo copié en mi libreta de clientes.

Poco antes de llegar a su destino la mujer sacó del bolso un llavero con un mando a distancia. 

-Es la finca del final de esta calle. Si no le importa entrar inside y dejarme en la puerta de la casa…

Accionó el mando y se abrieron dos enormes puertas metálicas. Tras pasar la entrada accedimos a un camino custodiado por una serie de boyas de barco (con ojos y boca dibujados en cada una de ellas) ancladas al suelo. Dejamos a la derecha una enorme piscina vacía (cubierta por una lona que en realidad era una inmensa bandera de Cuba), a la izquierda un tiovivo de feria (con cuatro caballitos todos ellos pintados de rojo), hasta detenernos rodeando una pequeña rotonda con una fuente de piedra (de la que emanaba un líquido amarillo y flotaban letras negras, como una sopa). La casa en cuestión, de dos plantas con un balcón en el centro y varias cuerdas con nudos colgando, tendría unos cuarenta metros de fachada. Ahí, frente a la puerta de entrada, me mandó parar. La señora sacó una billetera de piel de cocodrilo, me pagó la carrera y se despidió de mí hasta las «seven y media» de esa misma tarde.

-Cuando llegue, llame al timbre, ring, ring. O´clock, please!

Al salir de aquella extraña propiedad me acerqué a su buzón. La plaquita rezaba: Familia Gómez-Parker.  

(Continuará…)