Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Lo fácil, lo difícil, lo imposible

FOTO: Thomas Leuthard

FOTO: Thomas Leuthard

Lo fácil, lo cómodo, es pensar que la vida es una mierda —y tú su víctima indefensa—, o que el conductor del Opel Corsa azul que acaba de meterse en tu carril obligándote a frenar y, por tanto, obligándote a salir de tu letargo, es lo que se dice un gilipollas. Lo fácil, lo cómodo, es bajar la ventanilla y llamarle subnormal en su conjunto; que por culpa de ese gesto exacto y desafortunado ha conseguido borrar de un plumazo todos sus logros, si acaso los tuvo, toda su historia. Lo cómodo es no imaginar que el conductor del Opel Corsa pudo ser el mismo que en su día investigara, tal vez, el remedio de esa rara enfermedad que salvó la vida de tu mejor amigo, o que aquel despiste casual de invadir tu carril —léase “tu” con soberbia posesiva— fuera consecuencia del cansancio por tener que cuidar día y noche a un padre senil en su lucha por no olvidar su nombre. Lo fácil, lo cómodo, es reducirle a la categoría de hijodeputa aunque su madre, no lo sabes, muriera al poco rato de parir, con ese hijodeputa entre sus brazos. Más exacto hubiera sido haberle dicho, qué sé yo, “No te prejuzgo; sólo acabas de equivocarte” pero lo fácil, lo cómodo es borrarle de un plumazo su verdad y ya de paso relevar toda la experiencia que le habita, sus cuarenta años de historia, a un subgrupo inferior al que crees que perteneces.

Lo fácil es creer que el mundo real gravita en torno a tus virtudes, y que todos los baches, las trabas, los despistes que te obligan a frenar o peor, a cambiar de rumbo, no son más que gérmenes molestos adheridos a esa mierda que es la vida. Lo difícil es abrir tu mente y hacerte cargo de ese bache, de esa traba, y escarbar en sus motivos. Lo difícil es tirar del hilo y concluir, que aquel del Opel Corsa azul o ese otro tipo que se queja y lo maldice todo desde el asiento trasero de tu taxi tal vez sólo tuvieron un mal día, y en el fondo, en el nudo inicial de esa madeja, están ahí sólo gracias al fruto de un amor sin concesiones; que nacieron y crecieron porque alguien quiso darles alimento y protección cuando aún no eran capaces de valerse por sí mismos, que alguien los cuidó o curó si bien cayeron enfermos, que alguien los ayudó a enfrentarse a la vida. Gracias, como digo, al amor. Lo difícil es, en fin, pensar, hacerse cargo, que el amor es y ha sido siempre el motor, el principio y el fin de todo.

Comprando followers en Twitter no conseguirás a la chica

Tienes cinco pares de New Balance, un iPhone 6 y vas al peluquero cada quince días, pero la chica a la que quieres no te quiere. Ascendiste en tu empresa al nivel nueve, ganas dos mil cien más tres pagas, compraste un nuevo equipo de snowboard, pero el novio melenudo de la chica a la que quieres cuelga selfies con ella desde su puto Nokia, y viste camisetas, por dios, del H&M. ¿Qué tendrá él que no tengas tú si tú la quieres más que él y podrías permitirte regalarle una Nespresso en navidad y una semana en Cancún por vuestro aniversario? Estudiaste al melenudo y vale, tiene 35.000 seguidores en twitter, pero en seguida compraste en una web varios miles de followers, te pusiste a su altura, y aunque tus tuits no sean, en fin, tan ingeniosos, e hicieras trampa, ahora sois igual de influencers. Y además, ¿quién es ella sino una simple archivera mileurista sin aspiraciones de futuro que viaja al curro en bus cuando a ti la empresa te paga los taxis de ida y de vuelta? Me lo estás contando a mí, tu taxista de vuelta, y no doy crédito. Y me alegra en cierto modo que esa chica no se deje regalar, o no parezca fácilmente impresionable, o le importe un carajo tu colección de corbatas.

«Con él se ríe», me dices ofendidísimo. Y para compensar aquello compraste dos entradas para «El Club de la Comedia», puto bruto, y así no. Hacer reír no es comprar su risa, al igual que provocar el llanto no es comprar un frasco de lágrimas artificiales. O te sale natural, o no es posible. Habrá chicas para ti, de eso no hay duda, pero ella, la archivera, no es tu chica. El tipo melenudo la merece más que tú.

Besos globalizados

Fotograma del film 'Vacaciones en Roma'

Fotograma del film ‘Vacaciones en Roma’

Viajas a Praga, viajas a Roma, viajas a Berlín y en las calles más céntricas, aquellas donde más se aglutina la gente, nos topamos con el mismo Zara, el mismo H&M, el mismo McDonalds. Ayer llegó un tipo de Melbourne, Australia, y al montar en mi taxi en el aeropuerto de Barajas lo primero que me dijo fue: «Llevo 24 horas volando, de un punto al otro del globo. ¿Te puedes creer que en Melbourne y en Madrid he comido el mismo BigMac? Yo le dije que en Francia el cuarto de libra con queso lo llamaban Royale con queso debido al sistema métrico y entonces pasamos a hablar de Pulp Fiction y de cine en general. Esa es otra, me dijo, las pelis. Aprendimos a besar como besan en Hollywood; también hemos globalizado los besos.

Llegamos a Gran Vía y los cines, los pequeños comercios, los cafés de antaño, ahora eran Nike Store, Fnac, Starbucks. Vestimos igual que visten en Escocia. Lo de las faldas quedó en algo folclórico, como los trajes regionales. Hay Google en Lisboa, Google en Sao Paulo, Google en Chechenia. Triunfan los mismos libros en cualquier parte del globo. Todo el mundo sabe quiénes son los Rolling Stones, o el puto Justin Bieber. Todos han bailado el Gangnam Style. ¿Qué somos ahora sino una masa informe y diluida? ¿Dónde quedó la identidad? ¿Cómo eran antes los besos en Burgos, o en Soria, o en Pekín?

Desastre

He implosionado en cierto modo y ahora me encuentro sentado en el suelo de una casa cuyo dueño no conozco, con música chill out y gente charlando y bebiendo y fumando cosas raras. No recuerdo bien cómo he llegado hasta aquí, ni dónde he dejado mi taxi o si vine en mi taxi o tal vez andando o en nave nodriza. Sólo sé que acabo de encontrar un MacBook Air en el cuarto de baño de esta casa, escondido detrás de un muro de rollos de papel higiénico y he decidido llevármelo al salón y escribir con él no sólo por actualizar el blog, sino para ordenarme un poco. La parte mala es que tengo esposa y una hija reciente esperándome en casa. Supongo que mi mujer ahora se estará preguntando qué cojones ando haciendo, dónde estoy y por qué llevo unas horas (tal vez un día) sin dar señales de vida. Mi hija, por suerte, aún no se entera de nada.

Al otro lado de la habitación, justo en frente de mí, hay una pareja besándose. Ella está en el suelo, apoyada en la pared, y él sentado a horcajadas sobre ella. La chica me observa mientras besa al chico. Me observa teclear mientras besa a otro. Yo sólo escribo: no hago nada malo más que escribir, estoy pensando. Solamente implosioné por un rato, no sé. Son muchas cosas. Demasiadas sensaciones nuevas que no he sido capaz de gestionar en su justo momento. Colapso, supongo. Me vino grande la vida, supongo. Compré el traje de mi nueva vida sin saberme mi talla y ni probármelo siquiera. Llegué a la tienda de las vidas nuevas y dije: ¡ese! Y ahora resulta que me queda grande. El traje, digo. Y el caso es que no encuentro el ticket de compra. Pero ya lo encontraré (si es que no me lo he fumado todavía). O mejor: iré a un sastre. Sí, eso. Pasearé orgulloso con mi mujer, y mi hija, y mi traje de sastre.

Sólo espero que mi mujer lea esto antes de que yo llegue a casa. Cuando sea que llegue.

Vivir en un perpetuo ensimismamiento

FOTO: Gabriel Flores Romero

FOTO: Gabriel Flores Romero

Estoy en el semáforo que une Serrano y Juan Bravo, justo donde comienza una hilera de luces de navidad con forma de escobas torcidas —o tal vez racimos de penes escuálidos— cuando de repente me percato de la usuaria que llevo detrás de mí, ocupando la franja derecha de mi espejo retrovisor, y no recuerdo bien en qué momento y lugar subió en mi taxi —y lo que es peor: no recuerdo qué destino me dijo—, pero finjo sabelo y al abrirse el semáforo acelero y continúo calle abajo. Me sucede cada vez con más frecuencia: tal es a veces mi grado de ensimismamiento que olvido que soy taxista y, o bien me paso de largo clientes, o bien me paso de largo destinos, o les llevo sin querer al destino al que me apetecería ir a mí. Lo más normal es que se enfaden, aunque cierto es que en sólo una ocasión una chica se dejó llevar después de percatarse de que pasábamos de largo su destino. Acabé llevándola a Lavapiés, a las puertas de un café-librería.

—¿Por qué me has traído aquí? —me preguntó la chica una vez detuve el taxímetro.

—Joder, perdona. Se me fue la pinza –dije pecatándome del fallo.

—¿Y ahora?

—¿Un café?

—Ni hablar. Yo soy más de cerveza.

Acabamos entrando en la librería y para enmendar mi culpa le regalé mi libro. En realidad lo robé de un estante y se lo metí en el bolso sin que el dueño se diera cuenta. Me daba tanta vergüenza comprar mi propio libro que al final se me ocurrió robarlo. Desde aquel momento dejé de tener una opinión formada y firme de la piratería.

¿De qué estaba hablando? Ah, sí. La usuaria. La de ahora. ¿A dónde irá? A veces adivino el destino según el lenguaje gestual del usuario. Veamos: Piernas juntas pero no cruzadas, sendas manos agarrando el cierre de su bolso, mirada altiva, orejas con perlitas, maquillaje sencillo, leves briznas de perfume caro, abrigo fino con solapas. Tiene pinta de ir a El Corte Inglés.

De modo que detengo el taxi a las puertas del El Corte Inglés de Serrano. Aprieto los dientes.

La mujer abre su bolso y me tiende un billete de 10€.

Et voilà!

Escritor no es el que escribe

FOTO: Eneas

FOTO: Eneas

Escritor no es simplemente alguien que escribe. Ni de lejos. Porque todos escribimos. De hecho, ahora escribimos (y leemos) más que nunca, o al menos contamos con más herramientas que nunca para escribir: Facebook, Twitter, chats para follar encontrar el amor de tu vida, Whatsapp… Antes nos pensábamos muy mucho cada SMS (a 0,15 céntimos) y ahora ya lo ves, comentamos desde lo poco que nos gustan los lunes, hasta la última ocurrencia de Toni Cantó. Opinamos por escrito acerca de todo, pero no por eso somos escritores.

Ser escritor es, en fin, otra cosa. Y no hablo de extensión (los tuiteros más prolijos escriben el equivalente en caracteres a varias novelas); hablo de sentir, de sufrir cada palabra. Hablo de crear. Hablo de experimentar con el lenguaje. Hablo de sorprenderte a ti mismo escarbando dentro y a tientas. Hablo de mimar lo que escribes como si fuera un hijo. Hablo de darle un sentido global e intransferible a tu modo de construir frases. Hablo de la necesidad de escupir palabras y después limarlas para que encajen. Hablo de buscar intenciones, de agredir conciencias y despertar instintos sin siquiera tocar al lector. Hablo de un amor más íntimo que cualquier amor carnal conocido. Hablo de amanecer pensando en esto y de comer pensando en esto. Hablo de no poder dormir pensando en esto. Hablo de sentirte el más infeliz de los hombres mientras buscas la palabra adecuada. Hablo de ser el hombre más feliz del mundo cuando la encuentras.

El taxista insomne

Dada mi nueva condición de amamantador consorte y cambiador en prácticas de pañales express, apenas duermo y cuando duermo, lo hago con un ojo abierto y el otro a medio fuelle (mi hija es tan pequeña y tan frágil que temo que se deshaga entre las sábanas, o que se disuelva en el agua templada de la bañera cual pastilla efervescente, o peor: que se retroabsorba por el sumidero de sus propios bostezos). De todos modos, y a pesar de lo que pueda parecer, dormir poco o casi nada tiene sus ventajas, sobre todo en lo referente a mi vida taxial: ahora, cuando los usuarios de mi taxi me hablan de sus cosas, los escucho y observo con cierta distancia, distorsionando incluso su voz y sus gestos (les veo a través del espejo y se me antojan besugos lanzando bocanadas fuera del agua, y sus palabras me entran por un oído y se me pegan al colchón del cerebro y ahí se quedan, latentes).

Ayer mismo, después de dormir apenas dos horas, montó en mi taxi una mujer muy nerviosa, ya que estaba a punto de examinarse del teórico de conducir. Y creo recordar que me pidió consejo.

—¿Recuerda usted su examen? ¿Cómo fue? ¿Algún consejo?

—¿Qué examen? —pregunté aturdido, a escasos centímetros del sueño.

—El de conducir.

—Ah. Ni idea.

—¿No se acuerda? ¿Entonces fue hace mucho, no?

—No recuerdo haberme examinado.

—¿Y su carné de conducir?

—¿Qué carné de conducir?

—¿CONDUCE UN TAXI Y NO TIENE CARNÉ?

—No. No sé.

Y en esto la mujer bajó su ventanilla, llamó a un par de policías en moto casualmente parados en nuestro mismo semáforo, les dijo que yo no tenía carné de conducir y claro, los polis me mandaron echar el taxi a un lado y me pidieron la documentación.

—¿Me enseña su carné de conducir?

Y víctima aún del aturdimiento le entregué mi tarjeta sanitaria, lo cual les llevó a llamar a una unidad de control de alcoholemia. Y cuando llegó el coche patrulla, di negativo, claro. Entonces les expliqué que llevaba ocho días (con sus noches) sin dormir, y además les adjunté una ristra de fotos de mi hija.

—Joder —dijo el poli más fornido de los dos. —¡Haber empezado por ahí! ¡Es preciosa! ¡Mira qué carita más linda, Héctor! —le dijo al otro poli que se acercó y soltó un prolongado “Oooohhh. ¡Pero qué cosita más preciosa”.

Y nos dejaron marchar. Y la usuaria, por culpa del contratiempo que ella misma había provocado, llegó tarde a su examen.

La relatividad tenía un precio

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Salí con mi taxi apenas dos días después de sacar al mundo a mi primera hija, y la primera carrera que hice ya con el carnet de padre fue llevar a una mujer que me contó, realmente preocupada, que apenas le daría tiempo a poner una lavadora de color antes de ir a pilates y claro, sopesando, pensé que lo mío era mucho más importante (joder, señora, que acabo de ser padre) pero no. Para ella era esencial poner esa lavadora con ropa de color justo antes de marcharse a pilates dado que, de no hacerlo en ese orden, tendría que posponer lo de la lavadora hasta después de su clase, es decir, pasadas las nueve y media. De modo que su única forma de cuadrar sus planes era esa: llegar en mi taxi a tiempo a casa, poner la lavadora, ir a pilates, y a la vuelta de pilates, tender la ropa y preparar la cena. Aquello le resultaba de vital importancia, y aunque al final conseguí decirle que acababa de ser padre (no puedo resistirme, se lo digo a todo el mundo) a ella le pareció bien, me dio la enhorabuena y todo eso, pero al instante volvió con lo de su prisa por llegar a casa y poner la lavadora de color. Entonces comprendí que tenía razón: lo suyo no era egoísmo exactamente, sino tener conciencia de sí misma por encima de cualquier mierda ajena. ¿Qué le gana en importancia: la noticia de la reciente paternidad de un perfecto desconocido al que jamás volverá a ver, o sus planes inmediatos?

Sin embargo, al llegar a su destino no le cobré nada (me prometí, como tantas otras gilipolleces que me prometo a veces, regalar la carrera a la primera persona que montara en mi taxi después de ser padre) y fue entonces, sólo entonces, cuando la mujer cambió sus prioridades y se centró en lo mío: “¡Ay qué detalle tan bonito! ¡Muchísimas gracias, hijo, y disfruta cuanto puedas de tu hija, que es el regalo más grande que te puede dar la vida! ¿Cómo se llama? ¿Me enseñas una foto?”.

Es decir: curiosamente, conseguí cambiar su foco de atención sólo después de perdonarle los 7,15 euros de aquella carrera.

¿Conclusión? Ustedes mismos.

¿Casado y hundido?

Cierto es que, una vez casado con quien se supone ya es la mujer de tu vida, observas a las demás mujeres en tono institucional, como un ciempiés observa un contenedor de vidrio. El resto de las mujeres ya no emiten ese áurea seductora ni tú te esmeras en hacerte el seductor, sino que son, simplemente, la usuaria de tu taxi, la policía municipal que te multa, la que pasea un bulldog por el parque o la bedel de tu delegación de Hacienda. Cuando te fijas en la blusa casualmente abierta de la cajera del supermercado, no sólo evitas colar tus ojos en esa porción extra de escote, sino que ahora te da por pensar que debería remendar el botón de marras en cuanto llegue a casa.

Si estás casado y lo que cuento te parece triste, tal vez deberías replantearte tu estado. Vivo rodeado de hombres casados, salidos como perras en celo, de esos que piropean a mujeres por la calle, o se quejan de sus propias mujeres, o insisten en mandarme vía Whatsapp vídeos y fotos de mujeres desnudas. Yo a cambio les reenvío fotos de mi mujer (vestida), como dando a entender que la propia y real está mucho más buena que cualquiera de esas suyas del todo inalcanzables. No responden, por supuesto, por decoro, y porque saben que tengo razón.

Mis lectores más antiguos sabrán que yo, tiempo antes de casarme, renegaba por completo del matrimonio. Huelga decir que, a pesar de lo que pueda parecer, no he cambiado de postura. Me acabé casando por los mismos motivos que antes me llevaban a esquivar el compromiso. Siempre quise ser libre. Y con ella lo soy. Y en mi extensa trayectoria he conocido, ni por tanto conoceré, mujer más bella y completa que aquella que ha querido compartir conmigo el resto de sus días (con mis noches). En caso contrario, ¿realmente crees que yo, don nilibreniocupado, me habría acabado casando?

El artista que vivía de borrar sus obras

FUENTE: Wikipedia

FUENTE: Wikipedia

El chico malo a medias pintaba graffitis en fachadas de comercios por las noches y después se ofrecía a limpiarlos por un módico precio. Vivía, en fin, de borrar sus propias obras. Se presentaba en las tiendas como «Limpiador profesional de fachadas con productos no abrasivos», acordaba un precio con el dependiente (entre 30 y 40 euros, según el tamaño del graffiti a limpiar) y fin de la historia. Los comercios solían acceder a sus servicios de limpieza urgente, ya que el chico malo a medias procuraba graffitear escaparates y ventanas, lo cual dañaba la imagen del comercio en cuestión. Sin embargo, y aquí lo curioso de esta historia, el chico se esmeraba muy mucho en crear graffitis de calidad. A pesar de ser consciente de lo poco que durarían expuestos, no podía evitar pintar auténticas obras de arte. Tampoco hacía fotos de sus obras para evitar dejar pruebas, pero una vez finalizadas, no podía más que sentirse realmente orgulloso de sus obras. Obras efímeras, qué duda cabe, pero arte al fin y al cabo.

El chico malo a medias tomó mi taxi en las puertas de una comisaría. La noche anterior le cazaron graffiteando el escaparate de una heladería y acabó durmiendo en el calabozo. Pero estaba medianamente contento: al menos no habían descubierto su negocio encubierto. Al contarme su historia, le pregunté asombrado por qué se esmeraba tanto en dibujar unos graffitis que apenas durarían unas horas.

–Arte es el acto de crear– me dijo. –Lo demás no importa.