Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Nadie es culpable de nada

FOTO: RunioRedMane

FOTO: RunioRedMane

Yo no sé qué le fluye por dentro a ese hombre que viaja ahora mismo en mi taxi, en silencio, observando el tráfico a través del cristal. Es normal en apariencia, todos lo somos (también los asesinos en serie, también los maniaco depresivos, también los banqueros, a simple vista, son normales), pero ahí donde le ves, con su camisa normal, sus pantalones normales, su afeitado normal y sus gafas normales, ese hombre lleva consigo un pasado exacto e inigualable. Y ese pasado habrá forjado su modo de entender el mundo, que será distinto al mío aunque los dos, a fin de cuentas, habitemos ahora mismo el mismo espacio y viajemos juntos a un mismo destino. Y tal vez ese hombre que viaja ahora en mi taxi cambió aquel día que murió su padre, o cuando le tocó un buen pellizco en la lotería, o cuando se arregló los dientes y a partir de entonces busca cualquier excusa para sonreír (cosa que antes evitaba) o, tirando más atrás, cuando le expulsaron por vez primera del colegio, o con la primera y única hostia que le soltó su madre aquel fatídico 3 de marzo de 1983 a las doce y quince de la noche. Tal vez su camino se torció y se enderezó varias veces, o tal vez caiga y se levante con más facilidad que yo. Tal vez tienda a darle mil vueltas a las cosas, tal vez sea tremendamente indeciso, y todo por culpa de aquel penalti que lanzó en 3º de EGB y falló adrede porque la portera rival era la chica que le gustaba, y ni con esas consiguió salir con ella y entonces pensó que, de haberlo sabido, sin duda habría pegado un trallazo en plena escuadra y habría ganado el partido y el respeto de los suyos.

Son esos matices, a veces imperceptibles, los que nos marcan y acaban moldeando nuestra personalidad. Ciertamente no conozco ningún momento clave en la historia del usuario de mi taxi (no por falta de ganas) y sin embargo ahora viajamos juntos, y al mismo destino, lo cual nos llevará a tener un fragmento de pasado en común. De modo que yo habré influido en él y él, inevitablemente, habrá influido en mí (al igual que tantos otros que influyeron en la vida de ambos). Así que, en cierto modo, nadie tiene la culpa de nada.

Pequeño manual del escritor dormido

FOTO: Bas Leenders

FOTO: Bas Leenders

Escribe. Aunque sólo sea para soñar con ligarte a esa chica, o para ordenar sobre el papel tus pensamientos. Escribe. Aunque no te guste lo que leas, aunque no te reconozcas. Aunque duela. El dolor es el paso necesario hasta alcanzar la verdad, aunque mientas, aunque ficciones otros mundos, siempre habrá posos, rastros de ADN en tus palabras, huellas más allá de lo que pisas. Y si hace años que no escribes, recupera esos escritos, léelos, viaja a través de ti mismo, recuerda quién eras, cómo eras, en qué te has convertido y pregúntate, en fin, qué pasó. Qué maldito infortunio provocó tu retirada de las letras, por qué huiste sin más. El devenir de la vida no es excusa, el trabajo no es excusa, las facturas no lo son, tampoco el zapping, ni el bostezo, ni la página en blanco. La página en blanco no existe, recuerda eso. De una página en blanco surgió Hamlet, surgió Trainspotting, surgió Memorias De Mis Putas Tristes. Sé sincero. Dejaste de escribir por miedo a ti. Aterra a veces hondear demasiado en uno mismo, tocar en hueso y seguir taladrando, y tal vez pienses que es mejor simplificar tus días, dormir en blanco por las noches, vivir con lo puesto y dejarte llevar por unas olas que no has provocado. Pero amar es desnudarse y demostrarlo, sentir frío, ser valiente y cobarde a la vez, estar vivo. Amar es escribir y viceversa.

¿Que realmente no sabes de qué escribir? Sal a la calle. Entra, por ejemplo, en un supermercado. Acércate a la caja y observa qué está comprando esa chica. Cereales, dos de leche, tarrina de helado de 500 ml., pizza margarita congelada, una bolsa de lechuga mezclum, un brick de caldo de pollo, vinagre de Módena, pack de seis Cocas Zero, bastoncillos para los oídos y una caja de (seis) condones Nature. Observa, además, en qué lugar de la cinta mecánica ha colocado cada producto. Primero, la tarrina de helado. Y los condones, entre la pizza y el caldo de pollo. Bien. Ahí tienes una historia. Un perfil. Tira del hilo y constrúyete un mundo alrededor. ¿Qué crees que hará la chica nada más salir del super? ¿Qué plan tendrá esta noche? ¿Y mañana sábado? ¿Cumplirá sus deseos o entrará en conflicto? Ahí lo tienes.

Ahora escribe esa historia de una sentada. No importa el estilo, ni el tono: ya lo pulirás. Después, léelo. Habrá algo de ti en ese escrito. Es más: habrá más de ti que de ella. Ella no es más que una excusa. Apenas un hilo conductor. Una puerta. Ábrela. No hay cojones. Ábrela.

(D)efecto placebo

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

La bella y cándida Laura pasó su infancia entre algodones impregnados en formol: su infancia y primera juventud giraron en torno a los estudios, a sus clases forzadas de solfeo y violín, a su misa de doce los domingos, y a un selecto grupo de amistades femeninas (filtradas, previamente, por sus padres). Nada de internet, nada de libros que no salieran de la biblioteca familiar, nada de golosinas ni de comida rápida, y nada de comprarse ropa escotada, o faldas más allá de las rodillas.

El padre era Notario. Serio. Recto. Apenas nunca se le vio sonreír. Su madre, ama de casa abnegada, volcada día y noche al bienestar de su marido, de su anciana madre, y de su única hija. En cierto modo Laura llegó a acostumbrarse al camino recto. Acabó por pensar que la felicidad era eso: no salirse de la raya.

Al cumplir los 18, por primera vez, Laura consiguió que sus padres la dejaran ir al cine con su grupo reducido y selecto de amigas. De vuelta a casa, y dado que debía regresar como máximo a las 10, antes que nadie, decidió volver en taxi sola. Y en aquel taxi, ya de noche, escuchó una canción que habría de cambiar su vida para siempre. El tema era “Protect Me From I Want”, de Placebo, aunque podría haber sido cualquier otro, y en cualquier otro contexto. Preguntó al taxista por el nombre del tema y del grupo. Oír la palabra «Placebo» tal vez fuera el detonante, la chispa que incendió los pilares de su mundo interior.

El resto de su historia podría resumirse en una frase: Años después, la novia guineana de Laura acabó empeñando su violín para comprar cocaína.

¿Culpa del taxista? No lo creo.

Morir un rato

FOTO: LinaMon

FOTO: LinaMon

No está mal, de vez en cuando, morir un rato, huir de uno mismo, vivir otras vidas. Dicen que las vacaciones sirven para descansar, pero yo no puedo ni quiero descansar, o al menos mi cabeza es incapaz de hacerlo. Y no, no lo digo con orgullo: es un lastre, más bien un virus, como algo que supura y necesita drenarse. La cura, en este caso, consiste en no parar de escribir. O escribo o se me hincha la cabeza (hipertensión intracraneal, se llama), o escribo o me explotarán las venas, o escribo o moriré de verdad. Prefiero tomarlo como un tratamiento crónico y acostumbrarme a ello, como el diabético, o mejor: como un yonki solitario.

Durante todo el mes de agosto cerraré este blog para no hacer otra cosa que escribir. Llevo una novela dentro y necesito soltarla a borbotones, sin interrupción por parte de nada ni de nadie, sin excusas, sin mi taxi, sin téléfono, encerrado a cal y canto en mi casita de Dénia con vistas al mar. Y no, no lo digo con pena: son mis vacaciones. Necesito vivir esa vida novelada que me está consumiendo, viajar a través del flipante poder de la imaginación. Y sobre todo, que mi hija nazca en noviembre con un libro bajo el brazo.

Así que adiós. Hasta luego. Iré contando, tal vez, el proceso creativo a través de mi cuenta en Twitter o en el Facebook de este blog. Lo demás, cualquier otro intento de contacto con el mundo, me importará un carajo.

Nos vemos en septiembre, familia. Deseadme ganas.

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Nota a pie de tumba: Si te aburres este Agosto o echaras de menos tu rutina nilibreniocupada, te invito a que releas los 1.707 posts de este blog (aquí el archivo) y linkees tus posts favoritos en el espacio de comentarios.

Mi hija

FOTO: Meagan

FOTO: Meagan

Mientras escribo esto mi hija, de -4 meses de vida (entendiendo vida como etapa comprendida entre el primer y el último aliento), se está formando plácida en el vientre de su madre. Bueno, en realidad ya está formada. Ya tiene párpados, uñas, riñones, coxis, barbilla, latidos, e incluso llora aunque sus lágrimas se mezclen con el líquido amniótico y no encuentre más juguete a mano que el cordón umbilical. Ya está formada y ahora simplemente crece a la velocidad de las plantas. Está AHÍ, al otro lado, aunque no pueda verla sin mediación de un ecógrafo. De hecho, mi mujer y yo acabamos de ver a nuestra hija en 3D, y todo apunta a que ha heredado la belleza sideral de su madre. Es realmente asombroso observar en pantalla sus bracitos en pose tierna y despreocupada, o escuchar el latido real en tiempo real, o saber que todo va según procede. Aún cuesta creer en ese proceso inicial del hombre y la mujer y el amor y el líquido y el óvulo y la genética y el resto. Es tremendo, si lo piensas. Imposible asimilar por mucho que hayas leído, o te hartes de ver en bucle  documentales de La2.

Por eso y por tantos otros motivos, cada día que pasa admiro y envidio más a las mujeres. A menudo observo absorto el vientre de mi esposa y poso mi mano, mi oreja, y no consigo salir de mi asombro. También suelo hablar con mi hija a través del ombligo. Le cuento historias fantásticas de taxis mientras su madre duerme porque sé que me está escuchando. Hay un vínculo especial entre los dos, estoy seguro. Una unión imposible de explicar con palabras. Y aunque aún no haya nacido (diecisiete semanas faltan: ciento diecinueve días: dos mil ochocientas cincuenta y seis horas), ya estoy en condiciones de decir que quiero a mi mujer y a mi hija como a nada en el mundo. Sólo por eso estoy seguro de que seré un buen padre. Y también, que sufriré muchísimo. Y que seré el hombre más feliz de la tierra.

El amor y otras drogas

FOTO: r2hox

FOTO: r2hox

Su situación era extrema, como si el suelo no fuera suficiente para tocar fondo y se empeñara en cavar un hoyo cada vez más profundo. Drogas, por supuesto. Mala salud. Y más drogas para olvidar la mala salud provocada por las drogas. Y la consiguiente ruina económica. Y una espiral de trapicheo para salir del paso. Y el peso de la ley soplándole la nuca. Un par de años más, llegó a pensar, y con suerte acabaría muerto.

Pero en esto apareció la chica. Fue un día de mono de tantos, caminando como un zombi hacia el poblado. Verónica era voluntaria en el bus que expendía metadona. Estaba en la puerta del metabús, atendiendo a la fila de yonkis en proceso de rehabilitación. Nunca antes se había fijado en ella, pero esta vez sí. Le pareció un ángel emergido en medio del infierno y, sin pensarlo siquiera, en lugar de ir a pillar donde siempre y como siempre, se puso a la cola. Al llegar su turno, Vero le apuntó en el programa y le tendió la metadona mirándole a los ojos. Hacía años que nadie le miraba directamente a los ojos. Y entonces él se enamoró de ella. Y acabó acudiendo al metabus cada ocho horas: más por ver a Vero, por cruzar un par de frases y notar la calidez de su mirada y el suave tacto de sus guantes de látex al tenderle la dosis, que por salir del mundo de drogas. De hecho, en un principìo siguió alternando metadona y heroína hasta que al fin cayó en la cuenta de que su única heroína era Verónica, y su auténtico mono las ganas de verla. Entonces comprendió que la única manera de acercarse a ella era salir de las drogas y apuntarse después de voluntario. Tal vez, con un poco de suerte, podría acabar trabajando con ella de igual a igual, codo con codo, en calidad de extoxicómano, aconsejando a los adictos. Así que un buen día decidió dejar las drogas de forma radical. En las semanas que duró el proceso sufrió un mono indescriptible, pero sus temblores y sus vómitos tenían un motivo: Verónica. Nunca antes se había visto un enamoramiento más doloroso que el sufrido en las entrañas de aquel hombre.

Y al final lo consiguió. Consiguió desengancharse y acudir completamente limpio al poblado en busca de Verónica. Y en cuanto quedaron un momento a solas, confesó su amor por ella. Ella, al escucharle, se quedó petrificada. No sentía lo mismo, pero por miedo a que el hombre recayera, le dio cierta esperanza: «Conozcámonos mejor», le dijo.

Ahora Verónica no sabía qué hacer. Me contó esto en mi taxi, totalmente abatida. Noté sin embargo cierta contradicción en sus palabras. Por una parte, era evidente su falta de atracción hacia ese hombre. Por otra, me acabó confesando que nunca nadie había hecho antes algo así por ella. Y no le faltaba razón.

Yo, por mi parte, no pude ni supe darle ningún consejo. ¿Qué decir..?

El amante inoportuno

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Máxima tensión es no saber si llamarla o esperar a que te llame si es que llama. Subirte en mi taxi, decirme un destino automático y sostener el teléfono en la mano como si fuera un pájaro recién atropellado, y mirarlo y comprobar la cobertura: todas las rayas, la batería: 72%, su estado en Whatsapp: En línea, desplegar su foto de perfil y ampliarla aunque los píxeles distorsionen su belleza, y acabar elaborando mentalmente un listado a favor / en contra de lanzarte y llamarla sólo por saber de su voz , o sólo por comparar su voz en vivo con la voz que inunda tu memoria desde ayer, o tal vez usar como estrategia la cautela y no llamar aun a riesgo de que ella te interprete indiferente, que lo de anoche sólo fue una cita más de otras tantas citas por su parte y por la tuya y bebisteis y reísteis mucho, sí, y os acostasteis, y fue fantástico, y ella tuvo que marcharse a casa con la excusa de cambiarse de ropa y dormir porque hoy curraba. Sonaba creíble esa excusa. Aparte ella, en esas cuatro horas y treinta y siete minutos que estuvo contigo, parecía feliz de haberte conocido: superó su timidez al instante, y en un par de cervezas conectasteis como nunca antes con nadie, al menos por tu parte. Ciertas sensaciones no se pueden maquillar aunque siempre existan dudas hacia el otro. ¿Será ella así con todos? ¿Cómo saberlo sin mojarse y llamar y preguntar qué tal? ¿No sería mejor escribir un mensaje? ¿Pero qué mensaje escribir? ¿Un simple hola a la espera de su hola y luego improvisar otro mensaje?

Nada de mensajes. Al final respiraste fuerte y sin pensarlo más decidiste llamar. Sonaron los tonos más largos de tu vida y al tercero, descolgo. Dijiste:

-¿A… Ana?

Luego vino lo del túnel. Yo no tuve la culpa de la falta de cobertura en aquel túnel. Pensé que era el mejor camino, así que decidí llevarte por el túnel justo cuando hiciste esa llamada. Y se cortó, claro. Pensaste en todo excepto en el taxista. Y en el túnel.

Carta de amor Real

No hubo transición entre nosotros: la dictadura del amor llegó como uno torrente y se enrocó en mi corazón azulado por la asfixia de sentirte, latiendo sin pausa por tus huesos durante casi cuarenta años. Tú fuiste mi auténtico reino, mi patria, y mi bandera (que diseñé con el escudo de lo nuestro: la corona no fue más que un guiño por tu nombre), y mis ganas de tenerte ondeando en los balcones de cada ayuntamiento, de cada diputación, de cada organismo, y mis ganas de tenderte, al fin, el país que me habita. Llegué a matar elefantes por ti, me hice amigo de dictadores y genocidas por ti, aguanté estoico un golpe de estado por ti, hablé sólo para ti en cada discurso de navidad, y llegué a decir «Lo siento mucho, no volverá a pasar» al mundo entero por aquella vez que te enfadaste conmigo (reconoce, amor, que fue romántico). Sabes que cada  nuevo implante de cadera también es tuyo, amor, cada tuerca, cada muelle, cada cicatriz, y mi aleación de titanio, y mi muleta cuyo botón conecta en secreto contigo por si me caigo, caigamos juntos.

Así es que ahora, si me pides que abdique, abdicaré, reina mía. Si tu máximo sueño es dedicarme sólo a ti y verme conducir un taxi y tú hacer las veces de usuaria, y jugar a seducirnos a través del espejo, y viajar juntos a una de esas playas del reino que antes fue nuestro, lo haré todo sin dudarlo.

PD1: Atenta a los medios a cosa de las diez y media.

PD2: Te veo esta noche a la hora de siempre en el árbol de siempre.

PD3: Convencí a un amigo y nos deja su taxi.

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FDO. Tu don Juan.

La puta cabeza

FOTO: Loco Steve

FOTO: Loco Steve

Son rostros superpuestos. Lo que veo a diario en mi taxi son eso, capas de rostros que me traen recuerdos (algunos difíciles de ubicar y algunos dolorosos, lo cual demuestra que sigo arrastrando un pasado no resuelto, o briznas de pasajes mal limados en ese colador disfuncional que es la memoria). Todo surge como un chispazo: entra alguien, cualquiera, en mi taxi y siempre encuentro rasgos en él o en ella que me resultan vagamente familiar, como si ese rostro o parte de ese rostro lo hubiera visto antes. Y entonces navego por mi archivo y surgen nombres, o simplemente caras veladas por el paso del tiempo, cuyas conexiones no consigo resolver: ¿Me crucé con ese tipo en algún bar, o tal vez compartimos cola en Hacienda, o es hijo o nieto de algún profesor mío, o el padre de alguna exnovia, o el cabrón que tropezó conmigo y me tiró el helado en el Parque de Atracciones aquel fatídico 23 de junio de 1986? ¿Acaso hay escena más triste que un niño con la bola de su helado caída a sus pies, y el niño mire estoico de reojo al padre, esperando su reproche o buscando más que nunca su consuelo? ¿Cómo resolver un trauma así? ¿Busco venganza? ¿Es mi taxi una excusa para buscar al hombre que me tiró el helado y devolverle (con intereses) mi cuota de tristeza? ¿Muerto el causante se acabó el trauma?

Pero luego está el amor. Supongo que el amor es el barniz de los dolores. Siempre habrá en mí, como en cualquiera, una lucha entre opuestos. Luces y sombras alternándose ad infinitum, ya sabes. La puta cabeza. Nadie puede controlar su puta cabeza.

Adicto

Peine del Viento (FUENTE: Wikipedia)

Peine del Viento (FUENTE: Wikipedia)

Busco emocionarme. Busco emocionarme igual que un crónico necesita morfina. Me emocionan los recuerdos que elijo, un buen puñado de libros, fragmentos de canciones, escenas de pelis o incluso un cabello rubio tuyo en el sumidero de la ducha. Me emociona el concepto «Unidad del dolor», el concepto «Voz rota», la palabra «Ausencia», o cuando alguien de los míos consigue desmontar al enemigo. O el abrazo del que no suele darlos, o que esa novia que me hizo tanto tanto daño viva ahora rodeada de gatos, coleccione tarrinas vacías de Häagen-Dazs y pague por inscribirse en una web de contactos: el equilibrio cósmico me emociona porque ayuda a sentirme a salvo. Y las heroicidades sin ánimo de lucro. Y los usuarios de mi taxi que insisten en ofrecerme caramelos de menta cuando toso, y las miradas de algunas camareras, y pasar una y mil veces por el escaparate de aquella pastelería de la calle Atocha para admirar la belleza de una de sus dependientas, la del pelo rizado y labios de Lladró. Y ciertos leggins también.  Me dan la vida.

Y el color verde del campo verde. Y el olor de la lluvia empapada en musgo. Y el olor en las gasolineras. Y el olor de la lejía desinfectante. Y el olor del agua oxigenada en el momento exacto de cauterizar las heridas. Y salir de la consulta del psiquiatra en manga corta. Y echarte de menos y saber que estás en casa, esperándome, o tocando la guitarra, o subiendo vídeos a YouTube. Y llorar sin argumentos, sólo por desfogar el SPAM del alma. Y escribir exactamente lo que estoy pensando, o mejorarlo, o avanzar. Me emociona eso. Creer que avanzo aunque yo esté quieto y en realidad sea el viento el que produzca en mí esa sensación de velocidad. Repito: Creer.

Creer en ces intercaladas es crecer. Y quiero creer que crezco.