Yo no sé qué le fluye por dentro a ese hombre que viaja ahora mismo en mi taxi, en silencio, observando el tráfico a través del cristal. Es normal en apariencia, todos lo somos (también los asesinos en serie, también los maniaco depresivos, también los banqueros, a simple vista, son normales), pero ahí donde le ves, con su camisa normal, sus pantalones normales, su afeitado normal y sus gafas normales, ese hombre lleva consigo un pasado exacto e inigualable. Y ese pasado habrá forjado su modo de entender el mundo, que será distinto al mío aunque los dos, a fin de cuentas, habitemos ahora mismo el mismo espacio y viajemos juntos a un mismo destino. Y tal vez ese hombre que viaja ahora en mi taxi cambió aquel día que murió su padre, o cuando le tocó un buen pellizco en la lotería, o cuando se arregló los dientes y a partir de entonces busca cualquier excusa para sonreír (cosa que antes evitaba) o, tirando más atrás, cuando le expulsaron por vez primera del colegio, o con la primera y única hostia que le soltó su madre aquel fatídico 3 de marzo de 1983 a las doce y quince de la noche. Tal vez su camino se torció y se enderezó varias veces, o tal vez caiga y se levante con más facilidad que yo. Tal vez tienda a darle mil vueltas a las cosas, tal vez sea tremendamente indeciso, y todo por culpa de aquel penalti que lanzó en 3º de EGB y falló adrede porque la portera rival era la chica que le gustaba, y ni con esas consiguió salir con ella y entonces pensó que, de haberlo sabido, sin duda habría pegado un trallazo en plena escuadra y habría ganado el partido y el respeto de los suyos.
Son esos matices, a veces imperceptibles, los que nos marcan y acaban moldeando nuestra personalidad. Ciertamente no conozco ningún momento clave en la historia del usuario de mi taxi (no por falta de ganas) y sin embargo ahora viajamos juntos, y al mismo destino, lo cual nos llevará a tener un fragmento de pasado en común. De modo que yo habré influido en él y él, inevitablemente, habrá influido en mí (al igual que tantos otros que influyeron en la vida de ambos). Así que, en cierto modo, nadie tiene la culpa de nada.