Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Besos globalizados

Fotograma del film 'Vacaciones en Roma'

Fotograma del film ‘Vacaciones en Roma’

Viajas a Praga, viajas a Roma, viajas a Berlín y en las calles más céntricas, aquellas donde más se aglutina la gente, nos topamos con el mismo Zara, el mismo H&M, el mismo McDonalds. Ayer llegó un tipo de Melbourne, Australia, y al montar en mi taxi en el aeropuerto de Barajas lo primero que me dijo fue: «Llevo 24 horas volando, de un punto al otro del globo. ¿Te puedes creer que en Melbourne y en Madrid he comido el mismo BigMac? Yo le dije que en Francia el cuarto de libra con queso lo llamaban Royale con queso debido al sistema métrico y entonces pasamos a hablar de Pulp Fiction y de cine en general. Esa es otra, me dijo, las pelis. Aprendimos a besar como besan en Hollywood; también hemos globalizado los besos.

Llegamos a Gran Vía y los cines, los pequeños comercios, los cafés de antaño, ahora eran Nike Store, Fnac, Starbucks. Vestimos igual que visten en Escocia. Lo de las faldas quedó en algo folclórico, como los trajes regionales. Hay Google en Lisboa, Google en Sao Paulo, Google en Chechenia. Triunfan los mismos libros en cualquier parte del globo. Todo el mundo sabe quiénes son los Rolling Stones, o el puto Justin Bieber. Todos han bailado el Gangnam Style. ¿Qué somos ahora sino una masa informe y diluida? ¿Dónde quedó la identidad? ¿Cómo eran antes los besos en Burgos, o en Soria, o en Pekín?

Volarte la tapa de los besos

FOTO: Argentum Luna

FOTO: Argentum Luna

Eran dos chavales de apenas trece años y los dos, ella y él, portaban ese gesto, justo ese, una mezcla de miedo y control forzado y ganas y nervios, como a punto de dar un paso importante y no ver el momento, o haber planeado el momento pero no la reacción del otro, o su propia e intransferible sensación al dar el paso y, sin embargo, sabiéndose los dos que tendría que ser hoy a más tardar y el mundo de él y el mundo de ella giraran exclusivamente en torno a ello. No se habían besado nunca, tampoco a otras personas, pero habían visto tantos besos, habían oído y pensado y soñado tantos besos, que el trámite de hacerlo ya apenas consistía en aplicar la teoría a una práctica segura y continuada en el tiempo, desde hoy hasta el final de sus días como punto de inflexión al universo adulto. Supongo que los dos, la una y el otro, ya habrían planeado mentalmente en qué momento exacto hacerlo. Sería al despedirse, después de una tarde de compras (ella llevaba dos bolsas grandes y él una, más pequeña). Sería al bajarse los dos de mi taxi y acompañarle él a ella al portal de su casa y decirse temblando: «Tengo que irme ya» y acercarse mutuamente, los dos, a la vez, con los labios muertos de miedo, tomándose tal vez de las manos (porque algo hay que hacer con las manos) o puede que posándolas torpes en la cintura del otro cuerpo, y entreabrir la boca y no saber cuándo parar, o separarse un momento y repetir, o quedarse así pegados hasta 3º de la ESO o mejor: más allá de bachiller.

Y después de aquel primer beso de despedida, cada cual se iría a su casa, y ella ensayaría rápido, en apenas cuatro pisos frente al espejo del ascensor, distintas caras de poker que ofrecer a sus padres (aunque los ojos y las mejillas del recién besado siempre delaten), y él caminaría por la acera reconvertida en nube blanda, diciéndose a sí mismo wala, wala, wala, rememorando en bucle aquel momento exacto de acercarse a ella y tocar la superficie de sus labios tersos, y comprobar que ella cerraba los ojos, y cerrarlos él también, dejándose llevar hacia un terreno que ninguno de los dos conocía. Y de este modo acabaría el día más importante del resto de sus días importantes. Aunque obviaran que, a partir de ese instante, una vez destapada la caja de los besos, ya nada sería igual.

Besar con brackets

FOTO: Steven Depolo

FOTO: Steven Depolo

Los brackets son la esencia misma de la belleza corrupta. Mira esa boca. Perfecta. Labios insomnes. Comisuras que parecen guiones de diálogo al principio y al final de cada frase, y esos hoyuelos cuando sonríe, como paréntesis contenedores de tiempo (y fuera de ellos, la nada). Enfoqué el espejo retrovisor hacia su boca huyendo del cruce de miradas (soy un hombre casado) y de repente, las calles se evaporaron y yo, como taxista, hice un master en volúmenes perfectos contenidos en continentes lejanos y exóticos. Ella, por si las moscas, mantuvo la boca cerrada, pero ese preciso y precioso hermetismo pronunciaba aun más sus labios abultados por los brackets, como quien guarda un tesoro bajo la almohada y la almohada se desboca. Qué bella palabra: desboca.

Pensaba en esto por no hablar de teenagerismo que imprimen unos brackets a los veintitantos, sumados a unas pecas que son el gotelé del alma niña. Pensaba en esto por no hablar del papel que representa su lengua inaccesible y presa del pánico en esa cárcel de dientes díscolos que sueñan otra vida recta y ordenada. Besar una boca mullida con brackets es plantarle cara a la ansiedad, abrir la mandíbula suave y testar el metal, y sentirte migrante en la frontera de Melilla, y el paraíso artificial al otro lado, eléctrico instante.

—¿Qué te debo? —me dijo al final.

—No te entiendo.

—La carrera. El taxímetro. Vivo aquí. ¿Es lo que marca?

—Sí, supongo. Perdona. Estaba en otras cosas.

Y ella sonrió, tapándose la boca con la mano.

—No te tapes, por favor. No te tapes —dije yo.

Entonces ella apartó su mano. Fue solo un segundo y luego se marchó, pero aquel sencillo gesto de apartarse la mano de su boca fue el desnudo más sensual de la historia de los taxis con historia.

La arquitectura del beso

FOTO: Rock Hudson y Julie Andrews en Darling Lilli (1968)

FOTO: Rock Hudson y Julie Andrews en Darling Lilli (1968)

¿Recuerdas cómo fue tu primer beso? ¿Recuerdas el último? Sin duda el primero fue tímido, patoso, tirando a cutre. Buscaste besar como en las pelis, pero no esperabas que aquel contacto fuera mullido y tuviera sabor. No es fácil de imaginar los sentidos del gusto y del tacto de otra boca novata sin más referencia que la del cine y, por supuesto, tus sueños. Luego, con el segundo y tercer y cuarto beso, fuiste perfeccionando la técnica, rebasando poco a poco la barrera de las lenguas y jugando a un abanico de besos cada ves más amplio. Pasaron por tu boca varias chicas y entonces comprendiste que ninguna besaba igual, ni usaba la lengua del mismo modo. Algunas chicas abrían y cerraban la boca como peces fuera del agua, o como muñecos de ventriloquía. Otras, tensaban la lengua; o la movían en círculos monótonos, casi industriales; otras tensaban los labios o incluso absorbían como quien come un yogur sin cuchara y sin manos. A ti te gustaba más jugar al despiste. Buscabas besos creativos, interactivos; o al menos que ninguno fuera igual que el anterior. A los labios carnosos les dabas el protagonismo suave que merecían. Llegaste incluso a depurar tu modo de manejar los tiempos, y por lo tanto de variar la intensidad, y por lo tanto el calor y el deseo.

Después llegaron relaciones más largas y entonces comprendiste que los besos también pueden acabar muriendo de éxito, y se almidonan, y se diluyen o convierten en mero trámite, y ahí suele ser que recuerdas otras bocas y acabas buscando otras bocas. Cuando los besos se secan, el amor se cuartea y ya no hay saliva capaz de revivir lo que quiera que hubiera al principio. No hay reanimación posible. No hay boca a boca.

Con esto vengo a deciros que hoy me ha dado por comparar aquel primer beso con el último (de esta misma mañana), y entre ambos he notado un abismo irreconciliable: definitivamente, soy otro hombre. Me cansé de innovar con otras bocas y ahora aspiro a plantar mi bandera en un solo par de labios. Los labios más perfectos que he besado nunca, por cierto. Tal vez por eso sea que me planto, y me corte la coleta de los besos furtivos.

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NOTA: Mañana en este blog, notición. Estén atentos.

Trending Trópico

Thomas Berg

Thomas Berg

La típica historia de chico conoce a chica, chica se enamora hasta las córneas del chico, chico sólo la quiere como amiga con derecho a sexo, chica acepta su amistad (y su cama) sólo por sentirle cerca, chico acaba conociendo a otra chica y se enamora de ella, chico deja de tener sexo con la primera chica pero insiste en mantener intacta la amistad que les une, chica manda al chico a la mierda muy fuerte, chica llama a una amiga para llorar sus penas, chica cuenta a la amiga el fin de su historia con Rober mientras viajan las dos en el asiento trasero de mi taxi, chica llora como si el mañana no existiera, la amiga insiste en que pase página, en la radio del taxi comienza a sonar una canción que a la chica le recuerda al chico (More Than Words), la chica rompe a llorar con más ganas, me hago cargo y cambio de emisora, suena la retransmisión de un partido de fútbol, la chica le dice a su amiga que Rober era muy fan del Atleti y vuelve a llorar con más fuerza, apago la radio y se quedan las dos en silencio, la chica le dice a su amiga que echa de menos los silencios con Rober, la amiga me mira a través del espejo y me hace un gesto de resignación, sonrío a la amiga, la amiga me sonríe, la chica sigue llorando, la amiga tiene una sonrisa preciosa, la amiga saca un libro de su bolso y anota algo en la primera página mientras la chica vuelve a recordarla lo mucho que le gustaban los libros a Rober, llegamos a su destino, me paga la amiga sin quitarme ojo, se bajan las dos del taxi, sigo la marcha, al rato subeotro usuario que me dice que alguien se dejó olvidado un libro en el asiento, me tiende el libro, abro la portada, leo lo que había escrito: «Siento el trayectodrama de mi amiga. Llámame a las once en punto: 626 09 xx xx». El libro es Trópico de Cáncer de Henry Miller.

La típica soledad que lo eclipsa todo. El típico nadie en realidad conoce a nadie. La típica llamada a las once y siete minutos.

Besado en lechos reales

FOTO: Mario Leclere

FOTO: Mario Leclere

Besar o ser besado es confiar en otros labios, saber o ser sabido que serán bien recibidos, tratados como crees que se merecen: la otra boca no morderá tu boca, y si lo hace, será con intención y con mesura. Besar es luchar por las ganas del otro, desenredar sus dudas con la punta de tu lengua, o dejarte llevar como en un tango. Habrá un lenguaje no verbal, un pacto tácito surgido del contexto: el cuarto de baño de una biblioteca, un semáforo en ámbar o un fotomatón sugieren besos urgentes. Un beso en la cola del pan te dice eh, estoy aquí contigo, junto a ti, y quiero improvisar, que seamos uno en este preciso instante. O el beso casto y civil ante un juez: te regalo mis labios para el resto de tus días.

Pero también hay besos desesperados, besos eléctricos cuya factura acabarás pagando. Y besos que enmascaran mentiras, de labios tensos y ojos cerrados fuerte, como si cerrando los ojos acallaras las voces de dentro. Y besos de culpa. Y de perdón. Y de socorro. Y de no saber lo que haces con tus labios.

Y besos imaginarios. Son aquellos que te mueres por dar pero no puedes, o no debes. Labios encuadrados en el espejo retrovisor de tu taxi que no son ni serán nunca nada tuyo y se irán, y tú te quedarás con esa imagen grabada en la memoria del tacto de tu boca.

Aunque a veces es mejor imaginarlos.

Lo que sé de lo prohibido

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Hace tres lustros y medio tuve un lío ocasional con mi profesora de inglés. Mi historia con la teacher Ana, bellezón cordobés doce años mayor que yo, surgió de la forma más rara y excitante que cabría imaginar. Todo empezó a mitad de curso de 3º de BUP: Yo andaba haciendo novillos en un parque cercano al instituto, leyendo los Trópicos de Henry Miller y bebiendo vino en tetrabrick, fascinado como de costumbre por el embrujo de la bohemia y la libertad cuando, de repente, la profe y a la sazón tutora Ana apareció de súbito en antológica pillada. Nada más verme fumándome las clases y bebiendo vino tinto se puso hecha una furia, amenazándome incluso con llamar a mis padres y dar el correspondiente parte de expulsión al director del centro (fraile de rectas costumbres, para más señas). Yo me vi entre las cuerdas, sin salida. Y tal vez por eso, como no tenía nada que perder, me dejé llevar por una mezcla de instinto desesperado y la ingesta de medio litro de vino barato, y sin mediar palabra, me acerqué a ella y la besé.

Ana se quedó petrificada. Tardó en reaccionar unos instantes, pero luego de inmediato me apartó y se marchó corriendo. Al día siguiente acudí al instituto en calidad de condenado a muerte, pensando que aquel sería mi último día como alumno de aquel centro. Pero nada más acabar su clase (la hora más tensa que recuerdo haber vivido nunca), justo al sonar la campana, la teacher soltó en castellano y con tono grave: «Pueden marcharse excepto Daniel Díaz. Usted, quédese». Salieron todos mis compañeros, y al quedarnos ya solos en el aula, ella cerró la puerta y, sorprendentemente, me empujó contra la pared y me besó. Apretándome los brazos con las uñas.

Lo siguiente fue citarnos esa misma tarde en su pequeño apartamento, a escasas tres manzanas del colegio. Han pasado muchos años de aquello, pero aún recuerdo con extrema nitidez las imágenes más tórridas de aquel sofá: mi mano abriendo uno a uno los botones de sus ceñidos Levis, tanteando la goma de sus bragas con los dedos y bajando despacio como culebras, rebasando lentamente el pubis hasta notar su humedad, o el impacto que supuso en mí despojarla del sostén lentamente y besar y acariciar sus pechos y sus pezones cálidos y sin embargo duros y sin embargo suaves por vez primera, en esa especie de revelación mística que supone convertir tu más alta fantasía adolescente en realidad palpable y sin mesura.

Nuestros encuentros fueron cada vez más continuos: primero, cada tres o cuatro días máximo, que era el límite soportable de su lucha por salvar las distancias de lo prohibido. Después, todas las tardes a partir de las seis. Lo llamábamos «clases particulares de ingles», sin tilde, y en ellas aprendí muchas de esas palabras que no figuran en el plan educativo tales como pussy, dick, tits, cumshot y demás terminología de la anatomía sucia. No sabría decir si llegué a enamorarme de ella o más bien me dejaba llevar por el contexto adulador del alumno díscolo y la profe pibón y vulnerable. Ella tenía un cuerpo perfecto, y siempre se mostraba insaciable y sin embargo contrariada en esa mezcla de culpa y morbo por lo incorrecto, con ganas de más y mejor y yo abrumado, exhausto, confuso. Meses después aquello se fue de madre y yo quise frenar de la única forma posible: a través de los celos.

Pensé en la táctica más niñata pero eficaz. En plena clase de inglés escribí una nota subida de tono a la chica guapa de la clase, una tal Sandra, o Claudia, no recuerdo, con la intención de que Ana la acabara interceptando antes de llegar a su destino. Pasé la nota al del pupitre de delante, y éste se la pasó a otro, y éste a otro, y al llegar al empollón previo a la destinataria, en efecto, le acabó pillando. Y después de interceptarla la leyó, por supuesto. Y suspendí la asignatura de inglés sin merecerlo (siempre se me dieron bien los idiomas). Y en septiembre aún debía seguir dolida, porque volvió a suspenderme. Y como había que pasar limpio a COU (al menos antes era así), acabé repitiendo 3º de BUP. Por culpa del inglés. O de las ingles.

Esto, como digo, sucedió hace exactamente diecisiete años. Al año siguiente repetí curso en otro colegio y no volví a saber nada más de Ana. Hasta ayer. Por una de tantas casualidades de la vida, ayer Ana montó en mi taxi. Imaginad el shock al vernos, cara a cara, en el mismo habitáculo. Lo que sucedió después, sin ánimo de alargarme demasiado, os lo cuento el año que viene. 

Feliz 2014 a todos.

La androide Esmeralda

Gerhard Uhlhorn

Gerhard Uhlhorn

Después de leer mi último relato en el programa Hablar por Hablar de la Cadena SER, salí de la radio en dirección al parking para coger mi taxi, y entonces alguien comenzó a seguirme. De hecho, la mujer en cuestión estaba esperándome apoyada justo en la pared contigua a la radio, y al verme salir, se incorporó y comenzó a caminar detrás de mí. Yo escuché sus tacones a mi espalda, y aceleré el paso hasta entrar deprisa por las escaleras de acceso al parking. Pagué el ticket, bajé otro tramo de escaleras, y ahí pude ver que la mujer ya no estaba. Luego salí del parking dirección Gran Vía con la idea de dar un par de vueltas en busca de clientes, o de historias. Pero justo al incorporarme a la calle me topé con esa misma mujer esperando en el borde de la acera. Y nada más ver mi taxi libre, alzó su brazo. Nervioso, paré a su lado y ella abrió la puerta trasera del taxi, como una usuaria más, y al tomar asiento me dijo:

-Gire por Gran Vía dirección Princesa.

Accioné el taxímetro y allá que fuimos, en completo silencio. Ella me miraba fijamente a través del espejo y yo desconocía su intención, así que, aprovechando un semáforo, me armé de valor y le dije:

-Sé que me has estado siguiendo. Dime quién eres. Dime qué quieres.

-Me llamo Esmeralda y llevo años leyendo y escuchando tus historias, me dijo. Tenía curiosidad por saber de qué modo me describirías si yo montara en tu taxi. Hace un rato escuché a Macarena Berlín anunciarte por la radio, así que vine con la esperanza de encontrarte. Espero que me entiendas y que aceptes mis disculpas. Estoy pasando por un mal momento; ando un tanto descolocada y necesitaba, no sé, leerme a través de tus palabras, o escucharme a través de una voz que no es la mía. O saber cómo soy desde otros ojos.

-Lo siento -dije. -No me gusta escribir condicionado. No puedo hacerlo.

Pero en esto se abrió el semáforo y el verde de la luz volvió verde su piel, y verdes sus labios como balsas varadas, y verde su nariz rompehielos, y pardos sus ojos por la suma del verde y el azul; un azul mar calmo aunque quebrado por un flequillo en forma de cascada. Y ese reflejo verde del semáforo en su rostro se me antojó de otro planeta, como si ella, la verde Esmeralda, estuviera de paso en este preciso mundo sin llegar a entenderlo del todo. La androide Esmeralda viajando por su universo y mientras yo, imaginando que mi taxi era un OVNI en misión especial por la Gran Vía.

Tu tristeza en una caja de zapatos

Metí toda mi tristeza en una caja de zapatos y guardé la caja debajo de la rueda de repuesto de mi taxi sin pensar que, cada vez que pinchara una rueda y tuviera que cambiarla, saldría mi tristeza a la luz. La caja de zapatos en cuestión correspondía a unos náuticos que nunca llegué a ponerme, así que decidí hacerle hueco a la tristeza y metí también los zapatos en la misma caja. Después busqué el ticket y me fui a la tienda a devolverlos. La tristeza es transparente y volátil, por eso el dependiente no reparó en ella cuando abrió la caja, supervisó los zapatos y me devolvió el dinero: 55,95€

Esa noche gasté el dinero íntegro de toda mi tristeza en un bar. Y ahí se quedó.

Dos días después subió a mi taxi un hombre que advertí cabizbajo, con aires de derrota. Durante el trayecto comenzó a sonar por la radio Maybe Tomorroy de Stereophonics, y en esto le vi apoyar su cabeza en el cristal mientras seguía la letra con los labios, llegando incluso al sollozo al arrancar el estribillo. Luego trató de limpiarse las lágrimas con la camisa. Le tendí un pañuelo.

-Disculpe. Llevo un par de días con la tristeza agarrada al cuerpo.

-¿Le sucedió algo? -pregunté.

-No. Y es raro. Todo me va bien, no puedo quejarme. Mi única pega son estos malditos zapatos, que me rozan el empeine. Me fue imposible seguir caminando. Por eso tomé su taxi.

Bajé la vista y me sorprendió ver que llevaba el mismo modelo de zapatos que yo había descambiado.

-¿Me permite preguntarle qué número usa?

-Un 46. Me los compré hace un par de días y no consigo adaptarme a ellos.

-¿Los compró en una zapatería de la calle Ayala?

-¿Cómo lo sabe?

-Los vi por casualidad en el escaparate al pasar con el taxi.

Mentí y me sentí mal por ello. No le dije que aquellos zapatos antes fueron míos. Tampoco que guardaba mi tristeza en esa precisa caja y, por lo visto, los zapatos se contagiaron y él también al ponérselos. Y ahora ese hombre vivía inmerso en mi tristeza. Era mi tristeza, lo sé. No es posible que un hombre de más de sesenta años conozca y susurre al dedillo una canción de Stereophonics.

Pero yo ahora estoy feliz.

Y a veces la felicidad implica ciertos toques de egoísmo.

Creo.

Supongo.

Sueñan los taxistas con besos eléctricos

Todos necesitamos saber que hay alguien que nos mira a los ojos con ojos distintos, que alguien nos mira como si fueran los únicos ojos del universo. Todos necesitamos que haya alguien capaz también de leer nuestros labios, o de leer nuestras pupilas, o interpretar la secuencia de nuestros párpados, ese código que oculta el parpadeo.

El caso es que dos de esos alguien viajaron anoche en el asiento trasero de mi taxi. Apenas me indicaron un destino y se quedaron clavados los ojos de ella en los ojos de él, comiéndose a vistazos, como inyectando brillo en la mirada del otro. Fuera de aquello nada más importaba, o al menos no existía para ellos. Ni las calles, ni el tráfico, ni las luces, ni el taxímetro. Yo les miraba a través del espejo, o más bien admiraba una obra de arte: dos cuerpos enmarcados a punto de besarse. Él entonces bajó la mirada a los labios de ella. Ella entonces bajó la mirada a los labios de él. Parecía un lenguaje encadenado, una suerte de baile sin música: tú me sigues; yo te sigo.

Pero entonces, de tanto admirar su burbuja a través del espejo, perdí de vista el tráfico y a punto estuve de impactar contra el coche de delante. Frené a tiempo, y en ese frenazo sus cuerpos se movieron, ella hacia él, y se tocaron las caras, y aprovecharon aquel movimiento brusco para besarse. Sin querer había sido yo el detonante, la chispa, el empujón urgente a través del cual esos pares de ojos hambrientos comenzaron a comerse a besos. Desconozco si aquel beso fue el primero del resto de sus vidas; al menos parecía el único, como si nunca antes se hubieran besado (o actuaran como si no volvieran a besarse nunca más). Era el beso del sentenciado a muerte, uno de esos besos que desintegran las manillas.

Y podréis creerme o no, pero juro que en ese preciso instante, como a mitad de trayecto, se me apagó el taxímetro. Se nubló la pantalla y con ella los euros que marcaba. Así que al llegar a su destino no supe qué cobrarles, o si pagarles yo por haber sido testigo de aquel impagable beso. Al final quedamos en tablas. Yo no les cobré a ellos ni ellos a mí.

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El pasado viernes leí este mismo post en mi sección del programa Hablar por Hablar de la Cadena SER. Escúchalo aquí.