Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Fin (de la primera parte)

simpulso

Sí, familia. Este es y será el último post del blog nilibreniocupado. Han sido más de ocho años escribiendo cada día, de lunes a viernes, ya hiciera frío o calor, lloviera por fuera o por dentro, o enfermo y con fiebre incluso. 1.917 textos en total, 115.894 comentarios  y 333 columnas publicadas conjuntamente en la edición impresa del diario más leído de España. O dicho de otro modo: más de 500.000 kilómetros al volante de mi taxi, buscando la anécdota perfecta que llevaros a este blog. Supongo que son cifras más que suficientes para demostrarme y demostraros que, una vez infectado por el virus de la literatura, siempre hay algo que escribir. Siempre.

Sin duda estos han sido los años más fructíferos en todos los sentidos de mi vida. Gracias a 20minutos, desde aquel 2007 que gané –sigo pensando que por error– el segundo certamen del concurso 20blogs, me ha ocurrido de todo y todo bueno. Desde publicar un libro de la mano de mi mentor Arsenio Escolar y acudir a Buenafuente a presentarlo, hasta dar conferencias por medio mundo invitado por el insigne Instituto Cervantes, o impartir talleres de creación literaria y literatura on line atestados de gente, o colaborar en grandes medios como La Sexta, RNE, Cadena SER (donde aún continúo) o incluso, por esos giros raros que da la vida, ejerciendo de tertuliano en El Gato Al Agua de Intereconomía TV. O acabar casándome con una lectora y ser con ella padre primerizo de la niña más estrictamente hermosa del globomundo.

¿Que por qué me voy? Supongo que necesito cambiar de hábitos. Son ya muchos años escribiendo y publicando cada día, casi al minuto, sin apenas tiempo para revisar lo escrito, perdiendo algunos textos el valor que merecían, y aun a riesgo de caer en el olvido, el cuerpo me va pidiendo otros formatos, o al menos escribir más sosegado, sin la prisa verborreica que hasta ahora me ha exigido el blog (o me he exigido yo, por qué mentiros). A parte del libro de relatos taxiales que estoy a punto de publicar (una suerte de selección ampliada y mejorada del blog con algún que otro texto inédito, a modo de guinda final de esta etapa), guardo desde hace tiempo un par de novelas a medio cocer que quiero, necesito, terminar. Así que, en cierto modo, no me iré del todo: sólo cambiaré de ropa.

Tampoco quiero ni puedo desvincularme de esta casa que tanto me ha dado, mi 20minutos del alma. Tal vez, algún día, ojalá, vuelva más fuerte y renovado por estos lares blogueros, tal vez con otro blog y nuevos aires.

Y poco más. No quisiera despedirme sin antes dar las gracias a todos aquellos que, de un modo u otro, han sido parte imprescindible de este blog. A Arsenio y a Virginia, por supuesto, a Melisa, Jaime, Chema, Victoria y demás familia veinteminutera, a mi tía Sonia (que me animó a presentar aquel primer blog al concurso 20blogs de 20minutos), a mi esposa Mariam (no hay suficientes terabytes en este mundo para explicarlo), pero también y en especial a esos miles de usuarios de mi taxi, protagonistas sin querer de tantas y tantas historias y, cómo no, a vosotros: sin vuestras visitas y comentarios, nada de esto habría sido posible. ¡GRACIAS!

De todos modos y a pesar de los pesares, iré contando mis progresos por las redes: en Twitter (@simpulso) y en mi página de Facebook.

Y sé que me arrepentiré de esto. Sé que en cuanto pulse el botón de publicar, no podré evitar soltar la lagrimilla y echar al instante de menos esa bendita rutina de escribiros y leeros cada día. Han sido muchos momentos buenos. Muchas, demasiadas, sensaciones imposibles de borrar. Sólo espero haber conseguido moveros algo por dentro alguna vez, una escamita del alma, lo que sea.

¡Hasta siempre!

La verdad sobre el agua y el aceite

Fotograma del film 'Darling Lilli'

Fotograma del film ‘Darling Lilli’

En la acera de la izquierda de Gran Vía, el agua. Y en la derecha, el aceite. Yo me encontraba en el centro, dentro del salero de mi taxi, frenando a la señal del semáforo. Paré en primera fila, se encendió el muñeco verde, y justo entonces, a ambos lados, como dos presas abriendo sus exclusas, o encontrando la exclusa perfecta para invadir el asfalto, se desbocó el agua de la izquierda buscando la otra orilla y el aceite hizo lo propio en dirección contraria. Ríos de gente fluyendo que, dada su particular consistencia, acabarían cruzándose sin mezclarse hasta alcanzar intactos la acera opuesta. El agua acabaría en el lado del aceite y viceversa. Las mismas gotas de agua, las mismas gotas de aceite.

Todas, excepto dos. Desafiando la ley de los fluidos, una gota de agua y otra de aceite se detuvieron justo en mitad de la calle, se miraron absortos, como eclipsados por la densidad del otro, y sin mediar palabra, se besaron. Seguían corriendo mares de agua hacia un lado, y océanos de aceite hacia el otro, pero esa exacta gota de agua y esa precisa gota de aceite se fundieron en una sola formando un nuevo elemento ajeno al fluir de los cuerpos, o a los tratados de química. Quiero pensar que esas dos gotas no se conocían de antes, que por sí mismas crearon una nueva reacción hasta hoy desconocida por la ciencia, y que no habrá lumbreras capaz de explicar tal fenómeno. Quiero creer que aún hay leyes de la naturaleza por descubrir, que el agua y el aceite no se mezclan porque simplemente ambas creen que no hay química, pero cuando surge por azar, dos gotas entre mil millones, el agua enamorada se olvida de densidades y se convierte en lo que el aceite quiera. Claro ejemplo es este, que aunque se abrió el semáforo, ahí siguieron ingrávidos, besándose en el centro de la calle. A pesar de los cláxones, a pesar de las demás gotas de agua y de aceite observándoles atónitos a ambos lados de la calle, diluidas por la envidia.

Lo fácil, lo difícil, lo imposible

FOTO: Thomas Leuthard

FOTO: Thomas Leuthard

Lo fácil, lo cómodo, es pensar que la vida es una mierda —y tú su víctima indefensa—, o que el conductor del Opel Corsa azul que acaba de meterse en tu carril obligándote a frenar y, por tanto, obligándote a salir de tu letargo, es lo que se dice un gilipollas. Lo fácil, lo cómodo, es bajar la ventanilla y llamarle subnormal en su conjunto; que por culpa de ese gesto exacto y desafortunado ha conseguido borrar de un plumazo todos sus logros, si acaso los tuvo, toda su historia. Lo cómodo es no imaginar que el conductor del Opel Corsa pudo ser el mismo que en su día investigara, tal vez, el remedio de esa rara enfermedad que salvó la vida de tu mejor amigo, o que aquel despiste casual de invadir tu carril —léase “tu” con soberbia posesiva— fuera consecuencia del cansancio por tener que cuidar día y noche a un padre senil en su lucha por no olvidar su nombre. Lo fácil, lo cómodo, es reducirle a la categoría de hijodeputa aunque su madre, no lo sabes, muriera al poco rato de parir, con ese hijodeputa entre sus brazos. Más exacto hubiera sido haberle dicho, qué sé yo, “No te prejuzgo; sólo acabas de equivocarte” pero lo fácil, lo cómodo es borrarle de un plumazo su verdad y ya de paso relevar toda la experiencia que le habita, sus cuarenta años de historia, a un subgrupo inferior al que crees que perteneces.

Lo fácil es creer que el mundo real gravita en torno a tus virtudes, y que todos los baches, las trabas, los despistes que te obligan a frenar o peor, a cambiar de rumbo, no son más que gérmenes molestos adheridos a esa mierda que es la vida. Lo difícil es abrir tu mente y hacerte cargo de ese bache, de esa traba, y escarbar en sus motivos. Lo difícil es tirar del hilo y concluir, que aquel del Opel Corsa azul o ese otro tipo que se queja y lo maldice todo desde el asiento trasero de tu taxi tal vez sólo tuvieron un mal día, y en el fondo, en el nudo inicial de esa madeja, están ahí sólo gracias al fruto de un amor sin concesiones; que nacieron y crecieron porque alguien quiso darles alimento y protección cuando aún no eran capaces de valerse por sí mismos, que alguien los cuidó o curó si bien cayeron enfermos, que alguien los ayudó a enfrentarse a la vida. Gracias, como digo, al amor. Lo difícil es, en fin, pensar, hacerse cargo, que el amor es y ha sido siempre el motor, el principio y el fin de todo.

Comprando followers en Twitter no conseguirás a la chica

Tienes cinco pares de New Balance, un iPhone 6 y vas al peluquero cada quince días, pero la chica a la que quieres no te quiere. Ascendiste en tu empresa al nivel nueve, ganas dos mil cien más tres pagas, compraste un nuevo equipo de snowboard, pero el novio melenudo de la chica a la que quieres cuelga selfies con ella desde su puto Nokia, y viste camisetas, por dios, del H&M. ¿Qué tendrá él que no tengas tú si tú la quieres más que él y podrías permitirte regalarle una Nespresso en navidad y una semana en Cancún por vuestro aniversario? Estudiaste al melenudo y vale, tiene 35.000 seguidores en twitter, pero en seguida compraste en una web varios miles de followers, te pusiste a su altura, y aunque tus tuits no sean, en fin, tan ingeniosos, e hicieras trampa, ahora sois igual de influencers. Y además, ¿quién es ella sino una simple archivera mileurista sin aspiraciones de futuro que viaja al curro en bus cuando a ti la empresa te paga los taxis de ida y de vuelta? Me lo estás contando a mí, tu taxista de vuelta, y no doy crédito. Y me alegra en cierto modo que esa chica no se deje regalar, o no parezca fácilmente impresionable, o le importe un carajo tu colección de corbatas.

«Con él se ríe», me dices ofendidísimo. Y para compensar aquello compraste dos entradas para «El Club de la Comedia», puto bruto, y así no. Hacer reír no es comprar su risa, al igual que provocar el llanto no es comprar un frasco de lágrimas artificiales. O te sale natural, o no es posible. Habrá chicas para ti, de eso no hay duda, pero ella, la archivera, no es tu chica. El tipo melenudo la merece más que tú.

Besos globalizados

Fotograma del film 'Vacaciones en Roma'

Fotograma del film ‘Vacaciones en Roma’

Viajas a Praga, viajas a Roma, viajas a Berlín y en las calles más céntricas, aquellas donde más se aglutina la gente, nos topamos con el mismo Zara, el mismo H&M, el mismo McDonalds. Ayer llegó un tipo de Melbourne, Australia, y al montar en mi taxi en el aeropuerto de Barajas lo primero que me dijo fue: «Llevo 24 horas volando, de un punto al otro del globo. ¿Te puedes creer que en Melbourne y en Madrid he comido el mismo BigMac? Yo le dije que en Francia el cuarto de libra con queso lo llamaban Royale con queso debido al sistema métrico y entonces pasamos a hablar de Pulp Fiction y de cine en general. Esa es otra, me dijo, las pelis. Aprendimos a besar como besan en Hollywood; también hemos globalizado los besos.

Llegamos a Gran Vía y los cines, los pequeños comercios, los cafés de antaño, ahora eran Nike Store, Fnac, Starbucks. Vestimos igual que visten en Escocia. Lo de las faldas quedó en algo folclórico, como los trajes regionales. Hay Google en Lisboa, Google en Sao Paulo, Google en Chechenia. Triunfan los mismos libros en cualquier parte del globo. Todo el mundo sabe quiénes son los Rolling Stones, o el puto Justin Bieber. Todos han bailado el Gangnam Style. ¿Qué somos ahora sino una masa informe y diluida? ¿Dónde quedó la identidad? ¿Cómo eran antes los besos en Burgos, o en Soria, o en Pekín?

¡Taxi, trágame!

Foto: Craig Clountier

Foto: Craig Clountier

A la mierda la lotería. Si me das a elegir yo prefiero ese azar que ayer te llevó hasta mí, mosquita muerta: alzaste la mano en plena calle y justo resultó ser mi taxi, después de tantos años sin saber del otro, quién lo diría. No ibas sola, por supuesto. Tu nuevo novio formal y recatado parecía Mister Octubre en un calendario del Opus —cuello de pico, after shave olor a padre, hoyuelos beatos—; uno de esos tipos que viajan siempre erguidos, de finas formas, sosegado, igual que tú ahora, quién lo diría. Finalmente optaste por fingir no conocerme de nada (cómo explicarle a tu cándido novio y sin mentirle, de qué conoces al taxista) y yo jugué a lo mismo aunque no pude evitar lanzarte mi catálogo de muecas canallas y tú mientras incómoda y tensa, con esa cara de familia numerosa que envolvía tu silencio. Sé que mientras te esforzabas en fingir normalidad no podías evitar acordarte de aquella noche innoble, los dos en el cuarto de baño de aquel oscuro bar de Malasaña, tú de espaldas a mí, con tu pómulo y tus manos sujetando azulejos, lanzándome esos gritos susurrados: “más fuerte”, “más fuerte”, “más fuerte…”.

Y gracias o por culpa de esos flashes invadiéndote el recuerdo, viajaste sonrojada buena parte del trayecto, hasta el punto de acabar captando la atención de tu novio:

—¿Te encuentras bien, querida? -dijo él con su voz engominada.

—No, no. Estoy bien. Hace un poco de calor; eso es todo.

Luego os dejé en el restaurante y, al bajaros del taxi , tu delicado novio cerró mal la puerta.

Yo bajé la ventanilla y le grité:

-¡Más fuerte!, ¡más fuerte!

Y os juro que me veo incapaz de describir esa mirada final que me lanzaste. Fue realmente indescriptible.

Mis ojos no son de este cuerpo

FOTO: Bas Leenders

FOTO: Bas Leenders

Suena extraño tener ante tus ojos y al alcance de la mano y el deseo a una mujer preciosa y borracha y consciente en intenciones, recostada en cama ajena a espaldas de la fiesta y de la música de fuera, quitándose ella misma su camisa con cierta prisa calma, dejando al descubierto un sostén cuya seda perfila la erección de sus pezones, bajando después sus mismas manos al primer botón de sus vaqueros, y luego al siguiente y luego a un tercero, y yo mientras en pie, frente a esa cama, a escasos alientos de los bordes de su cuerpo, mirando y admirando y sin embargo no dejándome arrastrar por el contacto. Yo antes de aquello no hice nada; sólo observar en el salón cómo bailaba. Ella fue quien se acercó, tomó mi mano y me arrastró sin resistencia hasta esta cama. No llegué a saber su nombre, ni el timbre de su voz. Sólo sé que era preciosa, como tantas otras, y que quiso desnudarse solamente para mí con previsión de contacto; y de usar el condón que sacó de su bolsillo. Pero no hubo más. No busqué más que mirar –si es pecado tener ojos y orientarlos–. Ni siquiera pensé en mi mujer; no hizo falta. Cuando quieres de veras a alguien, no necesitas forzarte a pensar en ella como un talismán o un resorte contra el arrepentimiento. Simplemente está aquí dentro, infiltrada en tus huesos, lo cual anula en modo natural cualquier otro deseo, y la lujuria se convierte en un embudo cuya boca chica es ella y nada más que ella.

Ahora bien, mis ojos, sólo mis ojos son míos. Más libres que Cuba, sin embargo.

Desastre

He implosionado en cierto modo y ahora me encuentro sentado en el suelo de una casa cuyo dueño no conozco, con música chill out y gente charlando y bebiendo y fumando cosas raras. No recuerdo bien cómo he llegado hasta aquí, ni dónde he dejado mi taxi o si vine en mi taxi o tal vez andando o en nave nodriza. Sólo sé que acabo de encontrar un MacBook Air en el cuarto de baño de esta casa, escondido detrás de un muro de rollos de papel higiénico y he decidido llevármelo al salón y escribir con él no sólo por actualizar el blog, sino para ordenarme un poco. La parte mala es que tengo esposa y una hija reciente esperándome en casa. Supongo que mi mujer ahora se estará preguntando qué cojones ando haciendo, dónde estoy y por qué llevo unas horas (tal vez un día) sin dar señales de vida. Mi hija, por suerte, aún no se entera de nada.

Al otro lado de la habitación, justo en frente de mí, hay una pareja besándose. Ella está en el suelo, apoyada en la pared, y él sentado a horcajadas sobre ella. La chica me observa mientras besa al chico. Me observa teclear mientras besa a otro. Yo sólo escribo: no hago nada malo más que escribir, estoy pensando. Solamente implosioné por un rato, no sé. Son muchas cosas. Demasiadas sensaciones nuevas que no he sido capaz de gestionar en su justo momento. Colapso, supongo. Me vino grande la vida, supongo. Compré el traje de mi nueva vida sin saberme mi talla y ni probármelo siquiera. Llegué a la tienda de las vidas nuevas y dije: ¡ese! Y ahora resulta que me queda grande. El traje, digo. Y el caso es que no encuentro el ticket de compra. Pero ya lo encontraré (si es que no me lo he fumado todavía). O mejor: iré a un sastre. Sí, eso. Pasearé orgulloso con mi mujer, y mi hija, y mi traje de sastre.

Sólo espero que mi mujer lea esto antes de que yo llegue a casa. Cuando sea que llegue.

La historia de mi vida

De pequeño no hablaba. Simplemente no tenía nada importante que decir. Pasé una infancia plena y feliz sin apenas articular palabra, pero a los doce o trece años, mis padres, alarmados por mi voto de silencio, decidieron ponerme en manos de una prestigiosa terapeuta. Yo seguía sin tener nada importante que decir —y menos aún a una perfecta desconocida—, así que en aquellas primeras sesiones permanecíamos sentados el uno en frente del otro, mirándonos a los ojos, en silencio, durante cuarenta y cinco eternos minutos, y así un día tras otro, y tras otro, y tras otro. Al segundo mes en blanco, la terapeuta optó por cambiar de estrategia. Sacó un block de folios en blanco y una caja de lápices de colores a estrenar y me pidió que dibujara lo primero que me viniese a la cabeza. Pensé que sería una buena forma de matar el tiempo, de modo que dibujé un superman cayendo en una piscina de ácido, dibujé una mosca absorbida por un enorme agujero negro, dibujé una princesa con cara de sapo sentada en una nube, o dibujé un piano sin teclas sobre un charco de notas musicales. Años más tarde, analizando con ella aquellos dibujos, comprendí que el arte es el arma más letal que existe, capaz de desnudar los secretos más ocultos.

Aprendí mucho con aquella terapeuta. Sin embargo y a pesar de lo que pueda parecer, no conseguí hablar gracias a ella, sino gracias a una chica de mi clase que me gustaba muchísimo. Fue entonces cuando descubrí el auténtico poder de la palabra. Recuerdo que el último día de clase, justo antes de empezar las vacaciones de verano, me acerqué a la chica en cuestión y pronuncié las primeras tres palabras de mi vida: “¿Quieres salir conmigo?”. La chica, Patricia se llamaba, se quedó al principio absorta por escucharme hablar por vez primera después de tantos años. Luego se acercó, me dio un beso lento en la mejilla, y se marchó.  No volví a verla nunca más, pero aquel primer contacto me ayudó a intentar desenvolverme mejor con todas esas chicas que llegaron después. Y hasta hoy, que soy taxista, y aunque normalmente hablo de espaldas al cliente, al menos he conseguido convencer con la palabra a la que hoy es mi mujer, mitad mía y madre de esa otra mitad que es mi hija.

Estúpidos hombres blancos

(EFE/Seven News TV Channel)

(EFE/Seven News TV Channel)

Reina el pánico en un café de Sídney —la vida de decenas de rehenes penden del criterio loco de un presunto yihadista armado hasta los dientes— y paralelamente a esto, un puñado de oportunistas 2.0 se aproximan al lugar con la sola intención de hacerse selfies y colgarlos en la red. Un cristal separa el terror de la guasa: los unos, con las manos en la nuca presas del pánico y los otros, mientras tanto, al otro lado del escaparate, poniendo morritos en pose sexy delante del ojo de su smartphone. Es la rara distancia abisal del nuevo siglo, la estrecha línea que separa la ficción tecnológica del realismo en alta definición. Las sensaciones han mutado en píxeles sedados por el colapso de miles de frames por segundo. Cierto es que todos hemos visto y criticado alguna vez la crueldad medieval que se gasta el ala irracional del islamismo; pero acá, en la cultura occidental supuestamente culta y abierta, cuesta pensar que seamos mejores.

Un primer mundo capaz de llorar con la ficción de un anuncio de lotería de Navidad mientras se muestra indiferente ante las más crueles imágenes del telediario. Un primer mundo que frena su coche para observar mejor el accidente múltiple que acaba de producirse, y sin embargo sin tiempo para pensar en la frugalidad de la vida, o que el próximo puré de cadáver podrías ser tú. Un primer mundo de vuelta de todo que busca adrede vídeos de de gatitos para demostrarse que es posible gestionar cada dosis de ternura y por tanto no creernos monstruos deshumanizados. Aunque lo somos. Poco a poco la cultura del consumo masivo nos está devorando el juicio como un virus letal, silencioso, invisible. Pero sobre todo, irreversible. Como ejemplo, lo de Uber, que ante la creciente demanda por acercarse a ver in situ el secuestro de Sídney, es decir, al olor del negocio de la sangre, aprovecharon para cuadruplicar sus tarifas.