Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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El taxista insomne

Dada mi nueva condición de amamantador consorte y cambiador en prácticas de pañales express, apenas duermo y cuando duermo, lo hago con un ojo abierto y el otro a medio fuelle (mi hija es tan pequeña y tan frágil que temo que se deshaga entre las sábanas, o que se disuelva en el agua templada de la bañera cual pastilla efervescente, o peor: que se retroabsorba por el sumidero de sus propios bostezos). De todos modos, y a pesar de lo que pueda parecer, dormir poco o casi nada tiene sus ventajas, sobre todo en lo referente a mi vida taxial: ahora, cuando los usuarios de mi taxi me hablan de sus cosas, los escucho y observo con cierta distancia, distorsionando incluso su voz y sus gestos (les veo a través del espejo y se me antojan besugos lanzando bocanadas fuera del agua, y sus palabras me entran por un oído y se me pegan al colchón del cerebro y ahí se quedan, latentes).

Ayer mismo, después de dormir apenas dos horas, montó en mi taxi una mujer muy nerviosa, ya que estaba a punto de examinarse del teórico de conducir. Y creo recordar que me pidió consejo.

—¿Recuerda usted su examen? ¿Cómo fue? ¿Algún consejo?

—¿Qué examen? —pregunté aturdido, a escasos centímetros del sueño.

—El de conducir.

—Ah. Ni idea.

—¿No se acuerda? ¿Entonces fue hace mucho, no?

—No recuerdo haberme examinado.

—¿Y su carné de conducir?

—¿Qué carné de conducir?

—¿CONDUCE UN TAXI Y NO TIENE CARNÉ?

—No. No sé.

Y en esto la mujer bajó su ventanilla, llamó a un par de policías en moto casualmente parados en nuestro mismo semáforo, les dijo que yo no tenía carné de conducir y claro, los polis me mandaron echar el taxi a un lado y me pidieron la documentación.

—¿Me enseña su carné de conducir?

Y víctima aún del aturdimiento le entregué mi tarjeta sanitaria, lo cual les llevó a llamar a una unidad de control de alcoholemia. Y cuando llegó el coche patrulla, di negativo, claro. Entonces les expliqué que llevaba ocho días (con sus noches) sin dormir, y además les adjunté una ristra de fotos de mi hija.

—Joder —dijo el poli más fornido de los dos. —¡Haber empezado por ahí! ¡Es preciosa! ¡Mira qué carita más linda, Héctor! —le dijo al otro poli que se acercó y soltó un prolongado “Oooohhh. ¡Pero qué cosita más preciosa”.

Y nos dejaron marchar. Y la usuaria, por culpa del contratiempo que ella misma había provocado, llegó tarde a su examen.

Los límites del humor (versión beta)

Chica conoce a chico en Twitter. Intercambian menciones (respuestas simpáticas a tuits ocurrentes). Llegan los DMs. Más DMs. Deciden agregarse en Facebook. Chica ojea las fotos del chico (le resulta interesante). Chico pincha en el álbum “Verano 2013 Ibiza con amigas” de la chica (se centra en su figura en bikini y en el piercing de su ombligo). Empiezan a chatearse. La primera noche, cuarenta minutos. La segunda, hora y media. La tercera, deciden quedar. Ella es de Madrid, él de Fuenlabrada. Ella vive con sus padres. Él vive solo, en el piso que en su día compró con su exnovia. Para mayor comodidad de ella, acuerdan quedar en el Mercado de San Miguel de Madrid. Él se acerca en coche y lo mete en el parking de la Plaza Mayor. Ella acude en Metro. Al verse a las nueve treinta en la puerta del mercado, se reconocen enseguida. Deciden tomarse unas cañas y picar algo en los puestos del mercado. El encuentro cara a cara parece funcionar. Las cervezas ayudan.

Después de cuatro o cinco cañas con sus pinchos, deciden pasarse al gintonic en un local más apartado. Y al segundo gintonic, se besan. Y al cuarto gintonic, pasadas ya las tres de la madrugada, el chico propone a la chica dormir en su casa. En Fuenlabrada.

—Venga, vale. ¿Cómo iremos?

—En mi coche. Lo tengo ahí mismo, en el parking.

—Ni hablar. Bebiste demasiado.

—Tranquila. Yo controlo.

—En serio. No insistas. Olvídalo.

Al final el chico, por no dejar su coche toda la noche en el parking, decide marcharse solo a casa. Por el camino, le paran en un control de la A-42, y cuadruplica la tasa de alcoholemia permitida. Le quitan en carnet, se lleva el coche una grúa, y el chico queda a la espera de vérselas con un juez.

La chica, por el contrario, toma un taxi de camino a casa. Mi taxi, para ser exactos. Tal vez movida por el alcohol, se arranca a hablar conmigo sin parar. Me cuenta toda su historia con aquel chico: que la cosa, en un principio pintaba bien, pero que al final la cagó comportándose como un niñato por culpa de lo del coche. Llegamos a su casa, se marcha, y en esto se deja olvidado el móvil en mi taxi. Caigo en la cuenta poco después de arrancar, cuando me sorprende un pitido en el asiento trasero del taxi. Me giro y encuentro su iPhone. El pitido corresponde a un Whatsapp del chico. Lo abro y leo: “Menudo putadón, tía. Acaban de trincarme en un control de alcoholemia. Multaza con juicio, sin puntos, y encima se llevan el coche (emoticono triste)”.

No puedo evitar hacerme pasar por ella y le contesto: “Te jodes, por niñato. Si hubiéramos pillado un taxi, ahora me tendrías en tu cama (emoticono de berenjena, emoticono de boca abierta)”.

Al instante llama la chica a su mismo móvil. Contesto: «Sí, sí. Aquí lo tengo. Doy la vuelta y regreso a tu portal en dos minutos». Me acerco de nuevo a su casa y le entrego el móvil. La chica me da mil gracias y se marcha. No sé qué pensará cuando vea el mensaje que envié en su nombre. Tal vez se lo tome con humor, tal vez justo lo contrario. Me pueden las formas, lo sé. Y lo siento.

Nota: En mi defensa diré que me reí bastante.

Besar con brackets

FOTO: Steven Depolo

FOTO: Steven Depolo

Los brackets son la esencia misma de la belleza corrupta. Mira esa boca. Perfecta. Labios insomnes. Comisuras que parecen guiones de diálogo al principio y al final de cada frase, y esos hoyuelos cuando sonríe, como paréntesis contenedores de tiempo (y fuera de ellos, la nada). Enfoqué el espejo retrovisor hacia su boca huyendo del cruce de miradas (soy un hombre casado) y de repente, las calles se evaporaron y yo, como taxista, hice un master en volúmenes perfectos contenidos en continentes lejanos y exóticos. Ella, por si las moscas, mantuvo la boca cerrada, pero ese preciso y precioso hermetismo pronunciaba aun más sus labios abultados por los brackets, como quien guarda un tesoro bajo la almohada y la almohada se desboca. Qué bella palabra: desboca.

Pensaba en esto por no hablar de teenagerismo que imprimen unos brackets a los veintitantos, sumados a unas pecas que son el gotelé del alma niña. Pensaba en esto por no hablar del papel que representa su lengua inaccesible y presa del pánico en esa cárcel de dientes díscolos que sueñan otra vida recta y ordenada. Besar una boca mullida con brackets es plantarle cara a la ansiedad, abrir la mandíbula suave y testar el metal, y sentirte migrante en la frontera de Melilla, y el paraíso artificial al otro lado, eléctrico instante.

—¿Qué te debo? —me dijo al final.

—No te entiendo.

—La carrera. El taxímetro. Vivo aquí. ¿Es lo que marca?

—Sí, supongo. Perdona. Estaba en otras cosas.

Y ella sonrió, tapándose la boca con la mano.

—No te tapes, por favor. No te tapes —dije yo.

Entonces ella apartó su mano. Fue solo un segundo y luego se marchó, pero aquel sencillo gesto de apartarse la mano de su boca fue el desnudo más sensual de la historia de los taxis con historia.

Taxis, hombres y viceversa

FOTO: Wikimedia

FOTO: Wikimedia

Aquel usuario de mi taxi no era excesivamente guapo (labios de besugo, ojos como faros de un Mini Cooper, pelo lamido a izquierdas) pero hacía lo posible por potenciar su potencial. Primero, se notaba musculado, depilado hasta donde alcancé a ver, bronceado, e hidratado. Segundo, vestía a la última moda choni/cool (pantalones ceñidos y remangados verde pistacho, Nikes nuevecitas, camiseta blanca de pico y americana azul eléctrico, gafas de sol Feat. Pitbull y diamantes CR7 en ambos lóbulos). Tercero, se esforzaba en hablarme sosegado y educado, aunque se notaba que las buenas formas no eran su fuerte: «¿Podría usté llevarme a la calle Infantas, por favó?», pero al instante me demostró un lenguaje menos forzado, como si el BMW Serie 6 que pasó a nuestro lado descorchara de un golpe sus bajos instintos:

—¡Buá qué coche, chaval! Y mira qué llantazas calza. Yo acabaré pillándome uno, ¿que no? Me lo estoy currando un huevo.

—¿Ahorrando? —pregunté intrigado.

—Qué va. Estoy sin curro y aún vivo con mis viejos, pero me lo estoy currando muy en serio para entrar a saco en Mujeres, Hombres y Viceversa: mucho gimnasio, mucha dieta, cremitas para tener la piel chachi, buena ropa, subo selfis al tuiter para ganar fologuers, ya sabes…

—Pero la ropa, las cremas, el gimnasio… debe costarte un dineral.

—Por ahora me están ayudando mis viejos. Ojo: que no son ricos ni nada ¿eh? Son mazo humildes y tal. Vivimos en un piso cutre ahí donde me has cogido, en Aluche, pero les he prometido que pienso devolvérselo todo y comprarles una casa nueva cuando triunfe en la tele.

—Te veo convencido.

—Lo estoy, nano.

Lo de «nano», tratándose de un tipo de Aluche, me dejó roto, descompuesto, en blanco, sin nada más que decir. Y el opositor a tronista aprovechó el silencio para hacerse una tanda de selfies desde el asiento trasero de mi taxi.

Mientras tanto, un tal José María Eirín-López, a la sazón investigador en biología evolutiva (cuyo estudio para encontrar sustitutos naturales a los antibióticos fue destacado por la revista Nature como uno de los mayores logros de 2008) ha tenido que emigrar a EEUU por la falta de ayudas aquí, en nuestra peculiar España.

Besado en lechos reales

FOTO: Mario Leclere

FOTO: Mario Leclere

Besar o ser besado es confiar en otros labios, saber o ser sabido que serán bien recibidos, tratados como crees que se merecen: la otra boca no morderá tu boca, y si lo hace, será con intención y con mesura. Besar es luchar por las ganas del otro, desenredar sus dudas con la punta de tu lengua, o dejarte llevar como en un tango. Habrá un lenguaje no verbal, un pacto tácito surgido del contexto: el cuarto de baño de una biblioteca, un semáforo en ámbar o un fotomatón sugieren besos urgentes. Un beso en la cola del pan te dice eh, estoy aquí contigo, junto a ti, y quiero improvisar, que seamos uno en este preciso instante. O el beso casto y civil ante un juez: te regalo mis labios para el resto de tus días.

Pero también hay besos desesperados, besos eléctricos cuya factura acabarás pagando. Y besos que enmascaran mentiras, de labios tensos y ojos cerrados fuerte, como si cerrando los ojos acallaras las voces de dentro. Y besos de culpa. Y de perdón. Y de socorro. Y de no saber lo que haces con tus labios.

Y besos imaginarios. Son aquellos que te mueres por dar pero no puedes, o no debes. Labios encuadrados en el espejo retrovisor de tu taxi que no son ni serán nunca nada tuyo y se irán, y tú te quedarás con esa imagen grabada en la memoria del tacto de tu boca.

Aunque a veces es mejor imaginarlos.

Tender a la nostalgia

FOTO: @mariam_otea

FOTO: @mariam_otea

Antes de rehacer tu vida pregúntate si alguna vez tu vida estuvo hecha, si llegaste a conformarte con lo puesto, si llegaste a decir: aquí me planto. Te casaste con Ana hace dos años, y hace dos años pensabas que sí, que Ana era tu mundo y que el resto de los mundos no existían. Todos se casan convencidos de saber que el futuro será un eterno presente continuo; un sumatorio de planes y adornos girando en torno a un mismo epicentro. Ana era el núcleo de ese mundo, y todos tus pensamientos, tus ilusiones, gravitaban en torno a ella. Pero el tiempo pasó a destiempo entre vosotros y, en esos casos, cuando la rutina pesa menos que el amor y sale a flote y mancha el mar de los buenos propósitos, la paz salta de vocal y se convierte en pez intoxicado.

Tu paz se convirtió en ese pez. Y te dejaste llevar por la marea hasta acabar muriendo mordiendo el anzuelo que te lanzó su abogado. Los corales y los pecios y el tesoro, para ella. Para ti, la orilla donde rompen las olas y el adiós.

Después de aquello, de surcar todos sus mares para acabar como un náufrago en tierra de nadie, nada más salir del despacho (o despecho) de su abogado, tomaste mi taxi. Al cerrar la puerta se cortó el hilo que te unía a su caña de pescar y me contaste tu historia como intentando sacarte el anzuelo del cielo de la boca. Yo intenté animarte y te dije que esas heridas en el paladar se curan pronto gracias al poder cicatrizante de la saliva. Aunque también te advertí: «No olvides que los mares se evaporan, se condensan, y llegará la lluvia y pensarás en ella. Y además encontrarás su rostro en la forma de las nubes». Por eso te aconsejé que evitaras mirar al cielo y que llevaras, por ahora, siempre contigo un paraguas. Y que evitaras las comidas con sal. Y que en lugar de tender a la nostalgia, tendieras la nostalgia en una cuerda, con pinzas, hasta que se seque o se saque de dentro de ti.

Yo lo hice hace tiempo. Y ya no recuerdo siquiera su nombre.

Cuando la belleza es ciega

ojos blindness

Nunca había visto subir a mi taxi mujer de belleza tan pura. Ella tampoco: era ciega. Tal vez por eso su belleza reluciera más aún. La suya era, a fin de cuentas, una belleza libre, una belleza sin el vicio inevitable del espejo, sin las pistas del espejo, o el escrutinio del espejo. No era consciente de sus gestos más favorecidos, ni del carmín más adecuado, o de cómo articular los labios y que resulten sexys, y sin embargo todo en ella conjugaba de un modo salvaje y melodioso a su vez. Sus labios eran un tango aun sin haber aprendido a bailarlos, y arqueaba las cejas como mueve el pincel un pintor impresionista.

Y en casos como este no importa que te digan mil veces lo guapa que eres si no te puedes ver con tus propios ojos, ni comparar con las demás bellezas. No eres consciente y en cierto modo pierdes la importancia del aspecto físico aunque el tacto haga las veces del ojo pero mienta también: hay caras suaves pero feas a la vista; o rasgos bien definidos (que facilitan la imaginación) pero feos en conjunto.

Hablé con ella sólo por ver atentamente cómo movía sus labios. Incluso fingí detener el taxi en un semáforo (en realidad me eché a un lado del arcén) y me acerqué por entre el hueco de los asientos, casi cara a cara y a escasos centímetros, conteniendo el aliento por si notaba mi cercanía, evitando acercarme más por si notaba el calor de mi piel. Y así me mantuve un buen rato hasta que ella me dijo:

-Tarda mucho el semáforo, ¿no?

Y entonces comprendí que, de los cinco sentidos, la vista es el más dado a detener el tiempo.

Penas on the rocks

Vale que no está bien conducir un taxi completamente borracho. Tampoco lo está implantar tasas judiciales, o mercantilizar la salud, o indultar al corrupto, o que los bancos te echen de casa a patadas y sin embargo ellos creen que es lo correcto e incluso intentan convencerte de ello. Aquí somos todos inocentes mientras no se demuestre lo contrario; hasta los mancos escupen piedras con la excusa de no tener manos que esconder. No me estoy justificando, o tal vez sí. Da igual. El caso es que me apetecía ahogar un buen puñado de recuerdos al más puro estilo Sinatra: «El único amigo del mundo que nunca me ha fallado se llama Jack Daniel’s». El cuerpo me pedía sólo beber, y además beber solo. Disfrazarme de loser acodado en cualquier bar de tercera. Jugar al drama. Escribir versos en servilletas: había perdido esa costumbre. Y mola, porque te ves libre de hacerlo, porque en ese preciso instante, cuando das el primer sorbo, comienza a importarte todo un carajo. Como si cae un obús justo encima de tu taxi aparcado. Me refiero a reconciliarte contigo mismo, desinfectar con alcohol las heridas, abrazar tu propio cráneo, encontrar al Dios que llevas dentro o como quieras llamarlo.

Bebí a un ritmo de tres estrofas por copa. A la cuarta o quinta servilleta se me acercó una mujer fea de la hostia, contrahecha aunque hinchada de autoestima. Me arrancó el boli de la mano y me dijo:

-¿Qué escribes?

-Tu epitafio- contesté.

-No sé qué es epitafio, pero da igual. Te doy permiso a lo que sea que escribas sobre mí si me invitas a un trago.

-Lo siento. Pero no.

-¿No te apetece pasar un buen rato?

-Eso hacía.

Entonces acercó su vodka boca a mi oído y susurró:

-Venga. Hoy es tu día de suerte. Por 50€ te hago lo que quieras.

-Genial. Dame esos 50€ y lárgate.

-¡Será imbécil!

Se marchó, claro. Y luego me bebí otras tres o siete. Y salí del bar endiosado, monté en mi taxi y apenas dos manzanas después, lo estampé contra una enorme maceta de hormigón. Y ahí dejé el taxi, chorreando agua o aceite o gasoil por el golpe, no sin antes llevarme a casa un par de flores de recuerdo.

Me trajo otro taxi. El taxista me tendió un pañuelo:

-Tienes un corte en esa ceja. Estás sangrando.

Y era cierto. Nada más decirlo noté cómo caía un reguero de sangre caliente hasta la boca. Llegué incluso a chupar la sangre. Y en ese bucle de beberme a mí mismo me sentí feliz, completo. No sé si entiendes lo que quiero decir.

Homo WiFidus

Estoy en un bar de Chueca, escribiendo con mi portátil sobre una barra pegada a una inmensa cristalera con vistas a la calle. De hecho, todos los que estamos sentados en la barra tenemos el portátil abierto (3 Macs, 1 Sony, 1 Lenovo) y alternamos el tecleo con sorbos a copas o a tazas y pastel de queso. Si descartamos a nuestro amigo Wi-Fi, todos estamos literalmente solos.

Algo me dice que soy el único taxista. Y el único, también, que bebe alcohol.

Según parece, ahora el Wi-Fi abierto convierte al típico loser solitario de bar en un emprendedor de lo más cool. Ahora el tiempo en los bares del (antes conocido como) loser se mide en capacidad de batería. Y consumimos otro tipo de rayas: cada raya, según modelo, equivale a 1/3 de batería, que a su vez, en mi caso, equivale a 1/3 de Mahou. A mí una batería completa me dura tres cervezas, pero al gafapasta del Mac de mi derecha le está durando un té con limón y cuatro cinco galletitas de chocolate. Está diseñando el logo de una web porno-retro, por cierto.

Así dispuestos, sentados en taburetes y como digo, en una barra pegada a una cristalera que da a la calle, parecemos animales de zoo expuestos al viandante. Homos WiFidus o algo así. Daríamos una imagen patética si no fuera porque a nadie le importa una mierda esto. Ningún viandante se detiene a observarnos, como harían en un zoo, porque la calle es gratis. Si el Ayuntamiento cobrara entrada por pasear por la ciudad seguro que alguno se plantaría ante nosotros y nos lanzaría cacahuetes o mejor, tarjetas de memoria microSD.

Creo que lentamente, y sin querer, nos estamos volviendo irreversiblemente locos. ¿Acaso soy el único de este puto bar, de este puto mundo, que se siente extraño?

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Nota: Mientras pienso en esto pasa por delante de mí una grúa municipal con un taxi en su chepa. Me asomo a comprobar la matrícula y en el maletero veo el rótulo «nilibreniocupado» alejarse: es mi taxi. No estoy seguro, pero creo que aparqué en una plaza para minusválidos.

 

Encuentro homotaxial

Vayamos por partes. Puedo llegar a entender que aquel usuario de mi taxi, en su cruzada por homosexualizar el planeta, intentara ligar conmigo o más bien tener sexo explícito conmigo y en mi mismo taxi. Puedo llegar a entender que algunos hombres encuentren cierto morbo en ligarse al taxista aprovechando un trayecto cualquiera. Convendría, en este punto, preguntarnos por qué resulta mucho más habitual este tipo de impulsos desinhibidos en hombres y no en mujeres, siempre más comedidas y prudentes (para mi desgracia).

Lo que no alcanzo a entender es que al negarme (con suma educación), aquel usuario intentara argumentar el porqué de mi error. Me llamó «antiguo» por no sucumbir a sus encantos, como si el sexo homosexual fuera cool o estuviera de moda (¿qué parte del siglo XXI me he perdido?). También me dijo que todos llevamos un gay dentro (¿?), que «aquel que lo prueba siempre repite» (¿alguna encuesta del CIS al respecto?), y que «a todos nos gusta una buena mamada», con independencia de quién te la practique. En efecto, una boca es una boca, pero olvidó el factor psicológico de no poder evitar saber que el dueño de esa boca tiene barba, y pincha.

También apeló a cuestiones culturales. Que nuestra sociedad aún no estaba preparada para una total libertad sexual sin prejuicios ni convencionalismos. En otras palabras: me llamó estrecho.

Pero en algo sí que le di la razón: «Nadie conoce mejor a un hombre que otro hombre». Eso es cierto. Y tal vez la técnica de un hombre hacia otro hombre sea más depurada, pero vuelve a olvidar el factor psicológico, el poder de la atracción o incluso los subgrupos del deseo: a mí, por ejemplo, me gustan las mujeres pero no TODAS las mujeres. Aquel hombre, por otra parte, era objetivamente feo. Sucumbir a su propuesta habría implicado saltarme demasiados escalones (no confundir con tabúes). Huelga decir que no tengo nada en contra de cualquier tendencia sexual siempre que sea consentida por ambas partes (ambos adultos y en plenas facultades mentales, se entiende); pero creo que a algunos, en esto de la normalización homosexual (bienvenida sea), se pasaron de frenada.