Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La cadena del frío

La mujer no paraba de hablarme, que si el #12M15M, que si el calor, que si la nueva gira de Bruce Springsteen, pero yo no podía evitar mirar aquella bolsa, una bolsa isotérmica que ahora reposaba a sus pies sobre la alfombrilla, a mi lado, en el asiento del copiloto de mi taxi. Mientras ella me hablaba yo hacía mis cálculos: la mujer había salido de la tienda de congelados y tomado mi taxi a las 18:28 (me vio nada más salir del comercio), ponle que transcurrieran otros dos o tres minutos previos con los productos fuera del congelador (lo que pudiera tardar entre sacarlos del frío, pasarlos por caja, pagar y meterlos en la bolsa isotérmica). El trayecto era corto, pero hasta ahora ya nos habían tocado tres semáforos en rojo y dos coches maniobrando para aparcar, mala suerte, así que había transcurrido unos siete u ocho minutos desde que la mujer sacó la mercancía de su hábitat hasta este preciso momento. ¿Cuánto tardarían los productos en descongelarse a pesar de la bolsa isotérmica? (Ni puta idea. Sería como preguntarse: ¿cuánto dura vivo un pez fuera del agua?). De todos modos me faltaban datos. Desconocía qué productos guardaba en la bolsa. No es lo mismo una merluza congelada, que helados de hielo. De tratarse de helados sin duda tardarían mucho menos en descongelarse, y ahí ni cadena del frío ni hostias: un helado descongelado es como un pez muerto. Y yo no quería matar nada o ser el cómplice forzoso de ningún asesinato. No en mi taxi.

Entonces se me ocurrió una idea. Con la intención de aumentar unos grados, accioné el aire acondicionado a tope, a la menor temperatura posible y enfocado a la bolsa. La mujer continuó hablándome como si nada, pero en esto me di cuenta que llevaba sandalias, y el chorro de aire frío en sus pies desnudos debió de recorrer su cuerpo, pues se instaló en sus pezones que emergieron como boyas en pleamar (al otro lado de su camiseta blanca de tirantes, sin sostén).

Ahora no sólo continuaba angustiado, víctima de una angustia creciente y proporcional al estado intrínseco de la bolsa, sino que aquella imagen de sus pezones erectos, además, me excitó. Extraña mezcla de sensaciones, sin duda.

Y digo yo que será por culpa de una asociación inconsciente de ideas, pero desde aquel trayecto, cada vez que veo derretirse algo, no puedo evitar sentir cierta excitación sexual. Y cuando veo un pez muerto.

 

Matar a Valentín

Soñé que un coche de la policía arrasaba las azaleas de mi jardín. Desperté de súbito (yo no tengo jardín) y ahí estabas, a los pies de la cama, observándome mientras te abrochabas el pantalón. Ven, te dije. No puedo, llego tarde al trabajo. Que le den por culo al trabajo, te necesito. La puta poli acaba de destrozarme el jardín. ¿Qué jardín? El de dentro, supongo. Tengo miedo. Ven. Abrí la cama y te hice un gesto. Te acercaste para darme un beso y entonces te agarré por la cintura y tiré de ti. No puedo, Daniel, ya llego tarde. Sólo será un minuto. Te necesito. Está bien: un minuto y me voy, ¿vale? Te tumbaste a mi lado. Yo aproveché tu camisa abierta para apretar mi cabeza contra tu escote, sentir calor, o el eco del mar en tus latidos. Mientras, me acariciaste el pelo. ¿Tuviste un mal sueño? Horrible. La policía destrozó mi jardín. No te vayas, por favor. Tengo miedo. ¿Y a qué tienes miedo? A que te vayas. Pero tengo que irme. En esto metí mi mano por debajo de las copas de tu sostén y comencé a acariciarte los pechos. Daniel, no sigas… Tus pezones comenzaron a ponerse duros. Lanzaste un par de gemidos sordos pero al instante conseguiste zafarte. Ya vale, Daniel. Otro día. Me tengo que ir.

Ya en pie te abrochaste la camisa y tomaste tu chaqueta de la silla. Era azul. Del mismo azul que el pantalón. Parecía un uniforme. Al retirar la chaqueta pude ver en el respaldo un cinturón con balas, porra  de goma y un revolver. Y en la chaqueta, tu placa de la Policía Municipal. Te agachaste para tomar la gorra del suelo y me diste un último beso. Antes de marcharte me señalaste una nota sobre la mesilla: no te olvides de eso, me dijiste.

Sonó un portazo y me acerqué a la nota. Era una multa de tráfico cumplimentada a mano con mis datos y la matrícula de mi taxi. Doscientos euros por saltarme un STOP.

Al otro lado

Hay algo más allá del horizonte. Es esa fina línea que asoma por el telón inverso de tu escote (tal vez sin querer, tú sin saberlo, yo lo prefiero). El suave filo del sostén buscando aire, sacando pecho, que amenaza el pudor de tu camisa (tal vez sin querer, tú sin saberlo, yo lo prefiero). Apenas dos milímetros de sostén son suficientes para mantenerme perplejo durante todo el trayecto. Perplejo y vulnerable. Travieso en secreto.

Lo miro de reojo, tú a mi lado. En esa postura tu camisa describe una curva entre dos botones que me permite ahondar aún más en la metafísica del sostén que intuyen tus pechos. No quiero pensar que el sostén sujete nada. Prefiero creer que protege. Protege blanduras perfectas. Protege del viento las frágiles dunas.

Tomamos una autopista. Ajustas tu cinturón de seguridad entre ambos pechos y ahora tu cuerpo parece una señal de prohibido (color luto). Murió asfixiado el hueco con vistas de entre esos dos botones. Maldigo las normas viales. 

No sé por qué imagino tus pechos sin pezones. Una vez leí, no recuerdo dónde aunque sí su autor (Juan José Millás), el relato de un niño que creía que las mujeres no tenían pezones. Los pezones sólo se formaban cuando el bebé lactante succionaba por primera vez el pecho virgen de su madre. El niño tenía envidia de su hermano mayor porque pensaba que éste había tenido el privilegio de «crear» los pezones de su madre.

No sé por qué relacioné esta historia con los pechos de la usuaria. El inconsciente es raro. Buscar las conexiones es volverse loco.

Freud no nos quiere

– El médico no sólo te recomienda no fumar durante el embarazo, sino también, y sobre todo, durante la lactancia. Según parece, la calidad de tu leche empeora si fumas. Sería como inyectarle nicotina al pobre bebé… – continuó la usuaria mientras circulábamos por el útero de Bailén.

Escuchándola, comencé a pensar en esas boquillas de plástico que algunos fumadores insertan en el filtro de los cigarros para reducir su nivel de nicotina. De hecho, mientras me explicaba cómo el tabaco influía en la leche materna, comencé a imaginarme a la usuaria enroscándose una de esas boquillas en su propio pezón y al bebé succionando a través de ella.

Y esa imagen me excitó.

– … porque, claro, si tenemos en cuenta que la leche de la madre se forma en las mamas a partir de los nutrientes que ella misma consume…

En esto subí el aire acondicionado del taxi a tope y bajé con disimulo mi espejo retrovisor. Sus pezones no tardaron en emerger tras la fina tela del vestido. Filtros de boquilla estrecha, pensé.

– …hace tiempo vi un documental en La2 que explicaba el proceso perfectamen… ¿Podría quitar el aire acondicionado? Hace frío.

– Mmm… sí. Claro.

Apagué el climatizador y casi al instante sus pezones volvieron a desaparecer como succionados por sus propios pechos. Fascinante mecanismo, pensé.

En esto, el insoportable calor de la calle invadió el habitáculo y ambos comenzamos a sudar. Una pequeña gota de sudor recorrió despacio el cuello de mi usuaria hasta desaparecer por entre sus pechos.

El sudor surge a través de los poros, pensé. Y los pezones también son poros, aunque algo más gruesos. ¿Por qué no segregarán leche todos los poros de su cuerpo? En tal caso, los lactantes se alimentarían lamiendo la piel de sus madres, y ese contacto entre la lengua del bebé y el cuerpo de su madre crearía un vínculo mucho más estrecho entre ambos.

¿Y los hombres? Si tanto afecta el tabaco al esperma, ¿por qué no enroscarnos nosotros también un filtro de nicotina en el pene? ¿y por qué no sudamos sémen? ¿por qué no fecundar sólo cuando haga calor, abrazando a las mujeres que sudan leche? ¿por qué no alimentarnos sólo de su leche, y ellas de nuestro esperma, en eterno bucle?

¿Y por qué, nada más bajarse la usuaria del taxi, llamé a mi madre?

Los ojos de Bette Davis

Diez y media de la noche. Calle desértica, como tu cuello. Me lanzas miradas en carne viva mientras hablas por teléfono. Yo conduzco y sólo escucho el carmín de tu boca, tus suaves grietas como anillos de árbol: sabes que podrías ser mi madre. Tus deseos son incestos para mí.

Cuelgas. Me hago el huérfano. Giras las piernas hacia el sur y escucho el sonido de tus medias como piedras de mechero.

– Cambio de planes. Mejor tu casa – me dices, confiada.

Apago el taxímetro sin decir nada. Sólo subo el volumen de la canción: Bette Davis eyes.

En el garaje llegan los besos que saben a sal. Me arrancas los botones del ascensor, abro la puerta con los dientes y en lo que dura el pasillo araño tu espalda que cicatriza al instante con mi propia saliva. Aparto de un manotazo a mi pato de goma Made in Hong Kong y nos lanzamos a la cama buscando el Tetris perfecto. Convierto tus medias en cuartas y luego en octavas. Abro el segundo cajón de la mesilla, meto mis prejuicios y saco los condones.

Traduces tu orgasmo en palabras. Gritas «Carlos», sin querer. En el cigarro me dices que Carlos es el nombre del hijo que siempre quisiste tener. Tienes cuatro hijas de dos maridos distintos. Cuatro. Y ya es tarde para más.  

Apago el cigarro, me acerco a tu pecho, tomo tu pezón entre mis labios y comienzo a succionar.

– Buen chico – me dices.

Me quedo dormido en esa misma postura. Tú permaneces despierta durante toda la noche.

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Mañana, a las 12, encuentro digital en 20minutos.es. Os espero a TODOS.

De mamas and the pappas

Subió a mi taxi una chica joven, arreglada, muy pintada y me dijo que necesitaba llegar antes de las 12 a nosequé discoteca (de logo frutal) de Valencia para participar en el sorteo de un implante de mamas.

– Tengo que ganar ese sorteo… es una operación muy cara que no me puedo permitir, así que… ¡deséame suerte! – añadió.

– ¡Suerte! – dije.

Y allá que fuimos.

Durante el trayecto nos dedicamos a intercambiar traumas. Ella empleó los primeros 100 kilómetros en contarme los suyos, y yo el resto. Mi listado debió de conmoverla, pues al llegar me pidió que entrara con ella:

– Así, cuando acabe el sorteo, podremos volver juntos a Madrid.

En la discoteca alterné con la plana mayor de Valencia (el chiste es mío). Siete copas de Ron después me vi con una copa de látex entre las manos: Llegó el sorteo y lo gané yo. (¡Plof!)

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(¡Plof!) Justo en este momento me desperté empapado en sudor.

– Jodida pesadilla – solté al aire.

Me sentía extraño, con una fuerte presión a la altura del pecho, como si alguien me hubiera abierto en canal durante la noche. Al levantarme de la cama y acercarme al baño el espejo me dio el susto de mi vida:

Bajo el pijama me asomaban dos enormes tetazas duras como piedras, puntiagudas y tuneadas con sendas cicatrices infopezonciales.

Silicona

– En cuanto tenga dinero me pienso operar las tetas – me dijo la usuaria tras un larguísimo monólogo introductorio.

– ¿Para qué? – pregunté.

– Pues… para tener más.

– ¿No le basta con tener dos, como todo el mundo?

– Me refiero a unas tetas más… grandes.

– ¿Para qué?

– Para sentirme más guapa.

– ¿Y para qué quiere sentirse más guapa?

– Para ligar más.

– ¿Y para qué quiere ligar más?

– Para poder elegir al hombre de mi vida.

– ¿Y para qué quiere elegir al hombre de su vida?

– Para casarme con él.

– ¿Y para qué quiere casarse?

– Para tener hijos.

– ¿Y para qué quiere tener hijos?

– Para cuidarlos, y verlos crecer, y todo eso. Y para quererlos y que me quieran…

– Osea, que para sentir el amor de sus hijos necesita inyectarse en el pecho el mismo material que otros usan para sellar ventanas…

– ¿Es usted psicólogo, o algo así?

– No, no… soy taxista, ¿no lo ve?

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Nota: En culturas como la venezolana se dice que ‘no hay mujer fea, sino mujer pobre’.