Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Negar tu ombligo

FOTO: Ricard Aparicio

FOTO: Ricard Aparicio

No entiendo bien esta nueva moda extendida ahora entre las chicas de llevar vaqueros altos, por encima del ombligo, con esas interminables braguetas como cesáreas, aunque su límite inferior rebase la frontera de las nalgas, mostrando incluso parte de las nalgas, sin pudor por enseñar las nalgas. Llámame ajeno a los designios de la moda, pero yo recuerdo, no hace tanto, lo mucho que la gente se mofaba de aquel Julián Muñoz Street Style, que poco le faltaba al hombre para atarse el pantalón a las axilas, tachándolo por todos de extrema paletada. Y ahora, según parece, Muñoz se ha convertido en un icono sin querer desde su cárcel, encerrando también vosotras el placer de admirar la franja más sensual de vuestro cuerpo. ¿Dónde quedaron esos vientres planos, tan sutilmente suaves a la vista, custodiados por el raro y poderoso sumidero del ombligo? ¿Por qué condenásteis al destierro aquellos piercings ombligueros (auténticos imanes para el iris de los hombres) o esas leves curvitas cóncavas de los huesos caderiles que además hacían las veces de tensores del vientre, como pinzas de una piel tendida al sol? ¿Acaso ahora lo moderno es esconder lo más preciado, mostrando el culo a cambio, en una suerte de trueque sensorial para los hombres?

(¿Habrá detrás una intención preconsciente de ocultar o negar el ombligo como símbolo fantasma del cordón umbilical unido a sus madres?) 

Me cabrea muchísimo el asunto. Porque es verano. Y parece que el museo de los cuerpos cerró por vacaciones. Capaz serían, mis ojos, júrolo, de sacrificar escotes y nalgas a cambio de un mayor número de vientres desnudos. Tapaos, si os place, hasta el cuello, o cubríos los culos: podré con ello. Pero no me arrebatéis mis ganas de comerme las aceras desde el taxi, el placer inofensivo de dar vueltas en busca del vientre perfecto, o del piercing que emita las ondas precisas para atraparme. Como el insecto tonto que soy cuando detecto belleza.

La madre de mi amigo imaginario

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Ayer por la tarde montó en mi taxi una mujer joven, no más de veinticinco años, enfundada en un vestido de premamá pero sin vientre de embarazada debajo. El vestido parecía totalmente deshinchado, con los pliegues sobrantes de la tela colgando por delante del cinturón, y al sentarse en mi taxi (o más bien reclinarse) no aprecié bulto alguno, sino un vientre completamente plano.

Sin embargo, al tomar asiento, la chica se puso el cinturón de seguridad del mismo modo que lo hacen las embarazadas (enfundándose sólo la parte diagonal del cinturón y la inferior, la que se ajusta al bajo vientre, pisada debajo del culo). Por otra parte noté que la chica trataba de evitar conscientemente apoyar sus manos sobre su vientre. Las mantuvo en todo momento a ambos lados de la cintura, con las palmas sobre el asiento: una pose nada natural, o más bien forzada. A tenor de todo esto pensé que podría tratarse de un embarazo ya no psicológico, sino fantasma: que ella realmente creyera que en su vientre se fraguaba algo y actuara en consecuencia. Aquello no me resultó tan raro teniendo en cuenta que todos, de chavales, hemos tenido nuestro amigo imaginario (y ese amigo, digo yo, tendrá una madre). En mi caso, mi amigo imaginario se llamaba Fran, y aprobé 3º, 4º y 5º de EGB gracias a sus susurros (hasta que Fran, de improvisto, se marchó a vivir a Praga y yo, por lo tanto, empecé a suspender). De hecho, ahora que lo pienso, aquella usuaria de mi taxi tenía los mismos ojos azules que Fran. Podría ser su madre imaginaria, aunque a destiempo (lo cual tampoco es de extrañar: en el mundo de la imaginación, el tiempo transcurre a distinto orden).

Ahora sólo me pregunto qué habría pasado si hubiera surgido el amor entre esa mujer y yo, y acabáramos los dos buscando un hijo real, y ella se quedara embarazada de verdad. Sin duda daría a luz a aquel amigo imaginario de mi infancia (versión palpable). Y, por supuesto, lo llamaríamos Fran, y en esta ocasión te juro que haría todo lo posible por evitar que se marchara a Praga.

El nieto taxista de Freud

No, no mires. O mira, pero no sientas. O siente, pero no sucumbas. No. Mejor no mires. No mires ni digas nada, que te conozco. Concéntrate en el tráfico. Conduce. Cíñete a eso. Y evita el espejo retrovisor. Usa los espejos laterales pero no el de dentro. Sobre todo, no te cruces con sus ojos, que te pierdes.

Venga, va. Sólo un momento. Un último vistazo y ya: Mirada límpida, joder. Y esa cara hinchada que es de helio. Y mira qué cejas, qué pómulos, qué labios. Y ese lunar bajo el labio como un punto y final de sus besoSTOP. Conduce, coño. Céntrate. No mires. Amordaza a Cupido. Son las normas: jamás te enamores de una embarazada.

¿De cuánto estará? ¿de siete, ocho meses? ¿Y quién será él? ¿se puede odiar a quien no conoces? Imagina la escena: acariciar su vientre, sentir las pataditas en tus manos, hacer el amor con alguien cuyo interior es de otro. Imagina. Besar unos pechos que serán el alimento de algo ajeno. Eyacular dentro de ella. Intentar dormir abrazado a ella pero llorando. Imagina la escena.

Asistir al parto. Tomar al bebé entre tus manos. Sentir entre tus manos un calor extranjero. Imagina la escena.

Luego estás tú: ¿por qué tuviste que fijarte en una embarazada? ¿qué razón oculta te atrajo de ella? Piensa en ello: todo se rige por conexiones internas, asociaciones inconscientes de ideas. Tal vez un complejo de Edipo mal resuelto, el delirio de sentirte hijo y padre al mismo tiempo (pero no un padre real, sino inventado). O tener hijos sin tenerlos. Seguir las tradiciones en la sombra, fingir destellos de responsabilidad. O enseñarle el dedo a Freud, sólo eso.

No mires a través del espejo. Déjala en su destino, que te pague la carrera y se baje de tu taxi. Pero apunta su dirección por si acaso. Nunca se sabe.

La casa

Tengo una casa en mi cabeza, la típica casa en la que sueñas vivir, ya sabes, con su jardincito, su pequeña piscina, su garaje para mi taxi y una buhardilla donde escribir. También tengo pensado que viviré solo, y que yo mismo me encargaré de limpiar el polvo y de planchar la ropa (me encanta planchar: siempre que plancho me imagino capitán de un barco aplanando las olas del mar). 

Y en la casa de al lado vivirá una vecina de esas con un marido que viaja mucho. Perros no. Ni gatos. Me angustian los vertebrados que no hablan.

Con el tiempo he ido perfeccionando cada detalle de esa casa hasta tal punto, que ahora la tengo perfectamente instalada en mi cabeza. Y recorro sus pasillos mentalmente, y entro en el baño de abajo, todo está muy limpio, y me veo escribiendo en la buhardilla, por ejemplo, lo que lees. Esto que lees ahora está escrito desde la buhardilla de mi casa de dentro.

Pero últimamente me está pasando algo inquietante. Desde hace un tiempo no puedo evitar asociar habitaciones de esa casa con mis estados de ánimo. Cuando algo me asusta, me veo de inmediato en la habitación del fondo del pasillo a la derecha, acurrucado en la esquina opuesta a la ventana. O cuando estoy motivado, me veo en el salón, donde se encuentra el equipo de música. O si cambio de estado de ánimo, me veo subiendo o bajando las escaleras de mi casa de dentro. O si monta en mi taxi alguna guapa usuaria me veo en el dormitorio. Pero no en el mío real, sino en la cama con dosel de mi casa de dentro.

Anoche, por ejemplo, desperté flotando en la piscina. Mi psiquiatra dice que la piscina representa el vientre de mi madre, que me ahogaba en su líquido amniótico. Yo no sé qué pensar. Estoy confuso.

El mismo amor, el mismo vientre

Pese a mi pelo al zero y el distinto corte y color del suyo nos reconocimos en seguida:

– A Clara del Rey, por fav… ¿Dani?

– ¿Blanca?

– ¡Menuda conicidencia!

– ¡Cuánto tiempo!

– ¿Diez años?

– Nueve o diez, sí. Sabía que eras taxista. Yo cojo muchos taxis. Sólo era cuestión de tiempo…

– ¿Y cómo sabías que soy taxista?

– Sí, bueno… te vi una vez en la tele. Y desde entonces leo tu blog y tus columnas en 20minutos.

– ¿En serio?

– También compré tu libro. Me hacía ilusión tenerlo.

– ¡Vaya! Emm… ¡gracias! Y dime, ¿qué tal te va?

– Bien, emm… me… casé y ahora… estoy de siete meses.

Volteé la cabeza y, en efecto, lucía un embarazo del que no reparé cuando subió a mi taxi.

– Enhorabuena – dije.

No supe decir nada más. Aquel dato me dejó frío. Blanca había sido una de esas novias de larga duración, con posibilidad de futuro. Tras casi cinco años de relación lo dejamos por cuestiones burocráticas (ella quería casarse por la Iglesia; yo quería seguir viviendo con mis pecados).

Así que aquel futuro hijo suyo bien podría haber sido mío de prolongar lo nuestro. Y de súbito me recordé haciendo el amor con ella (me acordaba de su cuerpo desnudo con la precisión del Google Maps), en esa misma casa rural de aquel último fin de semana en pareja que bien podría haber acabado en esto mismo, fruto de un mismo amor o mayor aún, quizás. Y así, víctima de mis pensamientos, no pude evitar preguntar:

– ¿Le quieres más a él de lo que me quisiste a mí?

– Es distinto, Daniel. Éramos muy jóvenes.

– ¿Hay, acaso, distintas formas de amar en función de la edad? – volví a preguntar.

– Ahora estoy bien. Tranquila. Feliz.

Llegamos a su destino. Antes de bajarse de mi taxi tampoco pude evitar posar, con su permiso, mis manos sobre su vientre. Sentí que se movía algo que no era del todo mío, pero sí en parte. Ella me había querido, y puede que los posos de ese amor pasado también pudieran estar alimentando ahora, a través del cordón umbilical, al feto del otro.

– Cóbrate – me dijo con un pie fuera, tendiéndome un billete de 10€.

Lo tomé y le devolví a Blanca otro billete mío, también de 10€.

Sin mediar palabra ella tomó mi billete rozándome los dedos. Luego me fui a mi bar de los jueves (aun siendo miércoles) y me gasté sus 10€ en cervezas mientras escribía, en el sobre aún cerrado del chequeo médico de ayer, este mismo post.