Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Tu tristeza en una caja de zapatos

Metí toda mi tristeza en una caja de zapatos y guardé la caja debajo de la rueda de repuesto de mi taxi sin pensar que, cada vez que pinchara una rueda y tuviera que cambiarla, saldría mi tristeza a la luz. La caja de zapatos en cuestión correspondía a unos náuticos que nunca llegué a ponerme, así que decidí hacerle hueco a la tristeza y metí también los zapatos en la misma caja. Después busqué el ticket y me fui a la tienda a devolverlos. La tristeza es transparente y volátil, por eso el dependiente no reparó en ella cuando abrió la caja, supervisó los zapatos y me devolvió el dinero: 55,95€

Esa noche gasté el dinero íntegro de toda mi tristeza en un bar. Y ahí se quedó.

Dos días después subió a mi taxi un hombre que advertí cabizbajo, con aires de derrota. Durante el trayecto comenzó a sonar por la radio Maybe Tomorroy de Stereophonics, y en esto le vi apoyar su cabeza en el cristal mientras seguía la letra con los labios, llegando incluso al sollozo al arrancar el estribillo. Luego trató de limpiarse las lágrimas con la camisa. Le tendí un pañuelo.

-Disculpe. Llevo un par de días con la tristeza agarrada al cuerpo.

-¿Le sucedió algo? -pregunté.

-No. Y es raro. Todo me va bien, no puedo quejarme. Mi única pega son estos malditos zapatos, que me rozan el empeine. Me fue imposible seguir caminando. Por eso tomé su taxi.

Bajé la vista y me sorprendió ver que llevaba el mismo modelo de zapatos que yo había descambiado.

-¿Me permite preguntarle qué número usa?

-Un 46. Me los compré hace un par de días y no consigo adaptarme a ellos.

-¿Los compró en una zapatería de la calle Ayala?

-¿Cómo lo sabe?

-Los vi por casualidad en el escaparate al pasar con el taxi.

Mentí y me sentí mal por ello. No le dije que aquellos zapatos antes fueron míos. Tampoco que guardaba mi tristeza en esa precisa caja y, por lo visto, los zapatos se contagiaron y él también al ponérselos. Y ahora ese hombre vivía inmerso en mi tristeza. Era mi tristeza, lo sé. No es posible que un hombre de más de sesenta años conozca y susurre al dedillo una canción de Stereophonics.

Pero yo ahora estoy feliz.

Y a veces la felicidad implica ciertos toques de egoísmo.

Creo.

Supongo.

Un paseo decadente

Camino con Irene desde el trabajo de Irene hasta la casa de Irene. Esta vez dejé mi taxi en un parking cercano a su tienda. Cruzamos Preciados hasta Callao y ahí giramos Gran Vía dirección Plaza de España. Irene da pasos largos, sosegados, prolongando cada zancada como a cámara lenta, siempre con las manos en los bolsillos del abrigo. Y aunque camina mirando al suelo, nunca llega a chocarse con nadie: son los otros quienes la esquivan, algunos en el último momento. Resulta extraño ver cómo camina por el mundo como si nadie existiese y sin embargo confía en que el mundo jamás chocará con ella.

Intento hablar, mantener una conversación, pero Irene se muestra hermética, elude cada pregunta con un «No sé. Nunca me lo había planteado», o devolviéndome el golpe: «¿Y tú?». A medida que avanzamos Gran Vía abajo, noto que sus respuestas son cada vez más cortas, como si los pasos engulleran sus palabras hasta hacerlas raquíticas. 

De hecho, mientras cruzamos Plaza de España, pronuncia la que será su última frase del día, y después silencio: 

-Me marché de Zamora porque sí.

Pienso en el porqué de esa frase. Nadie se marcha de su ciudad natal «porque sí», ni mucho menos para llevar una vida insustancial, de casa al trabajo y del trabajo a casa, sin amigos ni ganas de hacerlos, ni proyectos, ni ilusiones. Yo sé que tuvo que suceder algo, un detonante que llevara a Irene a marcharse o huir de Zamora (para instalarse en una ciudad como Madrid, donde es más fácil pasar desapercibido). Y tal vez en ese motivo se encuentre la clave de su hermetismo.

¿Qué le pudo suceder a Irene? ¿Cómo conseguir saberlo?

Una asombrosa historia de amor

Germán (nombre ficticio) había perdido su pierna izquierda en un accidente de tráfico. Llevaba una sola muleta y la pernera fantasma del pantalón recortada y plegada a la altura de la rodilla. En apariencia, no padecía mayor trauma que el de su torpe movilidad. Consiguió incluso sacarle provecho al asunto. Un provecho que alcanzó lo sentimental. Una historia de amor asombrosa.

El caso es que Germán, por motivos obvios, sólo usaba zapatos del pie derecho. Ninguna zapatería vende zapatos sueltos, así que decidió poner un anuncio en un tablón de internet: «Vendo zapatos del pie izquierdo a mitad de precio. Talla 43» y adjuntó una foto de su colección, ocho zapatos izquierdos a estrenar. Dos días después recibió un mensaje de Alberto (nombre ficticio), mutilado de la pierna opuesta y también con un pie del 43. «Me interesa tu oferta pero no el diseño de tus zapatos. ¡Son horrorosos! Aceptaría el trato si me dejaras escogerlos a mí». Germán aceptó el trato y a la semana siguiente quedaron en una zapatería del centro. «¿Cómo te reconoceré?» preguntó Alberto en tono de guasa. A Germán también le gustaban esas bromas.   

Ya en la zapatería, Germán se dejó aconsejar. Alberto optó por un par de mocasines y otros con cordones. Cada cual se probó sus correspondientes zapatos, opinando y discutiendo sobre cómo le quedaban al otro. Una vez decididos, pagaron a medias y pidieron al absorto dependiente que metiera los dos izquierdos en una de las cajas y los dos derechos en la otra. Luego tomaron juntos un café, intrigados por conocer los motivos de la mutilación del otro. 

En los días siguientes, Germán sólo usó esos dos zapatos. Le gustaba pensar que Alberto pudiera compensar sus pisadas con las de él, guardando entre ambos una especie de equilibrio cósmico. Incluso le enviaba mensajes buscando la coincidencia, esa perfecta complicidad, en una suerte de excitante juego: «¿Te pondrás hoy el de cordones? Contesta, por favor». A lo cual Alberto contestaba: «Ponte el mocasín. Seguiré tus mismos pasos».

Volvieron a quedar con la excusa de comprar otro par de zapatos. Esta vez Alberto le dejó escoger a Germán: éste optó por unas deportivas. Desde que se conocieron, por ese nuevo y mutuo afán de sentirse acompasados, ambos caminaban más que nunca; necesitaban un calzado más cómodo.

Luego llegó el café y del café pasaron a una cena en un restaurante improvisado. Y después de esa cena y de horas de charla llegaron las copas. Luego, los dos borrachos pero con pie firme, tomaron mi taxi, y en el trayecto pude escuchar cómo Alberto invitaba a Germán a subir a su casa. Les dejé en el portal citado; Germán me pagó el trayecto adjuntando una buena propina. Estaba feliz.

Se dieron su primer beso en el sofá de Alberto, acariciando el uno la pierna real del otro, encontrando con ello una extraña aunque excitante compensación, la misma que varios besos después les llevó a la cama. Y ahí tumbados, entrelazando sus piernas, hicieron el amor en perfecto acople, como dos piezas exactas de un mismo puzzle.

Sin duda, estaban hechos el uno para el otro. Su perfecto equilibrio representaba, a fin de cuentas, la esencia del amor.

Entre pájaros y mariposas

Apenas me fijé en ella cuando subió a mi taxi. Yo estaba inmerso en otras cosas, inventando migas de pan para los pájaros de mi cabeza. Tan sólo escuché que me dijo: «Buenas noches. A la estación de Atocha, por favor» y por inercia accioné el taxímetro e inicié la marcha. Los pájaros continuaban picoteándome el cráneo, así que decidí matarlos a cañonazos echando mano de mi propio kit de supervivencia: una carpeta con CDs de música.

Aprovechando el siguiente semáforo tomé un CD al azar y lo introduje por el sexo del equipo. Al instante comenzó a sonar, a un volumen que no esperaba, los primeros acordes del Are you gonna be my girl.  

En esto la usuaria comenzó a percutir con su pie el suelo del taxi, siguiendo el ritmo de la música.

– Me encanta este tema. ¿Podrías subirlo un poco? – me dijo.

– ¿Más?

– Sí. Por favor.

Subí el volumen a un nivel obsceno y entonces la chica comenzó a mover la cabeza y los hombros. Contagiado por su necesidad de seguir el ritmo, comencé yo también a percutir las manos sobre el volante. Y luego a mover el cuello, y luego el tronco. Y a cantar con ella.

– ¡Wow! Dan ganas de salir a la calle a bailar – me gritó.

En un arranque de simpulsismo, frené el taxi en plena calle Serrano y abrí mi puerta.

– Sal conmigo. Bailemos – dije.

La chica me sonrió y sin pensarlo siquiera abrió su puerta y salió a la calle. Ambos comenzamos a bailar alrededor del coche hasta quedarnos delante, aprovechando la luz de los faros como dos rockstars en el clamor de la noche. Me miraba y yo a ella, sonriendo los dos, moviéndonos pero ahora sin quitarnos los ojos del otro de encima, como unidos sendos iris con cadenas. Tampoco nos importaban los curiosos que poco a poco se iban acercando. No existían. Era guapa. Profundamente guapa. Ahí lo supe.

Se acabó la canción y empezó al instante Please, please, please, let me get what I want, de los Smiths, un tema mucho más lento y riguroso que ella, para mi asombro, también conocía. Y entonces ella comenzó a cantarla acercándose a mí, y yo también. Y quise abrazarla, o tal vez besarla, pero en esto apareció un coche de la policía que, como siempre, rompió la magia.

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Nota: Quince disculpas después reiniciamos la marcha hasta llegar a Atocha. Ella se tenía que marchar, perdía el AVE. Tampoco me dio su teléfono.

A efectos prácticos su AVE se llevó mis pájaros, sí. Pero son peores las mariposas.

Dime cómo caminas y te diré quién eres

La gente camina alrededor de mi taxi por la acera o los bordillos o los semáforos o los túneles o las pasarelas, cada cual a su ritmo, a su paso. No hay dos caminantes iguales, pero todos se mueven, cumplen su función:

Los que caminan despacio, saboreando cada paso, los que caminan deprisa (como si huyeran de alguien; de sí mismos, tal vez), los que caminan como si bailaran al ritmo de los cláxones y los pájaros, los que zigzaguean al caminar, los que levantantan mucho las rodillas, los que arrastran los pies, las quinceañeras aspirantes a furcias que no dominan sus tacones de aguja, las damas que manejan sus tacones como si fueran pinceles sobre el improvisado lienzo del pavimento, los borrachos describiendo eses, los niños y las niñas describiendo círculos alrededor del epicentro de sus madres, los que parecen estar tomando impulso, los que parecen dejarse llevar por el viento, los que caminan sin ganas, los que corren por la lluvia o la prisa, los de pasos cortos pero rápidos, los de pasos largos pero lentos, las gacelas, los gatos y los rinocerontes, los que imprimen en cada zancada el estilo musical de su Mp3, los que arrastran como lastres bolsas o maletas voluminosas, los enamorados que juegan a parear sus pasos, los discutidos que caminan a contramano…

Todos ellos caminan siguiendo un objetivo aunque ese objetivo sólo sea caminar. Me inquietan los que salen a la calle «a dar un paseo» y nada más: los que salen de su casa, pasean y vuelven a su casa, sin mayor motivo que el de moverse de forma autónoma, como yo con mi taxi pero sin taxi: primero una pierna y luego la otra.

Es genial que tu cuerpo responda a tus deseos, y que esos deseos en forma de pasos derrochen personalidad: Dime cómo caminas y te diré quién eres.

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Nota: Mis pasos son acolchados. Camino como con muelles en las rodillas y espuma en las suelas (y con los brazos ligeramente desplazados hacia atrás, como si el viento siempre soplara en su contra). 

¿Y tú? ¿Sabrías describirme tu forma de caminar?

Echar raíces

Se nota que estás disfrutando del sol por primera vez en muchos meses: con tu cabeza apoyada en el cristal de mi taxi y los ojos cerrados. La luz, a través de los párpados, hace que la oscuridad de dentro no sea negra, sino naranja.

Sonríes con los ojos cerrados, como notando las cosquillas de los rayos en tu rostro mientras yo te llevo despacio y suave. A través del espejo te miro así, apoyada en el cristal, sonriéndole al sol con los ojos cerrados y pienso que estás pensando en las plantas, en el milagro de la fotosíntesis, en tu vida receptora, en la fuerza de la luz como terapia.

Y bien querrías quedarte así, para siempre. Alimentarte a base de sol y echar raíces desde tus pies, atravesando el suelo del taxi y luego el asfalto y luego la tierra hasta quedarte anclada, plantada en este mismo instante y en este mismo lugar: Plaza de la Independencia, su nombre. Que las raíces de tus plantas, de las plantas de tus pies, lo perforaran todo hasta encontrar agua para luego absorberla y disociar sus nutrientes con el sol de la flor de tu rostro.

Pero soy taxista, y las únicas raíces que conoce el Reglamento son cuadradas, y en cuanto notas la sombra que proyecta la fachada de tu casa abres los ojos y dejas de sonreír. Hemos llegado a tu destino. Detengo el taxímetro, me pagas, abres la puerta con tus manos que no son ramas, plantas tus pies en la acera y comienzas a caminar. Y mientras veo cómo te marchas reparo en el cerco de sudor que ha dejado tu frente sobre el cristal.

Me acerco al cristal y comienzo a lamer tu sudor. Sabe a clorofila.

Me falta un dedo

En otro de esos atascos sudando monóxido de carbono (H2O-CO) aprieto fuerte el volante con ambas manos y luego estiro los dedos y los cuento, uno por uno, para tranquilizarme:

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… ¿nueve? No puede ser…

Vuelvo a contarme los dedos, esta vez más despacio:

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… Me cago en… ¡pero si me falta un dedo!

Nervioso como un koala en la Gran Vía comienzo a hacer recuento, mano a mano: En la derecha, efectivamente, tengo uno, dos, tres, cuatro y cinco dedos.

Será la izquierda, pues:

– Uno dos, tres y cuatro.

Efectivamente, y valiéndome de aquella satánica canción infantil, distingo el dedo pulgar, el índice, el anular y el meñique.

– ¡Me falta el dedo corazón de la mano izquierda! ¿pero cómo no me habré dado cuenta antes…?

Trato de atar cabos. ¿Para qué sirve el dedo corazón?, ¿para hacer el FUCK YOU?, ¿será que nunca he usado la zurda para hacer el FUCK YOU?

De repente el mundo se me viene encima. 31 años sin saber que me falta un dedo. Toda mi vida ha sido impar y descompensada; y yo sin saberlo.

Entonces reparo en los dedos de mis pies. Y en medio del mismo atasco comienzo a quitarme los zapatos de tacón, los calcetines y me cuento los dedos:

– ¡También nueve!

Haciendo recuento compruebo que también me falta el dedo corazón, pero del pie derecho.

– ¡Ja! – respiro aliviado – Al menos sigo siendo par, y compensado…

El caso es que con la violencia del momento se me perdió un calcetín (que acabó pegado a la suela con chicle de un usuario que no consigo localizar). Pero ese es otro tema que bien merece un nuevo post.

Fetiche

Al bajar del taxi, la mujer de olor a madera se dejó sobre el asiento unos zapatos de tacón. Los llevaba de repuesto (vestía de boda, con su chal de encaje y su falda de seda violeta a juego con unos zapatos, supuse, demasiado incómodos para aguantar con ellos toda la noche). El olvido de aquellos zapatos algo más cómodos la llevaría, unas horas más tarde, a acordarse de mí (cuando el dolor se cebe en sus pies).

El caso es que, nada más reparar en ellos, comencé a salivar. Los dejé en el asiento del copiloto, mirándolos de reojo, acariciándolos víctima de una extraña excitación. No eran de cristal, sino de ante negro, gastado por el uso; largos, suaves, de curvas sensuales. Sus tacones parecían tacos de billar en la mesa de su vientre: del vientre de aquella mujer de olor a madera.

En el próximo semáforo no pude resistir la tentación de probármelos. Eran del 41 (yo gasto un 45), pero abiertos por delante: Pude calzármelos aunque asomando los dedos un par de centímetros más allá de sus puntas. Conseguí, incluso, abrocharme ambas hebillas (forzando unos nuevos agujeros).

Así, excitado, comprimido y aliviado al mismo tiempo, continué la marcha. Nunca antes había manejado los pedales con tacones, pero le cogí el truco enseguida.

Varias calles después se montó una nueva usuaria. Traté de actuar con naturalidad, mirando al frente (no quería que reparara en mi calzado), pero debí de disimularlo mal: apenas tardó unos segundos en clavar su mirada en mis tacones.

Lejos de asustarse, y pese a todo pronóstico, su voz se volvió sensual:

– ¿Te apetece tomar algo en mi casa? – me dijo.

Las tías son muy raras, pensé. Aun así, me fui con ella.

Creo que aquí hay una historia… (pero no sé cuál)

A lo largo y ancho de este blog he tratado de demostrar que detrás de todo, hay una historia: Detrás de cualquier objeto olvidado en el asiento trasero de mi taxi, detrás de una mirada a través del espejo, detrás de cualquier llamada telefónica, detrás de un golpe frontal entre mi taxi y tu coche, detrás del usuario con aliento a Bourbon… y así, ad infinitum.

Siempre, en fin, he tratado de sacarle una historia a cada mínimo detalle de esta ciudad. Siempre he intentado anticiparme a cada acontecimiento, tirando del hilo de la imaginación para explicar el por qué de cada cosa, de cada actitud o de cada acción.

Pero después de lo que he visto (y fotografiado) esta mañana, no puedo más que tirar la toalla. Y es que por primera vez en mi taxi-vida, detrás de lo que he visto (y fotografiado) esta mañana, y mira que le he dado vueltas al asunto, no he conseguido sacarle conclusión alguna.

Esta vez, he perdido. Lo siento en el alma.

Semáforo de la calle López de Hoyos esquina Avenida de Ramón y Cajal:

En el mástil del semáforo (a más de cuatro metros sobre el suelo), dos zapatillas de deporte anudadas a un zapato de tacón:

¿Cómo coño (y en qué contexto) han podido llegar hasta ahí?

Hoy no me apetece trabajar

Asomo la cabeza a través de la ventana y veo a mi taxi ahí aparcado, tan guapo él, y le saludo y él me guiña un intermitente.

– No hay nada mejor que estar enamorado de un ser inerte – pienso.

Bajo las sábanas, mi patito de goma Made in Hong Kong me hace cosquillas en las plantas de mis pies con el pico.

– Quiere guerra, ¿eh? – le digo.

El patito me responde pellizcándome un dedo.

– Ahh… ¡hijo de pata! – grito. Me río. Él se ríe también:

– Cuac, cuac, cuac…

Soy feliz así. Hoy no necesito más: Mi patito de goma Made in Hong Hong, un bote de vaselina y de fondo, para ambientar, el programa de Ana Rosa Quintana.

No saldré a trabajar. Me quedaré en casa sin hacer nada, o dejando que el resto del mundo lo haga todo por mí.

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NOTA crítica al crítico:

No tengo jefes ni horarios. No necesito llamar a nadie ni inventarme ninguna excusa estúpida para poder quedarme en casa. No necesito levantarme cada día a las 7 de la mañana, desayunar café con mala leche, salir corriendo porque no llego ni esperar a que llegue mi hora para largarme de allí.

Soy taxista, amigo. Empiezo a trabajar cuando quiero, paro cuando me da la gana y trabajo tantas horas como necesite para vivir. Ni más, ni menos. Y me gusta mi trabajo porque el taxi, para mí, es literatura.

Ahora, ¿quién se ríe de quién?