Pasé la infancia jugando con coches. Me tiraba al suelo y arrastraba coches por los pasillos de casa. Mi madre me cosía rodilleras en los pantalones porque los acababa destrozando con el roce. O si eran cortos me hacía heridas en las rodillas, dejando incluso rastros de sangre en el parqué. Pero el dolor que sentía nunca fue un impedimento. Siempre merecía la pena; aparte de arrastrar coches por el suelo también me imaginaba al volante, a dos mil kilómetros de allí, huyendo de algo. Me tiré toda mi infancia jugando con coches. Y huyendo.
Pasaron los años, crecí por fuera, dejaron de sangrarme las rodillas, me saqué el carnet y acabé de taxista. ¿Cumplí mi sueño? Sí, pero no. O al menos no es tan sencillo porque ahora, lejos de verme al fin manejando mi propio coche, me imagino de niño, arrastrando desde arriba el mismo taxi que ahora conduzco. Como si realmente no fuera yo el que conduce, sino aquel niño a escala 35:1 siempre detrás de mí, arrodillado en las mismas calles que transito. Arrastrándome al antojo del niño que antes fui. Y huyendo.
De niño no cobraba ningún dinero arrastrando coches. Sin embargo ahora, todo lo que gano me lo gasto en psiquiatras. Sigo huyendo de lo mismo pero sigo sin saber de qué. O de quién. A mis treinta y cinco.