Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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El equilibrio es imposible

FORO: Jelko Arnds

FORO: Jelko Arnds

En mis siete años de blog he tocado todos los extremos de la psique imaginables. Me han llamado fascista y comunista en un mismo post, en un bar una lectora me llamó «feucho» y «guapete» en un intervalo de apenas tres sorbos de gintonic, otra me ofreció su cama vía Whatsapp y al abrirme la puerta me lanzó a la cara un cedé de Radiohead (que aún conservo, por cierto). Me han llamado misógino, machista, feminazi, estulto (tuve que buscarlo en el diccionario), maniaco, sociópata de sofá, inventor de los cojones (¿?), liberticida, me han amenazado de muerte un total de ocho veces (siete de las cuales eran mujeres), me han roto una luna de mi taxi con una piedra envuelta en una nota («No te quejes por el cristal. Mi corazón también está roto en mil pedazos por tu culpa» decía la nota), he recibido cuatro notificaciones de denuncias (una de ellas por intento de atropello en una calle de Mexico D.F.; nunca he estado en Mexico D.F.), he encontrado tres copias exactas, literales, de mi blog firmadas por otros (llegué incluso a escuchar una entrevista realizada a uno de ellos en una radio de Uruguay), cuatro usurpaciones de identidad (dos en Twitter, una en Facebook y otra en un portal para buscar pareja), he firmado un autógrafo en la nalga de un tipo que podría ser mi padre, me han querido invitar a farlopa, heroína, porros, setas, speed, pastillas, tartas de queso, multas, viajes, visitas al zoo, putas, travelos e incluso gasoil (un lector insistió en pagarme cuarenta euros de diesel en una gasolinera), he firmado libros en un convento, en la sala de espera de un tanatorio, en dos comisarías, en un centro de planificación familiar, en un taller de chapa clandestino o en semáforos, de un taxi a otro. Y de todo el dinero que he podido ganar con la escritura en estos años, más de la mitad me lo he gastado en terapias, y más de la otra mitad en psicofármacos, alcohol, ordenadores portátiles (que olvido en bares o estropeo derramando vasos sobre el teclado) y multas.

Pero si volviera a nacer, no lo dudaría ni un segundo: haría exactamente lo mismo.

Bicis en la ciudad sí, PERO…

bici web

Pongo por delante que me gustan las bicis; es más: yo mismo fui un ciclista concienciado antes de darme al alcohol y al tabaco. Las bicis me parecen una alternativa de transporte cojonuda y más ahora, con los índices de contaminación por las nubes y un transporte público cada vez más caro e ineficaz.

Ahora bien, y aquí viene el PERO. ¿Resultan ciudades como Madrid lugares cómodos para moverse en bici? Evidentemente, NO. En parte por culpa de la orografía (Madrid no es precisamente plana), pero también por el volumen de tráfico sin restricciones que soporta, la ausencia de arcenes, y un carril bici tan escaso como mal planteado. Además, Madrid cuenta con carriles BUS-TAXI separados del resto por «aletas de tiburón», que hacen del todo imposible el adelantamiento, y no pocas veces al día me toca, como taxista, circular a 10-15 kms/h detrás del ciclista urbano de turno sudando la gota gorda y cuesta arriba. En tales casos jamás se me ocurriría tocarles el claxon o intimidarles, sería peligroso para ellos. Pero sí que me entran ganas de soltar algún que otro improperio. Y es que no es de recibo que una larga fila de taxis libres y ocupados y autobuses atestados de usuarios tengan que circular atrapados a diez por hora porque al ciclista en cuestión, normalmente UNO, le dé por pasear sus huevos toreros a golpe de pedal, completamente ajeno al zisco que está formando tras de sí. Entiendo en ellos cierta reivindicación por un cambio de modelo en el transporte, por una ciudad más limpia, pero tal vez no caigan en la cuenta de que están jugando con el tiempo (y los nervios) del resto, aparte de poner en constante peligro su propia vida (nada más frágil que una bici). Y me refiero, en concreto, a esos ciclistas que circulan cuesta arriba por carriles BUS-TAXI o por calles estrechas y a un ritmo pausado, o zigzagueando entre los coches, no al resto de los ciclistas cívicos, que por suerte son mayoría. Ojalá ciudades como Madrid estuvieran preparadas para llenarse de bicis, pero mucho tendría que cambiar la distribución de las calles, el ordenamiento del tráfico y, sobre todo, la mentalidad de muchos, empezando por nuestros bipolares responsables políticos.

La chica que limpia y plancha en mi casa

limpiar casa

En el primer cajón de mi mesilla de noche tengo una caja de 24 condones vacía en la que guardo una libreta donde anoto mis sueños más urgentes. Guardo la libreta en esa caja para preservar los sueños, pero también para que Carmen, la chica que viene a limpiar y planchar a casa, se piense que soy un tipo normal tirando a promiscuo. De hecho, suelo cambiar la caja cada poco (aunque en realidad uso los condones para hacer cubitos de hielo con forma de pezón erecto). También guardo otra libreta en el depósito del inodoro (donde anoto las ideas más mierder), otra en el botiquín (donde anoto las ideas más locas), otra en una caja de J&B 12 años (donde anoto las ideas más selectas), otra tras la rendija del aire acondicionado (donde anoto las ideas más frescas), otra en el buzón del portal (donde escribo historias de amor no correspondido) y otra en la guantera del taxi (donde anoto, como es obvio, anécdotas del taxi, descripciones de usuarios, etc.).

El caso es que anoche soñé que una mano de mujer me estrangulaba. Así que nada más despertar, saqué mi libreta de la caja de condones, y anoté los detalles: «Sueño 1.233: me estrangula una mano de mujer con alianza en el dedo anular y uñas largas pintadas color azul celeste».  Y así quedó todo. Luego salí a dar unas vueltas con el taxi, como siempre.

A media tarde me llamó Carmen, la chica que viene a limpiar y planchar. Necesitaba un adelanto de su sueldo para una urgencia. Como no andaba lejos, quedé en pasarme por casa para dárselo y, ya que estaba, acercarla en mi taxi a su casa. El caso es que al vernos, advertí en ella un detalle que me dejó de piedra: Se había pintado las uñas del mismo color que la mano de mi sueño. Además, su dedo anular lucía un anillo que no recordaba haber visto antes (de hecho, juraría que me dijo que era soltera). Ella, sin embargo, se comportó con la misma confianza de siempre, y yo traté de disimular mi desconcierto lo mejor que pude.

Pero tiene las llaves de mi casa. Y no sé por qué, pero tengo miedo.

El número marcado no existe

Sin duda no existe ni existirá nunca frase más corrosiva que aquella y en ese preciso contexto, después de pensarse tanto tanto tanto si dar el paso o bien dejar que la carcoma del recuerdo le devore el cráneo, con la mano en modo párkinson sujetando el teléfono y el pulgar a punto de darle a la tecla: ¿LLAMAR?

Ocurrió en mi taxi como podría haber ocurrido en la cola del INEM o en un funeral; estas cosas suceden así, de forma inesperada: Asocias un par de ideas, te invaden de repente las ganas y de súbito el deseo es mucho más potente que las formas. El caso es que ella necesitaba saber de él ahora, urgentemente urgente, aunque sólo fuera escuchar su voz, tenerle vivo, analizar su timbre, preguntarle ¿qué tal?, me acordé de ti y pensé, voy a llamarle. No importaba que la excusa sonara estúpida: cuando el Titanic se hunde te olvidas de la mancha de ketchup en la solapa.

Sin embargo ella, al pulsar al fin la tecla de llamada, jamás llegó a prever aquel desenlace. Su interlocutor podría haber contestado en seguida, o esperar varios timbrazos para digerir el shock del remitente, o incluso saltar un «Su teléfono está apagado o fuera de cobertura en este momento», o la señal del mensaje de voz, en cuyo caso tal vez colgaría o se quedaría en blanco.

Pero en lugar de todas las opciones posibles yo también lo escuché desde mi asiento: «El número marcado no existe». Ella se quedó atónita. Tenía su número en la agenda, por eso no era posible haber marcado mal o que bailara algún número. Sin embargo volvió a llamar, y la voz aséptica de la máquina repitió lo mismo «El número marcado no existe». Y ya no hubo un tercer intento.

Lo peor de todo son las dudas que se quedan en el aire, ¿cambió de número?, ¿por qué lo hizo?, ¿le habrá pasado algo? ¿cómo saberlo? Y poco a poco la mujer comenzó a hundirse en su asiento hasta casi desaparecer (ojalá, pensaría). Y al llegar a su destino me pagó y se dejó el móvil olvidado, o tal vez lo olvidó adrede, ¿para qué llevarlo encima si él ya no existe?

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Nota: Llevé aquel teléfono a la oficina de objetos perdidos. Aunque hubiera sido mejor, directamente, haberla llevado a ella.

Veintitrés horas y doce minutos

Silencio. Sigue sin llamar. Vuelvo a mirar la pantalla del teléfono: hay cobertura. Ahora estoy en Gran Vía, con mi taxi libre, y no sé si debería poner el cartel de OCUPADO. Imagina que se monta alguien y justo en ese preciso momento, me llama. Pero claro, no puedo tirarme el día entero esperando; tengo que trabajar, y tampoco sé a ciencia cierta si al final llamará. Quedó en llamarme, eso sí. Sus últimas palabras fueron: “No sé lo que quiero, Daniel. Necesito aclararme. Te llamo. Adiós”, y colgó. Dijo “Te llamo. Adiós”, aunque hubiera preferido entender “Te amo. Adiós”, maldita elle. En cualquier caso, decir “Te llamo” apenas significa nada. ¿Te llamo cuándo?, ¿a qué hora? Esto fue ayer por la tarde, y no he vuelto a saber nada de ella. Ni Whatsapp de buenas noches, ni Whatsapp de buenos días. Sólo silencio. Incertidumbre. Y han pasado veintitrés horas y doce minutos desde aquello. Sé que acaba de salir del trabajo, sale a las siete, y habrá ido directa a su casa. Supongo que si está “confusa” no tendrá ganas de irse de cañas con nadie. Tampoco ha tuiteado en todo el día, ni entró en su Facebook, o al menos no escribió nada en el muro. En fin.

Subo Alcalá, giro por Velázquez y en esto un hombre me levanta el brazo. Dudo por un instante, pero al final freno a su altura. El hombre abre la puerta, se monta en el asiento trasero de mi taxi y me pide que le lleve al aeropuerto. ¡Maldita sea!, pienso. Tendremos que pasar por el túnel de María de Molina y ahí a veces falla la cobertura. Ya sería casualidad que me llamara precisamente ahí, en pleno túnel, y le diera por pensar que apagué mi teléfono adrede.

Dicho y hecho. Ley de Murphy: Justo antes de entrar por la boca del túnel, suena el teléfono. Me da un vuelco el corazón. Miro la pantalla. No conozco ese número, aunque tal vez alguien le prestó el móvil porque el suyo se quedó sin batería, no sé… De todos modos descuelgo, y activo el manos libres. Por los altavoces del taxi, una voz de mujer que no es ella me dice: “Hola, Daniel. Soy Sandra, la directora de tu sucursal bancaria. Te llamaba para ofrecerte un seguro de vida…”. Cuelgo. ¿Un seguro de vida?, Vaya olfato tienen los bancos. Justo ahora, que me encuentro especialmente inseguro en esta vida.

Luego va el usuario de mi taxi y me dice: “Disculpa que haya escuchado tu conversación. Yo que tú lo contrataba, ¿eh? Precisamente trabajo en ese mismo banco y te puedo asegurar que las condiciones que ofrecemos son súper ventajosas”.

Han pasado veintitrés horas y veintinueve minutos. Ya dejé al hombre en el aeropuerto y ella sigue sin llamar y no soporto tanta angustia. Al final soy yo el que llama, pero no a ella. Llamo a Sandra, la del banco. Hemos quedado mañana a las doce en su despacho. Tal vez luego, cuando me explique lo del seguro, nos tomemos un café. En cualquier caso, me pondré la camisa nueva.

Los peligros del 3D

En un principio pensé que aquel hombre llevaba unas gafas de sol. La luz de la mañana sin duda invitaba a ello. Pero al girar la cabeza pude ver en su patilla izquierda el logo de unos multicines con el indicativo «3D». De hecho, yo también tenía esas mismas gafas en la guantera del taxi. Siempre las llevo por si el azar se torna en cine (la última fue Tadeo Jones, con dos coJones).

El caso es que el hombre, además de llevar las gafas y mirarlo todo con suma atención, pasó un par de veces la mano por delante de su campo de visión, como intentando tocar lo que veía y de hecho lo tocaba. Tocó el reposacabezas delantero de mi taxi y si no llego a agacharme también me habría tocado la cabeza. Parecía asombrado por ver en tres dimensiones lo que efectivamente tenía tres dimensiones.

-Asombroso- dijo en voz alta. -Parece todo TAN real…

Su cara de psicofármaco me llevó a sacar mis gafas 3D de la guantera. Me las puse y sin dejar de conducir miré a mi alrededor. En esos instantes circulábamos por la calle Génova. Al pasar por la sede del PP giramos los dos la vista y exclamamos a la vez:

-¡Guaaaauuu..!

Las gaviotas azules se mostraban sobredimensionadas, como a dos palmos de nosotros. Fue instintivo alzar la mano e intentar tocarlas.

-¡Aahhh!- gritó de repente el hombre.

-¿Qué pasó?

-¡Me acaba de picar la hijaputa la gaviota!

Me giré hacia él. Su mano derecha sangraba mucho.

-¡Lléveme a urgencias, rápido!

Le llevé al servicio de Urgencias del Congreso de los Diputados, pero estaba acordonado por la policía y no nos dejaron pasar.

Y al final mi usuario murió de Democracia.

 

Apagado (o fuera de cobertura)

La ingrávida joven me pidió recoger a «alguien» en la Glorieta de Bilbao para continuar después hasta un destino que no me llegó a decir (más bien se truncó, como ya veremos). Era una chica de gesto suave, piel lechosa o más bien de horchata, rasgos marcados pero dulces, de unos treinta años, cabello corto y oscuro, ni pendientes ni abalorios y un vestido al más puro estilo naïf.

Cuando llegamos al punto donde habría de subir ese «alguien», justo en la boca del Metro Bilbao, a las puertas del café Comercial, accioné los WARNING del taxi y ahí nos quedamos esperando, en silencio. Ella mirando la pantalla de su móvil pero sin darle uso, como a la espera de cualquier posible aviso, y yo observando con disimulo a través del espejo. Como digo, se resistía a ponerse en contacto con su cita; tal vez no quisiera parecer insistente o pesada. Pensé que entre ese «alguien» y ella no había un vínculo demasiado estrecho (cuando hay confianza nada te impide llamar o mandar un mensaje: «dnde stas?, t qda muxo?)». Ella prefería esperar a que ese «alguien» se personara o bien llamara para avisar de que llegaba tarde. Pero aquel era un lugar incómodo para detener el taxi, los autobuses pitaban:

-Aquí no podemos estar mucho tiempo- llegué a decir.

Entonces ella se hizo cargo aunque visiblemente nerviosa: usó el teléfono como en contra de su propia voluntad. Desde mi asiento yo también pude escuchar que el móvil de su interlocutor se encontraba «apagado o fuera de cobertura». Pudiera ser por culpa de cualquier contratiempo (se quedó sin batería o en efecto, sin cobertura), sin embargo ella lo interpretó con cierto gesto de derrota. Había algo más, sin duda. Puede que aquel «apagado o fuera de cobertura» fuera la constatación de que él no vendría, un gesto cobarde ya sufrido y repetido. Apagado a propósito. En realidad no hizo falta más ni quiso esperar un segundo más. Después de aquella llamada fallida, me dijo:

-Bien, eh… lléveme a… al mismo sitio donde me recogió.

Es decir, a su casa. Es decir, plan truncado. Es decir, que se rompió algo o se volvió a romper. No me cabe otra explicación. O tal vez tú la tengas…

No es ciudad para tímidos

Aquel usuario de mi taxi consiguió el efecto contrario al deseado. Intentó con tanto ahínco pasar desapercibido, que precisamente por eso acabó llamando poderosamente mi atención. Se escondía de mi espejo retrovisor, pero yo alzaba la vista y le buscaba, moviendo incluso el marco del espejo hasta que al fin conseguí arrinconarle en la esquina de su asiento, entre el respaldo y la puerta. Así dispuesto parecía un insecto clavado en mi corcho, como asustado por el fuerte olor a formol de mi mirada.

Una vez acorralado me dispuse a observar cada uno de sus gestos. Parecía sentirse amenazado por mí, apretando sus labios y frunciendo el ceño. Ahora fingía mirar por la ventana pero sin llegar a despegar del todo su rabillo del ojo de mi campo de visión. En efecto, le aterraba sentirse escrutado.

Me cuesta entender cómo alguien tan frágil es capaz de sobrevivir en esta ciudad caníbal. Le imaginé caminando con miedo a pisar su propia sombra, desconfiando del mundo y hasta de sí mismo por unas calles llenas de ojos, de cámaras de vigilancia, de cuchicheos, de mendigos que se acercan para pedir limosna, de repartidores de publicidad y hombres anuncio. Es imposible pasar realmente desapercibido cuando el gesto de pánico te delata sin poder evitarlo, como tampoco podrá evitar salir de casa, de su refugio, para ir al dentista, al supermercado o al psiquiatra.

En vista de su respiración cada vez más agónica, decidí parar el taxímetro poco antes de alcanzar su destino aprovechando que marcaba un número redondo. De este modo le evitaría la angustia de buscar quince o veinte céntimos o esperar a la devolución del cambió y con ello un nuevo contacto entre su mano y la mía.

En efecto, me tendió un billete sin mirarme, soltó un débil «gracias» y se marchó girándose hacia atrás por ver si yo me marchaba y esquivando después a un transeúnte.

Pobre hombre, pensé. Complejos somos.

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El beso del ahorcado

No te acerques a un taxista frágil. Me duele la luz de los semáforos y contigo estoy tan mal como sin mí.  No te fíes de un ni libre ni ocupado, del que besa como besan los ahorcados, de un bufón en la cola del INEM. Dame tiempo. Sólo busco subtitular mis sueños, retractilar mis penas y venderlas por entregas al peor postor. Sabes bien que caminar como un cangrejo me ayuda a tomar distancia. Lo malo es el retroceso. 

Ya me conoces: soy el típico taxista suicida que nunca olvida ponerse el cinturón. Y lo que aún no sabes: Finjo orgasmos con muñecas hinchables, colecciono parches y disecciono cadáveres de dudas bañadas en formol. Pero yo, amor, no me conozco tanto. La máscara es reverso del espejo del alma. Invento piedras para tropezar y romperme el cráneo. Y luego lloro como un huérfano en una piscina de bolas.

Es la hora de los muertos de miedo:

No te acerques a mí, pero duerme conmigo.

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El primero del resto de los besos

Tachados ya los momentos más propicios por cobarde, el adolescente al fin cerró los ojos, se armó de valor y besó a la adolescente por primera vez en el asiento trasero de mi taxi. Giró la cabeza hacia ella y, al ver que ella no giraba la suya dobló su cuerpo hacia sus labios y la besó. Al primer contacto ella se mantuvo quieta, erguida (no lo esperaba o al menos no ahí, en un taxi), pero luego se dejó besar, abriendo un poco la boca, sólo un poco, a la espera tal vez de su lengua, la primera lengua ajena en contacto con la suya.

Rara sensación pero a su vez excitante, como toda novedad mitificada en los corrillos de clase, en las películas, en las series de televisión o en las canciones. Así pues, en el instante del beso, ambos sabían lo que tenían que hacer aun sin haberlo hecho nunca: pegar sus labios y dejarse llevar él por ella y ella por él. Tantear luego el terreno sacando tímidamente la lengua, como sin querer, buscar la opuesta al otro lado de la frontera de sus dientes y que las lenguas se rocen y se ablanden si están tensas y se muevan lentas; que nadie interpreta la urgencia en el otro.

Después es cierto que cuesta saber cuándo dejar de besarse. Ellos dos lo hicieron sin más, quedó algo frío: Separando él su boca de ella y apartando ambos, casi al instante, la mirada. Tampoco hablaron. No sabían qué decir.

Detuve el taxi en el portal de ella, se bajó con un simple y tembloroso «adiós» y luego continué la marcha con él, biopsiando a través del espejo su cara de flipe, imaginando el monólogo de sus pensamientos («¡Buaa!, ¡la he besado, tío! Muy bien. Te lo has currado. ¿Demasiado brusco? Naa… ha estado bien. Se notaba que ella también quería besarme. Y además: ha abierto la boca y ha movido la lengua, tío. Ufff… cuando se lo cuente al Juanfran… ¡cómo mola! mañana la beso otra vez. Después de clase, al despedirnos. O de camino, en el parque. ¿Se habrá dado cuenta el taxista? ¡qué corte! Yo creo que no. Ha subido el volumen de la radio y todo. Seguro que está a su bola…» )